María Olvido
Moreno Guzmán* /
Laura Filloy Nadal*
Resumen: En la Conquista de México se confrontaron dos tradiciones militares con armas diferentes. En cuanto a los escudos, los guerreros indígenas mesoamericanos llevaban rodelas emplumadas llamadas chimalli, mientras que los soldados hispanos tenían adargas de piel. En este artículo examinamos dos escudos que resaltan por su belleza y el simbolismo de su mosaico plumario: el chimalli mexica del Cánido emplumado y una adarga que se hizo para Felipe II por plumajeros en la Nueva España, y engalanada con un complejo programa iconográfico. Discutimos que estos dos “objetos votivos” pertenecen al ámbito de la protección divina.
Palabras clave: escudo, chimalli, adarga, plumaria.
Abstract: In the Conquest of Mexico, two military traditions confronted each other with different weapons. In terms of shields, indigenous Mesoamerican warriors carried feathered bucklers called chimalli, while Hispanic soldiers had adargas made of leather. In this article we examine two shields that stand out for their beauty and the symbolism of their feather mosaic: the Mexica Feathered Canine Chimalli in Vienna and an adarga made for Philip II, adorned by featherworkers in New Spain with a complex iconographic program. We contend that both of these “votive objects” pertain to the realm of divine protection.
Keywords: shield, chimalli, adarga, featherwork.
Postulado: 30.04.2020
Aprobado: 17.09.2020
Divina protección: adarga y escudos emplumados del siglo xvi en México y Europa
Divine Protection: The Adarga and Feathered Shields
in Sixteenth-Century Mexico and Europe
Escudos y adargas en la Conquista de México
en el contexto de la Conquista de México, los enfrentamientos militares confrontaron dos tradiciones diferentes en materia de armamento y en la manera de hacer la guerra. Se sabe que diferentes tipos de escudos acompañaron a los guerreros indígenas y a los soldados españoles. Desde el siglo xvi, en las fuentes documentales estos objetos se describen con cierto detalle y se encuentran profusamente representados, tanto por el frente como por la cara posterior. En los escudos indígenas (conocidos como chimalli en náhuatl) destacan los elementos decorativos y una rica iconografía sobre el campo (superficie frontal); y cuando se muestran por detrás se observan sus componentes funcionales, como las enarmas y otras estructuras. Dentro de la panoplia hispana se encontraban los escudos y las adargas. La forma de estas últimas, similar a la de un corazón o arriñonada, contrasta con de la redondez de los 9escudos metálicos. Los españoles denominaron a los chimallis “rodelas”, dadas sus similitudes formales con los escudos europeos.
Armamento defensivo indígena
La forma indígena de hacer la guerra, así como los sistemas de organización de los efectivos y los equipamientos militares, no corresponden a un sistema único o panmesoamericano. Se sabe que cada cultura —según su geografía y temporalidad—, tenía sus particularidades en términos de la panoplia (Cervera, en prensa). De las múltiples representaciones del armamento defensivo que se conocen a través del arte prehispánico, no se cuenta con ejemplares físicos que se conserven; ello se debe primordialmente a que los aditamentos para la protección de los guerreros estaban elaborados con materiales de origen orgánico.
En el Posclásico, las armas defensivas incluían escudos, yelmos y varios tipos de indumentaria (Hassig, 1988: 85), fueron concebidas con el fin de detener el ataque de las armas ofensivas, de largo y corto alcance, cuyo origen se remontaba a varios cientos de años antes (Cervera, 2007a: 19). Debemos considerar a los escudos como armas defensivas activas, ya que permiten su movilidad en el momento del combate, en contraposición de las armas defensivas pasivas, tales como las corazas y la indumentaria acolchada, entre la que figura el ichcahuipilli. Este último es una especie de chaleco elaborado con varias capas de algodón que, en el hibridismo de los sistemas de armamento que se dio durante la Conquista, fue adoptado por los hispanos dada su ligereza y efectividad (Anawalt, 1981 y 1992; Cervera 2007a: 31; Sullivan, 1972; para más información acerca del arte de la guerra entre los mexicas véase Bueno Bravo, 2006; Cervera 2014 y 2016, y Lameiras 1985).
En Mesoamérica, además de su uso en la guerra, los escudos y trajes guerreros también se ocupaban en diversas festividades, desfiles y combates que se desarrollaban en múltiples rituales religiosos (Berdan, 2002: 42; Berdan y Anawalt, 1997, v. 2, fol. 46v-47r: 116-118, y 132; Broda 1978; Umberger, 1996: 102-103). Desde los primeros siglos de nuestra era, en diferentes expresiones de la plástica prehispánica —como la pintura mural y la escultura en piedra y barro—, a través de trazos, colores, texturas y volúmenes, quedaron representados los diseños y algunos de los componentes materiales de la indumentaria bélica y ritual.
Ciertos indicadores para el estudio del armamento en el Occidente se encuentran en la cerámica de la cultura Tumbas de Tiro (250 a. C. - 650 d. C.). Dadas las posiciones de los guerreros, las esculturas modeladas en barro ante todo revelan el uso de las armas ofensivas (mazos, hondas y lanzas) y del equipamiento defensivo (corazas, cascos y yelmos) (Cervera, 2007b). Por lo que respecta a los escudos se representa una amplia variedad. Como una manifestación figurativa, en los estilos Lagunillas e Ixtlán del Río (Nayarit); Arenal y Ameca-Etzatlán (Jalisco); los personajes sostienen escudos circulares, cuadrados y rectangulares, los últimos son de mayores dimensiones y cubren por completo el cuerpo de los guerreros.
En la cultura maya, las figurillas de la isla de Jaina (Campeche) (400-900 d. C.), retratan con singular detalle la indumentaria de los guerreros. A diferencia de las representaciones del Occidente, en las que los cuerpos humanos se observan en múltiples actitudes y en plena acción, en este caso los guerreros —con el cuerpo erguido— visten voluminosos equipamientos y en algunos se distinguen, por detrás, los dedos de la mano del portador que sujeta, por una correa o lazo, el ligero escudo.
En el mural “La Batalla” de Cacaxtla (600-1000 d. C.), se observan 18 escudos. En las escenas los pintores lograron diferenciar las cualidades de los materiales de la compleja parafernalia que acompaña a los personajes; así, es posible observar cuentas de piedras verdes, elementos colgantes de hueso, textiles con intrincados motivos y pieles, entre otros. De los escudos que sostienen los personajes que se encuentran de pie, 15 están profusamente decorados con plumas. En aquellos que se representaron por la cara posterior se identifica la empuñadura o abrazadera; es posible que se trate de una banda de piel curtida (Moreno, 2013: 771).
Un magnífico ejemplo que retrata la riqueza iconográfica de los escudos en el Posclásico tardío —que se acompañan con otras insignias y armas como estandartes, flechas y dardos— lo encontramos en la pintura mural del sitio Tehuacan Viejo, en Puebla (1300-1520 d. C.) (Sisson y Lilly, 1994: 42). En las dimensiones con escala 1:1, gracias a la policromía y los trazos, reconocemos las ligeras cañas en los soportes de los escudos; así como plumas, láminas metálicas, caracolas marinas, papeles, listones, pieles y fibras en la decoración de sus campos.
Hacia el Posclásico tardío, en el Altiplano central, el formato circular fue el más asiduo. Paul Kirchhoff incluye en su lista de elementos culturales exclusivos de Mesoamérica los escudos con dos manijas (Kirchhoff, 1967: 8 y 13). Respecto de los escudos entretejidos, define que éstos son un rasgo cultural que se comparte con otros grupos de América del Sur. Al analizar los escudos mexicas representados en las fuentes, Isabel Bueno menciona que dentro de los escudos mexicas predomina el formato circular y que sus diámetros van de los 20 a los 75 centímetros; además las fuentes reportan otro tipo de escudos de gran tamaño que cubrían todo el cuerpo, desde la cabeza a los pies (Bueno Bravo, 2012: 41).
En la tercera sección del Códice Mendoza aparecen guerreros mexicas comunes, cautivos y vasallos que portan sencillos chimallis: con una estera de varas de bambú; o con la superficie sin decorar. De esta clase de escudos no se conoce ningún ejemplar físico que se conserve hasta nuestros días. Es interesante mencionar que recientemente se recuperó un pequeño chimalli, confeccionado en estera, en una ofrenda localizada a pocos metros de la escalinata del Templo Mayor de Tenochtitlan y que data del reinado de Ahuitzotl (1486-1502 d. C.). Este escudo se encontró asociado a otros emblemas de guerra y a los restos óseos de un águila, posiblemente como parte de su atavío (Filloy Nadal, et al., 2020: 90). Es común que en las ofrendas mexicas se colocaran objetos votivos o miniatura, es decir, en escala reducida, como sustitutos o símbolos de su contraparte de tamaño real. Así, representado de manera esquemática y simple, el chimalli de estera de la Ofrenda 141 (figura 1) podría ser una versión miniatura de los escudos de estera y con rapacejos que estaban en boga en el siglo xv (Filloy Nadal, et al., 2020: 90).
En este punto abrimos un paréntesis para recordar tres objetos votivos de formato menor. Nos referimos al “escudo de Yanhuitlán”, de la cultura mixteca (900-1200 d. C.) que es una insignia con greca escalonada que muestra la maestría de los orfebres mixtecos y del dominio para trabajar el oro martillado, la falsa filigrana y la cera perdida, además del mosaico de turquesa. El segundo es un chimalli —con dos banderas de sacrificio y cinco flechas— que está elaborado en oro laminado y repujado. Corresponde a la cultura mexica (1325-1521 d. C.) y a la colección del Tesoro del Pescador. En el campo tiene motivos de media luna y en una de las banderas se encuentra grabada la letra “C” (coronada) que es el monograma de Carlos V, por lo que se sabe que esta pieza, de oro sólido, formaba parte del quinto real que se iba a enviar a España, destino al que nunca llegó ya que la nave se hundió en las costas de Veracruz. El tercer ejemplo también corresponde a la cultura mexica. Se trata de un chimalli con dos banderas de sacrificio que se recuperó en la Ofrenda 174, ubicada en el Cuauhxicalco, estructura del Recinto Sagrado de Tenochtitlan donde eran sepultados los restos de los gobernantes. Se elaboró en lámina de oro repujada y fue colocado sobre el esqueleto de un lobo mexicano (Canis lupus), animal guerrero, como parte de su indumentaria (López Luján, en prensa).
Figura 1. Chimalli de estera de la Ofrenda 141 del Templo Mayor. Dimensiones: 9 cm de diámetro con un esperor menor a los 0.3 cm. Fuente: fotografía de María Barajas Rocha, cortesía Proyecto Templo Mayor, inah.
Los escudos emplumados eran parte fundamental de la indumentaria bélica mexica. En esta cultura el traje guerrero por excelencia era el tlahuiztli que se amarraba por la espalda cubriendo brazos y piernas. En ocasiones contaba con un yelmo o con una divisa de espalda. Aquellos que estaban emplumados se consideraban trajes de élite y estaban confeccionados con una gran variedad de plumas y materiales. Por ejemplo, los de guerrero coyote podrían estar cubiertos con plumas amarillas de papagayo (tozcoyotl) o con plumas de pava, cuyo diseño representaba el cielo estrellado (citlalcoyotl) (Bueno Bravo, 2012: 20).
En este contexto, las brechas entre las clases sociales y las distintas órdenes militares se diferenciaban entre sí mediante los uniformes, las armas, las divisas y las insignias (Bueno Bravo, 2012: 13). Al parecer, el tlahuiztli se usaba tanto en contextos bélicos como en festividades religiosas (Olko, 2014: 109). Desafortunadamente, de estos componentes no se conserva ningún ejemplar de época prehispánica.
Los registros documentales y pictográficos revelan que muchos de los trajes y escudos estaban manufacturados con plumas y desplegaban sofisticados diseños y exuberantes decoraciones. El Conquistador Anónimo en su relato menciona que los guerreros llevan trajes de “una sola pieza [...] y están cubiertos por plumas de diferentes colores [...] Llevan rodelas de las diferentes formas hechas de buenas cañas macizas [...] y sobre eso hay plumas y chapas redondas de oro [...] y por aquí en España se han visto algunas de estas rodelas [...] que son de las que llevan en sus fiestas y bailes de diversión que suelen hacer” (Conquistador Anónimo, 1986: 89 y 91). Los escudos destinados a las más altas jerarquías además estaban adornados con preciados materiales y funcionaban como insignias de rango (Olko, 2011).
En las relaciones tributarias como el Códice Mendoza encontramos información sobre las provincias que tributaban a la capital del imperio mexica, entre otros bienes, trajes y escudos guerreros; así conocemos los diseños, las cantidades y la frecuencia de los envíos. Entre las obligaciones tributarias de las ciudades sujetas al imperio se detalla el envío de más de 14 modelos de trajes y 13 tipos de escudos (Anawalt, 1992). Los folios tributarios de esta relación reportan que 38 provincias enviaban escudos a la capital tenochca; los decorados con medias lunas —cuexyo chimalli— y con una greca escalonada —xicalcoliuhqui chimalli— son los que aparecen representados
más veces en el documento (figura 2).
Para el tema que nos ocupa resulta interesante destacar que, de un tipo de escudo, por ejemplo, del cuexyo chimalli o escudo huasteco, una misma provincia entregaba un ejemplar elaborado con “plumas ricas” y 20 unidades hechas con “plumas baladí” o plumas comunes. Las primeras se apreciaban por su belleza y eran consideradas materiales preciosos de lujo; son de colores intensos y con deslumbrantes brillos e iridiscencias que provienen de especies exóticas que vivían en ecosistemas lejanos a la capital del imperio. Las otras corresponden a las aves de hábitats cercanos, por ejemplo al blanco plumaje de pato o de garza, que se podía usar con su coloración natural o teñir. Así, las glosas describen estas dos categorías de escudos emplumados que quedan bien diferenciadas.
En la confección de los chimallis mexicas, además de plumas multicolores se usaban pieles, láminas de oro y conchas marinas. La incorporación de otros materiales preciosos se describe en un escenario del arribo de los españoles a las costas del golfo de México, en el que Moctezuma Xocoyotzin aún pensaba que “su señor Quetzalcóatl” había retornado, y como parte de sus atavíos, le envía con sus emisarios “una rodela grande bordada de piedras preciosas con unas bandas de oro, que llegaban de arriba abajo por toda ella, y otras bandas de perlas atravesadas sobre las de oro de arriba abajo por toda ella, y los espacios que hacían estas bandas los cuales eran como mallas de red iban puestos unos sapitos de oro” (Sahagún, 2013: l. xii, c. iv: 703).
Esta riqueza material y estética de los escudos indígenas, con su exuberante decoración, y que portaban jefes de grupos y guerreros de alto rango, sorprendió a los conquistadores desde los primeros contactos en la península de Yucatán (Díaz del Castillo, 1999, c. ii: 22). En su trayectoria hacia el poniente, en Ayagualulco “andaban muchos indios de aquel pueblo por la costa, con unas rodelas hechas de concha de tortuga que relumbran con el sol que daba en ellas” (Díaz del Castillo, 1999, c. xii: 40). Es posible que el caparazón de este animal se haya utilizado como arma defensiva.
Es difícil imaginar lo pletórico de las plumas en los chimallis. Sobre el campo, en el borde y los rapacejos (elementos colgantes del borde inferior), las miles de plumas de los chimallis de alto rango debieron ser impactantes: “Todo lo hermoso de los escudos era atributo exclusivo de los reyes. Nada era vulgar: todo era una capa de plumas emplastada con engrudo; de plumas de loro amarillo, de plumas tornasoles; un revestimiento de plumas de azulejo, de colibrí, de pechirrojo, pintados, decorados, teñidos de varios colores; con plumas de bolita amarilla en el borde, con flecos en la orilla, con colgajos entreverados en la orilla, con motas de pluma de águila desmenuzada, con plumas de quetzal recortadas, con plumas” (Sahagún, 2013: l. ix, c. iv: 511).
Hay que hacer notar que en Mesoamérica lujo y riqueza se expresaban a través de materiales que tienen brillo y profusión cromática (Pillsbury, et al. 2017): metales preciosos, piedras pulidas, perlas, conchas y plumas, entre otros. Los objetos confeccionados con este tipo de materias primas con el movimiento parecen transfigurarse e irradiar luz; por lo que se les consideraba repositorios de fuerzas divinas, cálidas, celestes y solares (Filloy Nadal, 2019). Los escudos ornamentados con plumas ricas estaban relacionados con nobles valores y con los conceptos de triunfo militar y conquista.
El estudio de la iconografía, simbolismo, materiales constitutivos, formatos, asociaciones con trajes, divisas, grupos guerreros, gobernantes y deidades, es un campo en el que es necesario continuar con las investigaciones. La asociación entre un traje y un diseño de chimalli no resulta clara, puesto que hay escudos que se acompañan con distintos trajes (Anawalt, 1992). También queda pendiente estudiar con mayor profundidad el uso de los escudos que se permitía a los plebeyos, pues aunque éstos conseguían cierta movilidad social a través de la carrera militar, tal desplazamiento estaba controlado por el Estado y, “para que quedara claro quién era quien, los trajes, las divisas y los ornamentos cumplían esta función, frente a la sociedad” (Bueno Bravo, 2012: 26).
Armamento defensivo hispano
En la historia del armamento español, la panoplia andalusí ocupa un lugar preponderante por su originalidad y porque en algunos casos, como el del uso de la adarga, representa una simbiosis entre elementos orientales y occidentales. De esta manera, a inicios del siglo xvi, el armamento hispano contaba con rodelas metálicas, de corcho, madera y cuero de tradición medieval europea, y se había enriquecido con otros modelos como las adargas de piel que se introdujeron a la península Ibérica desde el norte de África en el siglo xiii. El nombre de estas últimas proviene de la palabra addárqa, que significa escudo de cuero, ovalado o de forma de corazón (rae, 2020). Originalmente fueron usadas por la caballería musulmana, ya que en términos prácticos son ligeras y su forma elongada protegía de mejor manera a los jinetes de las espadas, lanzas y flechas. La Real Academia Española de la Lengua da como significados al verbo “adargar”: defender, proteger, resguardar; así en este objeto se encierran conceptos, reales y simbólicos, como lo planteamos más adelante.
Por su lado, en sus incursiones en el Nuevo Continente, los soldados españoles usaron como parte de su equipamiento defensivo escudos redondos de metal conocidos como “rodelas”, que cumplían un papel fundamental en la hueste cortesiana. Sin embargo, la adarga de cuero, normalmente de fácil manejo por ser más ligera, tuvo un papel protagónico en la Conquista ya que demostró su eficacia para realizar movimientos rápidos y detener flechas y otros venablos indígenas.
Por esta razón, las adargas son las armas defensivas hispanas más representadas en documentos como el Lienzo de Tlaxcala y los códices Azcatitlan y Florentino (Nievas, 2018). En estas fuentes las encontramos con diferentes diseños: algunas son lisas, otras tienen motivos florales y rostros humanos, y unas más se observan con borlas que penden de su superficie.
Encuentro de dos tradiciones bélicas.
El armamento europeo en manos indígenas
En los documentos novoshispanos que relatan la Conquista desde la visión de los tlaxcaltecas, los guerreros indígenas aparecen utilizando armamento europeo. En este hibridismo algunos de los guerreros indígenas aliados aparecen utilizando espadas españolas (Cervera, en prensa). Un episodio tuvo lugar al día siguiente de la batalla de Petlacalco; a primera hora de la mañana, los tlaxcaltecas victoriosos recogieron y llevaron a sus casas todo cuanto les fue posible: cañones, arcabuces, espadas y saetas de hierro, entre otras armas ofensivas europeas. Por lo que respecta al armamento defensivo: “También allí lograron cascos de hierro, cotas y corazas de hierro; escudos de cuero, escudos metálicos, escudos de madera” (Sahagún, 2013: l. xii, c. xxv: 76).
Otro evento se presenta al día siguiente del episodio que se conoce como “la Noche Triste”: los indígenas rescataron de los canales secundarios que atravesaban la calzada de Tlacopan, entre otras cosas, el armamento que habían perdido los españoles. En una viñeta del libro xii del Códice Florentino se ve a los mexicas recuperando cañones, espadas, arcabuces, cotas de malla y un escudo metálico (figura 3) (Códice Florentino, f. 45r).
Como hemos revisado, la adarga resultó ser durante la Conquista un objeto de uso común; por su función, eficacia, formato, dimensiones y poco peso, los guerreros indígenas la habrían adoptado. Consideramos que en el campo de batalla, además de estos motivos prácticos, el uso de las adargas y escudos metálicos por parte de los grupos indígenas aliados también habría sido un símbolo de su fidelidad y alianza con los ejércitos hispanos. En el Lienzo de Tlaxcala doña Marina ocupa nueve veces la posición central en la escena (Navarrete, 2019: 42). En el discurso visual de la lámina 45 la intérprete, al igual que Hernán Cortés, sostiene una rodela metálica, objeto-símbolo que la identifica como aliada del bando hispano (figura 4).
Los chimallis en manos europeas
En las fuentes documentales del siglo xvi encontramos varias alusiones a los escudos mexicas. Por ejemplo, en el libro octavo del Códice Florentino, en el apartado que se dedica a los “aderezos que usaban los señores en la guerra”, las rodelas se describen con un círculo de oro por toda la orilla y con el campo, borlas y rapacejos de ricas plumas multicolores (Sahagún, 2013: l. viii, c. xii: 442). A pesar de la admiración que los escudos indígenas despertaron ante la mirada de los europeos, la destrucción de los chimallis emplumados inició antes de la consumación de la conquista. Una vez que los hispanos llegaron a Tenochtitlan y se aposentaron en las Casas Reales de Moctezuma, extrajeron del tesoro los plumajes y las joyas con el propósito de arrebatarles el oro; los escudos no escaparon a estas acciones: “Comenzaron los españoles a quitar el oro de las plumas y las rodelas y de los otros atavíos de areito que allí estaban, y por quitar el oro destruyeron todos los plumajes y joyas ricas, y el oro fundiéronlo e hiciéronlo barretas” (Sahagún, 2013: l. xii, c. xvii: 714).
Otros pasajes significativos de la destrucción indiscriminada de los escudos mexicas los encontramos en el libro xii del Códice Florentino (fols. 27v y 28r) (figura 5) y en los relatos de los conquistadores como Hernán Cortés (1963: 69-70), Bernal Díaz del Castillo (1969: 164-165 y 168) o Francisco López de Gómara (1552: xlir, xlixr, livr-v), donde se menciona que los soldados españoles arrancaron todo el oro que engalanaba armas, divisas y ornamentos elaborados con plumas preciosas y que se encontraban almacenados en la sala del Teucalco (localizado en las Casas Viejas de Axayácatl), donde se resguardaba el tesoro que Moctezuma II heredó de sus antepasados; en el Petlacalco (almacenes reales); en el Tlacochcalco (que contaba con armerías) y en los talleres artesanales que se ubicaban en el Totocalli (al interior de las Casas Nuevas de Moctezuma) (López Luján, 2017 y López Luján y Ruvalcaba Sil, 2020: 18).
Figura 5. Códice Florentino, libro XII, folio 28r. Separación de láminas de oro de los chimallis por parte de los españoles para quemarlos y fundir el metal precioso. Fuente: Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia, recuperado de: <https://www.wdl.org/es/item/10623/#q=códice+florentino+libro+XII&qla=es>.
Los chimallis viajan a Europa
Entre 1519 y 1524, decenas de objetos elaborados con plumas de aves tropicales se enviaron de América a Europa. En las relaciones sobresalen penachos, abanicos, mantas, divisas, y se detallan diferentes tipos de escudos emplumados. En los inventarios que acompañan las dos primeras Cartas de relación que Hernán Cortés (1945 y 2013) envió a Carlos V (10 de julio de 1519 y 30 de octubre de 1520), las descripciones de los objetos revelan formatos, diseños, colores, materiales y cantidades.
Acordes con el desarrollo de los acontecimientos, los lotes incluían: regalos que el emperador mexica ofreció a Hernán Cortés, objetos que se extrajeron de su contexto como producto de las batallas y ejemplares elaborados bajo el patrocinio y supervisión del conquistador (Russo, 2011: 231). Entre todo, los chimallis funcionaron como símbolo para crear en Europa la visión del triunfo sobre los pueblos sometidos de ultramar. A los enemigos se les había despojado de sus armas defensivas que pasaron a ser trofeos de guerra en manos de los soldados españoles: “Las colecciones medievales que se instalaban en las iglesias, lo eran a menudo de trofeos y objetos simbólicos que expresaban ideas de victoria sobre pueblos y ciudades enemigas” (Morán y Checa, 1985: 17).
Los casi 200 escudos emplumados que llegaron a Europa en esos años, como parte del quinto real o como regalos a título personal, con el paso de los siglos se fueron perdiendo (cambio de propietarios, guerras, deterioro de los materiales de origen orgánico, extracción del oro, entre otros motivos); de tal manera que sólo sobreviven cuatro ejemplares.
Los objetos americanos se integraron a distintas colecciones teniendo como destino los gabinetes de maravillas y curiosidades del orbe, así como armerías reales. Fueron exhibidos en las cortes europeas, intercambiados como regalo y usados en desfiles y ceremonias en Flandes, Stuttgart o Londres. En las descripciones de estas colecciones de manera recurrente se mencionan componentes de materiales preciosos como plumas, oro, plata, perlas y cuentas.
En 1520 varios objetos llegaron a la corte de Carlos V en Valladolid, ahí Bartolomé de las Casas (1484-1566), procurador y protector universal de todos los indios de las nuevas tierras, describió los escudos con plumas como obras de singular belleza (Casas, 1875-1876). Por su parte, Pedro Mártir de Anglería tuvo oportunidad de conocer los objetos americanos en Sevilla y titular un ensayo “Laudat industriam artificium Indorum” [“Alabanza a la industria de las obras artificiales de los indios”], donde anotó que, entre todos los objetos, los escudos “nos causaba maravilla, en lo cual el trabajo aventajaba con mucho a la materia” (Christian Feest, 1996: 97) “nada cuya belleza pueda atraer tanto los ojos de los hombres”, como la “belleza artificial” de las labores de pluma (Feest, 1996: 98). El 17 de agosto de ese año otro envío llegó a Flandes. Los objetos fueron admirados por los artistas Hans Burgkmair (1473-1531) y Alberto Durero (1471-1528), quien escribió: “En todos los días de mi vida no he visto nada que haya deleitado tanto mi corazón como estas cosas” (Christian Feest, 1996: 94).
Con motivo de estos primeros envíos, cuando menos 184 rodelas emplumadas llegaron al Viejo Continente; de éstas sólo se conservan un cuexyo chimalli (Museo Nacional de Historia, México; figura 6), dos xicalcoliuhqui chimalli (Museo Estatal de Württemberg, Alemania; figura 7) y otra con un cánido en el campo (Museo del Mundo de Viena, Austria; figura 8). Seguir la ruta que tomaron, los nombres de sus nuevos propietarios y su biografía no es tarea fácil, ya que los documentos no proporcionan detalles. Sin embargo, una descripción podría referir al escudo que se encuentra en México, se dice de: “Una rodela grande de plumajes guarnecida del envés y de un cuero de animal pintado; y en el campo de la dicha rodela, y en el medio, una chapa de oro con una figura de las que los indios hacen, con cuatro otras medias chapas en la orla, que todas ellas juntas hacen una cruz” (Cortés: 1945). Más tarde, en una memoria, quedó registro del envío que Cortés hizo a iglesias, monasterios y dignatarios eclesiásticos y civiles. Los nombres de las personas y lugares para dar y repartir los lotes son claros. Para el señor obispo de Palencia, don Pedro Ruiz de la Mota, se designaban: “Ítem tres rodelas, la una el campo encarnado con un monstruo de oro e pluma” (Martínez, 1990: 246).
Figura 6. Cuexyo chimalli. Museo Nacional de Historia, México. Fuente: fotografía de Omar Dumaine, cortesía mnh-inah.
Figura 7. Dos xicalcoliuhqui chimalli. Fuente: Museo Estatal de Württemberg, Alemania. Dibujo digital de Idian Rocío Álvarez Alcántara, cortesía proyecto La pintura mural prehispánica en México, Instituto de Investigaciones Estéticas, unam.
En cuanto al primero, es posible que se trate del chimalli que retornó a México en 1866 y se resguarda en el Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec (Filloy Nadal y Moreno Guzmán, 2019); este objeto es único en su género porque presenta en su campo piel de ocelote y, en su estado original, las cuatro medias lunas estaban cubiertas con láminas de oro. El otro, podría ser el llamado “escudo del cánido emplumado” que se resguarda en el Museo del Mundo de Viena y que pasó de manos de Pedro Ruiz de la Mota a su sucesor Pedro de la Gasca, quien posiblemente lo envió al emperador Fernando I de Austria (Riedler 2015: 331). De los cuatro ejemplares que se conocen, éste es el único que conserva, parcialmente, finas láminas de oro que perfilan los motivos iconográficos. Quizás por haber sido apreciado como una insignia única, este chimalli sobrevivió a distintas guerras en Europa.
Figura 8. Chimalli del cánido. Fuente: Museo del Mundo de Viena, Austria. Dibujo digital de Idian Rocío Álvarez Alcántara, cortesía proyecto La pintura mural prehispánica en México, Instituto de Investigaciones Estéticas, unam.
Vale la pena abrir un segundo paréntesis para comentar que, de los diversos objetos enviados por Hernán Cortés en 1524, 26 y 29, es decir, una vez obtenida la victoria final sobre los mexicas, Alessandra Russo propone que algunos fueron patrocinados y diseñados por el propio conquistador (2011: 231). Sería en este escenario, a menos de una década de consumada la conquista, que ideas y conceptos europeos ya se veían materializados con las técnicas plumarias mesoamericanas.
Simbolismo de los escudos emplumados. Los chimallis mexicas emplumados
En España, al igual que en Mesoamérica, había dos tipos de escudos: los destinados al campo de batalla y aquellos utilizados como insignias de rango en ceremonias militares, religiosas y civiles. Por ser tema central de este análisis, recordemos que en el mundo mexica este tipo de divisas solían estar ornamentadas con plumas multicolores y oro, y que las de mayor categoría se denominaban mahuizzo chimalli, es decir: “escudo honorable y galardonado” (Feest, 1990: 17).
Los nombres de los escudos en náhuatl obedecen tanto a su icnografía como a las plumas o materiales que decoran sus campos. Veamos algunos ejemplos. El que tiene “la palma de una mano” se conoce como macpalo chimalli. La rodela de la que penden algunos elementos que se proyectan fuera del campo recibe el nombre de tlilxapo chimalli. Aquellos con una pata de águila se denominan quauhtetepoyo chimalli y, a diferencia de los anteriores, en las listas de tributo están asociados exclusivamente a un traje con un diseño determinado (Olko, 2014: 133-136).
De los cuexyo chimalli o escudos huastecos, hay una amplia variedad de diseños que incorporan el motivo lunar de media luna (yacameztli) o el triangular-rectangular que se ha interpretado como “arañazos de halcón”. En el grupo de los xicalcoliuhqui chimalli, con grecas escalonadas o meandros, la orientación y combinaciones de las formas y colores derivan en un amplio catálogo y junto con el cuexyo se trata de los estilos más comunes.
Por lo que respecta a los materiales, las preciadas plumas azules de cotinga, que conceptualmente se identificaban con la turquesa, se usaban para los xiuhtototica chimalli; mientras que el xiuhtotoehuatl chimalli era el escudo que llevaba pieles de esta ave.
Otras categorías de escudos que se hacían para consumo de las élites y las deidades se manufcturaban con materiales a los que se les atribuían profundos contenidos simbólicos. El xiuhchimalli o escudo de turquesa, se elaboraba con mosaico de esta piedra y pertenece al grupo de objetos que se hacían en cantidades limitadas para los gobernantes. Otro escudo real, asociado a Xipe Totec, era el teocuitlaanahuacayo chimalli “escudo costero de oro”, con intrincados diseños geométricos y combinación de materiales como la piel de jaguar y jade (Olko, 2014: 135-137).
Revisemos ahora un chimalli de alto rango que es único. El motivo principal del campo es un cuadrúpedo que se ha interpretado como un coyote azul vestido para la batalla o como un ahuitzotl, fiero animal acuático de la mitología mexica. Se trata de un cánido que, sobre un campo rojo, posa sus patas traseras. El cuerpo presenta un plumaje azul perfilado con láminas de oro. De su hocico, con grandes dientes y colmillos, también elaborados con el preciado metal, sale la lengua de la que fluye hacia abajo el glifo atl-tlachinolli, como símbolo de guerra, conjunción de los signos atl, “corriente de agua”, y tlachinolli, “cosa quemada” (Anders, 1978: 79; Feest, 1986: 174, 1990, 1992: 222; Hajovsky, 2010; Nowotny, 1960: 55; Nuttall, 1892; Seler, 1892: 171; Wright Carr, 2012: 20). En palabras de Alfredo López Austin, se podría tratar de la representación de un símbolo del dios del fuego haciendo la guerra (entrevista para tv unam, agosto de 2013).
La adarga emplumada de Felipe II
En el último cuarto del siglo xvi, no sería extraño que los plumajeros novohispanos engalanaran con plumas un escudo que, como los antiguos chimallis, envestiría y protegería a su nuevo rey, lejano en distancia, pero cercano en su reconocimiento como autoridad suprema.
La adarga que se decoró en los talleres novohispanos plumajeros actualmente se encuentra en el Palacio Real de Madrid con la clasificación Adarga D-88 (figura 9). En el Catálogo histórico-descriptivo de la Real Armería se describe como: “Adarga de parada, de fines del siglo xvi. Al contrario de lo que vemos en la generalidad de estas armas defensivas, tiene el frente, en vez de la parte opuesta, decorado con un admirable mosaico de plumas, “hecho por los indios amantecas de Méjico, cuya rara habilidad en esta clase de trabajos, dirigidos por artistas españoles, alcanzó en aquel tiempo el más alto grado de perfección” (Conde de Valencia de Don Juan, 1898: 162).
Abrimos un último paréntesis para comentar que las 27 adargas de la Real Armería de Madrid —elaboradas entre la segunda mitad del siglo xv y la primera mitad del siglo xvii— constituyen un conjunto único por sus connotaciones históricas y artísticas. Esta colección cuenta con ejemplares excepcionales, entre los cuales vale la pena destacar una adarga que data de mediados del siglo xvi y que está decorada con hilos multicolores de seda e hilos de plata. Esta combinación de materiales, seda y plata, procede de la tradición nazarí (Soler del Campo, 2005: 221). A diferencia de la Adarga D-88, la decoración con los hilos quedó plasmada en la cara posterior del objeto, para disfrute exclusivo de su propietario.
Teresa Ortiz reporta que la adarga de Felipe II está hecha con cinco materiales: soporte principal de piel, fibras vegetales, un textil, papel y las plumas de aves de los mosaicos que definen las escenas de la cara frontal del objeto. Actualmente sólo quedan algunos vestigios de la iridiscencia natural de las plumas (Ortiz, 2006). En el 2018, en la cédula de sala, se mencionaba que en el mosaico plumario de la adarga se usaron las diminutas plumas de colibrí.
Con respecto a la materialidad encontramos un vínculo entre los chimallis y la adarga emplumada de Felipe II: los componentes, de origen animal y vegetal, son equivalentes a los que se usaban en la confección de los chimallis mexicas.
Thomas Cummins ubica la elaboración de la adarga entre 1580 y 1598. La primera fecha coincide con la llegada a México de una copia impresa del retrato de Carlos V hecha por Tiziano; en la adarga, este grabado sirvió como modelo del monarca en la escena de la victoria contra Barbarossa. El límite temporal lo marca la muerte de Felipe II (Cummins, 2015: 276). Esa adarga, emplumada en la Nueva España, posiblemente fungió como un regalo virreinal para Felipe II. Aunque su forma es de origen musulmán, paradójicamente las imágenes representan victorias cristianas sobre el islam.
Figura 9. Adarga de Felipe II (D-88). Fuente: Real Armería de Madrid.
La composición general de la adarga es cuadripartita con un medallón al centro. Las escenas se presentan en orden cronológico. En el catálogo de la armería se describen de la siguiente manera: desde el punto de vista del observador, en el cuadrante superior izquierdo (1) aparece la batalla de las Navas de Tolosa en la que Alfonso VIII derrotó al formidable ejército musulmán el 16 de julio de 1212. A la derecha se ubica la entrada de los Reyes Católicos en Granada (2), al propio tiempo que Boandil la abandona el 2 de enero de 1492. Abajo a la izquierda se representa la victoria de los Pozos de Túnez (3) que obtuvo Carlos V contra Barbarroja [sic.] en junio de 1535. La batalla naval de Lepanto (4) que se ganó a los turcos el 7 de octubre de 1571, se representa en el cuadrante inferior derecho. En esta última, don Juan de Austria, general vencedor, aparece de pie sobre una de las naves ofreciendo a su rey Felipe II —sentado en un trono— las galeras apresadas del enemigo (Conde de Valencia de Don Juan, 1898: 163).
Al centro aparece el texto: “Serae spes una senectae” / “No hay más que una esperanza para la tardía vejez” (Mínguez, 2015: 180), leyenda que ha recibido diversas interpretaciones; una alude a que Felipe II recordaría, hasta el final de sus días, su victoria en Lepanto.
En la primera mención e ilustración de la adarga, publicada en idioma inglés, su pertenencia erróneamente se atribuye a Carlos V (The Illustrated Magazine of Art, 1853, v. 2.: 76). Al igual que los chimallis emplumados de alto rango, esta adarga —con su formato e imágenes “pintadas con plumas”— pone en armonía contenedor y contenido, y su asociación con la guerra.
Si consideramos que, a diferencia de lo que marcan la tradición y la práctica, la decoración con mosaico plumario de la adarga real se hizo por el frente, este hecho la equipara con el campo de los chimallis de un rango superior que, como mencionamos anteriormente, se cubrían de plumas, láminas de oro, piedras semipreciosas y otros materiales de lujo con cargas simbólicas. Así, en ambos casos, el objeto para la “protección” era, a través de su forma y materialidad, una expresión en la que se reconocía el poder y liderazgo del dueño que lo ostentaba.
Los escenarios en la adarga son un claro ejemplo de la evolución formal de la técnica del mosaico plumario prehispánico en la segunda mitad del siglo xvi y, ante tal complejidad, es inevitable preguntarnos: ¿cuáles fueron los modelos que los inspiraron? La circulación de libros y grabados en los talleres plumajeros novohispanos debió ser común. Se sumó como material de referencia obligado para lograr la representación de escenas en este caso ya no tan ajenas, puesto que jinetes, bergantines y armaduras metálicas —entre muchos otros referentes materiales, visuales y narrativos—, se incorporaban a los mensajes visuales como metáforas que expresan formas conocidas de hacer la guerra; sembradas ya en la memoria e imaginario de los pintores y amantecas. Aunque esta adarga procede del virreinato de México, para Álvaro Soler del Campo el patrón decorativo debió ser enviado desde España en una plantilla pintada (Soler del Campo, 2005: 224).
En ese sentido, resulta interesante el ejercicio de comparar las viñetas del libro xii del Códice Florentino (ca. 1575-1577), con las imágenes que aparecen en los cuarteles de la adarga con la representación de los triunfos cristianos sobre el islam. En los ordenados cuerpos de caballería (primer y tercer cuadrante de la adarga), los soldados apuntan sus lanzas hacia arriba como en el folio 51r del documento; sobresalen los jinetes que avanzan hacia adelante, pero que se percatan de lo que sucede a sus espaldas, volteando la cabeza hacia atrás, tal y como se ilustra en el folio 42v. Es notable la perspectiva de los caballos vistos por detrás y del que se para en sus patas traseras (tercer cuadrante y folio 54r) (figura 10). En la adarga, en estos dos enfrentamientos, en las Navas de Tolosa y los Pozos de Túnez, el movimiento de los estandartes se comunica por medio de líneas ondulantes, así se exhiben ambos lados del flexible material que se despliega con el viento; este efecto se ilustra también en la viñeta del folio 17r (figura 11).
En el tercer cuartel, arriba de Carlos V, se despliega un paisaje que muestra su horizonte, un lejano sistema montañoso en el que se intercalan poblados y la ciudad más próxima. Esta secuencia de planos es similar a la que aparece en el folio 66r del Códice Florentino.
En la entrada de los Reyes Católicos a Granada —segundo cuadrante—, el lugar se reconoce por los acentos de la arquitectura. La perspectiva del edificio y de las arcadas, que se suma al delineado de los sillares en los muros, aparece con las mismas estrategias de representación en las viñetas de los folios 12v, 26r, 41r, 42v y 51v.
Por lo que respecta al último cuartel, las naves en la batalla de Lepanto se encuentran sobre el agua en formación, en dos filas como las del folio 55r. En lo que podemos considerar obra de retrato, la representación de los protagonistas principales (Alfonso VIII, los reyes Católicos Isabel y Fernando, Carlos V, Juan de Austria o Felipe II) es sorprendente, pues las miniaturas se ejecutaron con maestría gracias al dominio en la colocación de las plumas milimétricas. Llaman nuestra atención otros detalles como los tripulantes que caen de las naves acompañados de sus escudos y que, colgando de los bordes, tratan de salvar sus vidas, actitud que también vemos en el folio 9r del libro xii.
Figura 10. Cuerpos de caballería en la Adarga de Felipe II y la viñeta
del folio 54r del Códice Florentino. Fuente: Real Armería de Madrid /
Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia, recuperado de: <https://www.
wdl.org/es/item/10623/#q=códice+florentino+libro+XII&qla=es>.
Figura 11. Estandartes en la Adarga de Felipe II y la viñeta del folio 17r del Códice Florentino. Real Armería de Madrid / Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia, recuperado de: <https://www.wdl.org/es/item/10623/#q=códice+florentino+libro+XII&qla=es>.
Como podemos vislumbrar con este análisis formal de carácter comparativo, en las tradiciones artísticas indígenas se había incrustado la significación de la panoplia europea. Este fenómeno no es exclusivo del ámbito bélico, que se refleja a través del dominio de las formas y alcances del armamento hispano. Al servicio de la religión, desde el principio de la colonización, imágenes de la iconografía cristiana, inspiradas en grabados europeos de los siglos xv y xvi, se plasmaron en mosaicos plumarios y en instrumentos litúrgicos. Un ejemplo temprano es la Misa de San Gregorio, de 1539, que se encuentra en el Museo de los Jacobinos de Auch, Francia (Mogne, 2019: 70-71) (figura 12). Estas obras se utilizaron como instrumentos de evangelización y ubican la prolífera y temprana producción de imágenes cristianas con la técnica indígena del mosaico plumario.
La tradición de la divina protección
Thomas Cummins plantea múltiples preguntas sobre los significados iconográficos, políticos, históricos y artísticos contenidos en la adarga emplumada. Cuestiona su más apropiada descripción: ¿se trata de una adarga pintada con plumas?... o de ¿una pintura emplumada con la forma de una adarga? (2015: 271). De la misma manera, podríamos repetir la pregunta respecto del chimalli del cánido emplumado: ¿se trata de un escudo en el que la imagen del “animal” se pintó con plumas? o ¿es el propio sujeto: deidad, animal mítico o valiente guerrero emplumado que encontró respaldo sobre un objeto con forma de escudo?
En ninguno de los dos casos, adarga y chimalli del cánido, se trata de objetos suntuosos de carácter utilitario. Recordemos la parafernalia litúrgica de lujo, elaborada con plumas, que viajó a Europa y que fue concebida y confeccionada para usarse en los rituales católicos de alto nivel. De este grupo de objetos se conocen siete mitras de plumaria novohispana del siglo xvi que se enviaron como regalo a papas, cardenales y obispos. Los complejos programas temáticos, “pintados” con diminutas plumas por ambos lados de cada ejemplar, fueron obra de los frailes que conocían el fondo teológico y las referencias formales que inspiraron estas obras (Estrada de Gerlero, 2011: 407).
Los dos ejemplares que nos ocupan tampoco fueron instrumentos devocionales destinados a la contemplación; en esta categoría se encuentran imágenes religiosas en retablos, relicarios y sacras. Los formatos de estos objetos portables permitían que se colocaran en altares, viajar de un lugar a otro, o se incorporaran a las prácticas devocionales en ámbitos domésticos.
Por el contrario, adarga y chimalli son “objetos votivos”, pues ninguno de ellos fue concebido para ser usado como arma defensiva en la guerra. Paradójicamente, la utilidad de ambas divisas emplumadas es aún mayor. Se trata de piezas que, si bien en su formato físico corresponden a escudos, por su iconografía y materialidad pertenecen a otro ámbito, al de
la protección divina. Chimalli y adarga, sin importar la
religión que les dio origen, contienen la esencia de
la divinidad y están cargados de mensajes profundos de amparo, defensa, poder y victoria.
Cummins nos dice que la adarga, con su mosaico plumario, puede ser interpretada como continuidad de una tradición nativa… y que en este objeto se lograron fusionar las tradiciones artísticas y militares de ambos continentes. A la fecha, no es posible afirmar que los plumajeros novohispanos conocieran la narrativa histórica de cada una de las escenas de la adarga, ni definir si éstas fueron diseñadas o no en México. La discusión al respecto continúa; este autor hace una mención a la representación de las batallas contra el Islam y su afinidad con las viñetas del libro xii del Códice Florentino, sin que ello signifique que fueron una referencia para emplumar la adarga (Cummins, 2015: 275).
Nosotras encontramos otros paralelismos formales entre las superficies emplumadas y las viñetas de ese códice. Hemos señalado algunas estampas de corte europeo que no eran ajenas a los artistas indígenas en el siglo xvi, como son las insipientes perspectivas arquitectónicas y arcadas, las ondulantes banderas, los grupos a caballo vistos desde atrás o las flotas bien organizadas.
La adarga tampoco representa el éxito de los conquistadores en el proceso de evangelización. Según plantea Alessandra Russo, la adarga, como símbolo y objeto, tiene un aspecto mundial que claramente identifica la nueva territorialidad Ibérica y, al ser emplumada, también representó la extensión del Imperio más allá del Atlántico (en Cummins, 2015: 277).
Lo que posiblemente en su momento no entendieron los patrocinadores de tan singular pieza es que también contenía la protección divina que emigraba a un mundo global. La adarga emplumada en la Nueva España fue un regalo que protegería a Felipe II gracias a las plumas iridiscentes que cubrían su superficie. Recordemos que, en el pensamiento mesoamericano, los materiales iridiscentes estaban cargados de tonalli o esencia vital, y por tanto se consideraban materias preciosas animadas. Por ello se creía que los objetos confeccionados con plumas tornasoladas estaban infundidos de la misma fuerza vital o divina.
Así llegamos al final de este texto en el que hemos dado cuenta del intercambio que, en materia de armamento de parada, se dio entre dos tradiciones culturales distintas. La adarga de Felipe II, concebida como un escudo votivo, fue ornada por el frente con plumas, al igual que los chimallis —preciado y precioso material americano—. Sus escenas reflejan las habilidades narrativas de los plumajeros novohispanos, quienes a través de una expresión artística propia, plasmaron hechos gloriosos de la casa real española.
Dado su deterioro, es difícil imaginar el esplendor que en el siglo xvi tenía la adarga pintada con plumas. Sin embargo, en su estado original, las diminutas plumas vibraban y brillan con la misma intensidad que tenían los chimallis de manufactura prehispánica, donde los destellos de iridiscencia transmitían la esencia de la divinidad, y por lo tanto, la protección de los dioses.
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