José Medina
González Dávila*

Resumen: La llegada de los conquistadores españoles al actual noreste mexicano y sur texano coincidió con el arribo de amerindios inmigrantes pertenecientes al grupo etnolingüístico atapascano. La coyuntura llevó a ambas partes y a los grupos étnicos ya residentes allí a un proceso interactivo de definición y de descubrimiento semiótico de su identidad y del territorio, dando como resultado una dinámica identitaria particular, la cual representa una herencia vigente del intento de conquista española en los siglos xvi y xvii. Este proceso regional mantuvo características propias, las que le definen como un campo de estudio etnológico particular.

Palabras clave: conquista, exploración, descubrimiento, contacto, noreste mexicano, sur de Texas, apache.

Abstract: The arrival of the Spanish conquistadors in present-day northeast Mexico and South Texas coincided with the arrival of Amerindian immigrants belonging to the Athapascan ethnolinguistic group. This juncture led both parties and the resident ethnic groups already there into an interactive definition and semiotic discovery process of their identity and of the territory, resulting in a particular identity-building dynamic that represents today a heritage of the Spanish Conquest attempts in the 16th and 17th centuries. This regional process maintained its own characteristics, that define it as a particular Ethnological Field of Study.

Keywords: Conquest, exploration, discovery, contact, Mexican northeast, South Texas, Apache.

Postulado: 20.02.2020

Aprobado: 07.08.2020

Conquistadores, exploradores y residentes: el descubrimiento trilateral del actual noreste mexicano y sur de Texas en los siglos xvi y xvii

Conquerors, Explorers and Residents: The Trilateral Discovery of Present Day Northeast Mexico and South Texas in the 16th and 17th Centuries

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El contexto del estudio y marco de reflexión

al conmemorarse los quinientos años de la Conquista de México es prudente y pertinente adentrarnos en un conjunto de reflexiones frente a este inconmensurable proceso histórico, socio y psicocultural, cuya culminación es la dinámica nacional e internacional contemporánea del México del siglo xxi. Mientras que el mismo podría verse como un amplio proceso de aculturación o mestizaje de manera integral —es decir, de manera sostenida y extendida a todo lo largo del actual territorio nacional—, una revisión histórica y etnohistórica a mayor profundidad nos muestra un escenario diametralmente diferente: estos procesos no se manifestaron de la misma forma, con la misma intensidad, ni a la misma velocidad; sino de manera diferenciada, particular para cada región y grupo étnico, y con diferentes efectos trascendentes en la cotidianidad regional.

Mientras que de manera formal el periodo de la Conquista de México a manos españolas se considera de 1519 a 1521, podríamos argumentar que el mismo comenzó al menos dos décadas antes, y en buena parte del actual territorio nacional concluyó varias décadas después. En algunos casos y regiones, este proceso nunca terminó, y para algunos pueblos amerindios no existe como tal una fecha de término, dado que por su resistencia y vivencia no fueron controlados ni dominados por las autoridades españolas, novohispanas, ni posteriormente por las mexicanas.

Tras medio milenio se pueden considerar y analizar un muy elevado número de casos, experiencias y trascendencias de la acción conquistadora hispana. Es postura del autor reconocer a éste como un proceso dinámico, fluido y multidimensional. El mismo, por su naturaleza es complejo,2 entendiendo por este término una secuencia progresiva de procesos microrregionales y regionales que en su conjunto nos ofrece un continuum caracterizado por un muy elevado número de variables, dificultando una postura analítica unidireccional, unidisciplinaria y determinadamente definitiva. Por consecuencia, el proceso de conquista-resistencia-aculturación/mestizaje no puede ubicarse exclusivamente por fechas, actores y sucesos definitivos, sino por procesos paulatinos cuya incidencia afectó de una u otra manera a diferentes grupos sociales, de diferentes formas, con intensidades particulares a cada uno y en diferentes dimensiones, ya sean estos los ámbitos económicos, militares, religiosos, tecnológicos, o varios de ellos simultáneamente.

Todas estas afectaciones se refieren de carácter integral a un campo de la interacción humana: las relaciones políticas, entendiendo por éstas las interacciones de actores sociales —de manera individual o colectiva— en torno a la adquisición, el ejercicio, la transmisión y la trascendencia del poder. Por este último término debemos entender la capacidad de un actor para ejercer influencia sobre otros actores para la obtención de sus intereses particulares, ya sea de manera directa o mediante otros intermediarios bajo su influencia (Nye, 2004: 1-11).

Desde esa perspectiva, los conquistadores podrían verse como actores, agentes, promotores e instrumentos del poder de la Corona española en el siglo xvi, xvii y xviii, en razón de que representaban la avanzada de la manifestación y consolidación de intereses de la monarquía hispana, sin que lo anterior suponga la supresión o sustitución de sus propios intereses. De esta forma, los conquistadores españoles perseguirían los lejanos intereses de la Corona de manera institucional, pero también siguiendo sus propias aspiraciones para ejercer influencia en su entorno inmediato para su beneficio personal e individual.

Esta ambivalencia, ora complementaria ora contradictoria, la podemos ver reflejada en incontables otros actores en la historia de la humanidad. Martin Dugard (2014: 5-18) considera a esos actores a lo largo de la historia como “exploradores”, a razón de que en su búsqueda de dar cumplimiento a tal bidireccional búsqueda y consolidación del poder deben salir de su entorno nativo y adentrarse en espacios y entornos “desconocidos” o “vírgenes”. Este espacio permisivo era exactamente lo que el Nuevo Mundo ofrecía a los peninsulares en el siglo xvi, y en consecuencia se convirtió en un espacio físico/ideológico donde obtener beneficios individuales a través de la consolidación de objetivos abstractos de la Corona.

Tras la caída de Tenochtitlán, en 1521, y el arribo de más españoles a los territorios conquistados para forjar las instituciones del virreinato, estos espacios para la “exploración” se vieron reducidos en el territorio bajo la incipiente influencia hispana, llevando a los siguientes contingentes de conquistadores a buscar otros espacios no explorados en rumbo septentrional o austral de la extinta capital mexica (Robles, 1978: 55-56). El presente texto se refiere al proceso de expansión territorial novohispana e interacción de estos actores europeos al norte del actual valle de México, en esas lejanías que se conocieron como “la Gran Chichimeca”: un territorio abierto para la exploración, más no necesariamente para la conquista.

Indudablemente este nuevo espacio presentaba grandes retos por su clima, ecosistema y orografía, los cuales eran completamente extraños para las avanzadas españolas. Pero la diversidad cultural y étnica también representaron un reto considerable. La gran variedad, disparidad y particularidades de cada grupo amerindio que encontraban representaban un reto al proyecto de conquista, ya que difícilmente las lecciones aprendidas en una microrregión eran relevantes en otra. El actual noreste mexicano fue testigo de una intensa campaña española por controlar y dominar el territorio, tratando de ejercer el poder de la Corona española y ampliando las redes de influencia en la población amerindia local a través de la evangelización y un intrincado sistema de ejercicio de la fuerza por medio de las instituciones virreinales (Lafaye, 2002 [1974]: 49-53).

Mientras que el plan de conquista aplicado en esta región siguió las directivas trazadas por las autoridades militares y religiosos del incipiente virreinato, la realidad demostró que eran virtualmente imposibles de aplicar. El modelo de misiones, presidios y vías de comunicación fue aplicado en términos generales, pero su extensión e intensidad de acción fue mucho más reducido que en el noroeste de la Nueva España.

Dentro del conjunto de razones por las cuales se presentó esta particularidad regional, debemos considerar las rutas y despliegue español en su avance hacia el septentrión de lo que sería la Nueva España. Buena parte de los primeros asentamientos y enclaves principales se ubicaron en el occidente del territorio, tales como Villa de San Miguel de Culiacán, el cual fue hasta bien entrado el siglo xvii una posición estratégica desde la cual se proyectaron los intereses de la Corona española a través de sus instituciones y sus precursores. En su contraparte oriental no encontramos la consolidación de enclaves de despliegue estratégicos hasta una centuria más tarde. En consecuencia, la capacidad y velocidad de despliegue y expansión, así como de ejercicio institucional y de procuración administrativa fue superior en el noroccidente novohispano que en la región norte-centro y nororiental.

Esos territorios contaban, además, con una característica diferenciadora que dificultó la aplicación y ejercicio eficiente de los planes de expansión hispana, lo que llevó a que “la Conquista” nunca pudiera concluirse: el arribo casi simultáneo al territorio de los conquistadores y de grupos amerindios atapascanos que demostraron ser extremadamente difíciles de controlar. Estos son conocidos en la literatura y en el ideario popular como “apaches”, y su legado y trascendencia continúa de manera discreta pero poderosa hasta nuestros días. Es importante reconocer que a casi cinco siglos de los primeros contactos entre los europeos peninsulares y este conglomerado amerindio todavía su mera mención en el norte mexicano —en su dimensión oriental, central y occidental— evocan profundos recuerdos de enfrentamientos, de tensiones, de sucesos que modelaron la historia regional, y en algunos casos anécdotas familiares. Lo mismo sucede en el suroeste de Estados Unidos, donde los apaches siguen siendo un grupo étnico íntimamente relacionado al desarrollo histórico y a la conformación identitaria de su población.3 De esa forma, los apaches siguen siendo una figura poderosa en el norte de México y el suroeste de Estados Unidos, puesto que gracias a su presencia el cauce de la historia regional fue moldeada y forjada para la posteridad.

Es así como el encuentro de al menos tres conglomerados sociales en el noreste mexicano y sur de Texas de grupos totalmente disimilares dio por resultado una amalgama que configuraría la dinámica sociocultural y psicosocial regional sui géneris, pues sus características particulares difieren de la dinámica reflejada en otras regiones de la Nueva España y de los esfuerzos de conquista durante el siglo xvi y xvii. Por un lado, encontramos a la población amerindia local “residente”, la cual tenía sus propias características y tendencias dinámicas; un conjunto de grupos amerindios conocidos genéricamente como “apaches” que se encuentran adentrándose a este territorio en búsqueda de influir sobre el entorno para su beneficio; y los españoles conquistadores que buscaban un fin similar a los últimos, pero por medios diferentes. Los segundos y terceros se encontraban en un proceso similar de exploración, y aunque sus fines últimos eran diferentes ambos buscaban ejercer influencia para su beneficio, es decir, poder regional.

Sin duda es imposible hablar de términos totales o definitivos, ya que la complejidad de este encuentro trilateral dificulta esta empresa y suprimiría las sutilezas características que enriquecen la dinámica sociocultural de la región. Sin embargo, sí podemos afirmar que uno de los resultados continuos de este largo proceso que trascendió a las centurias ofreció a sus participantes una oportunidad única: descubrir por medio de su interacción regional con otros actores el entorno y contexto del actual noreste mexicano y sur texano como región sociocultural particularmente trascendente. Es este proceso de descubrimiento el que resulta ser uno de los grandes legados del intento de conquista regional del Nuevo Mundo.

Los españoles:
entre la conquista y el descubrimiento

El 17 de junio de 1527 Álvar Núñez Cabeza de Vaca zarpó de Cádiz, España, como parte de la expedición lidereada por Pánfilo de Narváez a lo que ahora conocemos como la Península de la Florida, actual Estados Unidos. Era miembro del contingente de más de seiscientos hombres y cinco navíos que fijaron su rumbo al Nuevo Mundo en búsqueda de la expansión territorial de la Corona española y reclamar para sí honor y gloria. Cabeza de Vaca emprendió la travesía como tesorero y alguacil mayor de la expedición, cargos con corta fecha de expiración para el peninsular, ya que 12 de abril de 1528 tocaron tierra firme continental en situación de náufragos. Víctimas de una tormenta en el golfo de México, tan sólo cuatro supervivientes de la expedición Narváez comenzaron uno de los grades recorridos épicos de la exploración española en el hemisferio norte del continente (Johnston, 2005).

Tras ocho años de travesía hacia el oeste (1528-1536), este pequeño reducto de náufragos europeos se convirtió de facto en los primeros exploradores españoles de la región. Su primer y más evidente objetivo fue la supervivencia, evidentemente; pero tras su arribo a los asentamientos españoles del momento en el actual Sinaloa, y su subsecuente regreso a España en 1537, usaron sus experiencias en esta fatídica travesía como plataforma para su beneficio personal (Johnston, 2005). Los conocimientos adquiridos por su impactante travesía sirvieron como incentivo para otros conquistadores/exploradores españoles en su camino al norte.

En 1535 arribó al Nuevo Mundo Francisco Vázquez de Coronado, quien bajo el arropo del primer virrey, Antonio de Mendoza y Pacheco, ascendió rápidamente en la jerarquía institucional novohispana. Nombrado gobernador de la Nueva Galicia en 1537 su ámbito de influencia y autonomía relativa del virrey se incrementó considerablemente (Buelna et al., 2009: 331-358). Tras la llegada de Cabeza de Vaca al asentamiento español de Villa de San Miguel de Culiacán, Sinaloa, las experiencias de su viaje comenzaron a cobrar importancia, particularmente para los nuevos conquistadores/exploradores en búsqueda de ampliar su patrimonio, su prestigio y las posesiones de la Corona en territorio y súbditos (Forbes, 1960: 6-8).

Inspirado por la narrativa de Cabeza de Vaca, así como de la versión ampliada del fraile franciscano Marcos de Niza, Vázquez de Coronado integró un amplio contingente expedicionario integrado por al menos trescientos cuarenta españoles y ochocientos amerindios aliados en rumbo al norte, siguiendo la ruta del náufrago “rescatado”, y con la ambigua pero conveniente meta de encontrar las áureas ciudades de Cíbola y Quivira. La búsqueda de estas ciudades mitológicas se convirtió en un viaje legendario, y el 22 de abril de 1540 comenzó una travesía de exploración, descubrimiento y conquista que llevaría al actual norte de México y suroeste de Estados Unidos al inicio de una etapa de conformación identitaria y de cotidianidad trascendente (Forbes, 1960: 6-8).

La expedición de Vázquez de Coronado regresó a Culiacán en 1542 con tan sólo un centenar de hombres en total, poco más del ocho por ciento del contingente original. Sobra decir que no encontraron las míticas ciudades de oro, pero sí numerosos pueblos amerindios y observaciones que posteriormente serían valiosas para futuros exploradores y conquistadores españoles en estos territorios (Forbes, 1960). Aunque buena parte de este viaje se concentró en el occidente y centro de la región norte de México, parte del contingente de Vázquez se adentró en lo que ahora conocemos como Nuevo México, Texas, y Coahuila. De sus escasas observaciones podemos comenzar a dibujar la dinámica amerindia de esta región, la cual debe ser complementada por la evidencia arqueológica regional y los registros etnohistóricos de los remanentes contemporáneos de aquellos grupos.

Los nativos locales: pueblos conocidos
y un misterio regional

Hablar de los pueblos amerindios originarios de Texas-Coahuila-Nuevo León-Tamaulipas es adentrarse en un amplio y complejo debate antropológico donde existen una amplia variedad de posturas y referencias, las cuales no son necesariamente complementarias. El nombre empleado por algunas fuentes para referirse a algunos grupos indígenas puede ser totalmente diferente del usado por otras; y al considerar algunos referentes etnohistóricos e inclusive la historia oral de los grupos nativos que todavía son pobladores de estos parajes nos enfrentamos a descripciones y narrativas confusas, en ocasiones opuestas a los registros documentales. Los datos arqueológicos regionales también nos abren la posibilidad de la existencia de numerosos grupos amerindios locales que pueden o no ser aquellos referidos por las fuentes anteriormente mencionadas o cuya identidad desconocemos.

De acuerdo con el registro arqueológico, por lo general estos grupos presentaron una dinámica seminómada, con una baja predisposición a la agricultura —complicada en sí misma por la geografía, clima e hidrografía regional— y con territorios étnicos flexibles, porosos y adaptables a la interacción con otros grupos (La Vere, 2004: 3-25). Las evidencias arqueológicas e históricas señalan que dos o más grupos regionales podían ocupar un mismo territorio si las condiciones físicas del mismo lo permitían, y que, salvo en coyunturas donde había una competencia por recursos naturales, existían relaciones de cooperación, comercio e incluso interacción religiosa (La Vere, 2004: 3-25).

El registro arqueológico contemporáneo señala que la primera presencia amerindia en la región data de hace aproximadamente 11 500 años (La Vere, 2004: 3-25). Se asume por lo general que los grupos que ocuparon o mantuvieron presencia en la región entre 12 000 y 8 000 años corresponden al periodo denominado “paleoindio”, y encontramos algunos vestigios de los mismos de manera aislada desde el norte de Texas hasta el norte de Coahuila y Nuevo León. Es pertinente señalar que algunos sitios arqueológicos en el Río Pecos, actual sur de Texas, y en particular el arte rupestre ahí encontrado y datado hace aproximadamente ٣ 500 años de antigüedad, representa uno de los mejores exponentes de la presencia y la religiosidad amerindia de su momento (Boyd, 2003: 9-24). El periodo del 700 d. C. al 1500 d. C. es considerado por la arqueología norteamericana regional como de “tradición mississippiana”, ya que se asume que durante el mismo los grupos amerindios en el área de estudio fueron influidos por tendencias y prácticas de etnicidades del río Mississippi e inclusive de otras regiones culturales más distantes (La Vere, 2004: 3-25).

Este breve recorrido por la dinámica regional hasta antes del primer contacto con los europeos nos muestra los grandes vacíos de conocimiento que todavía tenemos en torno a los grupos amerindios regionales. Se asume de manera general que la región del actual Coahuila-Texas se encontraba poblada por al menos ocho grupos amerindios al momento del arribo español: coahuiltecos, karankawas, atapakas, cados, wichitas, jumanos, pueblos, y apaches (Medina, 2015: 57-58). Con casi total certidumbre podemos asumir la existencia de otras etnicidades en la región, pero o no fueron identificados apropiadamente en su momento, o fueron asimilados por otros grupos, o bien, sus números decrecieron paulatinamente hasta su desaparición en centurias subsecuentes.4

Se asume, por lo general, que el primer contacto entre los amerindios regionales y los peninsulares tuvo lugar aproximadamente en 1535 (Forbes, 1960: 4). Debido a la austeridad del territorio la avanzada española en la región fue relativamente más lenta que en el actual occidente de México. No es sino hasta 1568 que Francisco Cano emprendió las primeras exploraciones al sur del actual Saltillo, Coahuila, y en 1577 Alberto del Canto fundó la Villa de Santiago Saltillo, y posteriormente el poblado de Santa Lucía, actual Monterrey, Nuevo León (Santoscoy et al., 2000: 36-51).

Información precisa respecto de la dinámica amerindia regional en el actual Coahuila y Texas durante el siglo xvi es escasa y en torno a la misma existen múltiples interpretaciones. Lo anterior se debe a la escasa presencia europea en el territorio hasta finales del siglo xvii, ya que la mayor parte de los registros documentales disponibles que nos ofrecen indicios de las etnicidades locales provienen de las al menos veintiséis misiones fundadas en Coahuila-Texas a partir de 1689 (La Vere, 2004: 78-80; Robles, 1978: 265-175; y Valdés, 1995: 149-158).

Lo que es innegable es que, a la llegada de los españoles a este territorio, el mismo se encontraba poblado por diversos grupos amerindios originarios, poseedores de una compleja tradición cultural, participantes de sofisticadas prácticas religiosas e inmersos en relaciones comerciales y de interacción social mutua. Pero para fines analíticos falta una variable esencial, un grupo sin el cual la dinámica regional no sería la misma, y que poseyó una profunda trascendencia cuyos efectos son apreciables hasta nuestros días: los apaches.

Los apaches: de la migración a la resistencia

Uno de los grupos amerindios más emblemáticos de la región que en este texto nos ocupa son los apaches. El término es derivado de un vocablo zuñí y empleado por éstos y por los navajos para designar a un conglomerado de grupos amerindios vinculados entre sí por su lengua, sus costumbres y su origen; su significado literal es “enemigos” (Worcester, 1979: 7), y ello nos habla de las referencias que en su momento esas etnicidades pudieron ofrecer de este macrogrupo a los exploradores y conquistadores españoles. Este descriptivo-calificativo fue empleado indiscriminadamente por numerosos pueblos regionales, españoles y novohispanos para designar a todos los grupos que no se sometieron al vasallaje de la Corona al norte de la Nueva España, sin que esto implique forzosamente que se refieran al macrogrupo atapascano en cuestión (Ortelli, 2007: 15-18).

Desde su perspectiva, ese grupo amerindio emplea el etnómino de ndhé o indé, que en su lengua significa “el Pueblo” (Medina, 2015: 316). Se trata de un conglomerado de al menos seis etnicidades vinculadas entre sí por lenguaje, costumbres, tradiciones y parte de su religiosidad y que en su momento fueron parte de un amplio proceso migratorio que inició aproximadamente entre los años 1000 y 1200 d. C. en lo que ahora conocemos como Alaska y Canadá (Seymour, 2012: 149-161).

Existen fuertes indicios de que los movimientos migratorios abarcaron al menos trescientos o cuatrocientos años, ya que se han encontrado vestigios arqueológicos en el actual suroeste estadounidense que señalan su presencia regional en los siglos xiii y xiv (Seymour, 2012: 149-161). De acuerdo con la evidencia arqueológica y etnohistórica, se asume que el clímax del arribo poblacional y fin del proceso migratorio tuvo lugar en la primera mitad del siglo xvi (Spicer, 1961: 230); es decir, coincidente con la llegada de los españoles y su empresa conquistadora.

A lo largo de este proceso de migración, asentamiento y adquisición de territorios los ndhé se subdividieron en al menos seis grupos en regiones geográficas diferenciadas. En el occidente —actual Arizona y Sonora— se concentraron los chiricahuas (al sur) y los montaña blanca (al norte); en el centro (Nuevo México y Chihuahua) los mescaleros (al sur) y los jicarillas (al norte); y en el oriente (Texas y Coahuila) se ubicaron los “apaches de las praderas”, quienes es probable que en algún momento fueran asimilados por los kiowa, y los lipanes (Mails, 1974: 22). Es sobre estos últimos que se fundamentará la argumentación del presente artículo en virtud de sus características culturales y su posicionamiento geográfico en el noreste mexicano y sur de Texas, así como por sus particularidades específicas en su comportamiento y dinámica social en relación a los otros grupos atapascanos.

Contario a la imagen popular y a la descripción de algunos grupos amerindios pertenecientes a otros conglomerados etnolingüísticos, no hay gran cantidad de evidencias que señale que los apaches —independientemente de su subgrupo particular— fueran particularmente hostiles respecto a las etnicidades originarias residentes. De hecho, el registro arqueológico contemporáneo nos muestra lo contrario: es altamente probable que existieran relaciones comerciales, de cooperación e intercambio de conocimientos (Forbes, 1960: 24, 282). Lo anterior puede explicar por qué estos grupos de reciente arribo pudieron adaptarse y prosperar de manera eficiente en aquel entorno, relativamente nuevo para ellos.

Debido a la dificultad de adquisición de recursos naturales por a las condiciones características del noreste mexicano y sur de Texas, con dificultad podría mantenerse una población amerindia elevada. La competencia por los recursos naturales no necesariamente era definitoria para la supervivencia en presencia de otras estrategias interactivas más eficientes como la cooperación y el comercio. Lo anterior nos explica por qué un mismo territorio podía ser ocupado por dos o más grupos amerindios de manera simultánea sin que hubiera un conflicto directo; pero esto no implica que los apaches estuvieran exentos de tensiones con otros grupos indígenas locales.

Pedro Castañeda de Nájera, cronista de la expedición de Vázquez de Coronado, registró el testimonio de un grupo de nativos tano en la cuenca de Galisteo (actual Nuevo México, al sur de Santa Fe) quienes manifestaron que un grupo de “indios del este” (posiblemente lipanes, mescaleros o jicarillas) habían atacado un asentamiento de su pueblo aproximadamente en 1525 (Spicer, 1962: 229). Este periodo corresponde al posible clímax de la migración atapascana a la región, razón por la cual este tipo de conflictos sería comprensible y contextualizado como parte del proceso de primer contacto y adaptación, como una etapa previa al desarrollo de mecanismos de interacción más eficientes y alternativos a la violencia interétnica.

La cooperación entre apaches y otros grupos amerindios muy posiblemente se mantuvo hasta el arribo de los comanches en el siglo xvii (Spicer, 1962: 230). Debido a la naturaleza intrínsecamente hostil de éstos, así como por sus particularmente complejos sistemas de interacción interétnica, los apaches al igual que otros grupos amerindios se vieron despojados de recursos críticos en la caza y la recolección; lo que los llevó a desarrollar una dinámica depredadora propia y —en términos relacionales con los novohispano y otros grupos amerindios— hostil.

Percepciones, tensiones y distenciones:
la autoidentificación y el reconocimiento
de los “otros”

El siglo xvi es el marco temporal en el cual los grupos nativos originarios del noreste mexicano y sur de Texas coincidieron con el arribo en mayor y menor medida respectivamente de dos contingentes exoétnicos que modelarían la dinámica regional: los apaches lipanes y los españoles. Ambos iniciaron con pequeños esfuerzos exploratorios, aunque los primeros buscaron la inserción territorial y la coexistencia, mientras los segundos siguieron una agenda de conquista y dominación territorial.

Ambos buscaron lo mismo por medio de estrategias diferentes: unos, conquistar por la evangelización y por la fuerza; y los otros, por medio de la cooperación, el comercio y el intercambio. Las dos partes buscaron la capacidad de influir en otros actores para su beneficio y la consolidación de sus intereses, es decir, buscaron mantener el poder regional. En esta búsqueda, los tres principales actores ya presentados del noreste mexicano y sur de Texas debieron adentrarse en un proceso de descubrimiento de la región, de sus relaciones sociales interétnicas, así como de su identidad particular frente a “los otros” y del significado que el territorio en sí mismo representó para ellos.

Desde una perspectiva analítica general, podemos considerar en este contexto al menos tres conjuntos de actores. Cada uno considera a sus contrapartes como “los otros”, sobre los cuales pueden trazarse relaciones de oposición y, en consecuencia, de definición ajena y propia, lo cual a su vez ratifica su propia identidad particular y su cohesión étnica.

Edward Spicer (1962: 281-283) nos refiere que los conquistadores españoles arribaron con una mentalidad heredada de la Europa Romana: consideraban a los amerindios como “bárbaros”, y por oposición estructuralista se definían a sí mismos como los “civilizados”. Sin duda, esto crea una percepción de superioridad relativa europea/peninsular frente al amerindio, lo cual define y explica de gran manera las tensiones y distenciones subsecuentes al primer contacto entre españoles/novohispanos e indígenas.

Ese efecto se ve incrementado considerablemente a razón de que hasta mediados del siglo xvii el contacto entre apaches y españoles era muy limitado. Las referencias que los segundos tienen de los primeros fueron distantes, de segunda mano, y posiblemente tendenciosas por las fuentes primarias. Por su parte, la apreciación de los europeos por los ndhé dependió mucho de observación distante, remota y por la interacción española con otros amerindios, la cual en la mayoría de las ocasiones no fue necesariamente productiva. Por último, los nativos originarios vieron a los apaches y a los españoles como foráneos, ajenos a su contexto y como potenciales competidores.

Spicer (1962: 16) nos refiere que las relaciones entre indígenas y no indígenas siguieron un patrón claro y definido en toda la región: relaciones amistosas de manera inicial, luego un conflicto ocasionado por la confrontación de intereses e intenciones, y posteriormente la aceptación del dominio español por su superioridad tecnológica y militar. Esto último no aplica en particular a los apaches, ya que éstos nunca fueron conquistados o dominados.

En el actual noreste mexicano y sur de Texas los lipanes siguieron una dinámica relativamente similar, manteniendo una disposición a la cooperación, pero en oposición y resistencia al programa de conquista español (Medina, 2015: 57-58). La estrategia de conquista se definió por la búsqueda de dos atributos esenciales de los pueblos que ocupaban los territorios reclamados por la Corona: el vasallaje voluntario y la aceptación de la fe católica (Lafaye, 1974 [2002]: 50-53; y Levaggi, 1993: 81-91). Ambas condiciones fueron mayoritariamente rechazadas por los apaches lipanes del siglo xvi, xvii y xviii, ya que éstas se oponían a su cosmovisión, identidad étnica y forma de vida. En consecuencia, mientras los españoles y novohispanos más trataron de doblegar a este grupo y convertirlo a la fe católica, más resistencia, distanciamiento conceptual y tensiones se generaron frente a los no indígenas.

Para dar cumplimiento a estos requerimientos se precisó de instrumentos políticos, administrativos y religiosos apropiados. De ahí la necesidad de misiones evangelizadoras, presidios militares y autoridades político-administrativas regionales que permitieran, desde el ámbito de competencia particular de cada uno, consolidar los objetivos trazados por la Corona. El norte de la Nueva España, debido a las condiciones y características ya expuestas, representó un reto considerable para esta empresa; y el noreste del territorio resultó casi imposible de mantener.

De hecho, al comparar el noroeste mexicano con el noreste encontramos una impactante disparidad de presencia española y novohispana y de ejercicio de la estrategia de conquista. En este último encontramos una extremada baja presencia e inversión en la empresa de conquista hasta bien entrado el siglo xvii,5 y esto puede explicar por qué los conflictos interétnicos fueron aparentemente más limitados, pero no menos intensos.

El proceso de conquista en el territorio que nos ocupa, aunque en líneas generales sigue el patrón que se experimentó en otras regiones de la incipiente Nueva España, en realidad no pudo ser aplicado en su totalidad, y ciertamente no puede declararse exitoso. Como variable analítica adicional, mientras que prácticamente la mayoría de los grupos amerindios regionales fueron inmediatamente identificados y descritos por los misioneros franciscanos con cierto grado de detalle para fines de evangelización y de control administrativo, los apaches lipanes fueron identificados como tales hasta 1718, y lo anterior debido a que un grupo significativo de ellos se encontraba asentado en las inmediaciones de la recién fundada misión de San Antonio de Valero (Minor, 2009: 7-8); lo anterior no implica que los lipanes no hubieran interactuado antes de esa fecha con los españoles, sólo que éstos no los habían identificado como un grupo amerindio independiente hasta entonces. Ello nos habla de uno de los grandes factores relacionales en la conformación identitaria interétnica y regional: la asimetría perceptiva y —en consecuencia— semiótica.

Mientras que para los conquistadores y misioneros españoles ese territorio y sus pueblos representaban un entorno complejo el cual requirió décadas para su total comprensión —y buena parte de ello a través de información segmentada, parcial y no necesariamente objetiva— para los amerindios originarios los europeos representaban un agente foráneo que buscaba la dominación del territorio y la inserción de nuevas creencias homologantes desde su primer aproximación. Para los apaches lipanes, los españoles peninsulares y los novohispanos representaban una potencial fuente de acceso a herramientas, armas, tecnología y suministros que de otra manera serían totalmente inaccesibles.

De esa manera, mientras que para los conquistadores y misioneros el entorno les resultaba complejo en virtud de sus bajos números y la amplia variedad de actores regionales indígenas, para éstos los europeos representaban un objeto y sujeto de estudio claramente diferenciado y en relativa desventaja, lo cual se podría interpretar como un signo de vulnerabilidad. Esto facilita una asimetría perceptiva. Para los españoles todo indígena representaba al “otro”, mientras que para los amerindios originarios tanto los lipanes como los españoles correspondían esa otredad, aunque en diferente proporción y de forma distinta. Los apaches consideraron a los españoles por un lado como un medio para acceder a mecanismos que les permitieran mantener y ampliar su capacidad de influencia regional, mientras que al mismo tiempo eran una competencia para tales fines debido a los mismos instrumentos que poseían y les caracterizaban.

En otras palabras, para fines analíticos, los conquistadores y misioneros desarrollaron una percepción de los amerindios regionales en lo general y sobre los apaches lipanes en lo particular que no fue correspondida de manera equivalente ni en los mismos términos. En consecuencia, se generó una asimetría perceptiva, que se traduciría consecuentemente en una disparidad perceptiva, interpretativa y de significación, es decir, en una semiosis asimétrica entre los grupos sociales presentes en la región. Si asumimos esta postura podríamos explicar por qué el primer conflicto entre apaches y españoles se presenta hasta 1599 —décadas después de la presencia conquistadora en el territorio-— y bajo un marco únicamente como apoyo a los indios pueblo de Acoma, Nuevo México, en su enfrentamiento con Juan de Oñate y Salazar (Worcester, 1979: 9). Tal acontecimiento puede ser interpretado como un apoyo a sus aliados regionales al considerar que ese grupo particular de españoles representaba un riesgo potencial a su integridad étnica. A partir de este punto se pueden identificar en los registros históricos un incremento en las tensiones entre apaches y españoles en lo general, aunque en caso particular de los lipanes no encontramos registros directos e inequívocos de enfrentamientos hasta mediados del siglo xviii.

Hacia un modelo explicativo:
herencia sociocultural

Los tres conjuntos de actores regionales que nos ocupan siguieron en su momento estrategias claramente
definidas y determinadas por su contexto, coyuntura y particularismo histórico-cultural. Para los españoles, adentrarse en este territorio implicó un primer esfuerzo exploratorio y de reconocimiento como avanzada hacían una gestión y desarrollo de su “plan de conquista” fundamentado en misiones, presidios, asentamientos urbanos y vías de comunicación para el subsecuente establecimiento de instrumentos de seguimiento administrativo, control territorial y vasallaje de la población local. Para aquellos españoles y novohispanos que buscaron la conquista territorial en el actual noreste mexicano y sur texano, sus beneficios fueron pocos y sus dificultades muchas; y aunque existió indudablemente una presencia de la Corona española en la región, difícilmente podrían argumentar un verdadero control territorial en términos administrativos y militares al menos hasta el siglo xviii. Lo anterior los llevó a enfrentar una importante asimetría frente a sus contrapartes indígenas, quienes tuvieron todas las ventajas tácticas y estratégicas para maximizar los beneficios derivados de la presencia española y minimizar sus vulnerabilidades ante ellos, al menos hasta mediados del siglo xvii.

Para los apaches lipanes, la presencia española representó tanto una oportunidad como un potencial riesgo. Aunque su presencia en la región al menos era de doscientos años al momento de la llegada hispana, la misma fue limitada; ello llevó a los apaches lipanes y a los españoles a compartir una condición relativa de “recién llegados” y de ser “minorías”, ambos en un proceso de descubrimiento del contexto en el cual se encontraban para maximizar sus oportunidades. En el caso lipán, su estrategia fue inicialmente la no confrontación; aunque eso no cancelaba la capacidad de repeler las agresiones hispanas (reales o percibidas) y resistir los intentos de control, evangelización y vasallaje de los mismos. Este periodo de “reconocimiento” y adquisición de información en torno a los conquistadores y misioneros llevó a los apaches lipanes a desarrollar estrategias de resistencia exitosas, las cuales les permitieron ser uno de los pocos grupos que nunca fueron dominados por los novohispanos.

En el caso de los nativos residentes originarios de la región, la presencia española y apache fue identificada como un reto directo al control y la influencia regional, así como potenciales competidores por los limitados recursos naturales del territorio. Ambos actores eran “foráneos”, eran “los otros”, y representaban una ambivalencia: posibles aliados y potenciales enemigos. La fundación de misiones en el siglo xvii representó una oportunidad de obtener bienes y recursos inaccesibles en la región, y mientras que es innegable que muchos de estos pueblos fueron asimilados en un proceso de mestizaje regional, muchos de ellos eventualmente se aliarían con los lipanes para resistir los intentos de control y dominación española. Existía una clara diferenciación sociocultural frente al pueblo de habla atapascana, y ello generó una cohesión étnica frente a los recién llegados y a los españoles peninsulares, lo que a su vez sentaría las bases para la gestión de paquetes relacionales frente a estos “otros” y entre sí mismos. Esas relaciones conformarían la base intercultural e interétnica que modelaría la dinámica regional en centurias subsecuentes y cuyos efectos pueden apreciarse hasta nuestros días.

En razón de la argumentación anterior, el territorio del actual noreste de México y sur de Texas estadounidense puede ser considerada, para fines analíticos, como un campo de estudio etnológico (figura 2). Contrario a la aproximación de “área culturales”, las características, condiciones y contextos expuestos sintéticamente en este texto se adecuan al concepto propuesto por Jan Petrus Benjamin Josselin de Jong, quien define el mismo como una región geográfica cuya población es suficientemente homogénea para el estudio etnológico particular, pero suficientemente amplio como para permitir comparaciones objetivas entre los pueblos que se encuentran dentor de este espacio-contexto (1977 [1935]: 167-168). Como corolario consecuente de esta aproximación teórica es necesario destacar que las fronteras de este Campo por su naturaleza no se encuentran definidas de manera rígida, sino que por el contrario son flexibles, porosas y adaptables (Josselin de Jong, 1965: 290).

Con fundamento en esta aproximación, podemos concebir este campo de estudio etnológico particular como el escenario general para un modelo complejo relacional entre españoles, amerindios locales originarios (entendiendo por ellos el conjunto de todos los pueblos amerindios que residían en el campo de estudio que nos ocupa) y los apaches lipanes que buscaron insertarse en este contexto. Con base en la información previamente expuesta, se puede considerar la relación entre españoles y apaches lipanes como una de oposición; mientras que para los lipanes los españoles representaron inicialmente una potencial oportunidad de adquisición de bienes para incrementar su capacidad de influencia (poder) y posteriormente un agente opositor a sus intereses. A su vez los españoles contemplaron a los amerindios locales como un objeto y sujeto de conquista, mientras que éstos los contemplaron como opositores foráneos. Finalmente, los lipanes concibieron a los amerindios locales como potenciales aliados y competidores, mientras que de manera inversa aquéllos los contemplaron como competidores y agentes e influencia regional (figura 3).

Figura 2. Campo de estudio etnológico, noreste de México y Sur de Texas. Fuente: elaboración del autor.

Figura 3. Modelo esquemático de las relaciones entre españoles conquistadores y misioneros, pueblos amerindios originarios y apaches lipanes. Fuente: elaboración del autor.

En ese marco relacional, los tres actores fueron parte de un mutuo e interactivo proceso de descubrimiento del significado y del papel que desempeñarían en el territorio (figura 4). Para los españoles el mismo fue un espacio-contexto para el dominio y la extensión territorial de la Corona, mientras que para los apaches lipanes el mismo entorno representó un espacio propicio para la exploración y la posibilidad de incrementar su ámbito de influencia para consolidar su permanencia regional. Finalmente, para los amerindios locales su territorio representó un espacio de resistencia, objeto de defensa y un patrimonio vulnerado por “otros”, por “actores foráneos”, que no sólo competirían con ellos, sino que en algún punto acabarían por desplazarlos.

Figura 4. Percepción de los actores regionales frente al territorio del noreste de México y sur de Texas. Fuente: elaboración del autor.

A cinco siglos de distancia de este contexto los efectos de los procesos interactivos anteriormente descritos son visibles y palpables. La dinámica histórica regional del noreste mexicano y sur de Texas desde el siglo xvi hasta la presente centuria no puede ser dimensionada, contextualizada y comprendida sin este triángulo intercultural interactivo, vinculado íntima y profundamente con el territorio en sí mismo. Las profundas y complejas relaciones que cohesionan a los tres conglomerados sociales con el territorio, así como la amplia y diferenciada red de significados que cada uno de ellos le otorgó a este contexto da lugar a una intrincada dinámica sociocultural integral e histórica que a lo largo de los siglos ha conformado la región en un contexto social único.

En el Campo de Estudio ya referido la densidad poblacional amerindia es considerablemente menor que en otras regiones del hemisferio norte del continente americano, y hasta nuestros días permanecen muy pocos remanentes de los pueblos originarios. Para el gobierno estadounidense y mexicano la gran mayoría de esos grupos han dejado de existir, y los pocos amerindios que se siguen identificando como parte de los pueblos se encuentran materialmente asimilados a la población mestiza regional.6 Pequeños reductos y grupos familiares aislados de estas etnicidades dan testimonio del conflicto, las tensiones y las adaptaciones que los grupos amerindios debieron enfrentar como producto del intento de conquista española a partir del siglo xvi. Éstos, pese a que se encuentren en uno u otro lado de la actual frontera internacional México-Estados Unidos son actores partícipes y testigos de una experiencia similar: la vivencia amerindia contemporánea caracterizada por un legado histórico y cultural, pero con la obligada necesidad de interactuar con una sociedad regional no indígena en constante estado de cambio y transformación.

Resulta destacable que todas estas afectaciones regionales fueron producto de un intento de conquista que nunca se consolidó; pero la dinámica interétnica subsecuente resultó en un movimiento de interacción y resistencia indígena que modelaría la identidad regional hasta nuestros días. Los tres conjuntos de actores regionales de este campo de estudio etnológico modelaron su tendencia dinámica siguiendo lo que Gilberto Giménez (2009: 41) define como “continuidad en el cambio”. Se trata esencialmente de una tendencia que todos los grupos sociales humanos de manera involuntaria emprenden, y que responde al gran dilema social independientemente de su contexto, tiempo y coyuntura: cambiar para que todo siga igual, y buscar que todo se mantenga por medio del cambio y la adaptación a las nuevas condiciones del entorno.

La presencia española en ese campo de estudio etnológico particular tuvo un efecto catalizador en los cambios, adecuaciones y adaptaciones paulatinas del entorno. Sin duda, hay muchos más factores, variables y condiciones que incidieron en tales procesos de los expresados y reflexionados aquí. Podemos ver que de manera involuntaria todos los actores regionales del caso incidieron en un proceso de descubrimiento de su papel frente a la otredad, de su pertinencia y permanencia en la región, y de su trascendencia en la dinámica relacional de la misma. Ese proceso, que todavía no tiene punto de término, comenzó con el intento de la conquista española en el siglo xvi. Esta es su gran herencia y legado tangible en una de las regiones más complejas y dinámicas del hemisferio norte del Nuevo Mundo.

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1* Licenciado en Relaciones Internacionales por el itesm; maestro en Estudios Internacionales por la Escuela de Graduados en Administración Pública del mismo Instituto, y doctor en Antropología Social por la Universidad Iberoamericana. Especialista en etnología de Norteamérica, antropología aplicada y estudios estratégicos. Correo electrónico: <jmedinagd@gmail.com>.

2 Aplicación conceptual del autor con fundamento en Reynoso (2006: 17-18, 30-34, 78-94, 194-195).

3 Conclusiones derivadas del trabajo de campo del autor durante las temporadas 2008, 2009-2010 y 2012. Para mayor detalle en torno a este proceso de significación regional, véase: Medina González Dávila (2015).

4 Dentro de estos grupos amerindios originarios no se consideran las familias tlaxcaltecas que los españoles reubicaron en 1591 para hacer frente a los apaches, ni a otros colectivos indígenas que pudieron migrar durante el virreinato (Santoscoy, et al., 2000: 44-51).

5 Síntesis analítica del autor a propósito de las aportaciones de Aboites (2006), Cavazos Garza (1994), Santoscoy et al. (2000), y Valdés (1995).

6 Para mayor referencia de este argumento véase: Medina González Dávila (2015).