Marcos Cueva Perus*

Resumen: En este artículo se propone que, en contra de lo que se ha impuesto como corriente dominante de interpretación de lo que trajo España a la Nueva España, no se trató de capitalismo, sobre todo ante la ausencia de moneda y de salario generalizados, sino de una forma peculiar de medievalismo, el cual se entrelazó de maneras muy disímiles con las comunidades y sociedades prehispánicas, según lo han demostrado estudios recientes, aunque con lagunas teóricas por llenar; aun así las segundas, tributarias, terminaron encontrando su lugar entre los invasores. Una de las principales secuelas de dicho “medievalismo” es el hábito clientelar.

Palabras clave: Colonia, España, Medievo, Clientela

Abstract: this paper aims to suggest that, contrary to what has become the dominant current of interpretation of what Spain brought to New Spain, it was not about capitalism, especially in the absence of general currency and wages, but a peculiar form of medievalism. This was intertwined in very dissimilar ways with pre-Hispanic communities and societies, as recent studies have shown, although with theoretical gaps to fill, although the latter, tributary, ended up finding their place among the invaders. One of the main consequences of this “medievalism” is the clientelistic habit.

Keywords: Colony, Spain, Medieval, Clientele

Postulado: 30.04.2020

Aprobado: 18.08.2020

Conquista y Colonia en la Nueva España: una mirada sobre elementos heredados a la historia de México

Conquest and Colony in New Spain: a View
at the Inherited Elements from the History of Mexico

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hasta la fecha, no parece que se haya resuelto el problema de saber qué tipo de régimen socioeconómico se instaló en la Nueva España a partir de la Conquista de América y en particular de lo que luego habría de ser algún día México. Muchos han sugerido que el Descubrimiento de América dio inicio a lo que ahora se conoce por globalización y también a la modernidad. Es cierto, el pillaje al que dio lugar la Conquista —en particular en materia de metales preciosos— permitió el enriquecimiento de algunos lugares de Europa, aunque no precisamente de España, y comenzó así la acumulación capitalista, al menos en su forma originaria. Pero ello no resuelve el problema planteado al principio: ¿qué régimen socioeconómico trajo la conquista española a América y en particular al territorio del futuro México? Es conocido que hasta la década de 1970 el debate (¿feudalismo o capitalismo?) tenía tintes políticos, y el hecho es que en la ciencia pocas son las polémicas que quedan cerradas de una vez y para siempre. El problema se complica porque no existe ninguna teoría que explique la mezcla del régimen traído por los españoles con los regímenes socioeconómicos prehispánicos.

En este texto nos inclinaremos, un poco a contracorriente, por la tesis que sostiene que entre Conquista y Colonia se instauró en lo que habría de ser luego México un régimen socioeconómico de tipo feudal o al manos “cuasifeudal”, a reserva de que el feudalismo español para algunos no lo era realmente, o de que se trataba de una variante muy peculiar del feudalismo clásico. Es imposible entrar aquí en este debate sobre España en la Edad Media en un espacio tan corto, pero la discusión sigue vigente, como lo ha sintetizado por ejemplo Francisco Arroyo Martín en una obra reciente (Arroyo Martín, 2018). El mantenimiento de un debate similar sobre el tipo de régimen socioeconómico que se implantó en la Colonia seguramente no estaría de más, por las razones que veremos. Aquí buscaremos en buena medida dilucidar el tipo de mentalidad al que pudo haber dado lugar la Colonia, sobre todo que pudiera tener repercusiones hasta la actualidad, pese a la “norteamericanización” de México en el siglo xx, sobre todo en las últimas décadas del mismo y las primeras del siglo xxi. Según sugeriremos, es apenas en tiempos muy recientes que se intenta luchar contra una herencia colonial que privilegia la enajenación del poder, muy “política”, sobre la típica enajenación economicista del capitalismo.

Se puede establecer que se ha logrado llegar, desde hace algún tiempo, al fin de muchos mitos. La suerte de lo que algún día será México no se reduce de ninguna manera a la caída del imperio azteca en el Anáhuac. Como acaba de demostrarlo hace poco una voluminosa obra de Enrique Semo, la conquista se prolongó más de 300 años en el norte (el Gran Septentrión o Gran Chichimeca), pero también en buena medida en el sur maya. Por lo demás, es posible recobrar la idea de que distintos pueblos originarios se aliaron a Cortés (no nada más los tlaxcaltecas) contra un imperio mexica considerado opresivo. Para 1821, culminación de la Independencia, en realidad la resistencia de los pueblos originarios no se había apagado en distintos lugares de México. Si hay diferencias en las formas de reacción de aquellos pueblos, también es cierto que no todos los conquistadores fueron iguales: la relativa “diplomacia” de Cortés, aunque no exenta de episodios de crueldad, no se compara con la brutalidad de un Nuño de Guzmán (seguido por lo demás por distintas huestes indígenas), que pudo haber dejado su impronta en el centro-occidente del futuro México. Y poco tienen que ver Cortés o Nuño de Guzmán con una personalidad como la de Álvar Núñez Cabeza de Vaca u otra como la de Pedro de Alvarado, por mencionar dos ejemplos.

Así pues, en una primera instancia, veremos qué dificultades se plantean a la hora de hablar de una “implantación capitalista” con la Conquista y la Colonia. En segundo lugar, señalaremos las particularidades del feudalismo español, hasta donde lo hubo, puesto que, como ya hemos dicho, el debate sigue abierto. En tercer lugar, destacaremos uno de los puntos que más nos interesan para calibrar la herencia colonial española en México: la formación de mentalidades específicas que, quiérase o no, tienen que ver con un fondo medieval (si no se quiere llamar feudal). No dejaremos de abrir un paréntesis sobre la forma de adaptación de algunos grupos indígenas, no todos, a la Conquista y la Colonia.

¿Una Nueva España capitalista?

Fue bastante antes de que surgiera la teoría de la dependencia, de finales de la década de 1960, que el historiador argentino Sergio Bagú, en 1949 (tiempo después residiría en México), lanzó la idea de que la Colonia española en América fue capitalista. El libro se reeditó en México en 1992, año de la Conmemoración del Descubrimiento de América, y Bagú reafirmó su tesis en un postfacio, prácticamente sin matiz: “España —afirma— funda el capitalismo colonial y América es su formidable campo de experimentación, a la vez que la más extendida y rica entre todas las posesiones coloniales que el capitalismo logra establecer en esta prolongada etapa formativa [...] Por eso, encuentro altamente apropiada la denominación de capitalismo colonial usada en la primera edición de esta obra” (Bagú, 1992: 274). Otras formulaciones del mismo autor, en el mismo texto, no dejan de ser un tanto ambiguas: “ni feudalismo ni capitalismo, dice. En realidad, un capitalismo naciente, arremetedor, inescrupuloso, que en América parecía revivir engañosamente cierto ropaje feudal. Pero capitalismo en esencia” (Bagú, 1992: 254).

El mismo texto del historiador argentino re trata a una España más bien feudal. Bagú reconoce en particular las formas de tenencia de la tierra que encarnan en las behetrías —donde los campesinos son libres de escoger al señor que mejor les convenga— y luego en los grandes latifundios ganaderos de la Mesta, que existe desde 1273 y alcanza su apogeo en la segunda mitad del siglo xv. La Reconquista permite cierta libertad de los campesinos que no reconocen los lazos de servidumbre y no están sujetos, por ende, a la gleba, sin que ello impida, según el mismo texto de Bagú, que desde los siglos x y xi aparezca la gran propiedad territorial en León y Castilla (Bagú, 1992: 34). En la España de Carlos V, que es la que corresponde a la Conquista del Anáhuac, si bien es cierto que la nobleza es cortesana y está sujeta al rey, porque la reyecía se impone desde temprano en España dadas las necesidades de unificación de la Reconquista (por lo que no hay dispersión de los señores feudales), el capital, sobre todo comercial, está en manos de extranjeros, italianos y alemanes, como lo estará más tarde en manos de franceses, ya en el siglo xviii con Carlos III, por ejemplo en las transacciones que se realizaban en Cádiz. “Las monarquías, más poderosas políticamente cada año, son financieramente débiles [señala Bagú] y tienen que apoyarse en esos capitales disponibles, manejados por grandes banqueros y mercaderes centro-europeos, para llevar a cabo sus planes militares y políticos” (Bagú, 1992: 41). Carlos V (también Carlos I de España) trata de sortear sus “tribulaciones financieras”, parafraseando a Bagú, gracias a la casa banquera alemana de los Fuggers. En 1531, fecha cercana a la caída del Anáhuac, el centro bancario del mundo es Amberes, mientras florecen las manufacturas flamencas. Se trata de un capital que, por así decirlo, “pasa” por España sin desarrollarla realmente, como ocurrirá luego con América Latina, en algo que no debiera dejar de llamar la atención.

El abundante capital que circula en España, escribe el historiador argentino, está manejado [...] por representantes de firmas extranjeras y son extranjeros también los que fiscalizan muchas manufacturas. En 1528, las Cortes expresan que los genoveses son dueños de la mayoría de las empresas comerciales y dominan por completo la industria del jabón y el tráfico de seda granadina. En 1542, denuncian también las Cortes que los genoveses monopolizan el comercio de los cereales, la seda, el acero y otros muchos artículos. También ellos tienen en sus manos toda la exportación de lanas (Bagú, 1992: 49).

Concluye el autor: “No nos dejemos engañar por las cuantiosas riquezas que bajo Carlos I están acumulando los comerciantes monopolistas de Sevilla. Muchos de ellos no son españoles y los dividendos no se quedan en territorio nacional. No hay en esta época caso conocido alguno de una gran fortuna hecha por un español en el comercio o las manufacturas” (Bagú, 1992: 49), pese a que no faltan telares en varias ciudades de España. “Los únicos españoles que han acumulado grandes cantidades de dinero, además de bienes inmuebles [prosigue Bagú] son unos cuantos nobles, a quienes la Corona favorece con concesiones de toda índole. Cuando Carlos I necesita dinero, jamás le alcanza el que puede extraer de los españoles y tiene constantemente que recurrir a capitalistas extranjeros, de preferencia alemanes establecidos en el país” (Bagú, 1992: 49-50).

“La España de Carlos I, según Bagú, es, política, militar y colonialmente, muchísimo más poderosa que la Inglaterra de Isabel y —ni qué decirlo— que las provincias holandesas de su propio vastísimo imperio, pero ni tiene el capital nacional que ya era abundante en Holanda, ni piensa un instante en adoptar una política económico-financiera que le permita formarlo, como lo hizo Isabel” (Bagú, 1992: 50). Así, bajo Carlos I:

Cuando comienza a delinearse sobre bases definitivas la política económica colonial y cuando España va llegando a su edad de oro, la estructura económica del país presenta graves deficiencias que los economistas de la monarquía no saben advertir. El auge manufacturero aún no permite cubrir todas las necesidades del mercado interno y España compra productos elaborados en otros países europeos, algunos de los cuales lo son con materias primas españolas. La producción manufacturera no se encuentra sostenida por una agricultura bien desarrollada, sino que ésta no alcanza ahora siquiera, como en otras épocas, para satisfacer las necesidades elementales de la población, mientras que la ganadería produce en parte para el mercado extranjero y contribuye a despoblar los campos, beneficiando sólo a un grupo muy reducido de grandes latifundistas (Bagú, 1992: 49).

El historiador constata que, a fin de cuentas, la economía no es el fuerte de los reyes españoles, algo por lo demás propio de todos los regímenes precapitalistas, que de acuerdo con el economista egipcio Samir Amin privilegian la política-ideología-metafísica (Amin, 1997): así, “bajo los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II, esa realidad surge muy notoria porque, si tenemos motivos para admirar la destreza política de los cuatro —no inferior a ningún monarca de sus tiempos— los tenemos también para sorprendernos de la repetida y tozuda torpeza que los cuatro pusieron de manifiesto al enfrentar las cuestiones económicas” (Bagú, 1992: 46).

La caída de Tenochtitlan coincide aproximadamente con el aplastamiento de los Comuneros en España (1520), con la misma brutalidad con la que serán reprimidas otras revueltas antiseñoriales en la metrópoli, los Países Bajos incluidos (los comuneros son campesinos, pero también comerciantes y fabricantes urbanos, baja nobleza y clase media de las ciudades). No se admite el surgimiento desde abajo de elementos protocapitalistas y la Reconquista previa no favoreció la formación de una “clase nacional de capitalistas” (Bagú, 1992: 37). “Después de la Guerra de los Comuneros [señala Bagú] jamás las manufacturas hispanas volvieron a retomar el ritmo que habían tenido a principios del siglo xvi. Si aún entonces no habían logrado éstas satisfacer las demandas del mercado interno, mucho menos pudieron hacerlo en el futuro, sobre todo cuando el mercado colonial se va ampliando y haciendo más exigente” (Bagú, 1992: 128). Bagú llama “estructura semifeudal de la propiedad rural” la que siguió en pie en España en el siglo de la independencia americana (Bagú, 1992: 129), e “ideología feudal” la de una Corona española que se fue “hundiendo” en la subordinación al extranjero, como se refiere a una “rutina feudal” por lo menos hasta la época de los Borbones. ¿Por qué tantas referencias al feudalismo español?

No podemos extrañar [dice el autor en otro pasaje] que los monarcas ibéricos concibieran la Conquista de América como gigantesca empresa feudal, con el rey como señor absoluto de tierras y vidas y con los conquistadores como vasallos de primera categoría en la escala feudal, los cuales tendrían a su vez otros señores subordinados a sus órdenes, como ocurría en los grandes feudos medievales (Bagú, 1992: 86).

Difícilmente se entiende entonces que España haya traído al futuro territorio mexicano un régimen socioeconómico capitalista inexistente en la metrópoli, aunque a la larga la extracción de metales preciosos, básicamente oro y plata, haya beneficiado a europeos, aunque distintos de los españoles, como ya señalamos.

Difícilmente se puede considerar la Conquista y la Colonia sin tomar en cuenta, con una curiosidad insoslayable, el tipo de país del que procedían conquistadores y colonizadores, y que en buena medida aspiraban a reproducir, al grado de no reparar en la novedad y otredad de lo que habían encontrado. Para Bagú, el problema final se encuentra en el hecho de que no hubo servidumbre en América Latina durante la época colonial: el autor prefiere insistir en dos esclavitudes, la de los pueblos originarios en las minas (deteniéndose por ejemplo en el cuatequil del futuro México), que sin duda era trabajo forzado, y la de la población negra antillana o brasileña en las plantaciones, en ambos casos para terminar enriqueciendo a un capitalismo naciente, en particular bajo forma comercial, pero radicado fuera de España. Las observaciones sobre la propiedad de la tierra, de la encomienda al latifundio, no dejan de reconocer, por ejemplo, que “las mercedes de tierras y las encomiendas son la moneda con que España paga a los conquistadores y halaga a los favoritos” (Bagú, 1992: 90), y que “la avidez de tierras en los conquistadores y en los primeros colonos tiene una raíz feudal: en la metrópoli la magnitud del latifundio es la medida del mérito social” (Bagú, 1992: 90). La encomienda dura hasta más tarde de lo que suele considerarse: es el caso del mismísimo valle de México hasta los siglos xvii y xviii (Romano, 2004: 170), o de Tabasco, donde una encomienda enclenque se prolonga hasta el siglo xviii, y es también hasta este siglo que se encuentra el repartimiento en Oaxaca. Si la esclavitud se va diluyendo, es sólo para ser remplazada por otras formas de trabajo forzado para “fijar la mano de obra” y obligarla a pagar al señor en especie o en servicios personales, más que en dinero. Por lo demás, el problema de la aparición y consolidación de la hacienda no está abordado en el texto de Bagú, así sea clave sobre todo a partir del siglo xvii, y de procedencia española (hasta donde pueden rastrearse orígenes en los cortijos andaluces o extremeños), pero con tal fuerza que durará hasta bien entrado el siglo xx en América Latina, salvo en México. Por lo demás, después de la encomienda original, le corresponderá a la hacienda ser el enlace con la mina, y conjuntar las capacidades para la autosuficiencia y la exportación. Como sea, para Bagú el esclavo no deja de recibir un salario, así sea “bastardeado” (Bagú, 1992: 108). En el fondo, el texto de Bagú, pese a decantarse por una Colonia capitalista, no deja de reiterar en la existencia de rasgos feudales, lo cual no deja de ser paradójico.

¿Pero es realmente posible un capitalismo?

Para Enrique Semo, la hacienda tiene su esplendor ya en el México independiente y el siglo xix es así “el siglo de la hacienda”. Ahora bien, incluso después de la Colonia la hacienda muestra un mundo que no acaba de ser plenamente capitalista. Ciertamente, la misma hacienda puede producir para la exportación, pero en su interior aquélla busca con frecuencia mantener el autoconsumo, de tal manera que vende pero no compra demasiado, lo que, según Semo, constituye un obstáculo para el despliegue del mercado (Semo, 1988: 4). Si bien contribuye en mucho a los “pagos” a nivel nacional, en el siglo xix reduce su componente monetario para sustituirlo por bienes y servicios que no pasan por el mercado (Semo, 1988 4). Al menos en la hacienda y hasta el siglo xix, nos encontramos con la tendencia a la ausencia de salario, aunque no falten excepciones, y además de circulación monetaria, sin que ello impida beneficios para el “capitalista”, antes al contrario, aunque el hacendado —siempre de acuerdo con Semo— no reciba realmente una ganancia sino “un ingreso monetario neto” (Semo, 1988: 4), que es en realidad una renta. La mano de obra (no llega a ser una fuerza de trabajo propiamente dicha) no le cuesta nada al hacendado que la paga en productos hechos en la misma hacienda, como ocurre con la mano de obra en la minería, que suele aprovisionarse también de productos de la hacienda: el salario es pagado en raciones y el dueño de la mina puede serlo también de la hacienda (Romano, ١٩٩٨: ٢٣٥).

En realidad, dos elementos clave juegan contra la posibilidad de hablar de una Nueva España capitalista: la ausencia de un salario digno de este nombre, pese a que la Corona española lo quisiera desde temprano para sus súbditos, los indígenas, contra los abusos de los encomenderos; y hasta el siglo xviii, por lo menos, la ausencia de moneda en buena parte del mismo territorio novohispano. Los estudios de Ruggiero Romano lo han comprobado plenamente. Sí hay algunos sectores asalariados en plena Colonia en la Nueva España del siglo xviii, por ejemplo, en particular en la Ciudad de México; sin embargo, la norma es, luego de un enganche o un anticipo, diríamos que basados en el engaño, el endeudamiento del productor directo de tal modo que no haya que pagarle nunca un salario y se pueda retener a aquél, y que el carácter de acreedor del trabajador (es la hacienda que le debe) llegue a inscribirse en algunas haciendas novohispanas incluso como un haber, al mismo título por ejemplo que las herramientas, y al mismo tiempo que el trabajador le debe a la pulpería. Durante la Colonia, esta práctica se extiende al artesanado en los obrajes, por ejemplo, donde no se tiene problema en diferir el pago de dinero durante meses y años (Romano, 2004: 191). Las cosas son de tal modo que un peón puede ser castigado y sujeto a endeudamiento ¡por querer saldar en dinero una deuda! (Romano, 2004: 209). Sin generalización de la relación asalariada, el trabajador no es libre y no puede entrar ni salir como lo decida del mercado, ni elegir a quién vender su fuerza de trabajo ni cómo gastar el dinero obtenido. Si se le paga en productos o se le fija a la tierra con una parcela, no hay ninguna libertad (Romano, 2004: 191).

Ese problema está conectado con el de la moneda: “La retención del pago de salarios [escribe Romano] el pago en especie, la existencia de la pulpería al interior de la empresa y el consiguiente endeudamiento constituyen una demostración palmaria de la anemia monetaria de las economías del Nuevo Mundo” (Romano, 2004: 209). En el caso de la Nueva España, en vísperas de la Independencia entre 50 % y 70 % de la riqueza circula sin pasar por la moneda (Romano, 1998: 188), en una economía “natural” que no es, sin embargo, sinónimo de “cerrada”. Incluso grandes sucesos comerciales, como la feria de Acapulco (que conecta con América, pero también las Filipinas), no puede tener lugar en 1790 por la falta de “caudales”, ya que escasean los grandes comerciantes y abundan los pequeños (Romano, 1998: 111), mientras que un problema similar en Puebla lleva en 1804 a la “permuta” (es trueque) de textiles por mulas y caballos. Sí se acuña y hay Casa de Moneda desde 1535 (¡sus funcionarios sí son asalariados!), pero se acapara mucho (entre grandes comerciantes, por ejemplo), al grado de que llega a parecer que no se quiere que la moneda se popularice, y, en algo que no debiera dejar de hacer pensar en la actualidad, se fuga mucho a la metrópoli y a los situados (territorios en posición de vulnerabilidad militar o financiera que reciben un ingreso en monedas de plata del centro del imperio) o de manera ilícita. El stock monetario es insuficiente y está concentrado en pocas manos; se trata de un stock de tipo “aristocrático” por la insuficiencia de moneda pequeña (cuartillas o cobre, por ejemplo), por la usura en lugar de algún supuesto “crédito” (Romano, 1998), y por el hecho de que cuando el pueblo llano llega a tener moneda, la atesora en vez de hacerla circular, con tal de tener para pagar tributos, los eclesiásticos incluidos (Romano, 1998: 197). Se trata no de relaciones capitalistas, con la independencia a la que contribuye la posibilidad de la movilidad, sino de dependencias: Para Romano, desde un principio en la Colonia “se comprendió rápidamente que si se quería guardar el control de los indios como fuerza de producción había que excluirlos de la economía monetaria, y el único acceso a la monetarización lo constituía sólo la pequeña moneda” (Romano, 1998: 135), que se atesoraba por el motivo ya mencionado.

La clientela, una herencia de larga duración

En las condiciones descritas y a falta de capitalismo
que realmente penetre en el conjunto de la sociedad, ¿qué régimen socioeconómico hay, más allá de la “economía natural”? Al menos de acuerdo con el más reciente estudio de Enrique Semo, la hacienda novohispana se inspira tempranamente del señorío español, que a juicio de algunos de quienes participan en los debates en la antigua metrópoli no sería “feudal”, aunque para otros es una variante española del feudalismo que llega de manera tardía, en particular a partir del siglo xi, cuando se conceden a vasallos del rey atribuciones públicas, administrativas y judiciales con “tenencia beneficial de tierras” (Semo, 2019a: 220-221). El hecho de que hayan existido durante la Reconquista behetrías con bastantes libertades para los campesinos no impide luego la instalación de señoríos no exentos de duras cargas. Todo depende entonces de la época de la historia de España de que se hable: alta o baja Edad Media. Los señoríos, que conforman la base de la nobleza, se transforman —según Semo— en ejes de la articulación entre el rey y las instituciones locales, creando toda una “red de poder” que se dobla del mayorazgo (consolidado por las Leyes de Toro, de 1505, pocos años antes de la caída de Tenochtitlan), institución que inmoviliza los bienes en la misma familia para evitar la dispersión de la propiedad (la sucesión beneficia al primogénito). No se trata de ningún modo de capitalismo, entre otras cosas, porque se inhibe la formación de un mercado de tierras.

En las redes de poder mencionadas tienen una peculiar importancia las relaciones familiares: “el beneficiario del mayorazgo, explica Semo, era frecuentemente la autoridad máxima en tales redes y de él recibían los otros familiares reales o imaginados (compadrazgos, padrinazgos) dotes, concesiones de tierra cultivable, dinero, recomendaciones para puestos públicos, eclesiásticos o militares” (Semo, 2019a: 222). Cabe señalar que el otorgamiento de señoríos y la creación de mayorazgos no tiene gran cosa que ver con méritos económicos propiamente dichos (en el sentido de que se otorguen tierras por su productividad, sus economías de escala, etcétera), sino por méritos militares o por cercanía con el rey. Menos aún tiene que ver el trabajo, por lo que el criterio sigue siendo político-ideológico (si se beneficia a la Iglesia) y desde luego que con favoritismo. A la larga, esta forma de ceder tierras puede volverse contra la necesidad de tener una agricultura capitalista o digamos que “moderna”, mientras que se generaliza otro principio de distribución de los recursos económicos, desde arriba y con criterios no económicos.

Según Semo:

Hacia fines de la baja Edad Media, la relación de poder predominante entre la alta nobleza y la baja es la del vasallaje o clientelismo. Esta relación no tenía, en un principio, el amparo de la ley pública y sus lazos no tenían fuerza legal; sin embargo, representaba uno de los pactos de protección y obediencia más comunes y fuertes. Según Marc Bloch, la vieja palabra clientela continuó significando la relación entre el jefe que se hacía cargo y el subordinado que le juraba lealtad. El primero era “el patrón” y debía protección; el subordinado se “encomendaba” a su protector y le daba lealtad y servicio. El hecho de que no era oficialmente controlada la hacía más capaz de adaptarse a una infinita variedad de circunstancias. Después de la conquista de América, esta relación adquirió gran importancia y difusión a través del llamado caciquismo y más tarde del caudillismo (Semo, 2019a: 143).

De acuerdo con Bloch, en la relación clientelar la obligación aceptada por el subordinado —y que por lo demás conlleva “homenajes” en un principio— se califica de “servicio” (servitium), palabra que de acuerdo con el mismo autor puede causarle “horror” al hombre libre que se rige por los únicos deberes los offitia (Bloch, 2017: 166). Como sea, en la clientela el patrón recompensa servicios recibidos y no forzosamente trabajo u oficio. El mismo Bloch destaca cómo en un régimen así, con el deber general de ayuda y obediencia del vasallo, se hace alguien “hombre de otro hombre” (Bloch, 2017: 163).

Es probable que la observación de Semo sobre el caciquismo deba tomarse con cierta precaución. Se han hecho estudios acerca de la transición del esclavismo al feudalismo o de éste al capitalismo, pero se sabe muy poco de lo que pudo resultar de la mezcla entre los regímenes socioeconómicos prehispánicos y el español, digamos que “señorial”. El caciquismo, así termine divulgándose en la metrópoli, tiene en el origen raigambre indígena, y añade a las “redes de poder” ya descritas una peculiar forma de intermediación. Semo ha hecho notar cómo en 1538 se decidió imponer la denominación de cacique en lugar de señores naturales y se les concedieron honores semejantes a los de los hidalgos de Castilla (Semo, 2019a: 70). Más tarde, Felipe II habrá de confirmar el estatus legal de los cacicazgos, equiparados en el siglo xviii con los mayorazgos peninsulares (Alberro, 2019: 69). En efecto, a pesar de la violencia de las batallas, del trabajo forzado y de las epidemias, en la Nueva España, se culmina con una alianza entre pueblos originarios y españoles, a diferencia de lo que tiende a ocurrir en el sur o en el norte del futuro México. Parte de esta alianza se lleva a cabo para participar en el usufructo del tributo. Después de todo y pese a resistencias iniciales, en el “México central” una población “acostumbrada a la explotación, el Estado y la relación imperial creyó que los españoles venían simplemente a sustituir un dominador por otro, un imperio por otro imperio y como el dominio azteca existente era ya insoportable, tenían algo de libertadores. Su error fue fatal pero comprensible” (Semo, 2019b: 267-268), mientras que la Conquista del norte “es [dice Semo] el intento de someter y transformar a sociedades comunitarias, igualitarias, libres de conflicto de propiedad y de clase por sociedades de Estado, organizadas jerárquicamente” (Semo, 2019b: 255-256).

Si bien en el “México central” no sobrevive la antigua élite indígena, la creación de los cabildos de indios, ya no hereditarios, y las necesidades de los alcaldes mayores españoles llevan en la Nueva España a recurrir a caciques, principales y gobernadores indígenas para hacer tributar a los macehuales, por lo que a la larga surge así una nueva élite indígena, no sin aspiraciones al mestizaje, que es advenediza comparada con la prehispánica, y que no deja de desempeñar un rol importante en la aparición de una especie de “burocracia” de lo que hoy se llamarían “coyotes” para todo, según Solange Alberro: son los parientes de los caciques y principales y de los regidores, alcaldes, alguaciles, topiles, fiscales, tequitlatos, calpixques, merinos, maestros de canto y música, sacristanes o mayordomos, pero también y sobre todo los escribanos, intérpretes, solicitadores, facilitadores, relatadores, procuradores, apoderados y gestores (Alberro, 2019: 139), en un mundo —agreguemos— complicado por las diferencias idiomáticas. “El reparto forzoso de mercancías o de dinero [considera Alberro] fue un mecanismo poderoso para que los españoles, alcaldes mayores, a menudo en contubernio con los gobernadores indígenas, extrajeran de los indios productos y trabajo a bajo o muy bajo costo, forzándolos, al mismo tiempo, a entrar a la economía de mercado. El tributo, aunque pareciera sustituir al que estaban acostumbrados a pagar a su señores y al emperador, fue a menudo manipulado tanto por los gobernadores de las comunidades como por los alcaldes mayores, con frecuencia confabulados unos con otros, quienes no repararon en tasarlos con exceso a fin de conservar para ellos o de repartirse lo que quedaba del monto exigido” (Alberro, 2019: 60). A juicio de la autora, no es que se deba hablar de corrupción en esta “burocracia”, aunque los indígenas, no forzosamente reacios a tributar, llegan a quejarse en cambio de robo (Alberro, 2019: 165):

También eran los caciques-principales-gobernadores quienes fijaban a menudo el monto de los tributos y las frecuentes quejas, amonestaciones y recomendaciones hechas por los virreyes revelan que la arbitrariedad imperaba en este renglón, llegando los gobernantes a fijarlo en un tercio más de lo solicitado por las autoridades españolas. Obviamente, aquel tercio suplementario acababa en manos de los caciques y demás gobernantes, cuando no era repartido entre ellos y los alcaldes mayores (Alberro, 2019:167).

Los españoles la necesitan y los advenedizos se hacen valer: la clave sigue estando en la distribución del tributo, “política” y ajena a las necesidades económicas modernas y al mérito en el trabajo (“discrecionales”, si se quiere). Es sabido que en otros lugares de América Latina los caciques tienen un papel similar, y por cierto, también, que en la “mezcla” no pocos indígenas logran conservar sus prácticas idolátricas. Al mismo tiempo, hay aquí desde una laguna teórica hasta cierto rechazo a reconocer que los pueblos originarios no sobrevivieron, muchas veces, en la pureza de sus costumbres prehispánicas, sino que se amoldaron al español y lograron incluso provecho propio, siempre dependiendo del grupo étnico del que se trate.

Por otra parte, no está de más señalar que lo que Marcelo Carmagnani, partidario de llamar “feudal” a la América colonial, llama “servidumbre” no es otra cosa que el hábito de muchos —en particular mestizos, mulatos y zambos— de ponerse a la sombra de un protector y magnate ibérico dentro de una clientela para sobrevivir, y aceptando entonces adelantos en bienes y en menor medida en dinero: es la única forma de no quedar excluido en una sociedad de castas, a juicio de este autor (Carmagnani, 2015: 74). Para agravar la carga que el clientelismo hace recaer sobre la sociedad, cabe recordar con Carmagnani que en América:

[...] el corregidor no es un funcionario del rey, sino un particular que por pertenecer a la clientela del virrey o del gobernador obtiene una comisión para ejercer de comerciante en el distrito. En América, los corregidores en general no poseen formación jurídica alguna y son esencialmente españoles y criollos más interesados en lucrar con sus cargos que en una carrera en la administración real (Carmagnani, 2015: 78).

Todo está mediado en el Medievo que se trae a la Nueva España por ese ser “hombre de otro hombre”. Robert Boutruche ha mencionado a propósito de la Edad Media el mundo de los llamados “ministeriales”, los dependientes directos del señor en su casa que se diferencian de la masa campesina y pueden tener así ciertas prerrogativas, aun proviniendo de orígenes humildes:

Instalados en la casa del propietario o diseminados en el territorio de las villae, desempeñando funciones de alto nivel o modestos cargos, estos hombres constituyen un mundo aparte, el mundo de los ministeriales; su presencia en el seno de la “familia” señorial les otorga cierta aureola [...] Algunos, escoltas del jefe, son equipados y armados por él; combaten a su lado y, retribuidas sus funciones mediante feudos —revocables o vitalicios—, se infiltran de algún modo en los medios aristocráticos” (Boutruche, 2004: 78).

Es la pequeña clientela que igual se encuentra en la ciudad española medieval, y así, en ésta, “alrededor de los miembros más destacados de la oligarquía encontramos un número variable de clientes: paniaguados, criados, excusados [...] dependientes de distinta naturaleza, que componen su séquito. Estas personas medran a la sombra de su patrono, y pueden manifestar todo su potencial para mostrar el poder del señor al que están vinculados” (Ayala et al., 2004: 239), mientras al lado de los consanguíneos se forma la clientela de “allegados y servidores”, con amas de cría, ayos, maestros, vasallos y parientes lejanos, “cuya solidaridad se manifiesta con su presencia en las grandes ceremonias y festejos familiares” (Ayala et al., 2004: 221). La gran clientela goza a su vez de su cercanía con el rey, y es la que en tiempos de la caída del Anáhuac se hace llamar en la metrópoli, la de Carlos V, “los Grandes de España”, “ilustres y muy magníficos señores”, siempre con tratamiento de “don” (Ayala et al., 2004: 226). En medio, los criterios de selección de la nobleza alta, media y baja son también los de la clientela.

Georges Duby resume así un espíritu, que no es para nada el del capitalismo; en tiempos precarios, como los que trajeron la Conquista y la Colonia a la Nueva España, pero como lo son también los de la Edad Media:

El “poderoso” [escribe Duby de esa misma Edad histórica] es en primer lugar aquél que puede comer tanto como quiere. Es también, sobre todo, el que puede dar de comer a otros, el “generoso”, y su autoridad se mide por el número de hombres a quienes mantiene, por la importancia de su “casa”. En torno a los señores laicos, en efecto, vivía una pléyade de comensales: sus parientes, sus amigos, los que se habían colocado bajo su protección [...] los huéspedes acogidos liberalmente y que luego esparcían la fama de la casa y, finalmente, una multitud de servidores domésticos [...] Había que poder consumir despreocupadamente. En efecto, era propio de los nobles el escapar siempre a las dificultades materiales, y el seguir siendo pródigos en medio de la escasez [...] No hay que imaginar, sin embargo, que la actitud de señores y administradores estaba dictada por el deseo de desarrollar la explotación y aumentar los beneficios; esta mentalidad era ajena a la época. No se trataba de acumular riquezas, sino de tener siempre medios de distribuir limosnas a su alrededor, de extender siempre su familia e incrementar el número de protegidos, todo ello sin inquietud de pasar privaciones en el futuro. En esta época, el valor fundamental era la adhesión personal y el servicio (Duby, 1973: 54-55).

Conclusión

En el fondo, ni siquiera es sencillo afirmar que hubiera alguna España mercantilista al momento de la Conquista o durante la Colonia. En el siglo xvii, cuando no se había desplegado plenamente el capitalismo en el conjunto europeo, Holanda vivió su esplendor como principal potencia mercantilista, seguida por Inglaterra y Francia. Holanda se había separado
de España a finales del siglo xvi, así que el apogeo de
Amberes y Flandes se fue abajo y su lugar lo tomó Ámsterdam, mientras España, por su parte, ahogó las posibilidades de despliegue de las industrias locales del vestido y de la seda. Lejos de avanzar en dirección de algún mercantilismo, España, desde finales de la Reconquista, pero más aún con los caudales de metales preciosos americanos (la Nueva España era “la joya de la corona”), se solazó en un ideal
de hidalguía (a la vez posición de honor y exención de
impuestos) que se extendió a fin de cuentas a toda la sociedad, de tal modo que el privilegio —sin mayor esfuerzo en el trabajo y sin ser ya parte de los bellatores, los hombres de armas— terminó por ser el modelo a imitar para todos (Porras et al., 2003: 50-51). No es algo que dependa del dinero o, más aún, del capital que se tenga, aunque más adelante quepa plantearse, ya en tiempos contemporáneos, si estos factores no intervienen, no como un fin en sí mismos, sino como formas de acceso a la clientela; para integrarla, hay que “invertir” (en realidad, es gastar) en la creación de la red de relaciones y de poder, que se “compran”, sin renunciar a los favores. Es una herencia problemática a discutir cuando se habla ya del México moderno, tal vez más cercano de la Colonia de lo que pueda creerse.

A juicio de Carmagnani, si en el siglo xvi coexistieron en América los regímenes socioeconómicos indígena y feudal, el segundo se impuso como dominante —sin que ello quiera decir que lo demás desapareció, consideramos— con la larga recesión del siglo xvii (Carmagnani, 1976 ). En este periodo se fue entronizando la hacienda, y a diferencia de la metrópoli, puede hablarse en el futuro México de dispersión del poder político, más allá de ciertas ciudades cortesanas, algo que por lo demás se verá reflejado por lo menos hasta las dificultades de los independentistas para perfilar un Estado nacional en el siglo xix. Carmagnani, eso sí, no toma en consideración que en la Nueva España, como en el resto de América, la relación de protección y fidelidad (que no excluye los rituales de “homenaje” para sellarla) no está exenta de engaño, como en el enganche, ni de potencial traición, puesto que la base es la violencia del despojo. La clientela es una relación de vínculo entre desiguales, ciertamente relación de dependencia y “juramentada”, pero mucho más difícil de sobrellevar si el señor abusa, impone y hace uso hasta del “sonsaque” (práctica entre hacendados novohispanos para ganarle al otro mano de obra mediante engaños) o de la franca violencia, dejando de lado sus deberes de protección y aprovechándose del estado de necesidad del subordinado, que entonces se rebela, lo que puede ser igualmente violento.

A partir de una forma de existencia básicamente clientelar, con el correr del tiempo se crea una sociedad en la cual, ante la frecuente de mediación de la moneda y del Estado (supuestamente “impersonales”) que liberan (la primera da movilidad y el segundo hace justicia), impera un tipo de relación donde se es, como se ha dicho del Medioevo, “hombre de otro hombre” (o en plural, “gente de tal o cual”). No hay mayor espacio para la independencia, que a la larga llega a confundirse con individualismo o incluso con egoísmo (si no se “reparte”) y a reprobarse. La Colonia dejó así como herencia el hábito clientelar medieval y la costumbre de distribuir la riqueza a partir del mismo, con criterios político-ideológico-metafísicos-, retomando a Amin, desvinculados del mérito en el trabajo o de una manera más general de la economía moderna (ya hemos hablado por ejemplo de la productividad). Al no haberse privilegiado la enajenación economicista, algo que algunos podrán ver como positivo, predominó la hipertrofia de una “política” —siempre entendida peyorativamente— no exenta de rasgos cortesanos, de recompensa a favoritos y hasta compadres, de robo y de desconocimiento del lugar real y significativo del oficio, que difícilmente se valora.

Bibliografía

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1* Instituto de Investigaciones Sociales, unam. Correo electrónico: <cuevaperus@yahoo.
com.mx
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