Samuel Villela F.*

Resumen: En el cerro Cauná, del poblado de Ocoapa, municipio de Copanatoyac, Guerrero, se encuentra el abrigo rocoso de Cahuaziziqui (cueva del juego), sitio con pinturas rupestres de estilo olmeca. Pude descubrir ese sitio gracias a la información proporcionada por el profesor Eliseo Campos, así como con la guía de Rosalino Leyva y el profesor Fidel Ángel Calixto (†) tras una afortunada serendipia. Después de azarosos incidentes, pude acceder al lugar donde se encuentra, como figura principal, una representación del Dios joven del maíz y dos centenares de motivos geométricos y esquemáticos con alegorías de plantas germinando y el planeta Venus, sobre todo.

Palabras clave: descubrimiento, testimonio rupestre, olmeca, Guerrero.

Abstract: On the Cauná mountain, in the town of Ocoapa, municipality of Copanatoyac, Guerrero, is the rocky shelter of Cahuaziziqui (Cave of the game), site with cave painting of Olmec style. I was able to discover this site thanks to the information provided by Professor Eliseo Campos and the guide of Rosalino Leyva and Professor Fidel Ángel Calixto (†) after a fortunate serendipity. After random incidents, I was able to access the place where there is, as the main figure, a representation of the young God of corn and two hundred geometric and schematic motifs with allegories of germinating plants and the planet Venus, above all.

Keywords: discovery, rock testimony, Olmec, Guerrero.

Postulado: 21.09.2020

Aprobado: 02.11.2020

Cómo descubrí Cahuaziziqui

How I Discovered Cahuaziziqui

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A la memoria de Luis Strempler,
por sus afectuosos estímulos a mi formación
y a quien le hubiese gustado saber de mis hallazgos

A los profesores Eliseo Campos, Rosalino Leyva y
Fidel Ángel Calixto (†) quienes, con su orientación
y guía, hicieron facti
ble el descubrimiento

en enero de 1975 acudí a una ranchería del municipio de San Juan Ixcaquixtla, Puebla, para participar de la fiesta patronal de un pequeño poblado. Fui invitado por una pareja de profesores que para entonces eran mis colegas en el Programa de Museos Locales y Escolares del inah. Después del festejo y enterándose los lugareños de que era antropólogo, me comunicaron que en las proximidades, en un cerro, había unas pinturas rupestres. Me trasladé al sitio, no sin antes percatarme de la habilidad de los campesinos para remontar montañas y cañadas, mientras que un capitalino como yo pasaba apuros para mantenerle el paso a mi guía. Finalmente, a la mitad del cerro, llegamos a una pared rocosa de medianas dimensiones, donde se encontraba un pequeño grupo de pinturas, en color blanco. Un poco más adelante, siguiendo el vericueto de un risco escarpado, se encontraba un grupo mayor de imágenes, en color rojo. Me limité a tomar fotografías pues para aquel entonces no tenía la capacidad técnica para realizar un registro formal. Fue ése mi primer acercamiento al testimonio rupestre prehispánico.

Una década después iniciaba mi trabajo etnográfico en la región interétnica conocida como Montaña de Guerrero, en una investigación sobre rituales agrícolas. Indicativamente, en los sitios a donde me desplacé para hacer el correspondiente registro, encontraba vestigios prehispánicos. Me di cuenta de la continuidad en los lugares de culto, con una ocupación milenaria. Como se dice coloquialmente, “a tiro por viaje” identificaba plataformas, montículos, terrazas y, ocasionalmente, petrograbados. En una región donde para entonces el trabajo arqueológico era escaso y aleatorio, me di cuenta del importante legado que se albergaba en las elevadas montañas de la región también denominada como Mixteca nahua tlapaneca.

Como parte de esa investigación etnográfica, el 2 de mayo de 1986 me dispuse a emprender la subida al cerro Cruzco, de la cabecera municipal de Zitlala, para hacer el registro de la petición de lluvias. Tiempo atrás había estado en la localidad nahua de Petlacala, del municipio de Tlapa, compartiendo un sondeo de campo con estudiantes polacos de arqueología, bajo la supervisión de Stanislaw Iwaniszewski. De ahí, dos de las estudiantes se habían trasladado a Chilapa para practicar un estudio sobre la elaboración de rebozos, en proceso de extinción. Y decidieron participar también de la subida al cerro.

A sabiendas de que el ascenso sería fatigoso pues el Cruzco tiene una elevación alta, cargué mi maletín con lo indispensable: una cámara Pentax MESuper y un cuaderno de notas, además de ceñirme al cinto mi cantimplora con agua. Los días primaverales, en aquellos días, eran frescos al amanecer y templados en el resto del día. Así que no necesitaba más que una chamarra ligera y un sombrero de palma, de los baratos pero cubridores que se vendían en Chilapa.

Salí de esta ciudad no tan temprano, como a las 7 de la mañana, tardando unos cuarenta y cinco minutos en llegar a Zitlala, pues en aquel entonces sólo se contaba con un camino de terracería para acceder al poblado. Afortunadamente, la temporada de lluvias aún no se iniciaba, con lo que el camino hubiera estado fangoso, sobre todo en las partes que tenían concavidades. Hubiese sido oportuno salir más temprano, para acompañar a las cruces de los tres barrios en su ascenso a esa montaña sagrada, mas a éstas las subían en la madrugada y no tuve los recursos ni el interés para hacerlo de esa manera; me interesaba hacer el registro de lo sustancial: la presentación de ofrendas, los rezos en náhuatl y el fervor de los zitlaltecos para solicitar el precioso don del agua y poder tener una buena cosecha.

Al llegar a las afueras del pueblo, ahí donde una apacible cañada separa al caserío de las faldas del cerro, supe por otras gentes que emprendían el ascenso que las cruces ya hacía rato que habían sido subidas. Apresuré el paso y retomé el camino.

Antes de llegar a la mitad del Cruzco me alcanzó el par de chicas polacas. Venía con ellas un amigo de Stanislaw, el esloveno Ivan Šprajc, a quien yo había conocido también gracias al antecedente de un viaje de estudios a Yugoslavia, en 1978.

Tras alcanzarme, el par de chicas me rebasó, lo cual hirió mi orgullo varonil, por lo cual reinicié la subida con mayor ímpetu. Mas las dos chicas, agraciadas y de buena condición física, me dejaron atrás con mucha distancia, por lo cual me resigné a mantener mi propio paso.

Más adelante, en la ruta de ascenso, en un pequeño plan donde tomaba un resuello, me alcanzó un joven que llevaba cargando sobre sus hombros a su hija; él, tan fresco como una lechuga. Después supe que era un profesor que daba clases en una escuela elemental del pueblo. Se acercó amistosamente e inició una conversación: —¿De dónde viene? —De México, contesté. —¿Y a qué viene? —Pues a ver la ofrenda, el huentli (que es la forma coloquial con que la gente se refiere al acto de ofrendar) —¿Qué es Ud.? —Soy antropólogo, respondí. —¡Ah! Entonces le ha de interesar ir a mi pueblo, en Copanatoyac. Ahí hay, en una piedra, la huella de un gigante (después supe que nunca la había visto) Y unas pinturas muy bonitas. Y, como se dice coloquialmente, me puse las antenas y me dije: —Sí, ahí debe haber algo interesante.

Nuevamente fui rebasado, ahora por el profesor, quien seguía el camino cargando a su hija sobre los hombros, tan ligero en su andar, mientras yo empezaba a resentir la fatiga. Fue así que lo perdí de vista, esperando encontrarlo en la cima, en torno al altar donde se llevaba a cabo el rito petitorio.

Al llegar, me encontré con un centenar de personas que desarrollaban las diversas acciones ceremoniales; rezos en náhuatl y español, presentación de ofrendas y preparación de alimentos para una comida comunal. Pero ya no localicé al profesor. Por más que busqué y escudriñé entre el gentío, no pude ubicarlo. Pensé: —¡Ya no se va a poder hacer el registro de un testimonio rupestre inédito!

Un par de semanas después, un domingo —para ser preciso— me encontraba ayudando a mi suegra en su tienda de ropa en Chilapa, a la cual acudían quincenalmente los profesores de la región a cambiar los cheques que recibían como pago. Y cuál fue mi sorpresa al ver entrar al profesor Eliseo Campos —que así se llamaba el docente que conocí en el Cruzco—. Retomé la plática y le pregunté cómo podría realizar una visita al sitio. Me comentó que él no podría acompañarme pues estaba radicado en Zitala, mas me dio los datos de su padre, don Aurelio Campos, residente en Copanatoyac.

A los pocos días me encontraba en la tienda de don Aurelio. Me presenté con él, le dije la razón de mi presencia, a lo cual me dijo que no conocía el sitio, pero me presentaría con quien podría llevarme. En tanto, llegó un cliente a comprar un sombrero. Para darle cambio, don Aurelio entró a la trastienda. En lo que regresaba, el marchante me preguntó: —Oiga, ¿compraría usted algo? —A lo que pregunté: —¿Qué algo? Y él respondió: —Una cosa que le llaman goma. Apenas pude ocultar mi asombro y le respondí: —No, gracias. Me di cuenta, entonces, que estaba yo en un territorio riesgoso, de circulación de mercancía prohibida.Al salir don Aurelio, el comprador salió y él me dijo que el secretario del ayuntamiento, el profesor Rosalino Leyva, podría darme indicaciones para llegar al lugar.

Me dirigí al local de Ayuntamiento, preguntando por el secretario. Se me informó que había salido a Tlapa, para unos trámites. Y me canalizaron con el presidente municipal. Al conversar con éste, me invitó a conocer algunas piezas que se resguardaban en la presidencia. Y así fue que pude registrar una maqueta del sito de Texmelincan, el único registro de dicha pieza del que tengo conocimiento (figura 1).

El presidente dijo desconocer la ubicación del sitio, pero me comisionó a un par de policías para que me llevasen a un abrigo rocoso que podía verse desde el centro del pueblo, en una ladera de una de las cumbres que rodeaban al poblado. Hacia allá nos dirigimos. En el trayecto, al pasar por un plan, uno de los policías me comentó que en ese lugar se llegaba a oír una trompeta para llamar a batalla pues en ese espacio había combatido Emiliano Zapata. Fue ésta una de las primeras referencias que he oído sobre el escuchar música o un instrumento musical en sitios con una fuerte carga simbólica de luchas o sitios sagrados. Y entonces pensé que el recorrido, además de poder llevarme al lugar buscado, me estaba proporcionando información interesante sobre la etnografía del entorno.

Figura 1. Maqueta del sitio de Texmelincan, donde puede apreciarse el grabado de tres juegos de pelota. Palacio Municipal de Copanatoyac, Guerrero, 1986.

Después de casi una hora de camino, llegamos a un abrigo rocoso de medianas dimensiones. Estuve escudriñando en su interior, más no vi nada parecido a una pintura rupestre. Los policías me comentaron que era el único lugar que conocían de ese tipo y que ellos habían cumplido con llevarme ahí, siguiendo instrucciones del presidente municipal. Nuevamente, tuve la sensación de que un posible hallazgo se malograba y regresé a la ciudad de Chilapa.

Unos quince días después volví para intentar una vez más hacer el registro correspondiente. Ya en Copanatoyac, me encontré con la noticia de que el profesor Rosalino nuevamente había salido a Tlapa, por lo que me desencanté y vi perdido el caso. Hice un recorrido por el pueblo para conocerlo y estuve platicando con algunas gentes, para hacer tiempo y ver si regresaba el profesor. Al caer la tarde, se soltó una fuerte tormenta, Y ya al anochecer, disponiéndome al traslado para pernoctar en Tlapa, me encontré con que el lecho del río estaba muy crecido, lo cual impedía el paso; me bajé del vehículo oficial en que me transportaba para hacer un reconocimiento del obstáculo cuando vi que, desde el otro lado del río y a través de un puente colgante rústico que permitía el paso cuando se presentaba ese tipo de incidentes, venía un grupo de gente regresando de esa ciudad; me señalaron que entre ellos venía el profesor Rosalino. Lo detuve y me presenté con él, indicándole el motivo de mi presencia en el lugar. Me comentó que sí, que él sabía de la ubicación del sitio y que a la mañana siguiente me daría las instrucciones precisas. Ante la imposibilidad de traspasar el lecho crecido de río, opté por regresar a casa de don Aurelio y solicitarle hospedaje por esa noche. Amablemente, me lo concedió: sacó un petate, el cual extendió sobre el piso de su tienda y ahí pasé la noche.

Al amanecer, un poco molido por dormir en un petate, me trasladé a casa del profesor Rosalino, quien me dio las instrucciones necesarias. Emprendí el camino, para tratar de llegar a buena hora.

Tomé el camino de terracería para Xalpatláhuac y seguí la desviación hacia Ocoapa. Unos diez kilómetros después de haber desviado el curso, llegué al pequeño caserío de Santa Cruz. Advertí que a poca distancia de la brecha había una pequeña escuela. Hacía ahí me dirigí, para solicitar un guía que me llevara hasta el lugar. Me acerqué a la puerta y vi un pequeño salón, con una veintena de alumnos y al frente un profesor de corta estatura y vestido con un conjunto de color amarillo canario. Se llamaba Fidel Ángel Calixto y era de habla mixteca.

Le pregunté sobre el sitio, el cual sí conocía. Le solicité acompañarme o comisionar a alguno de sus alumnos para que me guiasen. Ante lo cual preguntó a todos ellos si alguien se ofrecía como guía y nadie contestó. Después de algunos segundos de espera y ante la negativa de los pupilos, me dijo: —Está bien, Yo lo acompaño. Llamó a uno de sus alumnos y le comisionó para que mantuviera el orden mientras él regresaba. —Ha de estar cerca el sitio para que pueda dejar solos a sus educandos por un rato, pensé.

Recorrimos unos cinco kilómetros, que se me hicieron muy largos, ante mi ansiedad por llegar al anhelado encuentro. Después de algunos recovecos, llegamos a un valle un tanto extenso y a la izquierda, al fondo, advertí un cerro donde había una gran oquedad. ¡Ahí es!, dije, a lo cual asintió el profesor.

Me estacioné al pie del cerro Cauaná, a la altura de la llamativa formación rocosa. Tomé mi cámara, mi cuaderno y emprendí el ascenso con el profesor. Después de escalar uno cincuenta metros llegamos ante un abrigo rocoso de medianas dimensiones (quince metros de altura y cincuenta y siete metros de largo más veinticuatro metros de profundidad); la cueva del Juego (Cahuaziziqui) se me mostraba imponente y majestuosa (figura 2).

Al fondo, hacia la derecha, en una pared de color rojizo, pude advertir la pintura principal, una figura humana, de perfil, que es además la de mayor tamaño (1.15 m) —¡Es olmeca!, exclamé. Aunque sin una preparación especializada en el horizonte Preclásico, advertí inmediatamente la matriz cultural de su factura. Me acerqué al pie de una pared repleta de motivos pictográficos donde se encontraba la figura —en color blanco, con algunos trazos en amarillo— y empecé a escudriñarla con detenimiento. Advertí los ojos aceitunados, las cejas flamígeras, la boca atigrada, una voluta de habla que salía de ella (posiblemente, la primera representación que tenemos de ese motivo en Mesoamérica), un tocado donde se percibía un par de cruces de San Andrés y un par de brazos (uno doblado sobre el pecho y otro extendido, empuñando algo que derramaba unas líneas en color blanco) (figura 3). No cabía en mí de contento por el hallazgo; y recordé las pinturas de Juxtlahuaca y de Oxtotitlán, ambas ubicadas en la llamada Montaña baja (en el municipio de Mochitlán, la primera; en el de Chilapa, la segunda). Era evidente cierto parecido; el rostro y cuerpo de perfil y los característicos rasgos olmecas en el rostro.

Figura 3. Figura principal en Cahuaziziqui. 2008.

Pasé a inspeccionar el resto del mural, que tiene unos 30 m2 de superficie pintada (figuras 4 y 5). Ahí pude apreciar unos dos centenares de motivos de diversos tamaños, la mayoría en color rojo, aunque los había también en blanco, amarillo, verde y negro. Además de la pintura principal, sobresalía otra figura humana, de menor tamaño, también en color blanco; un personaje de perfil llevando su mano derecha hacia la cabeza, donde tenía un objeto en forma de L invertida. Y muchas más pictografías, más pequeñas pero muy diversas, mostrando plantas en germinación o motivos abstractos y geométricos. También grupos de hombres y varios soles, más unas cruces dobles que después supe representan a Venus (figura 6). En su momento, pensé que en la pintura central se representaba a un gran personaje o dignatario, pero al paso de los años el arqueólogo Miguel Pérez Negrete me ha compartido su interpretación de que se trata de una representación de una deidad del maíz (plantas en germinación, Venus, una deidad del maíz en Juxtlahuaca —según Martha Cabrera— y la correlación iconográfica con semejantes representaciones en los monolitos de Teopantecuanitlan permiten afirmarlo).

Satisfecho con el hallazgo (figura 7), sabiendo que me convertía en el único investigador mexicano que ha reportado un testimonio rupestre de factura olmeca (los dos anteriores fueron extranjeros, el italiano Carlo Gay, en Juxtlahuaca; y el estadounidense David Grove, en Oxtotitlan) me dispuse a retirarme, no sin antes pensar que me había tocado vivir una interesante serendipia, un hallazgo que había sido posible a pesar de varios incidentes pero factible gracias a un contexto de conocimiento previo que me permitió ubicarme en una búsqueda intencionada.

Regresaría después al sito en varias ocasiones para terminar un registro formal, en la perspectiva de la publicación del artículo correspondiente: “Nuevo testimonio rupestre olmeca en el oriente de Guerrero”, Arqueología, núm. 2, 1989, pp. 37-48.

1 Dirección de Etnología y Antropología Social, inah. Correo electrónico: <villela_s@hotmail.com>.