La sabiduría ambiental
de América profunda

Ruth Guzik Glantz*1

Alberto Betancourt Posada, La sabiduría ambiental de América profunda. Contribuciones indígenas a la conservación desde abajo, México, Ediciones Monosílabo / la Red Temática sobre el Patrimonio Biocultural de México-Conacyt / Facultad de Filosofía y Letras-unam, 2019.

Este denso y complejo libro, publicado en el 2019 por Ediciones Monosílabo, la Red Temática sobre el Patrimonio Biocultural de México-Conacyt y la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, y redactado en lenguaje ágil, amigable y accesible que hace difícil suspender su lectura e impulsa a terminarlo, describe la inequitativa tensión entre dos paradigmas, dos formas distintas de entender y abordar el problema de la conservación de la biodiversidad: coloca por un lado —en el de “arriba”— al “monocultural universalista” que constituye el paradigma científico que “aspira a la universalidad epistémica”, que se impone desde las grandes transnacionales y el propio Banco Mundial, y que está mediado por una visión de la conservación de la biodiversidad con carácter rentable para grupos ajenos a los territorios. Como contraparte, Alberto Betancourt describe la postura “pluricultural particularista” que mira desde lo local, desde una visión social, comunitaria y participativa en la que la diversidad biológica entraña diversidad cultural y viceversa, que enarbola la lucha por la conservación de la diversidad biocultural, que implica —y cito textualmente al autor— “la pluriculturalidad, el protagonismo de los pueblos originarios las comunidades campesinas, la defensa de los derechos y territorios indígenas, la creación de regiones bioculturales, el reencantamiento de la naturaleza (como ser sintiente), la libre circulación de los conocimientos y el espíritu comunalista” (p. 21).

El libro, titulado La sabiduría ambiental de América profunda..., es nombrado así desde las formas en que las comunidades indígenas de Mesoamérica distinguen el conocimiento del saber. Para ellos, nos advierte Betancourt, refiriendo el texto de Pedro Sebastián escrito en 2014, el conocimiento describe las propiedades de algo, en tanto que el saber integra consideraciones éticas, valores espirituales y hasta sagradas de esas cosas (véase p. 112). Así también, con el subtítulo Alberto recupera las formas en que pensadores como Guillermo Bonfil Batalla y Rodolfo Kush han denominado a ese pensamiento y mirada del mundo que permanece desde la era precolombina hasta nuestros días entre los pueblos originarios de Mesoamérica, los Andes y el Amazonas: La sabiduría ambiental de la América profunda.

En su libro, Betancourt se propone recuperar algunas de las experiencias en materia de conservación de la diversidad biocultural en México, Bolivia, Ecuador y Colombia de cara al fortalecimiento de lo que él mira como “paradigma emergente de la conservación de la diversidad biocultural”, que deriva del diálogo de saberes entre ambas posturas. Nos propone caminar hacia lo que él denomina como “un nuevo ethos científico” destinado a permitir que las sociedades multiculturales aprovechen la sabiduría de las diversas culturas que las integran” y dentro de éste, su “corpus de conocimientos sobre el medio ambiente, que —de acuerdo con él— representan una importante contribución a la resolución de la crisis de la diversidad biológica, ambiental y civilizatoria que padecemos” (pp. 46-47).

Estoy segura de que ese ejercicio de compilación y descripción analítica de las contribuciones indígenas a la conservación “desde abajo” a la luz de una seria, compleja y documentada discusión, convertirá a esta nueva publicación en un referente indispensable para todos los interesados en la conservación biocultural, pero también en la interculturalidad, en los temas del territorio y del paisaje, en los de la producción y el trabajo en el campo, así como en las de la filosofía, la lingüística, la ecología y las de la enseñanza misma, entre otros.

De manera concreta, y sin dejar de referirme y rescatar los aportes del conjunto del libro —pues los testimonios que recoge el autor de diversos actores de la postura “desde abajo” de los cuatro países antes mencionados son contundentes e ilustrativos del problema que se propuso abordar— me concentraré en el apartado dedicado a la “Historia de la conservación de la biodiversidad en América Latina”, en el que se describe eso que Alberto denomina como el paso “del monólogo universalizador al diálogo intercultural”.

Son muchas las preguntas que este historiador y filósofo de la ciencia plantea que deben formularse para responder a la interrogante central que cruza este libro: ¿Cómo conservar la diversidad biológica de América Latina?, especialmente cuando, de acuerdo con él, ésta representa el 60 % de la diversidad de la vida terrestre. De ella desprende variadas preguntas sobre la diversidad cultural, la diversidad epistémica y las políticas públicas formuladas desde la filosofía del multiculturalismo, la de la ciencia y la propia de la de la filosofía política, nos aclara que fue su interés central el de contribuir a una de ellas en particular: “¿Qué ethos científico se requiere para revertir el colonialismo y promover la justicia epistémica?”, la cual es acompañada de otra interrogante igualmente trascendente: “¿Cómo instaurar una ciencia prudente y dialógica que formule interculturalmente las políticas públicas?” (p. 53).

La discusión inicia con una cita en la que Aníbal Quijano describe el que tal vez fue uno de los más atroces de los daños de la colonia en la hoy América Latina: el de la destrucción de los registros del saber originario de la región y la persistente deslegitimación de estos conocimientos hasta nuestros días. “Los colonizadores europeos —cita— reprimieron tanto como pudieron [...] las formas de producción de conocimiento de los colonizados, sus patrones de producción de sentido, su universo simbólico, sus patrones de expresión y de objetivación de la subjetividad”.

Y en la misma cita agrega: “La represión en este campo fue conocidamente más violenta, profunda y duradera entre los indios de América ibérica, a los que condenaron a ser una subcultura campesina, iletrada, despojándolos de su herencia intelectual objetivada (Quijano, 2014, p. 210, en la p. 55 de Betancourt, 2019).

El planteamiento del Dr. Alberto Betancourt, quien por cierto es miembro del Consejo Técnico de la Red sobre el Patrimonio Cultural de Conacyt, es simple: aunque hay una preocupación generalizada por la conservación de la biodiversidad, no hay consenso entre la postura “desde arriba” y la producida “desde abajo” respecto a la estrategia a seguir. En ese sentido el libro está dirigido a rescatar de manera analítica y crítica la literatura que se está colocando en el centro de la discusión en torno a la conservación de la biodiversidad, al diálogo de saberes entre uno y otro paradigma de cara a la construcción de nuevos modelos de conocimiento que recuperen el pasado, miren el presente y permitan caminar hacia un futuro, un “futuro posible”, supongo diría Alberto.

Entre los conceptos de ese diálogo está uno central: el de “justicia epistémica”, noción de diversas dimensiones y caras que va develando Alberto Betancourt en su revisión sobre los aportes más significativos sobre el tema.

Así, inicia por lo que tal vez es lo más evidente: la justicia epistémica debe partir del reconocimiento —y probablemente recuperación y organización— de los conocimientos tradicionales sobre el medio ambiente, que implica un “saber-hacer, representaciones, sistemas de clasificación, nomenclaturas, rituales, concepciones del mundo”. (p. 57)

La discusión y descripción de los textos avanza y nos va revelando ideas que pudieran ser obvias pero en las que tal vez no habíamos reparado: La justicia epistémica va a la par de la justicia social. Esto es, la justicia social no sólo pasa por el bienestar económico, el acceso a la salud y a la educación, que han sido premisas que por décadas han regido la política social del país, sino que está permeada por el bien vivir al que aluden los testimonios y textos indígenas recogidos en los cuatro últimos capítulos por el autor del libro que hoy nos congrega aquí y que ameritan leerse más de una vez. Y el bien vivir implica entonces también el encuentro y el intercambio con el otro, la convivencia en la pluralidad de pensamiento, en la diversidad de prácticas. No se trata sólo pues del respeto o de la mirada tolerante, sino del contacto entre las distintas culturas que comparten regiones y naciones.

Betancourt nos advierte que “la descolonización implica [...] un esfuerzo por desarrollar las habilidades que nos permitan visibilizar, revalorizar y potenciar el pensamiento de los pueblos originarios y de manera particular su sabiduría ambiental.” Y para lograr esto es indispensable romper con ese intercambio históricamente sustentado en relaciones delineadas desde arriba hacia abajo o en las que derivan de la mirada desde abajo hacia arriba, es necesario romper con esos mundos distintos, con cultura y lenguaje propios desde los que cada colectivo describe, conoce, nombra y estructura su propio mundo, para construir caminos en los que el encuentro entre culturas sea de horizontalidad, se manifieste entre posiciones pares.

Alberto escribe este libro con la intención de contribuir con la conformación de comunidades lingüísticas que nos enrumben hacia la “construcción de una historia y una identidad común”, sustentada en la pluralidad. De acuerdo con él, “la multiplicidad de culturas conduce entonces a una multiplicidad de mundos que coexisten entre sí y genera una importante necesidad hermenéutica, pues una cultura tiene que interpretar a otra y realizar diversas operaciones para comprenderla”.

Betancourt desarrolla un breve apartado sobre la interculturalidad y las filosofías de la naturaleza y al hacerlo devela lo que debe ser sin duda el núcleo duro más difícil de abordar en este encuentro entre dos miradas epistemológicas sobre el medio ambiente: por un lado la propiciada por el capitalismo y por la ciencia misma que cosifican al mundo, conciben un “mundo objeto” —entienden al mundo como objeto, que es el principio fundante de la ciencia para la que el mundo puede ser objetivado— en tanto que para las culturas originarias de la América profunda existe un mundo animado. Así, de acuerdo con Eduardo Viveiros de Castro (2004) referido por el autor, “para los pueblos indios el mundo está formado por una enorme variedad de seres -humanos o no- cada uno de los cuales tiene su propia perspectiva” (p. 65).

Estas dos formas distintas de entender la naturaleza complejizan el encuentro entre saberes, “pero —nos advierte este filósofo de la ciencia— ello no quiere decir que sea imposible establecer una comunicación y cooperación entre estos diversos modos de concebir a natura” (p. 66). Alberto plantea que en el marco del trabajo interdisciplinar hay que hablar de bioculturalidad, de una síntesis entre la vida y la cultura, traduzco yo,

Aunque hacer esto parece una tarea en extremo complicada, puesto que podemos observar que esta visión cosificadora de la naturaleza a la que alude nuestro autor se encuentra, para dar un par de ejemplos que me sugiere la lectura, detrás de ese discurso cada vez más difundido de cercanía a la naturaleza mediante prácticas que están cruzadas por las relaciones que los grupos hegemónicos han establecido históricamente con la naturaleza, ese capitalismo cientificista propiciador de prácticas instrumentales como lo son ese devastador turismo ecológico que trasgrede, ensucia, desplaza la producción agrícola, comercializa e industrializa la artesanía, las construcciones precolombinas, los recursos ambientales, o las de “sana alimentación naturista” que está desplazando unas zonas de cultivo por otras que empobrecen la tierra, desgastan los recursos acuíferos y devastan ecosistemas.

En ese sentido, apunta el escritor de este libro que “las políticas de conservación van encaminadas a suspender la compulsiva actividad humana que erosiona la diversidad de la vida”, pero nos advierte que esto no es suficiente, sino que debe irse a la raíz y transformar las formas de relación entre los seres humanos y la naturaleza, se “debe mantener y promover tipos de interacción entre la especie humana y las demás especies que fomenten la diversidad y —subraya— la selección adaptativa diversificadora de los ecosistemas.

Para cerrar este muy inteligente capítulo, coloca en el centro la revisión crítica, teórica y conceptual de los principales exponentes identificados por Betancourt sobre el problema, en el que destaca siempre una posición propia. Nos advierte que en materia de política ambiental y de conservación de la biodiversidad existen diversos modelos que en la “escala global [...] por su carácter multilateral y su pluralidad, han sido escenario de confrontación” (p. 75) y que éstos no son homogéneos, sino que hay matices y diferencias profundas entre los más significativos de ellos. Aun así, decide agrupar su pluralidad en dos grandes paradigmas que se desprenden de relaciones histórica y filosóficamente distintas con el medio ambiente, con el mundo natural, y que denomina como paradigma “desde arriba” y “desde afuera” que se dirige a preservar la diversidad biológica en el marco de una política tecnocrática, y como el paradigma “desde abajo” y “desde adentro”, “cuyo esmero —dice Alberto— se concentra en potenciar la diversidad biocultural” (p. 77) y deriva del diálogo intercultural.

Esta descripción sugiere que el primero de estos paradigmas mira detrás de un microscopio, guantes y bata, así como desde el supermercado, en las dos posibles acepciones que podríamos darle a esta palabra, en tanto que el segundo tiene que ver con el contacto directo con la tierra, con la mirada hacia el cielo, la esperanza de la lluvia, con la admiración cíclica y mágica del surgimiento de la vida.

Quien escribe este libro no oculta sus preferencias por la política “desde abajo” y se adscribe a ésta desde lo que él mismo reconoce como una “idealización positiva”, en tanto que desarrolla una descripción crítica de las políticas medioambientales hegemónicas producidas “desde arriba” que él mismo denomina como “idealización negativa” (p. 77).

La descripción de Alberto Betancourt de las devastadoras consecuencias de una política operada por el Banco Mundial y que se denomina a sí misma como “el cerebro financiero de la conservación” es abrumadora. En un par de páginas —que estoy segura serán citadas centenares de veces— el autor sintetiza el carácter antidemocrático de estas decisiones que son tomadas, ni más ni menos que en razón de las acciones —acciones en su sentido financiero y monetario— que aporta cada participante, a esto se agrega la exclusión de los “mecanismos científicos” diseñados desde las universidades y especialmente la exclusión de los pueblos indígenas en la planeación de sus programas ambientales, lo cual se adereza con la incorporación de estos —en el crudo estilo colonialista— en las tareas operativas de dichas políticas en el marco de agresivas “restricciones que en la práctica despojan a los pueblos originarios de su capacidad para seguir practicando sus estrategias productivas de bajo impacto en el medio ambiente” (p. 79).

El “paradigma mercantilista” auspiciado por el Banco Mundial se sustenta en dos instrumentos que, por cierto, vistos desde los ojos de quienes no conocemos sobe el tema, son comúnmente vistos como legítimos y positivos, aunque me apene reconocerlo. Uno de ellos es el de las áreas naturales protegidas que norma las actividades que pueden realizarse ahí e incluso desaloja a las comunidades del lugar, y la otra es el reordenamiento forestal sustentable, que implica o el reordenamiento territorial o una reestructuración productiva.

La descripción de las devastadoras consecuencias de esta política diseñada desde “las alturas” del Banco Mundial y de la grandes transnacionales —“alturas” por supuesto entre comillas, como lo escribe siempre Betancourt—, diseñada tan “desde afuera” y con tanto desdén por los conocimientos sobre la tierra y alejada o más bien ignorante de la vida cotidiana de los pueblos, convence a las y los lectores de este texto de la trascendencia que tiene la consulta a las comunidades indígenas y en especial a la incorporación de sus nociones, conocimientos y sabiduría sobre el medio ambiente y la diversidad biocultural.

Así, la lectura me remite a pensar y resignificar eso que ya creemos que conocemos: las desgarradoras consecuencias que tiene para las comunidades el desarraigo de la tierra, la reasignación de los miembros de la familia a tareas regidas por criterios económicos, a la desaparición de las fiestas, su organización y su sentido y contenido, al desprecio por sus panteones y por sus muertos, y con ello de su historia, tradiciones y formas de ver el mundo, y en especial la mirada descalificadora en relación con sus conocimientos de la tierra, de los elementos de la naturaleza, del paisaje, de las plantas y sus ríos, todas estas como seres vivientes, animados, con un lugar y una perspectiva del lugar, con poderes curativos, mágicos, estéticos, religiosos, con capacidades de alimentar, de albergar, de proteger, y simplemente, de garantizar la vida, el buen vivir, que no es lo mismo que la subsistencia.

Pero esta política ambiental que ha permeado a la sociedad capitalista a través del consumo de productos “naturales” —entre comillas— que abarca desde medicamentos, alimentos, cosméticos y hasta la estética del vestido y de los objetos ornamentales entre crecientes sectores de la sociedad, abre la problemática de la autoría intelectual y el de las patentes que se menciona brevemente en este denso y sustancioso libro y cuya reglamentación devela la complejidad que implica este intercambio de saberes —de nuevo inequitativo— entre dos grandes comunidades o mundos cruzados por valores y prácticas distintas. Tendremos que esperar a nuevos textos de Alberto Betancourt para descubrir qué nos dice sobre tan espinoso tema, tan vinculado a la justicia epistemológica y social que él promueve.

En síntesis, Alberto Betancourt desarrolla un libro en el espíritu de promover el diálogo entre saberes de dos paradigmas que a la fecha son excluyentes entre sí. Para acercarse a ese tercer paradigma propuesto por este brillante autor hay mucho trabajo por hacer, iniciando por proponer una forma nueva de concebir las relaciones entre ambas miradas del mundo a fin de caminar hacia la configuración de un paradigma que en términos de Betancourt esté cargado de “un nuevo sentido capaz de reconocer la existencia y la importancia de la diversidad epistémica” (p. 37), y que ponga en el centro las claras y propositivas ideas del boliviano Rafael Batista, referidas en el libro que nos ocupa (p. 143) y que a la letra dice:

Las viejas concepciones modernas de la política planean que el poder “se asalta” o “se toma”, pero, hoy se requiere de nuevos enfoques sustentados en la idea de que el poder se produce, que realizado por sujetos que deben estar al centro de cualquier teoría que aspire al cambio social. La nueva política debe reivindicar la potencia del sujeto y pasar de la resistencia a la transformación. No se trata de tomar el poder a como dé lugar, acceder a esas instancias puede eventualmente ser inútil, si no ha alcanzado previamente claridad respecto de que de lo que se trata es de producir un horizonte de sentido que reivindica otro modo de ser (p. 143).

No hablaré aquí de los testimonios, saberes y experiencias que sobre el medio ambiente y su biodiversidad recoge Alberto en sus capítulos que siguen, pues ya me extendí mucho, pero su lectura es ilustrativa y sugerente de las propuestas sustantivas de este libro, les recomiendo ampliamente leerlos.

Para concluir quiero contarles que hace ya muchos años viví una experiencia ilustrativa de este vínculo orgánico de los pueblos indígenas con la tierra del que habla Alberto Betancourt y que en ocasiones nos es extremadamente difícil de conceptualizar.

Era 1986, en esa ocasión trabajaríamos con maestros tzeltales en Chiapas para enseñarles a diseñar libros de texto en los que integrarían contenidos étnicos, eran los años iniciales en los que se empezó a pensar sobre la necesidad de que niños y profesores contaran con libros de esta naturaleza. Momentos que precedieron a la aparición pública del movimiento zapatista que llevaba años gestándose en la línea maya del sureste del país.

El curso del que les hablo duraba cinco días, el miércoles antes de iniciar los trabajos, nos informaron que uno de los profesores tzeltales participantes había sido asesinado en el camino por la selva. No relataré aquí la intensa discusión sobre este atroz suceso que también fue significativo del choque de paradigmas que nos describe Alberto en su libro, pero sí les cuento que seguramente por el lugar que yo ocupaba el en curso y en el contexto, me tocó esperar a la procesión que acompañaba al modesto féretro azul ya en la cima de la montaña en la que estaba ya abierta una fosa perfectamente delineada en la que se depositarían los restos del profesor.

Junto al padre Mardonio, jesuita que trabajaba desde hacía varias décadas con las comunidades tzeltales y que fue designado por los profesores para oficiar la ceremonia luctuosa, observamos desde lo alto la larga fila de hombres y mujeres vestidos de blanco que caminaba detrás del ataúd, al tiempo que más personas ataviadas de la misma forma bajaba por las laderas de las montañas y se incorporaban al desfile que daría el último adiós al maestro. Podía escucharse el silencio.

Al llegar a la última morada del difunto y en el momento de bajarlo a la tierra, las mujeres —a manera de las plañideras de los países árabes— empezaron a llorar/cantar rítmicamente con voz muy alta. En ese momento los bebés que se encontraban en sus espaldas rompieron en llanto, al unísono se escucharon los balidos de todos los animales del lugar y se levantó una enorme bandada de pájaros en todo el paraje...

Entendí entonces qué significaban el Tata Sol, la Madre Luna y que los cerros viven, ese día lloró la selva en su conjunto...

Microhistorias de los zoques
bajo el volcán

José Luis Escalona Victoria*2

Marina Alonso Bolaños, Microhistorias de los zoques bajo el volcán. La erupción del Chichonal y las transformaciones de la vida social, México, El Colegio de México, ٢٠٢٠.

Era la tarde del 28 de marzo de 1982 cuando una erupción del volcán Chichonal (llamado también Cotzak) lanzó aire caliente y denso, quemando la vegetación y llenando el cielo de ceniza, obscureciendo el día. Se sabía que era un volcán activo, no sólo por los registros de geólogos y vulcanólogos que visitaron la región desde los años treinta, sino también por la actividad que había mostrado a ratos, con sismos en el área vecina e incendios en las cercanías del pico del volcán. Entre la población de los alrededores, campesinos milperos de pequeños poblados, había incluso narrativas que hablaban de una antigua dueña del volcán, la Piowachuwe, que reaparecía caminando por las montañas y lo hizo pocos días antes del estallido; otros relatos hablan de una caja parlante de San Miguelito, alojada en San Antonio las Lomas, municipio de Ixtacomitán, que había anunciado grandes erupciones por esas fechas a través de su médium, el señor Patrocinio Sánchez. No obstante, tomó a muchos por sorpresa. La erupción vespertina despertó la atención de muchos, entre ellos de los habitantes de los poblados más cercanos al cráter, quienes salieron de la zona ladera abajo, buscando seguridad. También se movilizaron militares para controlar los flujos de personas y acordonar el área; acudieron autoridades de diferentes niveles de gobierno y de distintas áreas (salud y política indigenista, por ejemplo) buscando apoyar y organizar a la población. Los periodistas empezaron también a llegar desde las capitales estatales más cercanas: Villahermosa, Tabasco, y Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Pero, como todos sabemos, los momentos de las erupciones, así como sus intensidades y alcances, no se pueden prever. En medio de la emergencia y la incertidumbre, las opiniones y decisiones fueron variadas y encontradas, y algunas (incluida la del gobierno de Chiapas) estuvieron basadas en la convicción de que lo peor ya había pasado. Sólo 6 días después, el 3 de abril, una nueva erupción nocturna, seguida de otra ocurrida horas después, mostraron que no era así.

El libro de Marina Alonso, Microhistorias de los zoques bajo el volcán..., es una monografía detallada de la vida social en torno a esos acontecimientos, y nos ayuda a explorar la región de influencia de ese evento geológico que modificó la geografía de aquel punto del planeta ubicado en el extremo sur de México y norte de la América Central. A través de los archivos periodísticos, de estudios contemporáneos en la región (que han compilado historias y relatos diversos sobre los acontecimientos), de documentos oficiales (en particular, cartas de los pobladores pidiendo ayuda a los respectivos gobernadores) y sobre todo de trabajo etnográfico en distintas poblaciones del área y en los lugares a donde migraron los afectados por la destrucción. El libro de Alonso nos presenta distintas microhistorias cruzadas de los más directamente implicados, antes y después del desastre.

Nos adentramos así en esta zona de poblados rurales, habitada por familias ligadas a la producción de maíz y a los ciclos comerciales y rituales que conectan pequeñas aldeas con pueblos grandes y ciudades comerciales y administrativas. Se trata de un área productora de maíz y frijol, principalmente de autoconsumo, que coexiste con productos más directamente conectados con el mercado, como el cacao, el plátano y el café y, sobre todo, con pastizales encerrados en potreros de campesinos o en ranchos grandes, en los que se engorda el ganado que se traslada a los mercados de la carne de otras partes del país. Algunos de esos ranchos producen también ingresos económicos de algunos de los personajes de la administración gubernamental local y del estado de Chiapas. La regionalización que propone Alonso sigue de alguna forma una combinación de distribución demográfica de personas, cultivos y ganado, con rutas comerciales y de visitas rituales (que se volvieron también rutas de evacuación): un norte más comercial y ganadero, vinculado a los activos mercados de Tabasco; y un sur más cercano al volcán, milpero y de pequeñas poblaciones en medio de pastizales de montaña, donde se concentra la mayor proporción de hablantes de una lengua que tiene una larga historia en la franja occidental del sur de México y del norte de Centroamérica, conocida como zoque. Una mezcla de producción de milpa y rituales religiosos en los pueblos y en las montañas, celebrados con cargueros, con inciensos y música de pito y tambor, o de marimba, o de guitarras, parece dominar los ciclos de vida de estas poblaciones. Pero esa vida también está engranada a los circuitos de trabajo y comercio fuera de la zona, a las formas antiguas de evangelización de la Iglesia católica, que ahora compite con las nuevas pastorales y con la presencia de protestantes y, en especial, de adventistas del séptimo día. En general, podríamos decir que es una combinación de fuerzas que se encuentran igualmente engranadas y en competencia en otras regiones del sur de México y de Centroamérica, con otros productos, otros idiomas, otras iglesias y otras rutas de trasiego y migración, pero en dinámicas semejantes.

El estudio de Alonso nos habla de los daños que dejaron las erupciones en el paisaje, las tierras, la flora y la fauna, y de las predicciones diversas de los especialistas sobre la recuperación del ecosistema. También de las afectaciones entre los pobladores de la región, de los fallecidos y desaparecidos, de los damnificados alojados en albergues o en propiedades de otros más afortunados, que recibieron ayuda de los vecinos, de las instituciones gubernamentales y de las iglesias y organizaciones no gubernamentales. Las historias se bifurcan después para seguir, por un lado, a los que regresaron cuando las condiciones lo permitieron, y por otro, a quienes no pudieron volver y debieron fundar nuevas casas, colonias o pueblos en municipios vecinos (como Ixtacomitán) o en regiones lejanas. Seguimos así la historia de la reorganización de uno de los municipios más afectados: Francisco León. ¿Cómo volver a un pueblo sepultado por las emanaciones del volcán? ¿Cómo va a ser la vida en este paisaje totalmente alterado? ¿Cómo sembrar y cosechar o criar ganado sobre esta nueva superficie? ¿Cuál va a ser ahora la localidad de la presidencia municipal y dónde ubicar la escuela y los servicios de salud? De alguna manera, se restableció la vida agrícola, así como el trabajo ritual, con la erección de nuevas capillas y la recuperación de las visitas rituales, con sus músicas e inciensos. También seguimos a pobladores que terminaron formando un nuevo poblado en tierras de la Selva Lacandona, negociando no sólo con el gobierno sino con los asentamientos vecinos y con los titulares de la comunidad: los lacandones. Hay muchos detalles de estas historias de retornados y desplazados, que son pausadamente expuestas en este libro. Sobra decir que hay mucho más que estudiar sobre estos pueblos, sus retornos y su diáspora, pero esta obra nos da un buen punto de partida.

Un aspecto más, que está en realidad en los capítulos intermedios, es el conjunto de historias de las estrategias más inmediatas para enfrentar la incertidumbre y el miedo que las erupciones habían creado. Son historias de entrada y de salida de la zona, algunas de ellas cruzadas. Está, por ejemplo, la historia del asistente del vulcanólogo experto, asesor del gobierno del estado, que llegó a la parte más dañada, la cabecera del municipio de Francisco León, junto con otras autoridades que sobrevolaban el área para evaluar los daños. O la entrada a pie de un grupo de soldados que había llegado para apoyar el desalojo de la zona; se sabía de su entrada porque algunos campesinos que bajaban de la zona de desastre los encontraron y hablaron con ellos. Ni el funcionario ni esos soldados sobrevivirían a la segunda erupción, como muchos otros habitantes de los pueblos más cercanos al cráter que estuvieron atrapados entre el impulso por la huida y la presión de autoridades para que se tranquilizaran.

Están también las otras historias cruzadas, las de aquellos que estaban decididos a salir, por temor a que pudiera haber más erupciones. Por ejemplo, Filiberta Domínguez, prácticamente enfrentó a sus propios vecinos que le impedían salir del ejido llevándose sus cosas, a pesar de que el cielo estaba ennegrecido por la ceniza y se escuchaban y sentían los ruidos del volcán. Ella, como otros, obtendrían refugio en una propiedad de Patrocino Sánchez, el dueño de la caja parlante de San Miguelito, en Ixtacomitán, salvando así sus vidas. También está la historia de Alfonso, quien fue obligado por los militares a convertirse en guía en la zona siniestrada para buscar a los soldados perdidos, y que logró regresar con una visión muy vívida del desastre, la muerte y la actuación desordenada de las autoridades. Los soldados habían sido enviados con palas y picos cargando al hombro, para enterrar muertos, mientras buscaban sobrevivientes para desalojar, heridos que atender, y, sobre todo a los otros soldados que había dejado de comunicarse. No pudieron hacer mucho. Los empleados de las clínicas del Instituto Mexicano de Seguro Social (imss) y del centro coordinador del Instituto Nacional Indigenista (ini) en la zona, que trabajaban en esas poblaciones, también dan sus testimonios, en publicaciones propias o para este libro, hablando de cómo entraron y salieron de la región afectada, entre las dudas de si habría que evacuar o no a la población. Como sus testimonios, sus fotografías, algunas publicadas en este volumen, dan cuenta de ese ambiente devastado. En varios de los testimonios de todos los involucrados, los que entraban y los que salían, se habla de la amplia y organizada movilización que se hizo desde el inicio para sacar sano y salvo al ganado (del que después, al parecer, algunos ganaderos de zonas aledañas se apropiaron en medio del caos). Y entre las personas, como ya se ha dicho, muchos salieron, pero muchos otros se quedaron y no pudieron contar nada. Alfonso logró ver los restos de algunos de ellos apenas unas horas después de la tragedia. Unos se quedaron por orden de la autoridad, otros por indecisión. En cambio, otros habitantes de pequeños ejidos, no sólo en esa zona inmediata sino tan lejos como en la zona chol, al otro lado de la depresión central y en otra zona de montañas, ligaron los acontecimientos a las recurrentes narrativas del fin del mundo, asumiendo una actitud de inmovilidad, liberando a los animales y sentándose beber alcohol y esperar.

Con seguridad hay mucho más que decir de estos eventos y sus secuelas. Pero en ese panorama, el libro de Alonso nos ofrece una muy buena entrada etnográfica, histórica, con una amplia revisión de fuentes disponibles que condensan muchas voces. Leído ahora, en medio de otro caos y de otras incertidumbres, podemos preguntarnos hasta dónde hemos aprendido cómo vivir bajo un volcán, o en zona sísmica o de huracanes e inundaciones cíclicas, o en medio de una pandemia global.

1* Profesora-Investigadora de la Academia de Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

2* ciesas Sureste.