De la guerra a la pandemia al protagonismo del actor militar. Una mirada regional desde la Argentina

From War to Pandemic to the Prominence of the Military Actor. A Regional Look from Argentina

Edgardo Manero*1

Resumen: El trabajo busca problematizar la pandemia del covid-19 como fenómeno social global subrayando, a partir del caso argentino, sus consecuencias en términos estratégicos en América Latina. Si bien la pandemia no se limita sólo a acelerar procesos, debe ser entendida en el marco de tendencias en curso. Instituidas en amenazas, las pandemias forman parte de los debates estratégicos que desde el fin de la Guerra fría buscan renovar el sentido de lo militar. El discurso bélico y sus consecuencias trasciende el empleo de la Fuerzas Armadas y demanda considerar los múltiples aspectos que hacen a la seguridad sin reducirlos a las políticas públicas.

Palabras clave: pandemia, militares, seguridad, América Latina, Argentina.

Abstract: The work seeks to problematize the covid-19 pandemic as a global social phenomenon by emphasizing from the Argentine case its strategic consequences in Latin America. While the pandemic is not limited to accelerating processes alone, it should be understood within the framework of ongoing trends. Established as threats, pandemics are part of the strategic debates that since the end of the Cold War seek to renew the sense of the military. The war speech and its consequences go beyond the use of the Armed Forces by demanding the consideration of the many aspects related to security without restricting them to public policies.

Keywords: pandemic, military, security, Latin America, Argentina.

Postulado: 01.09.2020

Aprobado: 12.01.2021

El discurso bélico como representación de la protección

explicar y comprender la pandemia del covid-19 como fenómeno social requiere incorporar la dimensión estratégica a los modelos de análisis que ponen el acento en lo sanitario, en lo económico o en lo político-institucional. La pandemia reinstaló en el centro de lo político interrogantes sobre la toma de decisiones bajo la amenaza de muerte. Referido en última instancia a la “salvación” en tanto que ”supervivencia” de un colectivo de identificación, el análisis estratégico exige la consideración del conjunto de las instituciones, actores, técnicas y métodos mediante los cuales los diferentes “nosotros” intentan preservar su seguridad como garantía de permanencia o continuidad. Constitutivo de lo político, lo estratégico implica y posee une dimensión particular, dada por su relación con ese hecho fundamental que es la protección de la vida (Manero, 2002). De dicha dimensión se desprende la independencia de lo estratégico respecto de lo ideológico, aunque los debates sobre la seguridad se encuentren atravesados por posiciones ideológicas. Si lo político puede definirse como aquello que tiene relación con el poder; lo estratégico es lo que se relaciona con el poder en la medida en que se apoya sobre la amenaza de muerte (Joxe, 1991 : 44).

En América Latina, los comportamientos de múltiples actores, públicos y privados, frente a la pandemia, parecen confirmar la hipótesis que lo estratégico no se reduce a la seguridad internacional ni se restringe a lo militar. La importancia concedida al conflicto armado, la mirada sobre pólemos, pero también sobre stásis, colaboró, en la literatura tradicional, a reducir lo estratégico a las catástrofes que resultan de las pasiones y de los intereses, ignorando su otro componente, aquel vinculado con los desastres naturales o tecnológicos. Ahora bien, el covid-19 nos recuerda que en la guerra, a pesar de ser la forma más extrema y traumatizante de violencia, no se agota el significado de lo estratégico. La pandemia nos revela sociedades atravesadas por una multiplicidad de cuestiones y temas —de la relación con el otro a la legitimación del estado de excepción pasando por la disputa por el control territorial o el uso de la historia épica— que forman parte del análisis estratégico más allá del recurso a las fuerzas armadas.

La alegoría de la guerra participó, de forma temprana, en la comprensión de la pandemia. De la disputa por los insumos a la lucha contra la enfermedad, la figura del conflicto bélico fue recurrente. La representación de la “guerra” es hegemónica aunque no universal; la posición del gobierno alemán es un ejemplo de su rechazo. La magnitud de la crisis colaboró en establecer la similitud. Las escenas de hacinamiento en los hospitales, de cuerpos abandonados en las calles, de fosas comunes, de ciudades bajo toque de queda y de intervenciones militares se hicieron cotidianas. El paralelismo con conflictos mundiales y locales es recurrente. La comparación con la gripe española, asociada con la Primera Guerra mundial, fue evocada aunque resulte extemporánea. El virus fue presentado como una amenaza, que por su característica de “enemigo invisible”, parece evocar una forma particular del conflicto armado: la guerrilla.

La utilización de la alegoría militar por los gobiernos deja ver la consideración de la pandemia como una amenaza a la seguridad no sólo del Estado sino de la nación. En términos estratégicos, no es un hecho menor. La lógica de la guerra contra una enfermedad pone en cuestión la naturaleza inherentemente política de la violencia guerrera. Ahora bien, si dicho discurso desconoce la premisa clausewitziana que establece que la política determina el sentido de la guerra —la “simple continuación de la política por otros medios” (Clausewitz 1988 : 67)—, la inexistencia de los dos bandos no invalida la institución de procesos de identificación constitutivos fundados sobre la enemistad. A escalas diferentes, el componente schimitiano se encuentra presente en las múltiples formas de relación social establecidas en el marco de la pandemia.

Las metáforas bélicas impregnaron el lenguaje.2 Se inscriben en el marco de gobiernos que han recurrido a imágenes que apuntan a generar consensos y reforzar la unidad nacional. Recurso “global”, como lo demuestra E. Macron quien, el 17 de marzo, anunció la guerra al coronavirus y la movilización general (Le Monde, 17 de marzo de 2020), o D. Trump, quien se comparó a un presidente en tiempos de guerra evocando la lucha contra un enemigo invisible (abc News, 2020); en América Latina, el discurso bélico participó de los intentos de unificar las sociedades en torno a la gestión de la crisis sanitaria. La finalidad de la alegoría no es solamente expresiva, es ante todo política, busca movilizar y legitimar la acción. En Argentina Alberto Fernández, habla de un “enemigo invisible”, en Chile, el ministro de Salud, Jaime Mañalich, comparó la crisis de salud con una “gran batalla” y el expresidente boliviano Evo Morales evocó un tercer conflicto mundial. Lula Da Silva afirmaba que ni las guerras en las que Brasil participó generaron tanta devastación (Infobae, 26 de junio de 2020), mientras que el presidente del Perú, Vizcarra, recurrente en el uso de alegoría guerreras asoció las consecuencias del virus con la Guerra del Pacífico (Infoabae, 5 de mayo de 2020).

El discurso bélico trascendió lo político para impregnar las sociedades, forma parte tanto de las teorías del complot como del lenguaje cotidiano, siendo promovido por las redes sociales y los medios audiovisuales. Éstos suelen comunicar vía emociones, generalizaciones y simplificaciones, lo que explica el recurso a la narrativa bélica. Los medios de comunicación participaron del pánico colectivo, aunque éste no puede ser reducido a una cuestión de comunicación. Matizado, dicho discurso se presentó también en otro actor central: los profesionales de la salud. Así, en Argentina el responsable de la primera imagen del covid-19 refiere al “enemigo contra el que venimos peleando” (Clarín, 22 de abril de 2020). La medicina ha utilizado tradicionalmente alegorías militares: combatir, luchar, enfrentar, dar batalla. Recientemente, los modos de comunicar sobre vih o H1N1 también hicieron hincapié en la guerra.

Las campañas de prevención, no sólo gubernamentales, colaboraron en la asociación con lo militar. La retórica guerrera pasa por una épica patriótica configurada por referencias a la historia nacional
—la de héroes y de mártires— que revela la perennidad de los discursos patrióticos en América Latina. Sin embargo, dicha retórica no puede reducirse a un nacionalista agresivo que restringe las poblaciones desobedientes a “enemigos de la patria”. Por el contrario, expresa la tradicional complejidad y ambigüedad del nacionalismo latinoamericano.
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La rememoración de actores militares y civiles del pasado rencuentra la figura del ciudadano comprometido. La exaltación de la figura del héroe caracteriza el abordaje de la pandemia en América Latina. Los gobiernos latinoamericanos valorizaron, mediante campañas publicitarias, la figura del héroe “común” buscando construir una épica a partir de lo cotidiano que responsabilice a las sociedades. A lo largo del continente, el personal sanitario y de las fuerzas armadas y de seguridad es particularmente evocado mediante alegorías guerreras: están en la primera línea y son los primeros que caen.4 En menor medida el resto de los trabajadores esenciales. Paralelamente, el respeto del aislamiento es promovido como una forma de heroísmo pasivo.

Lejos de dotarlo de características extraordinarias innatas o de referirse a un conjunto de hazañas, el héroe “común” sobrepasa sus limitaciones -humanas y logísticas- por una voluntad de compromiso social. Paradójicamente, el “héroe común” termina inscribiéndose en la tradición que le asigna al héroe un carácter de excepción; en toda mitología el héroe es un ser “excepcional”. En la voluntad radica la característica que lo distingue del resto y le quita los rasgos de normalidad. La retórica del héroe continúa exaltando el carácter excepcional, la singularidad, que adquiere el hombre común por la vía de la voluntad.

La figura heroica en el marco de la pandemia poco tienen que ver con el héroe épico y diferencia claramente al héroe del mártir, rechazando la idea del martirio. Tampoco releva huellas del coraje físico, del honor, del machismo, del mito del salvador supremo,5 ni de la trivialización de la violencia o la glorificación de la muerte, aunque como en un palimpsesto pueda aparecer, con diferencias según las sociedades. La publicidad “vencer y vivir” del gobierno paraguayo es un ejemplo (Marito Abdo, 2020). Con la pandemia reaparece la idea del héroe colectivo. Las virtudes como valores reivindicados por el “héroe colectivo” —renunciamiento, abnegación, compromiso, sacrificio individual, la opción social que implica el abandono de la esfera egoísta que impulsa la sociedad—, es decir, toda una serie de elementos que contribuyen a la construcción de la imagen heroica, rebozan de una dimensión religiosa con rasgos indelebles de catolicismo. Sin embargo, la concepción heroica es, ante todo, el resultado de un marco cultural moderno caracterizado por certezas, una visión teleológica de la historia, grandes proyectos colectivos encarnados en la nación, la voluntad de transformación e ideales.

Los cambios en las sociedades producto de la globalización y del fin de la Guerra fría pusieron en crisis el reduccionismo propio de una concepción monista de la sociedad junto con los enfrentamientos binarios, y con ello, la figura del héroe y su relación con la tumba. La política no es más concebida como una tarea de mártires, de lucha y de sacrificio (Manero, 2002). Ahora bien, lejos de todo culto del heroísmo, la forma de abordar la pandemia desde los gobiernos sugiere que en la América hispánica la visión heroica sigue siendo un componente de lo político. El héroe, aunque no se acompañe del “hombre nuevo”, en el sentido guevarista, sigue inscribiéndose en el marco de una visión teleológica dada por la protección.6 Como lo sostiene A. Brossat (1998: 52), en su sentido tradicional, la política es asunto de héroes, de mártires y de sacrificios, porque ese sentido se construye en una configuración en la cual la acción política inscribe la muerte violenta en el campo de lo posible.

En Argentina, es “Tiempo de héroes comunes” como se titula una publicidad destinada a homenajear a los trabajadores esenciales mediante un mensaje de unidad realizada por la empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales (ypf, 2020) o de “héroes invisibles”, un docu-reality de la televisión que cuenta las historias de vida en época de pandemia. El héroe común comparte elementos con una figura de heroicidad gravitante en la cultura política peronista: el “héroe colectivo”. Aunque no esté explícitamente enunciado, el discurso de solidaridad social implementado por el gobierno basado en el sentido del deber, la responsabilidad y la obligación de asumir compromisos con la comunidad es afín a dicha figura. El “héroe colectivo” es una reformulación de las figuradas de heroicidad que orientaron las representaciones políticas y estratégicas del peronismo(s) hasta fines del siglo xx (Manero, 2014). La misma se inscribe en la tradición, importante en los populismos, en la cual el líder no se presenta como héroe del relato sino que le otorga el protagonismo al Pueblo.7 En el marco de la crisis sanitaria, el “héroe colectivo” orienta no sólo las prácticas sociales de la militancia de sectores afines al gobierno. Designa tanto una campaña lanzada por una ong (MdP Ya, 14 de junio de 2020) como una herramienta digital para prevenir contagios (Piuquen 905, 21 de marzo de 2020). Progresivamente, esta representación se agota.

El porqué de la guerra

La dimensión militar de la pandemia trasciende sus manifestaciones más evidentes: el discurso bélico y el protagonismo de las fuerzas armadas. Su importancia radica en las consecuencias de la representación militar de su gestión, en su incidencia en la posible militarización de una problemática social, tendencia anclada en la región, como es la salud pública o
en la institución de relaciones agonísticas al interior de la sociedad.

El modelo de la guerra como representación de la lucha contra la enfermedad resulta de su eficacia. Aunque comparta los mecanismos del discurso nacionalista, el discurso militar lo trasciende, conduciendo al paroxismo la capacidad de construir consensos sobre los miedos. La representación militar permite abordar la enfermedad como si fuera un conflicto y al virus como una amenaza.

El modelo de la guerra ayuda a producir claves de interpretación desprovistas de toda ambigüedad, permite una representación simplificada de la vida social. Ella se construye sobre la amenaza externa, en tanto que lazo mayor de la concordia, según la clásica definición de Tito Livio. La idea de la totalidad expresada en un “nosotros”, brinda seguridad en tiempos de incertidumbre. Si la figura del coronavirus, en tanto que enemigo “común”, fomenta la cohesión social, el modelo de la guerra asocia la solidaridad con el miedo, participando de la construcción de identidades, pero también de alteridades.

El modelo de la guerra construye estereotipos que tienden a reducir la realidad social dada por la pandemia a un esquema simplista que se corresponde mecánicamente con el “nosotros” y el “otro”. La representación militar comenzó a otorgar significados a “héroes” y a “traidores”, en última instancia “amigos” y “enemigos”. En la medida en que reduce la realidad social a categorías dicotómicas simples y claras, concuerda con la tendencia de los seres humanos a simplificar las incertidumbres y las contradicciones, fenómeno denominado por E. Frenkel-Brunswik como “intolerancia a la ambigüedad”.

La eficacia del modelo de la guerra debe considerar la propensión a concebir y describir la amenaza según una visión antropomórfica, que tiende a interpretar al virus como si se comportara como un ser humano conducido por una voluntad de dañar. Como su opuesto, la animalización, la atribución de características de la conducta o morfología humana a un fenómeno biológico es un componente tradicional de los discursos estratégicos (A. Bossat, 1998; E. Manero, 2002).

El modelo de la guerra facilita señalar no sólo qué es (la pandemia) o quién es (el enfermo) la amenaza, sino también de qué lado los individuos se ubican, apoyando o no las iniciativas destinadas a combatirla; conlleva a la vigilancia ante el incumplimiento de las medidas dictadas para evitar los contagios. Permite criticar y reivindicar comportamientos, inscriptos en última instancia en el binomio lealtad-traición; un mensaje, necesariamente político, de unificación y de exclusión. El modelo de la guerra tuvo consecuencias sociales, fomentó la estigmatización y la criminalización,8 participando de un modo de comprensión y explicación de la enfermedad que permite una concepción punitiva. De los que organizaron el “complot” al que no respeta la cuarentena pasando por el enfermo mismo, vastos sectores serán designados culpables.

Los “buenos ciudadanos” y los “otros” organizan las representaciones del mundo inmediato de una pandemia que reinstaló la cuestión de las virtudes cívicas, pero también la especulación política y el “cada uno para sí”. Como otras catástrofes, el covid-19 provocó descohesión social. Miedo y aislamiento hace que a los héroes se los pueda aplaudir mientras se expongan lejos, pero también insultar y rechazar en la cotidianidad, en la intimidad de su hábitat, dado que pueden transmitir la enfermedad. El caso de los profesionales de la salud es paradigmático. Una banderola del colegio de médicos de Santa Fe expresa el sentimiento de la profesión: “Basta de maltrato, violencia, desvalorización, discriminación, judicialización, criminalización. Hoy todos somos médicos y médicas”.

Enfermedad estigmatizante, para ciertos sectores “requiere” la exclusión no sólo de los infectados sino también de los posibles portadores, aunque trabajen para prevenirla. Dichos comportamientos nos recuerdan que el discurso de la guerra no es únicamente el de defender la sociedad de la amenaza externa, también es el del “estado de naturaleza”, el de la confrontación de todos contra todos. Si los aplausos cotidianos expresan el reconocimiento y con ello los rasgos valorados por el grupo, los comportamientos evocan los límites del discurso altruista.

El Estado de excepción, una prerrogativa del estado de guerra

La excepción como legitimación de los mecanismos
para poner en marcha las acciones necesarias para combatir la pandemia recorre América Latina. Los gobiernos dispusieron medidas que restringen libertades civiles individuales, regulan la vida privada e implican la cesión de derechos, independientemente del tipo de régimen y de la ideología, como lo ilustra el “Estado de excepción constitucional por catástrofe”, decretado en Chile; el “Estado de alarma”, en Venezuela; el “Estado de excepción”, en Ecuador, o el “Estado de emergencia”, en Perú. Trascendiendo la variable ideológica, el delito de “atentado contra la salud pública” se inserta en los conflictos políticos locales.

Durante marzo, medidas similares fueron apareciendo para atender la emergencia sanitaria: restringir la libre circulación como medida de contención, uso obligatorio de mascarillas, cierre de fronteras, suspensión de vuelos y de actividades que impliquen aglomeración de personas.9 En algunos países, como Bolivia, Paraguay y Chile, el clima social fue endureciéndose con el toque de queda y mayores intervenciones de las fuerzas armadas y de seguridad. Más que en las medidas sanitarias destinadas a paliar el impacto de la crisis, es en la relación del Estado con la coerción donde se evidencian diferencias. Mientras en Argentina se rechazó taxativamente el “Estado de Sitio”, en Perú una norma exime de responsabilidad penal al personal militar y policial que, en ejercicio de sus funciones, cause lesiones o muerte.

Las medidas de contención de la pandemia son portadoras de tensiones que implican la relación de las sociedades con la economía y la política, en particular con la democracia y los derechos humanos. Por derecha y por izquierda las restricciones de las libertades de desplazamiento y las técnicas de vigilancia de la población son denunciadas.10 Partidos políticos como Vox, en España, o France insoumise, en Francia, acusaron a las “élites” de la violación de las libertades con el pretexto del estado de urgencia, y de aprovechar la emergencia sanitaria para acelerar la imposición de una forma autoritaria de gobierno. Para Human Rights Watch, el tratamiento de la pandemia constituye un hito crucial en la historia de la vigilancia masiva. El estado de emergencia puso a prueba libertades fundamentales, incluido en democracias consolidadas como las europeas.

La estatalidad de la respuesta no se traduce mecánicamente en autoritarismo, ni evoca necesariamente nuevos mecanismos de control social, aunque como sugiere Oszlak (2020: 18), es, tal vez, el primer experimento social masivo de la historia en el cual, desde el Estado, se ha logrado escudriñar profundamente en la vida de los ciudadanos.11

En América Latina, la denuncia de las amenazas a las libertades dadas por la reducción de derechos y las prácticas de vigilancia está atravesada por los clivajes políticos. Si como en toda catástrofe, cundió la ilusión, de una política sin conflictos, el deseo de no generar divisiones, la unidad nacional, ni en Chile, ni en Brasil, ni en Bolivia ni en Argentina la pandemia ha servido para reconstituir el pacto social quebrado, al contrario, las tensiones se profundizaron. La gestión del covid-19 se inscribe en una relación conflictiva entre las partes, reflejo de sociedades dividas en dos campos.

La pandemia permitió desarticular protestas masivas, de París a Hong Kong, aunque no insidió en el clima de contestación generado en Estados Unidos. En América Latina, culminó con el proceso de movilización social que caracterizó el segundo semestre de 2019 en parte de la región, Chile, Ecuador, Colombia y Bolivia, país en el que se suspendieron la elecciones de normalización.

Política y conflicto

En Argentina la apuesta de la unidad se ha visto perturbada tanto por intereses partidarios como por prácticas sociales que reforzaron la idea de una alteridad amenazante. En los primeros meses de la cuarentena se produjo una dilución momentánea del componente conflictivo que caracteriza la política, expresada en la sintonía entre los distintos actores políticos. La manifestación más evidente fue el apoyo a las medidas del gobierno nacional por parte de los ejecutivos conducidos por la oposición.

La prolongación del aislamiento instaló progresivamente la crítica gubernamental, aunque no necesariamente sobre bases “ideológicas”. La cuarentena va a organizar la subjetividad de una parte considerable de la población en torno a la idea de apoyo o rechazo. Desde ambos bandos se denuncia al “otro” como amenaza a la salud o a la economía, instituyendo una visión maniquea de la política sanitaria. Presente en los medios tradicionales y en las redes sociales, el discurso de apertura reinstaló la conflictividad. Los medios se instituyeron como el principal grupo de presión en el marco de la tensión entre salud y economía expresando intereses de un espacio opositor heterogéneo. La crítica a la cuarentena tenía más representación mediática que apoyo social. Aunque con el transcurso de los meses se registró un descenso del respaldo, la población comprendió la necesidad de prevenir el colapso del sistema sanitario.

Los balcones de las principales ciudades expresaron tanto apoyo como crítica al gobierno. Progresivamente las protestas en las calles, lugar tradicional de disputa del poder en Argentina, se instalan confirmando el espacio público, como lugar por excelencia de la política. Marchas inorgánicas desafiaron las imposiciones del aislamiento restando eficacia a los esfuerzos para reducir los efectos de la enfermedad. Para el gobierno nacional, los que rompen la cuarentena incumplen con el mandato de solidaridad colectiva.

La oposición subestima la rápida reacción inicial y magnifica los errores, como la relativización de la importancia de la enfermedad por el ministro de salud, la falta de testeo o la desorganización en la implementación de ciertas medidas económicas. El gobierno, casi sin alternativas, se aferra al confinamiento y la oposición a su fin, buscando su identidad en erosionar lo que hace el oficialismo promoviendo la desobediencia civil, en una sociedad caracterizada por las dificultades de hacer cumplir las normas, a partir de la denuncia de la inutilidad del encierro prolongado.

En el marco de la confrontación, los sectores radicalizados de la oposición alientan las protestas, apealando a la crisis económica. El uso político de la angustia económica es canalizado en nombre de las libertades y la república. Una parte buscó asociar al gobierno con una dictadura que avasalla derechos con argumentos “infectológicos”. Tanto intelectuales como políticos de ese espacio formularon la idea de “infectadura”; publicaron una solicitud donde sostienen que “ la democracia está en peligro por la continuidad del aislamiento social y obligatorio” (Ámbito, 1 de junio de 2020) y evocaron el “uso ilegal del terror” (Infobae, 31 de agosto de 2020).

Desde las redes sociales, mediante la denuncia de la violencia estructural de las Fuerzas de seguridad se buscó asociar al gobierno nacional con las prácticas de las dictaduras militares. Sectores conservadores recuperaron información y argumentos sobre la violencia institucional de organizaciones de izquierda. El argumento de la sociedad puesta bajo tutela, ausente en los organismos defensores de los derechos humanos, aparece en las críticas de la oposición que hizo de la defensa de la libertad de circulación la expresión misma de su civismo.

El hastío social, la sensación de fracaso resultado de que pese a las medidas implementadas los contagios siguieron en ascenso, la generación por la principal coalición de oposición —Juntos por el Cambio— de una dinámica de confrontación que boicoteó las medidas de prevención en virtud del rédito electoral y el protagonismo del presidente en la conducción de la pandemia terminan afectando su imagen. Ahora bien, hasta mediados de agosto de 2020 la caída es leve. Los relevamientos de opinión pública —Aresco, Poliarquía, Opinaia, Synopsis entre otras consultoras— sugieren que Fernández mantiene un apoyo relativamente estable.

La percepción de los que cumplen y los que no cumplen el aislamiento social, los que sostienen la cuarentena y los que se oponen, se inserta en clivajes que no son necesariamente políticos, aunque puedan y sean politizados. La dicotomía salud-economía reelabora y reactualiza nuevamente la construcción de parejas de opuestos que ordenó la política en Argentina desde mediados del siglo xx alrededor de la figura del peronismo. Señalando polaridades a nivel de las representaciones políticas, la noción de pareja de opuestos se inscribe en lo que fue una exigencia constante para el pensamiento de la modernidad, un dualismo fundamental que, en última instancia, permite dar cuenta del conflicto.

Enfermedades contagiosas, unos y otros

Inscripta en una vieja tradición que hace del otro, no sólo de su cuerpo, un posible portador de un virus, las enfermedades infecciosas construyen alteridades amenazantes. En Argentina, lo biológico se transformó tempranamente en política, no sólo de Estado. Entre las múltiples imágenes del extranjero como peligro potencial, la amenaza sanitaria dada por la transmisión de las enfermedades caracterizó a la sociedad desde fines del siglo xix, condicionando la relación con el inmigrante, reapareciendo a fines del siglo xx, asociada a otra inmigración, la latinoamericana, por la vía del cólera.

A principios del siglo xx, con la llegada de inmigrantes que adherían a ideologías consideradas disruptivas, como el anarquismo y posteriormente el comunismo, la amenaza ideológica instala otro registro de lo biológico en la política: el de los parásitos generadores de epidemias que amenazan la integridad del organismo sano. El discurso sanitario acompañó la modificación en las representaciones estratégicas. La Guerra fría se caracterizó por la asimilación de las ideologías “subversivas” a un cuerpo extraño y peligroso que debe ser destruido. Apropiada para las prácticas de erradicación, la imagen del agente contagioso es un componente de la doctrina de seguridad nacional. El discurso de la dictadura cívico-militar (1976-1983) está plagado de alegorías biológicas que presentan la eliminación del enemigo como una operación profiláctica. El marxismo, como el peronismo, era un virus que enfermaban a la sociedad, afectando, como el covid-19, al estilo de vida tradicional. El agente exterior portador se acompaña de las “malas conductas”. El enemigo externo cuenta con aliados internos que ponen en riesgo a la sociedad.12

En 2020, la pandemia no es una metáfora o una alegoría alimentando discursos clasistas o racistas, legitimando prácticas de limpieza política o social. Sin embargo, permite desplegar, directa e indirectamente, resentimientos; expresar odios y prejuicios anclados en la sociedad. La estigmatización de ciertas poblaciones asociadas a la circulación del virus bajo el principio de extranjerizar al mal se mantiene. Sin embargo, la diversidad de “sujetos” señalados confirma al covid-19 no solamente en su carácter de enfermedad de la globalización, sino también la dificultad de emplear explicación monistas o reduccionistas. Las manifestaciones de discriminación con relación al origen y la propagación de la pandemia no se reducen a la xenofobia. En Argentina el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo recibió denuncias de discriminación: primeros de los asiáticos, luego de los profesionales de la salud, finalmente de los contagiados (Living in América, 2020).

En Estados Unidos, inmigrantes y descendientes de asiáticos han sido víctimas de agresiones y discriminaciones. Como en los tiempos del Yellow Peril, Trump fomentó la sinofobia hablando continuamente del “virus chino”. En Europa, el covid-19 fue utilizado principalmente para denunciar el no respeto del confinamiento en barrios de alta población inmigrante, especialmente musulmana. En Asia, la discriminación se produce hacia los fenotípicamente europeos acusados de traer la enfermedad.

En América Latina las características de la difusión del covid-19 invalidaron la explotación política del tema de la inmigración como vector de la enfermedad bajo forma tradicional, aunque el prejuicio hacia inmigrantes o descendientes de inmigrantes asiáticos estuvo presente. Así, en Argentina las bromas que refuerzan estereotipos sobre las poblaciones asiáticas se acompañan, en menor medida, de insultos y casos de hostigamientos, principalmente en los llamados “supermercados chinos”. La responsabilidad de expandir el virus recayó en un principio en los viajeros. Los primeros en contagiarse fueron los sectores con ingresos para costearse viajes al exterior. El covid-19 fue percibido no sólo como un problema de los países centrales sino también como una enfermedad de las élites: Las declaraciones del ministro de seguridad de la provincia argentina de Santa Fe, Marcelo Saín en Argentina (Clarín, 22 de marzo de 2020) o de Miguel Barbosa, gobernador del estado de Puebla en México (La Jornada, 25 de marzo de 2020), se inscriben en esa lógica.

En Argentina, la representación de la pandemia generó un modelo clásico de percepción de la amenaza: la denuncia de una figura exterior “dañina” y “poderosa” (el virus) asociada con una figura interna, moralmente responsable (ciertos agentes de contagio). La pandemia construye una alteridad negativa y amenazante, dada no sólo por lo que el otro “es” o “representa” sino por lo que “hace”. No sólo quien porta el virus se convierte en amenaza, también quien es percibido como “culpable” de enfermar. Si el enfermo es estigmatizado, el responsable de la difusión criminalizado. Este razonamiento se inscribe en diversas escalas. La forma extrema de la construcción de una alteridad amenazante, por lo que el otro “hace” se encuentra en la idea de un complot en el origen del virus. Como el enfermo, el transgresor de las normas de confinamiento o el personal afectado a tareas vinculadas con la enfermedad es sospechoso. Incluso su entorno puede ser punido, como lo ilustra el incendio del auto de la pareja de una enfermera contagiada de covid-19 (La Capital, 26 de junio de 2020). Redes sociales y carteles en los edificios hacen referencia a la expulsión de ese devenido un “otro” del “nosotros” a proteger.

De Salta a Junín pasando por Pergamino, la Capital federal o diversas ciudades turísticas, a lo largo de todo el territorio la pandemia se ha caracterizado por la estigmatización de diferentes grupos. Testimonios múltiples en los medios de comunicación y en las redes sociales lo atestiguan. Identificando “culpables” o “responsables”, la constitución de alteridades amenazantes es independiente de las clases sociales, aunque no sea homogénea en su comportamiento ni en sus consecuencias. La culpabilización de los responsabilizados de difundir la enfermedad no tuvo los mismos efectos. Así, en los barrios populares, el temor a ser discriminado o a tener que abandonar su residencia con los riesgos que implica alejó a quien tenía sintomatología de la consulta médica y limitó la opción de los centros de aislamiento comunitarios. El pasaje de la estigmatización al hostigamiento —simbólico y real, público o privado—, estuvo condicionado por lo social.

La institución de un Otro como amenaza se percibe en la prohibición del ingreso a comunas y ciudades de los infectados o de quienes llegan del exterior, en la segregación contra los barrios carenciados, en la delación de los sospechosos de estar contagiados o de los que infringen las normas de cuidado, en la condena de ciertos grupos etarios como los jóvenes, que no respetarían las normas de prevención, en las amenazas y acosos. La quema y el apedreamiento de viviendas o vehículos, no sólo de los contagiados, constituye la forma extrema. Se trata de un tipo de práctica poco evidente en las sociedades europeas, aunque también presente, como lo evidencia el apedreamiento de un colectivo que conducía ancianos potencialmente infectados a un hospital en Cádiz (La Vanguardia, 25 de marzo de 2020).

El control de los cuerpos y de los territorios

La forma de gestionar la crisis de los países asiáticos a través del control tecnológico condicionó el debate en Occidente y su extremo, e instaló la cuestión de un posible universo distópico. Dado el tipo de régimen, el modelo chino de resolución de crisis influenció en las percepciones.13 Los dispositivos tecnológicos de control, principalmente cámaras de seguridad, de reconocimiento facial y térmicas, robots, drones, aplicaciones móviles y brazaletes de geolocalización de los usuarios, caracterizan la coyuntura. Son presentados como la esencia del control biopolítico, en el sentido dado por Foucault (2004), como un conjunto de dispositivos orientados al ejercicio del poder que intervienen sobre la gestión de la vida de las poblaciones. Sin embargo, las diferencias tanto a nivel de la infraestructura y de las capacidades estatales como de culturas políticas evocan situaciones disímiles.

En los países latinoamericanos, como en otras sociedades periféricas, más que una sociedad de vigilancia tecnológica al estilo asiático, lo que encontramos es la expansión de un modelo de control menos sofisticado, llevado a cabo por las diferentes fuerzas estatales, pero del cual puede participar la sociedad civil a través de la delación. Ciudadanos que filman y suben a las redes sociales imágenes de acciones que violan el aislamiento ha sido una constante en la región. Del control participan, inclusive, organizaciones criminales, como es el caso de los grupos narcos en Brasil, México y Colombia, país donde incluso se ejecutó por violar la cuarentena. En América Latina el encierro, que demanda vigilar y castigar, trasciende al Estado.

En Argentina, la aplicación de las tecnologías en el control de las circulaciones fue relativo y reveló problemas operacionales que trascienden las dificultades para tramitar los permisos. Resultado de la tensión que generaba con respecto al derecho a la privacidad, el gobierno tuvo que justificarse por el “ciberpatrullaje”, defendido con el argumento de medir el humor social y prevenir saqueos e igualmente debió modificar aspectos de la plataforma “Cuidar”, orientada a escanear el estado de salud, los contactos próximos y los traslados de cada persona.

Expresión de la yuxtaposición de temporalidades, prácticas arcaicas como la delación fueron oficialmente instituidas. El gobierno nacional dispuso una línea telefónica para denunciar casos de violación al aislamiento —anunciada en la prensa (Ministerio Fiscal Físico, s. f.)—, mientras que algunas provincias generaron sus propios mecanismos para informarse sobre los infractores (Clarín, 21 de marzo de 2020). Vigilar se tradujo fundamentalmente en un control territorial que implicó patrullajes, retenes, cercos y construcción de terraplenes, incluso en caminos pocos transitados como los rurales. Esto demandó una importante intervención de los ejecutivos locales que aislaron pueblos e incluso pusieron precintos en las casas (Clarín, 23 de agosto de 2020).

En Argentina, las políticas de aislamiento han sido reguladas tanto por el derecho administrativo (multas y sanciones no penales a reincidentes) como por el derecho penal. La cuarentena, decretada por el ejecutivo nacional por un dnu (Boletín Oficial de la República Argentina, 20 de marzo de 2020), tipifica como delito la trasgresión del confinamiento mediante detenciones, imputaciones, arrestos domiciliarios o secuestros de vehículos. Remitiendo al Código Penal, los infractores son sujetos de una causa penal que, según la gravedad del caso, pueden recibir penas que van desde multas a prisión. Ahora bien, lejos de la militarización de sociedades limítrofes, como la chilena o la boliviana, los controles se relativizaron progresivamente para endurecerse, sin resultado, con el anuncio de una vuelta a la fase 1,14 mientras que los castigos por el no acatamiento de las medidas de aislamiento comenzaron a perder vigencia con el hastío social.

Abusos de las fuerzas de seguridad en el marco de garantizar el cumplimiento del aislamiento social fueron denunciados. Las arbitrariedades cubrieron la geografía latinoamericana. Así, a modo de ejemplo en el caso en Paraguay, la policía motorizada, los Linces, fueron denunciados por apremios a ciudadanos por no cumplir con la cuarentena; en general poblaciones de escasos recursos o indigentes obligadas a hacer ejercicios o amenazados, con taser, de ir en prisión (Peris Castiglioni, 2020).

En Argentina, aunque se han registrado maltratos en diversos sectores sociales, principalmente se dieron, aunque no exclusivamente, contra personas en situación de calle, jóvenes de clases populares y poblaciones originarias. Publicitados y polimórficos, dichos actos sugieren un aumento de la violencia institucional. Por su impacto dos casos deben ser subrayados: la desaparición de un joven en la provincia de Buenos Aires y el asesinato de otro en Córdoba.

En general, los hechos implican menos una política institucionalizada de carácter dictatorial —como buscó interpretarlos parte de la oposición— que la persistencia de prácticas y de valores transmitidos, en general de modo informal, dentro de las instituciones de seguridad; en última instancia expresión de la autonomía que gozan. Los excesos en la gestión del aislamiento reflejan también aspectos estructurales como la falta de preparación, y coyunturales, el agotamiento, como en el caso de los médicos, consecuencia de las condiciones de trabajo.

En ciertos territorios, el control de la calle ha sido tradicionalmente un control de ciertos cuerpos. Las fuerzas de seguridad tienen incorporadas prácticas disciplinarias que trascienden el cumplimiento de la ley cuando son orientadas hacia las poblaciones más vulnerables. Se encuadran en una lógica represiva condicionada por cuestiones de clase que, en ciertas geografías como Chaco o Tucumán, implica un fuerte componente racista producto de las relaciones históricas entre las comunidades aborígenes y “criollas”. A modo de ejemplo, tres casos mediatizados, dada la existencia de filmaciones, pueden ser citados: gendarmes obligando a civiles a ejecutar ejercicios característicos de la instrucción militar —“salto de rana” y “cuerpo a tierra”— y a cantar el himno, adolescentes dispersados a balazos por la policía provincial en un barrio carenciado de Goya (Corrientes) y actos de violencia ejercidos por la policía contra la comunidad qom en el Chaco, que incluyeron la denuncia de abuso sexual (Infobae, 3 de junio de 2020). La respuesta fue el consenso social respecto de la condena y las sanciones contra las miembros de las fuerzas de seguridad por parte de las autoridades nacionales.

Esta representación deja ver las marcas de la dicotomía fundacional del siglo xix “civilización o Barbarie”. Ciertas poblaciones, son juzgadas por “natura” y “cultura” como poco proclives al respecto a las normas. Vastos sectores sociales —no sólo las clases medias—, perciben los habitantes de los barrios carenciados como imposibilitados de cumplir taxativamente el aislamiento. La idea contenida en los propósitos sobre su incapacidad de respetar el orden de la cuarentena se nutre y reactualiza el discurso sarmientino relativo a la idea de “civilizados” contra “primitivos”. Asume dos de los significados del “salvaje”: el que escapa a las reglas establecidas y el que con sus actos evoca a los pueblos menos “evolucionados”. Como lo revelan los mensajes en las redes sociales, el covid-19 expresa, por momentos, el no siempre explicitado —pero continuamente operante— deseo de limpieza social.

El protagonismo del actor militar

De las tareas de asistencia social a la imposición del orden, pasando por la producción de insumos, las fuerzas armadas son un actor fundamental de las políticas contra el covid-19.15 La participación se inscribe en escalas diferentes, del empleo de dispositivos tecnológicos militares orientados a la lucha antiterrorista al confinamiento (Israel) al despliegue de equipos médicos (Francia) pasando por el recurso a los efectivos para hacer cumplir las restricciones (Sudáfrica), prevenir actividades terroristas (Gran Bretaña) o ayudar a rastrear casos (España). En general, la combinación de funciones es la norma.

En América Latina, el rol de las fuerzas armadas en el marco de los debates sobre el Estado de excepción reinstaló el recelo —por momentos, el prejuicio— hacia lo militar, relanzando la desconfianza que la tendencia a la “segurización de lo social” provoca desde fines del siglo xx.16 Aunque los militares dejaron de ser ese actor que periódicamente sacudía el orden constitucional caracterizando la cultura política latinoamericana, desarrollan un rol cada vez más preponderante en la sociedad; inclusive poseen niveles de aceptación mayor que otras instituciones, en particular los partidos políticos.17 La coyuntura regional caracterizada por la participación de las fuerzas armadas en diversos procesos políticos —Bolivia, Venezuela, Brasil, Ecuador, Perú, El Salvador y Chile— refuerza el temor al pretorianismo y a la militarización de la política.

En América Latina, la intervención expresó no sólo la tradicional heterogeneidad de lo militar, sino también la tensión no resuelta entre modelos de fuerzas armadas. La pandemia no hizo más que profundizar tendencias. Así, mientras en países como El Salvador acentuó la participación de los militares en el control territorial y en la seguridad urbana, en otros, como en Argentina, reforzó su rol asistencialista mediante la ayuda humanitaria.

Al igual que su razón de ser, la guerra, el camaleón del que hablaba Clausewitz (1998), los protagonistas mutan según las condiciones que le dan forma. El papel de las fuerzas armadas en la protección del Estado y la sociedad no se reduce a la guerra. La versatilidad de lo militar tiene poco de nuevo en América Latina. Las fuerzas armadas, nunca han sido un cuerpo homogéneo y único, tradicionalmente desarrollaron una multiplicidad de roles, consecuencia de la debilidad de otras instituciones y actores. Repartir alimentos, prestar servicios sanitarios y generar infraestructura forma parte de la institución.

Si en América Latina todas las fuerzas armadas han conservado el aspecto esencial de los ejércitos, de acuerdo con la ética militar moderna, dado por la naturaleza disuasiva involucrada en la misión de mantener la soberanía y el equilibrio regional de fuerzas, las misiones se han diversificado desde el ciclo de la Guerra fría. Los militares latinoamericanos desarrollan múltiples funciones subsidiarias: intervienen en el control del orden interno asumiendo funciones policiales, se enfrentan a la experiencia de desastres naturales y disfunciones tecnológicas, participan en proyectos de ayuda social y desarrollo económico y colaboran en la formulación de la política exterior, integrando fuerzas de paz o exportando asistencia en seguridad. Las múltiples lógicas que surgen de esas misiones implican una oportunidad para enfrentar el proceso de reconversión de las fuerzas armadas, reforzando su papel en la sociedad nacional tanto como en la política de cooperación internacional.

En relación con la pandemia, lo que puede ser visto como una novedad se inscribe, en casos como el argentino, en una historia que en la región tiene que ver con la refundación doctrinaria producto de la búsqueda de un sentido para la institución operada desde el regreso de la democracia en los años ochenta del siglo xx. El fin de la Guerra fría fue testigo de un debilitamiento del actor militar que se acompañó más por la búsqueda de nuevos objetivos que por formas de participación en la vida pública. La globalización profundizó la crisis que había golpeado, de manera desigual, a los militares latinoamericanos desde la década de los ochenta y el fin de los estados burocráticos-autoritarios. A su vez, significó un cuestionamiento, ya que la existencia y la razón de ser de las fuerzas armadas estaban estrechamente vinculadas a una concepción tradicional del Estado nacional, la soberanía, el territorio y la defensa. Los titulares del monopolio del conocimiento de la violencia extrema, como conocimiento técnico, intentaron ocupar un lugar diferenciado en la sociedad, buscando la construcción de un significado a través de una misión de acuerdo con su autopercepción como grupo singular y élite tecnocrática.

Como cuerpo corporativo más o menos autónomo dependiente del Estado y expresión paradigmática de la tarea “patriótica”, las fuerzas armadas han adoptado un comportamiento, con matices según las sociedades, que corresponde al papel de burocracia especializado en la protección del aparato estatal y de la sociedad correspondiente al soldado profesional específico de la tradición de la democracia liberal en Occidente. Sin embargo, ciertos objetivos establecidos, como la lucha contra la criminalidad organizada, crean tensiones con esta tradición.

Las pandemias en los debates estratégicos latinoamericanos

En América Latina, desde los noventa, las pandemias están presentes en los debates militares regionales, formando parte de las refundaciones doctrinarias operadas con el fin de la Guerra fría. En un momento en que el “deseo” de un enemigo era débil, la dificultad de acordar sentido o producir una definición clara y rigurosa de la amenaza condujo a representaciones estratégicas que introdujeron un cambio importante en su percepción. La idea de que la seguridad nacional no se estructuraría a partir de las figuras tradicionales de la amenaza, sino que como consecuencia del riesgo de disfunción generalizada de la sociedad comenzó a circular (Manero 2020a).

Las transformaciones operadas en las sociedades y en el sistema internacional cambiaron los fundamentos de las políticas de defensa, instituyendo nuevos enfoques de la protección. La ampliación de la definición de amenaza acompaña la participación de las fuerzas armadas en la resolución de problemas no militares. Motivados por la modernización, diversos gobiernos optaron por incrementar tanto el involucramiento en operaciones de ayuda humanitaria resultado de catástrofes naturales y sociales como la participación en la implementación de programas sociales. Con base en la confianza en la capacidad para manejar dichas situaciones los militares reconstruyen su relación con la política. Los hombres necesarios para responder a la catástrofe social que es la guerra se presentan y son presentados como idóneos para responder a otras formas de desastre, aunque las competencias o habilidades de las fuerzas armadas, cuando se trata de resolver cuestiones que surgen de campos que no son exclusivamente militares, estén lejos de ser claras, como suele ser subrayado desde sectores diversos.

La implementación de una política militar en torno a los desastres naturales y sociales es una de las características de la era del riesgo y la ingobernabilidad incluso si, en el continente, tempranamente, las Fuerzas armadas desplegaron su potencial para responder a este tipo de situación. En América Latina existe una tradición de recurrir a los militares para cuestiones otras que la guerra. Así, condicionado por la geografía, Chile se convirtió en un país altamente preparado en materia de desastres naturales.

Los militares han tenido un rol central en sociedades con déficits estructurales en las burocracias estatales, en particular en lo que tiene que ver con la protección de las necesidades que surgen por las distintas formas de las catástrofes. La participación de las fuerzas armadas en materia sanitaria en sociedades donde el sistema nacional de salud es precario es parte de una tradición. En Argentina, la salud pública es una cuestión de seguridad nacional desde la época en la que la “Nación en Armas” (Colmar Von der Goltz, 1884) formateaba el pensamiento militar. Ésta exigía un Estado que promulgase leyes destinadas a garantizar tanto la salud y la educación, así como a desarrollar un sentimiento de pertenencia e impulsar la autonomía industrial necesaria para la guerra moderna. La acumulación de fuerzas que implicaba la preparación para la guerra demandaba no solo la movilización industrial, tenía también un componente demográfico indisoluble de la salud de población. El compromiso cívico no podía estar disociado de las condiciones objetivas para desplegar la defensa de la nación, lo que implicaba recursos materiales y humanos. La institución del ciudadano como un actor central en un sistema de producción de seguridad se acompaña de la intervención del Estado en cuestiones de salud pública. Así, preocupados por las condiciones de los recursos humanos, las medidas a favor de los obreros puestas en marcha por Perón suscitaron simpatía en los militares.

La post Guerra fría introdujo una definición amplia de seguridad, que permitió la incorporación de una serie de cuestiones, previamente relativizadas, incluso ausentes de la agenda de seguridad, que van desde cuestiones ambientales hasta cuestiones sociales como la migración o la delincuencia. La modificación del concepto de protección tuvo consecuencias en el binomio defensa-seguridad y en el papel de las fuerzas armadas. Las amenazas militares clásicas, producto de la vecindad estatal territorial (rivalidades de poder, proyección de fuerza, aumento de las capacidades militares, dinámica y proliferación de armas, en particular biológicas, químicas y nucleares) están ausentes del discurso político-militar o subordinadas a nuevas preocupaciones estratégicas. Surgen otras cuestiones percibidas como amenazantes, vinculadas con el medio ambiente, la salud o la sociedad, no necesariamente militares, aunque implican y comportan la posibilidad de una militarización de las relaciones sociales. Muchas de esas “amenazas” toman formas que siempre han existido, pero que se encontraban subordinadas a la amenaza ideológica o territorial. Como consecuencia, la escisión, tradicionalmente subvertida en la región, de la defensa y de la seguridad —que surge del tipo y de la naturaleza de la amenaza, criminal y militar estatal— es cuestionada.

La circulación de representaciones estratégicas transnacionales colaboró en la ampliación del concepto de seguridad, participando en la homogeneización de las políticas públicas. Como en otras geografías, las reflexiones sobre seguridad que surgieron con el final de la Guerra fría se alejaron de la visión hegemónica del siglo xx, orientada casi exclusivamente hacia la afirmación del Estado. Las definiciones de la protección estatal se ampliaron a partir de la incorporación de nuevas amenazas, preocupaciones y desafíos, que incluyen aspectos políticos, económicos, sanitarios y ambientales.

El debate estratégico, en este contexto, concierne a una amplia gama de problemas muy diferentes. De hecho, se refiere al terrorismo, al crimen organizado transnacional, al problema de las drogas, de la corrupción, del lavado de dinero, del tráfico de armas, de la migración, de la pobreza extrema y de la exclusión social de parte de la población que afecta la estabilidad y la democracia, los desastres naturales y los provocados por el hombre, el sida y otras enfermedades, el daño al ecosistema, la trata de personas, los ataques cibernéticos, los accidentes o incidentes en el transporte marítimo de materiales peligrosos, incluidos petróleo, material radiactivo y desechos tóxicos, armas de destrucción masiva y su uso por terroristas (oea, s. f. a). Si bien la mayoría de estas cuestiones no son de naturaleza militar, tienen consecuencias estratégicas, encontrándose frecuentemente interrelacionadas. Así, la financiación de organizaciones criminales a través de la explotación forestal o del tráfico de animales releva de un problema de salud pública vinculando con la zoonosis: la deforestación y el transporte de animales puede participar de la difusión de virus transmisibles a los humanos.

Esta concepción de la seguridad estructura el concepto de “seguridad multidimensional” (oea, s. f. b) a partir del cual se funda la doctrina adoptada por la oea en su asamblea general de junio de 2002 en Bridgetown, Barbados. La declaración reconoció que: “Las amenazas, preocupaciones y otros desafíos a la seguridad en el hemisferio son de naturaleza diversas y de alcance multidimensional, y los conceptos y enfoques tradicionales deben extenderse a las nuevas amenazas no tradicionales, incluidas las políticas, económicas, sociales, de salud y de medio ambiente” (2002).

Concepción integral de seguridad, adaptable a cuestiones tan diversas como conflictos sociales, pandemias o tráficos ilícitos, la seguridad multidimensional desdibuja la distinción crucial entre seguridad pública y defensa nacional al permitir que las fuerzas armadas integren en sus representaciones y sus prácticas, cuestiones que no son exclusivas o tradicionalmente militares. Así, en la seguridad multidimensional, la participación de los militares en la atención a la salud o la implementación de programas educativos destinados a frenar las epidemias son medios para asegurar a las poblaciones y garantizar la seguridad y la estabilidad de los Estados y las sociedades, formando parte de las políticas de desarrollo, lo que recuerda prácticas de la Guerra fría en la región.18 Así, en 2010, Haití declaró el cólera como un problema de seguridad nacional en un marco en el cual el Ejército es pensado como una herramienta para el desarrollo. En 2015, la adopción del Libro Blanco por este país promovió la voluntad de defender la soberanía nacional, garantizar los derechos humanos y proteger a la población de amenazas
de todo tipo. El título es revelador, evoca la relación de
la seguridad y de la defensa nacional con el desarrollo
económico y social sostenible.
19

La implementación de medidas de seguridad “multidimensionales” como doctrina de seguridad por parte de la oea significó la expresión más concreta del intento de reformulación doctrinaria en el continente implicando otras amenazas además de las militares. Percibida como producto de representaciones estratégicas promovidas por Estados Unidos, la seguridad “multidimensional” fue resistida, con matices, por los gobiernos denominados neopopulistas. El enfoque multidimensional tiende a diluir la soberanía territorial de acuerdo con una concepción transnacional de seguridad asociada con la lucha contra lo que se denomina, de forma simplista, “nuevas amenazas”, algo inaceptable para dichos gobiernos. Ahora bien, más allá de resistencias puntuales, la concepción de seguridad producida en la década de 1990 y la percepción de la amenaza que le corresponde, permanece presente en la Declaración sobre Seguridad en las Américas de 2003 (oea, 2003). En un contexto político regional y global diferente al de la post Guerra fría, en 2005 se creó la Secretaría de Seguridad Multidimensional en el marco de la oea. La seguridad multidimensional porta en potencia la militarización que puede resultar de la segurización de los problemas sociales. Permite no sólo tratar cuestiones de orden social, económico o medioambiental como asuntos de seguridad, sino fundamentalmente militarizar las soluciones.20

A través del concepto de seguridad multidimensional se expresa la tendencia impulsada por Estados Unidos, que consiste en concebir las cuestiones sociales como problemas de seguridad, un elemento central en la militarización que caracteriza a la política exterior estadounidense en la post Guerra fría (Adams y Murray, 2014); militarización que aparece como la respuesta dada por aquel país a la amplia gama de problemas que afectan a la región (Chillier y Freeman, 2005: 8). Bajo la influencia de las representaciones estratégicas promovidas por Estados Unidos y en el marco de la oea, la “seguridad multidimensional” se convirtió en el eje de la “seguridad hemisférica”; para los Estados Unidos, esta última implica la posibilidad de construir un marco de seguridad colectiva a través de la cooperación que permita asegurar la agenda del desarrollo” (Foundation Ford y itesm, 2004: 25).

Ahora bien, más allá de la influencia de Estados Unidos, la segurización de lo social no puede reducirse a las demandas de ese país. Forma parte tanto de los debates de la época como de las respuestas político-estatales a la cuestión de la protección, en particular a los problemas de seguridad pública. La crítica a la seguridad hemisférica no significa que las Fuerzas armadas no sigan la tendencia hacia la segurización de los problemas sociales. Así, en Venezuela, el gobierno más crítico, los militares son un elemento preponderante en el campo social. Junto con las misiones sociales, estructuradas en salud y educación y desarrolladas, en parte, por médicos, trabajadores sociales y cuadros políticos cubanos, las fuerzas armadas representan el instrumento principal de la acción social del chavismo.

El Cono Sur, concepciones diferentes de lo militar

La participación militar en la lucha contra la pandemia se acompaña de una redefinición de la relación seguridad-defensa-protección. En un mismo espacio geográfico, el Cono Sur, la participación puede asumir no sólo formas diferentes, sino también antagónicas. Tienen en común evidenciar la esencia política de lo militar.

En Chile, la respuesta se inscribe en la lógica de la militarización de lo social. Del control de datos personales al envío de un contingente militar a la Araucanía pasando por la distribución de comida a los sectores vulnerables, la aplicación del “toque de queda” o la protección de infraestructura, los militares son el fundamento del estado de excepción constitucional. Junto a los Carabineros, quienes se caracterizaron por el uso excesivo de la fuerza, fiscalizan el cumplimento de las cuarentenas y garantizan el orden social (El Economista América, 7 de mayo de 2020).

En el contexto del estado de emergencia y de la prioridad de medidas para frenar los efectos de la pandemia, el Gobierno prosiguió con un conjunto de proyectos que afectan el control civil de la defensa perpetuando el rol de las fuerzas armadas en el orden interno: modernización del Sistema de Inteligencia del Estado (Diario Uchile, 13 de mayo de 2020), resguardo de infraestructura crítica por la fuerzas armadas (Infodefensa, 10 de marzo de 2020) y establecimiento de un nuevo sistema de compras e inversiones en las capacidades estratégicas de la Defensa, aunque la dimensión tomada por la pandemia obligó a postergar proyectos como la modernización de los F-16. El Ministerio de Defensa anunció el aplazamiento en un comunicado. En ese marco debe también inscribirse la limitación de la cooperación del Estado con la Corte Penal Internacional y el decreto que regula el uso de la fuerza o el incremento de la participación de los militares en el control al narcotráfico en particular en la frontera norte del país.

Si bien el debilitamiento de la democracia y del Estado de derecho es denunciado por la oposición, la crítica a la militarización resulta marginal. Así, una carta abierta circuló dirigida a los líderes de partidos políticos de oposición para expresar su preocupación por las leyes que el Gobierno envió al Congreso. El Grupo de Análisis de Defensa y Fuerzas Armadas sostenía que la aprobación “pronuncia la autonomía y secretismo de las FF.AA., a la vez que las involucra peligrosamente en roles de seguridad” (El Mostrador, 2020).

En Argentina, el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas elaboró directivas para otorgar apoyo al plan operativo de preparación y respuesta a la pandemia. Con el propósito de contribuir a la protección de los ciudadanos, la Escuela Superior de Guerra Conjunta de las Fuerzas Armadas organizó el Observatorio de la crisis covid-19.21 En el marco de las misiones subsidiarias instituidas por la doctrina de la Defensa Nacional en 2006, se lanzó la Operación de Protección Civil contra el covid-19 “General Manuel Belgrano”, estructurada a partir de la ayuda humanitaria.

El Ejército se concentró en tareas de contención social vía la asistencia alimentaria a través del reparto de bolsones de alimentos y raciones, la fabricación de insumos sanitarios (alcohol en gel, barbijos y camisolines) y la instalación de hospitales de campaña (República Argentina, s. f. a). En junio, en un contexto caracterizado por la demanda de los gobernadores de provincias fronterizas de Brasil y Bolivia, de envío de tropas a la frontera para controlar los pasos clandestinos dado los enfrentamientos armados entre gendarmes y contrabandistas en Salta22 y el arribo de ciudadanos bolivianos en búsqueda de atención médica (La Nación, 24 de junio de 2020), el ejército se desplegó en la zona fronteriza entre Bolivia y Argentina (Telam, 23 de junio de 2020), otorgando apoyo logístico a la Gendarmería,23 tarea que se ajustaba a la Ley de Defensa. El control de aislamiento social reforzó el rol que desde fines de los noventa dicha fuerza de seguridad fue adquiriendo en la gestión de los conflictos sociales y de la inseguridad en los centros urbanos, relativizando su función tradicional en las fronteras. Por su parte, la Fuerza Aérea participó de la repatriación de ciudadanos y del traslado insumos, muestras y médicos a las provincias.

En Argentina, la intervención militar posee un importante contenido político que nada tienen que ver con la militarización del espacio público que se produjo en otras sociedades. En una coyuntura caracterizada por el despliegue operacional de las fuerzas armadas más importante después de la Guerra de Malvinas, según el ministro de defensa (Perfil, 9 de junio de 2020), el gobierno generó iniciativas políticas en materia de defensa.

La colaboración de los militantes con los militares pone en evidencia la vigencia de una tradición ligada al peronismo. La tríada clausewitziana Gobierno, fuerzas armadas y pueblo continúa arraigada (Manero; 2014). En el imaginario de ciertos funcionarios y militantes se reactualiza el “Operativo Dorrego” de los setenta.24 Coordinada desde el Estado, la relación entre los movimientos sociales, las organizaciones políticas y las fuerzas armadas formaría parte de un nuevo proyecto de soberanía tanto nacional como popular. En una publicación oficial, un intelectual próximo del gobierno sostenía: “No existirá control de la pandemia en los lugares donde no se puede cumplir con la cuarentena sin unas fuerzas armadas integradas al gobierno popular” (Entrevista a Jorge Alemán, 2020).

Los aplausos de los sectores populares a las fuerzas armadas parecían confirmar la afirmación del presidente A. Fernández de que había que dar vuelta la página respecto de la dictadura cívico-militar. Para el mandatario, los militares en actividad habían sido formados durante la democracia, estaban integrados a la sociedad (Telam, 21 de febrero de 2020). La declaración generó críticas en sectores defensores de los derechos humanos obligando al presidente, que fue acusado de “negacionista”, a clarificar sus declaraciones (Infobae, 24 de febrero de 2020). Se trataba de una inquietud desproporcionada, dado que no implicaba cuestionar la condena al terrorismo de Estado.

En julio, el encuentro de camaradería de las Fuerzas Armadas instituyó una nueva oportunidad. El jefe de Estado destacó la labor en la lucha contra el coronavirus y anunció una prima salarial. Remarcó “que se ganaron el reconocimiento de todos los argentinos”, “que debieron enfrentar algo único en la historia” y “poner todo el esfuerzo para preservar la vida de los argentinos” (República Argentina, 22 de julio de 2020).

En el marco de la emergencia sanitaria, el gobierno reafirmó la separación entre seguridad interior y defensa. A fines de junio, volvió sobre las reformas producidas por el macrismo, derogando los Decretos 683, del 23 de julio de 2018, y 703, del 30 de julio de 2018, además de restablecer la vigencia de los Decretos 727, del 12 de junio de 2006; 1691, del 22 de noviembre de 2006; 1714, del 10 de noviembre de 2009, y 2645, del 30 de diciembre de 2014 (Boletín Oficial de la República Argentina, 26 de junio de 2020).

En 2018, el Decreto número 683/18 había planteado la necesidad de modificar la reglamentación de la Ley de Defensa Nacional núm. 23.554. El macrismo sostenía que resultaba necesario establecer nuevos roles y funciones como consecuencia de la evolución del entorno de Seguridad y Defensa, apelando a los atentados a la Embajada de Israel y a la amia, a la pérdida del control de las fronteras y al crecimiento del narcotráfico y de la inseguridad. Las denominadas “nuevas amenazas” eran instituidas como hipótesis del empleo del instrumento militar. El capítulo ii (Posicionamiento estratégico de la República Argentina en materia de Defensa), punto d. (Impacto de la criminalidad transnacional), sostenía que las Fuerzas Armadas podrían ser empleadas en apoyo de estrategias tendientes a enfrentar problemáticas como “la desarticulación de redes delictivas vinculadas al narcotráfico, la piratería, la trata de personas y el contrabando”, así como para “prevenir la expansión del terrorismo transnacional”.

Para el gobierno peronista, el macrismo habría producido una “alteración de la voluntad del legislador y del espíritu de la Ley de Defensa Nacional”, confundiendo los campos de la Defensa Nacional y de la Seguridad Interior. El Decreto número 703/18 estaría en contradicción con lo prescripto por la Ley de Defensa Nacional número 23.554, la Ley de Seguridad Interior número 24.059 y la Ley de Inteligencia Nacional número 25.520. El gobierno subraya particularmente que la supresión de las directivas del Decreto número 1691/06 implicó la eliminación de la misión subsidiaria “Participación de las Fuerzas Armadas en la construcción de un Sistema de Defensa Subregional”, medio por el cual el instrumento militar contribuía a la articulación de la política de defensa nacional con la política exterior con un sentido integracionista. La modificación operada por Cambiemos reflejaba un realineamiento internacional acorde con las representaciones estratégicas promovidas por Estados Unidos.

Las amenazas externas reglamentadas en la gestión de Macri devienen, con Fernández, nuevamente en amenazas militares estatales externas. La modificación establece la separación de los roles y funciones castrenses y policiales, evitando la militarización de la seguridad pública y la intervención de las Fuerzas Armadas en seguridad interior. Reduccionista, dicha modificación doctrinaria se funda sobre representaciones estratégicas que restringen la defensa a la lógica estatal, relativizando que el empleo del instrumento militar no depende de la identidad o de la geografía del agresor —su pertenencia o no a un Estado—, sino de las características de la agresión, lo que dificulta tanto el abordaje de los actores no estatales violentos como una cuestión central del nuevo universo estratégico: la ciberdefensa.

Conclusión

La amenaza de muerte por covid-19 reactualiza cuestiones atávicas, como el rol disciplinario del miedo o la preocupación, hobbesiana, de la relación entre libertad y protección. Nos recuerda la relación intrínseca del Estado con la seguridad. En América Latina, la relación implica por un lado la seguridad “física”. Se trataba de proveer servicios de salud tanto como de hacer cumplir la cuarentena destinada a aplanar la curva de contagios, de prevenir la delincuencia que la crisis económica provoca o evitar revueltas carcelarias y saqueos. Por otro lado, dicha relación remite a la seguridad “económica” dada por las necesidades de la población, en particular de los que si no trabajan no comen, o por el imperativo de garantizar el normal funcionamiento de la economía y evitar la ruptura de la producción. El covid-19 afecta no sólo los cuerpos, sino también los “bolsillos”, recordándonos que la amenaza de muerte por hambre ha sido históricamente un elemento central, aunque menospreciado, de lo estratégico.

Como en otras geografías, los gobiernos, actuaron tensionados por el riesgo de la no protección y de los costos, no sólo económicos, del aislamiento social. La preocupación por las consecuencias sobre las instituciones democráticas caracterizó los debates políticos e intelectuales (Manero 2020b). La incidencia de los regímenes de excepción sobre las garantías constitucionales constituyeron un punto central en las críticas a los ejecutivos. En ese marco, producto de la historia, en “extremo occidente” el protagonismo militar tomó un dimensión particular.

Las imágenes de los militares en las calles controlando el orden o en las fronteras evitando la entrada de extranjeros y expatriados —turistas o no—, pero también repartiendo comida o aportando cuidados sanitarios caracterizaron al tratamiento del covid-19 en América Latina. Las imágenes evocan tanto el recuerdo de lo peor de la historia del continente como los intentos de una nueva formulación del rol del actor militar. Desveladas, permiten apreciar la tensión histórica que atraviesa las Fuerzas armadas desde las independencias, evidencian la relación por momentos antagónica, por momentos complementaria, entre patrullar calles y construir hospitales. La historia regional da cuenta del recurso a los militares para compensar carencias de las políticas públicas.

La intervención de las Fuerzas Armadas en la crisis del covid-19 no sólo evidencia las limitaciones estatales sino que revela la intensificación de las funciones militares en la acción social y sanitaria y en la gestión de riesgos. La pandemia constituye un evento fundacional por medio del cual parecen confirmarse nuevos patrones de la relación del Estado con la protección que oficializan visiones de la relación fuerzas armadas-sociedad gestadas desde el fin de la Guerra fría. Si en casos como el argentino la pandemia posibilitó, a partir de una misión humanitaria, un lugar en la sociedad, queda por confirmar si esto permite construir una identidad permanente.

En un contexto global donde la conflictividad interestatal tiende a reinstalarse, la pandemia refuerza una concepción de la seguridad que estimula el empleo de las fuerzas armadas en misiones no tradicionales. La seguridad provendría de un enfoque integral que puede implicar designar un problema no militar como una amenaza. Las pandemias forman parte de esas amenazas, propias al desorden global, cuya peligrosidad se relaciona con su difusión y circulación. En la agenda de seguridad, acompaña cuestiones tales como la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, el crimen organizado o la vulnerabilidad frente a los riesgos climáticos. Ahora bien, si las implicancias sociales y ecológicas de la explotación de los recursos naturales pueden ser consideradas en términos de seguridad, el cuestionamiento de la relación del capitalismo con el ecosistema al que hacen referencia parte de los análisis sobre el origen de la pandemia está lejos de ser considerado. El modelo extractivista no es cuestionado.

La pandemia agudizó la connivencia entre gobiernos y fuerzas armadas, mostró que los militares continúan desempeñándose como un actor de importancia en la política regional (Diamint, 2020). No obstante, la crisis no sólo implicó una oportunidad para la ampliación del accionar militar sino también para su reinserción. Mientras en algunas sociedades potenció el proceso de militarización de la vida social experimentado en los últimos años, en otras, como la Argentina, participa del intento de reconciliación con la sociedad.

Considerar un problema de salud pública como una cuestión de seguridad carga en potencia con la posibilidad de su militarización, como lo evidencia desde hace años la “Guerra a las drogas”. Sin embargo, la relación no es mecánica. El caso argentino, donde la intervención de las fuerzas armadas no se tradujo en la militarización de la salud lo evidencia. La participación de los militares en tareas no tradicionales no significa necesariamente su potencialización como actor político. Comprender la dimensión securitaria de fenómenos no militares como el covid-19 permite evitar la militarización de lo social. Si el discurso de la militarización es un discurso bélico el discurso estratégico es un discurso de protección: no pueden ni deben ser confundidos.

La pandemia es una cuestión de orden estratégico no sólo en relación con el Estado y los actores movilizados —las fuerzas armadas y de seguridad—, sino también en lo que concierne las prácticas de la sociedad civil. Siendo una tragedia no se trata de una guerra. El discurso bélico construyó un relato con consecuencias negativas para quienes padecen y combaten la enfermedad. Las crónicas marciales conllevan, como en otros momentos de la Historia regional, a una contraposición marcada entre un “nosotros” y un “ellos”, una relación agonística donde existen los héroes, pero también los “traidores”. Más allá de los discursos apelando a la unidad nacional, la estigmatización y la criminalización, inseparable de los miedos, caracterizó a las sociedades dejando ver lo peor. Como lo evidencia el caso argentino, ciertas prácticas desarrolladas frente a la pandemia dan cuenta de egoísmos movilizados por miedos privados pero también por intereses públicos, como lo muestra el uso político de la enfermedad por la oposición. Cuestión arcaica, Tucídides relata, en la Historia de la Guerra del Peloponeso (Thucydide, 2000) cómo la epidemia en Atenas había revelado la debilidad moral de sus contemporáneos.

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1 * cnrs-ehess (Mondes Américains). Correo electrónico: <edgardo.manero@ehess.fr>.

2 Sobre la enfermedad como metáfora ver Sontag (1996).

3 Un ejemplo de esta interpretación reduccionista se encuentra en Hayson Challco Cotohuanca y Selim Ben Amor (s. f.).

4 Un ejemplo acabado es el caso peruano: Minsa Perú (2020).

5 Componentes de un supuesto “pensamiento latinoamericano” según J. Sebreli (1983).

6 En marzo, ex-militantes de la organización político-militar erp se pusieron a disposición del gobierno para combatir la pandemia por medio de una carta dirigida al ministro de Defensa. Evocando la patria ofrecieron “toda su colaboración” para vencer al “enemigo viral”. Periodismo y Punto (29 de junio de 2020).

7 La dimensión de lo social confiere al héroe una arista colectiva, que H. Oesterheld, con dibujos de F. Solano López, expresó mediante el personaje de El Eternauta, en 1957, y que el kirchnerismo se reapropió instituyéndolo en algo más que un homenaje a N. Kirchner con la figura del Nestornauta. Elaboración ideológica originalmente destinada a los militantes, permitió con éxito el trasvasamiento generacional entre la juventud de los setenta del siglo xx y los jóvenes kirchneristas. La historieta evoca la condición humana y las relaciones de poder en un escenario posapocalíptico reivindicando la resistencia colectiva. Como en el caso del covid-19, la humanidad se enfrenta a una amenaza externa mortífera. El argumento comienza con una nevada letal sobre Buenos Aires provocada por los “Ellos”, carentes de representación física, expresión de un imperialismo galáctico.

8 Así el Sida, paradigma de las enfermedades estigmatizantes y punitivas, generó discriminación hacia los homosexuales y ciertos consumidores de drogas responsabilizándolos por sus prácticas de la transmisión.

9 Para un análisis comparativo de las medidas tomadas por los países latinoamericanos ver cuadro 1 en Bulcourf y Cardozo (2020 : 48).

10 Tempranamente, Giorgio Agamben (2020) aludió a la epidemia como “invención” y “pretexto”, a una instrumentalización destinada a generalizar el estado de excepción, como paradigma para gobernar, tras la desaparición del terrorismo.

11 La preocupación por los riesgos que implican a la privacidad la posible manipulación de la información no puede reducirse a los comportamientos estatales. Empresas tecnológicas recolectan información con fines comerciales, como lo evidencia el caso de Cambridge Analytica.

12 Si la imaginería del parásito y del contagio es una figura clave del discurso de la hostilidad en el siglo xx, asociada fundamentalmente al discurso anticomunista no es exclusiva de los sectores portadores de una visión conservadora del orden social.

13 Con diferencias, los riesgos totalitarios que entraña la generalización de las técnicas de vigilancia digital y biométrica del gobierno chino fueron subrayados por Harari (2020) y Han (2020) en textos que orientaron parte de los debates sobre la pandemia.

14 Es el caso del área metropolita Buenos Aires a fines de junio 2020.

15 Sobre Europa y Estados Unidos ver Opillard (2020). Con respecto de la situación en América Latina, las reflexiones se centran en las relaciones cívico-militares y en la relación democracia-autoritarismo. Sobre la militarización y la institucionalidad democrática ver Verdes-Montenegro (2020) y Diamint (2020).

16 A modo de ejemplo ver Dasso (2020).

17 Los informes de Latinoabarometro son un buen ejemplo: <http://www.latinobarometro.org/lat.jsp>.

18 La implementación de acciones de carácter social para obtener el apoyo de las poblaciones en el contexto de la lucha contra la «subversión» no puede restringirse a operaciones de propaganda.

19 Según el documento, los militares deben intervenir en cuestiones tan diversas como la lucha contra los desastres naturales, el contrabando, el tráfico de drogas, el terrorismo, el delito cibernético, la protección fronteriza y ambiental. (République d’Haïti, 2015)

20 Sobre el uso de instrumentos militares para cuestiones situadas fuera del marco militar a través de misiones en la interfaz del interior y el exterior ver Wæver (1995).

21 Al respecto ver los boletines publicados por el Observatorio de la crisis covid-19: <https://www.esgcffaa.edu.ar/esp/publicaciones-covid.php>.

22 El gobernador de la provincia se refirió a un problema migratorio en un contexto de cuarentena y cierre de fronteras.

23 Desde 2018 funciona en la zona el operativo “Integración norte” de apoyo logístico a las Fuerzas de seguridad y de asistencia humanitaria a las poblaciones. República Argentina (s. f. b).

24 El “Operativo Dorrego”, dirigido por el posterior ministro del Interior de la dictadura A. Harguindeguy, consistió en una serie de trabajos cívicos de reconstrucción postinundaciones en la provincia de Buenos Aires, desarrollados conjuntamente por las Fuerzas Armadas y sectores de la JP.