La pandemia como acontecimiento mundo: acercamiento socioantropológico a la temporalidad del covid-19

The Pandemic as a World Event: Socioanthropological Approach to the Temporality of covid-19

Raúl H. Contreras Román* 1/

Guadalupe Valencia García** 2

Resumen: Desde el punto de vista temporal, la eclosión de un tiempo ignoto, el tiempo-covid está signado principalmente por la duda, la incerteza, la desestabilización de las series temporales que se venían desplegando y que dotaban a nuestro presente de un eje estabilizador entre el pasado cercano y las imágenes relativamente compartidas respecto del futuro próximo. Su carácter excepcional, uno de los temas discutidos en este artículo, asigna a este tiempo de pandemia un carácter inédito, para cuya comprensión proponemos la noción de acontecimiento total global: un acontecimiento-mundo.

Palabras clave: pandemia, temporalidad, covid-19, análisis socioantropológico.

Abstract: From the temporal point of view, the emergence of an unknown time, the time-covid, is mainly marked by doubt, uncertainty, the destabilization of the time series that had been unfolding and that endowed our present with a stabilizing axis between the near past and the relatively shared images regarding the near future. Its exceptional character, one of the issues discussed in this article, gives this time of pandemic an unprecedented character, for whose understanding we propose the notion of a global total event: a world-event.

Keywords: pandemic, temporality, covid-19, socioanthropological analysis.

Postulado: 01.09.2020

Aprobado: 16.04.2021

en el presente texto proponemos un acercamiento a la pandemia covid-19 desde la perspectiva del análisis temporal. Haciendo uso de algunas categorías desarrolladas desde la sociología y la antropología del tiempo, exploraremos dos dimensiones que pueden servir para responder a la pregunta ¿qué tiempo es éste? La primera dimensión tiene que ver con el desanclaje temporal, fruto de los diversos tipos de confinamiento, que se traduce en una suerte de malestar temporal. Los trastornos temporales en el contexto de la pandemia pueden ser explorados en las múltiples formas en que nuestros sistemas de ordenación temporal previos, dejan de ser funcionales al tiempo vivido en el confinamiento. Las horas y los días parecen pasar sin discontinuidades y carecemos de estímulos o marcadores que ayuden a experimentar cambios significativos en el ritmo temporal de nuestras vidas.

La segunda dimensión a explorar, de mayor calado, propone entender la pandemia como un acontecimiento total y global en el cual la vida parece transformarse para siempre marcando un antes y un después que permitirá, seguramente, hablar de la época post-covid. Se trata de un hecho social total —a la manera en que lo concibió Marcel Mauss— que pone en juego a todas las dimensiones de la vida social. Es global, y no sólo mundial, porque la simultaneidad en las relaciones sociales, y la velocidad con la cual se expanden los efectos de eventos particulares —entre ellos, el primer contagio por covid en China— no tiene parangón en la historia. Como acontecimiento, el arribo de la pandemia marca una ruptura temporal en la cual el presente de hoy no es aquel desde el cual evocamos el pasado e imaginamos el futuro, para dar un eje temporal a nuestra existencia y a nuestras acciones; es, por el contrario, el espacio en que experimentamos la más absoluta disyunción temporal, la fractura en las series que daban relativa coherencia a nuestra experiencia en el mundo.

El codiv-19 en clave temporal

De las múltiples alteraciones que esta Pandemia ha generado, y generará, en la vida social y en el curso que solemos clasificar como el transcurso “normal” de las cosas, las alteraciones temporales parecen ser las más expresivas. El año 2020 y lo que ha transcurrido del 2021, han estado repletos de interrogantes que aluden al sucederse del tiempo, a sus lapsos y a sus límites. Preguntas tan inmediatas como hasta cuándo durará esto, cuánto tiempo debe invertirse en el lavado de manos, cuánto demoraremos en aplanar la curva de contagios, cuantos días demora el virus en alterar el sistema respiratorio, cuánto tiempo durará el efecto de las vacunas; hasta otros cuestionamientos que hunden su sentido en la fenomenología y el cuestionamiento existencial mismo, como las preguntas por el futuro propio y el de la humanidad o la siempre perturbadora pregunta por la muerte y el fin.

El covid puede ser visto en clave temporal: todas las aristas posibles para analizar el problema pueden ser enriquecidas si las pensamos desde las herramientas teóricas que ofrecen la sociología y la antropología del tiempo, tanto como las reflexiones filosóficas y humanísticas sobre el problema del devenir temporal. Por clave temporal, nos referimos a las maneras en las que los problemas asociados a la pandemia adquieren nuevas fisonomías, se expresan de maneras inéditas en varios aspectos: en el vuelco inesperado a la organización temporal de nuestra existencia según horarios y calendarios; en las nuevas formas de trabajo que impone el distanciamiento social, con las diversas temporalidades del encierro, de acuerdo con los espacios y las condiciones en las que podamos sufrir, sobrellevar, sobrevivir y, en casos afortunados, disfrutar del mismo. En clave temporal puede leerse también el ciclo, siempre incierto de la pandemia que se contabiliza, se calcula, se grafica y se predice hasta donde se puede y, también, aquel otro que se intuye de manera personal y se comparte con otros para tratar de entender, a solas o reunidos en nuestras pantallas o nuestros balcones qué tiempo es éste. En clave de tiempo el covid está cargado de enfermedad, de sufrimiento, de miedo a la muerte y de cuentas de fallecidos. También de cálculos más o menos pesimistas sobre lo que vendrá y los plazos en los que arribaremos a la mal llamada “nueva normalidad”.

Del mismo modo, en clave temporal, la pandemia se expresa como la imposición de un tiempo global inédito. Por primera vez el mundo entero parece, por lo menos así fue al inicio de la pandemia, detenerse o, al menos, desacelerarse. Muchos millones de personas en todos los continentes, en las grandes ciudades y en pueblos pequeños, estuvieron quietas y encerradas. En un confinamiento voluntario, por solidaridad con la población más vulnerable al virus o por miedo al contagio o la muerte; o de manera más sombría, un encierro obligado por medidas de control de población inéditas que junto a la represión y al uso del big-data, inauguraron un nuevo estado de excepción a través de la prohibición de cualquier actividad que implicase la reunión de personas. La velocidad de la propagación, considerando la tasa de contagios, obligaba a los gobiernos a tomar medidas extremas, si bien no todas coincidentes. Estrategias diversificadas, en distintas regiones del planeta, dieron lugar a las más acaloradas discusiones sobre la posible eficacia o inoperancia de las restricciones de movilidad. Pero la tónica generalizada fue el confinamiento.

Sobre todo en el primer semestre de 2020, el flujo de los vuelos comerciales se fue a pique, los buques que transportan mercancías entre los océanos disminuyeron a límites insólitos desde que la globalización comercial se instauró, los centros comerciales bajaron sus cortinas, los más importantes espacios turísticos del mundo se encontraron desolados, los museos clausurados y las plazas y parques lucieron vacíos. La humanidad pareció haber entrado en hibernación.

Y mientras la velocidad e intensidad de nuestras relaciones sociales se replegaba, la naturaleza floreció ahí donde el mundanal ruido la había silenciado: animales silvestres corrieron por las calles de grandes ciudades, se produjo un descenso en los niveles de ruido antropogénico y se observó la aparición de cielos más azules por la disminución de los índices de contaminación ambiental en casi todas las grandes urbes del planeta. Pareciera ser que este experimento global involuntario de limitación a la movilidad otorgó evidencia y sólidos argumentos a las tesis sobre la destrucción planetaria en el Antropoceno y, de manera particular, en el llamado Capitaloceno.3 Una muestra más para los negacionistas —aún incrédulos del calentamiento global–—, de que es precisamente esa velocidad desbocada hacia ninguna parte la causante del deterioro medioambiental.

Así, frente al acontecimiento mundo del covid-19 y la obligada y acelerada modificación en nuestras prácticas sociales, no sólo experimentamos una nueva temporalidad, sino que se presentó ante nuestros ojos aquello que el antropólogo Richard Irvine (2020) denominó tiempo profundo, relativo al lugar de la humanidad y sus experiencias temporales ante los ritmos y ciclos geológicos, ante la historia de la tierra y sus métricas, que se manifiestan fenomenológicamente en la temporalidad vivida por las personas. En el tiempo relativamente detenido de la pandemia, especialmente durante las semanas en que en parte importante del mundo se limitó la movilidad de personas y la producción de mercancías, el tiempo profundo de la naturaleza mostró que bajar la velocidad de una sociedad hiperacelerada por la lógica de la acumulación incesante de capital, puede conducir a la mejora en las condiciones medioambientales. Eso puede ser uno de los aprendizajes más relevantes de aquello que Boaventura de Sousa Santos (2020) ha denominado la “cruel pedagogía del virus”.

En el plano temporal, dicho aprendizaje adelanta posibles relaciones de resonancia entre las personas y el medio ambiente del que forman parte, siguiendo la propuesta del sociólogo de la aceleración, Harmut Rosa (2016; 2019). Según Rosa, las sociedades modernas se caracterizan por poder estabilizarse sólo de forma dinámica; están estructuralmente orientadas al incremento continuo por medio del crecimiento, la aceleración y la innovación, y esto sólo genera una tendencia escalatoria temporal, espacial, técnica y económica que desplaza los horizontes de posibilidades, aún cuando las condiciones materiales para ellas sean limitadas o vayan incluso en contra de cualquier parámetro de sustentabilidad. De tal modo que la imposibilidad material para la regeneración social y medioambiental de esa tendencia escalatoria puede ser pensada como una de las características definitorias de la alienación contemporánea. Ante ello, una salida posible es la resonancia o, más específicamente, las relaciones de resonancia. Éstas, según el autor (2019: 46):

Presuponen conceptualmente un ajuste recíproco a la vibración del otro [en este caso del otro “natural”] de carácter rítmico y, por tanto, que deben satisfacer exigencias específicas de sincronización. Esto despierta la sospecha de que el mundo moderno, en constante aceleración por la lógica aceleratoria del incremento, dificulta sistemáticamente la conformación de estos vínculos de resonancia –entre otras cosas, debido a la destrucción de los ritmos sociales [y ecológicos]– lo cual puede tener como consecuencia el establecimiento de relaciones “mudas” o “alienadas” (de los seres humanos entre sí, con el mundo de las cosas, la naturaleza, el espacio, el tiempo...)

Sin embargo, no es difícil imaginar que el futuro próximo, lejos de estar orientado por dicha resonancia, estará dirigido por la compulsión capitalista por intentar recuperar el “tiempo perdido”, acelerando las cadenas de producción, distribución y consumo. La preponderancia del discurso de la crisis económica (por sobre las crisis sanitaria, social y medioambiental profundizadas por la pandemia) en la discusión pública contemporánea es muestra de aquella tendencia. Para aquella recuperación del tiempo perdido por el capital, o por lo menos para una parte de la clase empresarial,4 algunos aprendizajes temporales de la pandemia serán relevantes. Esto porque el tiempo de covid-19, en tanto que experimento global involuntario, ha sido también laboratorio y oportunidad para ensayar nuevas formas de gubernamentalidad y de control de las fuerzas productivas a partir de la transformación de los tiempos y los espacios del trabajo.

Pensar el covid en clave temporal tanto como el tiempo en clave covid, remite a un conjunto de experiencias individuales, que necesariamente tienen un referente social como experiencia compartida. En esta clave, la pandemia se presenta como novedad, como lo que nunca había sido experimentado, lo absolutamente des-conocido, lo absolutamente inexperienciable. Si bien es cierto que la humanidad había vivido otras pandemias, como la del cólera morbus de 1833, la de influeza de 1918 y la AH1N1 del más cercano 2009, también lo es que la celeridad de la propagación del sars-cov-2 no había sido experimentada.

El tiempo puede ser visto en clave covid porque la pandemia permea todos los órdenes y dimensiones de nuestra existencia. Y como nuestra existencia es temporal, entonces todo lo que nos acontece, lo que hacemos, la manera en que lo hacemos y lo que ya no podemos hacer, está mediado por nuevos tiempos: los tiempos que impone la pandemia. Tan es así, que hoy las ciencias sociales y las humanidades están pensando en los problemas mundiales y nacionales que trae la pandemia y, también, están repensándose a partir de la pandemia, es decir pensándose en clave futuro. Ya se habla de la década covid, una década que marcará al mundo pero también podría hablarse del mundo post-covid signando una poscrisis que podría ser mucho más larga.5

Lo mismo sucede en ámbitos como la salud y los sistemas sanitarios, la migración y la movilidad, la educación, la vivienda, el uso del espacio, los derechos sociales, la economía, la violencia de género y muchos otros temas que están siendo reflexionados en clave covid y sobre todo en términos de lo que vendrá a partir de éste. Pero también se está pensando en la sustentabilidad, en el cambio climático, en la racionalidad moderna y en las transformaciones que necesariamente traerá el covid a nuestras vidas. Desde un enfoque crítico, ello se piensa con esperanza, en las posibilidades de transformación para que no haya regreso a la normalidad previa, que no sólo no será posible, sino que tampoco es deseable.

En clave temporal, el covid-19 como emergencia y su instauración como pandemia representan, y ésta es una de nuestras hipótesis centrales, un verdadero acontecimiento. Un tiempo paradojal, disyuntivo, incluso un intempestivo. Un acontecer singular que condensa lo heterogéneo, provocando la saturación del sentido y la cancelación de éste. Un tiempo en que pasado, presente y futuro se disocian al punto de exigirnos nuevas formas de articulación temporal que nos permitan, a nivel individual y social, hacer inteli­gible este tiempo paradoja. A este punto volveremos más adelante.

El confinamiento y el desencaje temporal

El tiempo, en tanto que hecho social, no existe sino en las cosas que son temporales, como el covid-19, que lo es de muchas maneras, como antes mencionamos. La más evidente refiere a las múltiples formas de contabilizarlo, fecharlo, atraparlo en la simple aritmética que desde hoy divide y cuadricula al tiempo según las fases que se suceden ineluctables normando nuestras posibilidades de salir del encierro o permanecer en casa, cuando se tiene una.

Hay también un cálculo que expresa los escenarios posibles, las anticipaciones y las proyecciones probables. En la conjugación de esos lenguajes y en su transmisión a la sociedad las ciencias médicas, particularmente la epidemiología, han tenido un papel preponderante. Desde dichos saberes se nos impele a organizar nuestras orientaciones de futuro cercano, de planeación y planificación, a partir de la potencia destructiva del virus y frente al posible conjuro del peligro por vía de la vacunación. Durante varios meses, hemos visto en la televisión a especialistas exponiendo gráficas en forma de montaña que se elevan o se achatan. Si la cima es muy alta tendrán lugar más muertes de manera más rápida y, eventualmente, podremos retornar a los espacios públicos. Si la curva se desvanece, se achata, habrá menos afectaciones pero se alargará el periodo de contagios y hospitalización. Y, con ello, se dilatará el regreso a una normalidad que nunca será el retorno a la vida conocida.

Las salidas posibles a la situación de la pandemia y, sobre todo, las acechanzas y peligros de ésta, se nos presentan a partir de las estimaciones del cálculo que expresa la potencia del virus, medido crudamente en su grado de letalidad, casi siempre al alza. Dicha potencia se ha multiplicado con ritmo exponencial en el total de víctimas a nivel planetario y su multiplicación no parece detenerse. Ahí donde parecía haberse superado la etapa más cruda, nuevas olas de contagios, de cepas cada vez más agresivas, recuerdan de manera trágica que el tiempo de la pandemia aún no termina. A la vez, mientras ciertos países que fueron foco de la epidemia en sus primeros meses parecen ir superando las fases de contagio, la llegada del virus a otras orillas parece recrudecer y acrecentar su aterradora marcha. Estados Unidos, Latinoamérica o la India, varias semanas después parecen reeditar de manera más cruenta lo que a inicios de año vivió China y, más tarde, Europa occidental. Los territorios que, hacia mediados del 2020, son el foco de contagio, son a la vez el radar de lo que puede volver a suceder si el desconfinamiento no se acompaña de políticas de contención. Así el tiempo del covid parece no pasar y, peor aún, amenaza con su posible reversibilidad.

La vacunación, esa gran esperanza, está lejos de ser concebida y tratada como un derecho inalienable, como bien público, como bien común. Así lo demuestra el acaparamiento por parte de algunos paises y la escasez de las preciadas dosis en otros. El mecanismo Covax, fundado por la Alianza Mundial para las Vacunas e Inmunización y la Coalición para las Innovaciones e la preparación para Epidemias (gavi y cepi, respectivamente) y lanzada por la oms, la Comisión Europea y Francia, a fin de “garantizar un acceso justo y equitativo a las vacunas para todos los países del mundo”, no ha dado resultado a pesar de que 180 países se enlistaron en dicho mecanismo (Redacción Médica, s. f.).

Reportes de Naciones Unidas y notas de prensa del ámbito mundial exhiben el acaparamiento de la mayoría de las vacunas por ciertos países. Canadá, por ejemplo, cuenta con el triple de las dosis necesarias para toda su población. La defensa de las patentes para garantizar de propiedad intelectual de los medicamentos choca con la necesidad de considerar a las vacunas como bienes al servicio de la humanidad. El profesor Rory Horner lo dice así: “El hecho de que las vacunas esten tan inequitativamente distribuidas no es el resultado de la capacidad de fabricación en el mundo, es resultado de cómo algunos países han podido comprar y tener acceso a esas vacunas primero” (bbc News, 2021). La polémica se torna aún más intensa cuando se considera que las vacunas han sido posibles gracias a la fuerte inversión de dinero público en la investigación y desarrollo.

Frente a esa temporalidad alargada y letal de la pandemia, las fórmulas de prevención continúan siendo las que los expertos recomendaron desde los primeros días de la epidemia: La distancia social y su expresión concreta en el lema global: “Quédate en casa”. Esta estrategia es la que ha producido el confinamiento total o parcial de miles de millones de personas en todo el mundo.

La experiencia del confinamiento puede ser múltiple y estar cruzada por las diversas contradicciones que marcan las diferencian entre las sociedades y al interior de cada una de ellas. No obstante, desde el punto de vista temporal, la innegable ruptura del encaje temporal que resulta de una organización social que atiende horarios y calendarios ha sido tremendamente violentada. En un país como el nuestro, México, en el cual millones de personas en la economía informal no cuentan de un ingreso estable, la pandemia impuso tiempos de inactividad, tiempos muertos, que condujeron a acrecentar los ya de por sí preocupantes niveles de pobreza. Otros debieron trabajar, como integrantes del mismo núcleo familiar, en un mismo espacio sin las condiciones de conectividad o aislamiento necesarias para desarrollar su trabajo desde casa. El home office impuso un nuevo paradigma temporal que desdibujó las fronteras entre lo público y lo privado y, de manera generalizada, amplió los horarios de trabajo y tornó borrosos los inicios y fines de una jornada laboral.

Si bien es cierto que el trabajo ya invadía los espacios privados los espacios y tiempos pandémicos son asimilados, casi completamente, por los ritmos, secuencias, necesidades y exigencias laborales. Incluso los niños son exigidos para realizar tareas de aprendizaje en casa. Pero el home office pertenece a una minoría de la población. Los menos afortunados no tienen más pantallas que las ventanas de sus precarias viviendas y no pueden guardarse o lo hacen sufriendo las consecuencias de no poder ganarse el pan de cada día.

Aun cuando las condiciones del encierro sean diversas y estén cruzadas por las mismas contradicciones y problemáticas sociales que existían antes de la pandemia: desigualdad espacial, acceso desigual a los servicios mínimos como el agua o la electricidad, inseguridad alimentaria, hacinamiento o violencia de género e intrafamiliar; el desencaje temporal respecto de las formas de ordenación temporal de la vida social anterior al arribo del covid-19, parece ser generalizable a todos quienes viven el encierro total o parcial en esta emergencia sanitaria.6

Lo que comparten antiguas y modernas formas de contabilizar y ordenar el tiempo es la intención de expresar, por medio de signos objetivos, la sucesión temporal, la ciclicidad de periodos que se repiten y los quiebres en esa ciclicidad que se manifiestan en tiempos extraordinarios, igualmente regulados por ciertos sistemas de cómputo. Un calendario, por ejemplo, se puede definir desde la perspectiva durkheimiana, como un sistema de datación caracterizado por definir fechas sucesivas, establecer recurrencia periódica de las mismas y asignar a las fechas que se suceden y recurren diferencias cualitativas según distintos principios de oposición, como fechas festivas versus fechas no festivas (Ramos, 1990: 82). En la base de todo esto, encontramos que la noción humana de tiempo, sólo se puede concebir a condición de diferenciar en su interior momentos distintos que permitan entender que el tiempo discurre entre momentos que son en cierto grado diferentes y en cierto grado similares.

Un lunes es diferente que otro lunes, pero es similar en el sentido de ser el inicio de la semana laboral. Una primavera es diferente a otra, pero debe ser afín para quien observa la floración de las plantas. En el interfaz de los tiempos regulares encontramos lo que podríamos denominar tiempos extraordinarios, o lo que Hubert ([1901] 2016) identificó como fechas críticas, aquellas que rompen con el curso normal de los días, nos disponen de un ritmo social diferente, de un ánimo colectivo singular. Son los tiempos de las fiestas, de los ritos, de las penitencias y de las celebraciones. Son lapsos que, aunque cuantitativamente puedan ser idénticos a los tiempos normales, son cualitativamente diferentes. El tiempo y los sistemas de cómputos que organizan la vida social son hechos sociales, es decir, son algo externo, previo a la existencia del individuo y constrictivos en relación con cada individuo en particular.7

Pues bien, volviendo a nuestro tema de interés, podemos decir que el tiempo o los tiempos de la pandemia se han trastornado porque ya no se corresponden con los ritmos de la vida social que ordena el calendario. Desde que la pandemia se decretó y el encierro se transformó en la norma, un lunes de la primera semana del mes fue idéntico al de la tercera semana. En México, la Semana Santa de 2020 fue, para la mayoría, una semana idéntica a la anterior y a la que vino después. Las vacaciones adelantadas para los niños en edad escolar fueron días iguales a los de las semanas que siguieron. Los días de cumpleaños fueron probablemente un día más, con el mismo ritmo, la misma rutina y, sobre todo, con el mismo espacio vital, la casa. Las fiestas de fin de año de 2020, si bien celebradas en grupos más pequeños, cobraron víctimas unas semanas después. En este punto, sin profundizar en ello, es necesario recordar que los ritos y las celebraciones tienen espacios específicos que material y simbólicamente no son los espacios cotidianos. Más aún, es relevante volver a las enseñanzas de la escuela durkheimiana para pensar la importancia del ritual en la concepción humana del tiempo y en su marcación en los sistemas de cómputo temporal. Las divisiones en días, semanas, meses o años, decía Durkheim (2007: 9), “corresponden a la periodicidad de los ritos, fiestas y ceremonias públicas. Un calendario da cuenta del ritmo de la actividad colectiva al mismo tiempo que tiene por función asegurar su regularidad”.

El tiempo de la pandemia ha sido uno que ha afectado, sobre todo, la ritualidad colectiva. El cierre de templos, la prohibición de actividades masivas, de fiestas, de carnavales, la suspensión de actos cívicos conmemorativos y, aún más grave en el contexto del covid-19, la prohibición o la limitación a la realización de velorios, sepelios, rosarios y otras ritualidades asociadas a la muerte y la despedida de los muertos, han disociado la medición de la experiencia temporal de la ritualización del tiempo. Los días parecen ser iguales porque, en el contexto del confinamiento y de la limitación a la movilidad, no hay marcadores diferenciales entre un día y otro. Ante la muerte de un ser querido la procesión, más que nunca, va por dentro... del sujeto, de las paredes de su casa.

Los rituales se pueden definir como técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el «estar en el mundo» en un «estar en casa». Hacen del mundo un lugar fiable. Son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo. Es más, hacen que se pueda celebrar el tiempo igual que se festeja la instalación en una casa. Ordenan el tiempo, lo acondicionan (Han, 2020:2).

Si los rituales solían sacar la celebración de la casa al mundo, en el contexto de la pandemia el mundo se retrotrae a la casa. “Quédate en casa” lleva —dentro de lo que sea posible— el mundo a casa, es realizable (con todas sus contradicciones) para el mundo del trabajo, para el del entretenimiento o para el del consumo de ciertos sectores de la población (por la compra on line); pero es casi del todo limitado para el de los rituales colectivos.

Lo que queremos hacer notar aquí es que el tiempo, en el contexto del confinamiento, se ha visto trastornado porque nos hemos visto impedidos para diferenciar el interior de los tiempos, porque todo transcurre aparentemente en la misma dimensión temporal. No podemos alterar la rutina a nuestro antojo, porque la movilidad está limitada,8 y porque el ritmo de la vida social está aletargado.

Podríamos hilar más fino y decir que, en estos tiempos de pandemia, incluso el reloj como sistema de cómputo ha perdido su condición de marcador de los ritmos de la vida social. Para quien ha perdido su trabajo o para el estudiante que se vio privado de clases, es de algún modo indiferente que el reloj marque las 7 de la mañana o las 12 del día para comenzar sus actividades diarias. Las comidas pueden o no hacerse en los horarios acostumbrados y se puede disponer de tiempo para el ocio en horarios que antes eran imposibles. Para quien se ha visto en la situación de trabajar desde casa, los tiempos del reloj como marcador de la jornada laboral también se trastocan. Pareciera ahora que quien trabaja desde casa debe estar disponible las 24 horas, que los horarios de alimentación deben hacerse cuando la carga de trabajo disminuya y no cuando el reloj marque la hora que convencionalmente usamos para comer o cenar. Los tiempos que antes se ocupaban para el traslado de casa al trabajo ahora son llenados por el trabajo y el tiempo de la socialización en los espacios laborales también lo es. De ahí que las horas parezcan las mismas y el avance del reloj pierda su carga emotiva y normativa. Un oficinista trabajando desde su casa no espera con la misma expectativa la hora de comer, por lo que ese momento parece indiferente de las horas en las que está frente a la computadora.

Aun cuando muchas personas, ya pasadas varias semanas de confinamiento, puedan haber establecido sus rutinas y con ello hayan vuelto a otorgar efectividad al reloj como marcador de sus ritmos temporales, eso no implica una variación significativa en términos de la experiencia colectiva. Para la mayoría de las personas el desencaje temporal que ha impuesto el tiempo de pandemia, entre las actividades, los ritmos y el tiempo del reloj, se manifiesta en una serie de malestares temporales como trastornos del sueño, de la alimentación, el asedio de la ansiedad u otros disturbios que tienen en la desorganización temporal de la vida.

El covid-19 como acontecimiento

Desde el punto de vista temporal, la eclosión de este periodo, material y simbólicamente, asediados por el estado de emergencia que plantea la pandemia global del covid-19, tiene como principal característica la duda, la incerteza, la desestabilización de las series temporales que se venían desplegando y que dotaban a nuestro presente, inmediatamente anterior al surgimiento de la pandemia, de un eje estabilizador entre el pasado cercano y las imágenes relativamente compartidas respecto del futuro próximo.

Un concepto que nos puede asistir en el intento de captar la desestabilización temporal y la profunda perplejidad que nos asecha a la hora de definir este tiempo paradojal, es el de acontecimiento, un acontecimiento total y global que bien podemos llamar acontecimiento-mundo.

Definir la pandemia del covid-19 como un acontecimiento-mundo puede parecer un pleonasmo, porque toda enfermedad adquiere el denominador de pandemia cuando se hace global. La Organización Mundial de la Salud (oms), ya en 2010, vinculaba la idea de pandemia a “la propagación mundial de una nueva enfermedad” (who, s. f.). Sin embargo, por primera vez una enfermedad tiene en vilo al planeta completo, haciéndole vivir simultáneamente la condición pandémica. La preeminencia de la simultaneidad por sobre la sucesión marca la naturaleza global, hoy más que nunca, de una crisis sanitaria mundial. Dicho de otra manera, la sucesión se torna tan veloz que la simultaneidad gana la partida y muy rápidamente se declara la pandemia.

Por primera vez una pandemia tiene alcances globales de esta magnitud. Por poner un sólo ejemplo: la peste negra, originada en Asia central, se extendió a Europa y mató a unas 100 millones de personas en dicho continente en el siglo xiv. La duración del contagio se extendió por cuatro años (de 1347 a 1351). Las noticias sobre el covid-19 comenzaron a circular al iniciar el 2020, el 11 de marzo la oms declaró la pandemia y hacía abril, ésta estaba presente en prácticamente todos los países del globo. Nunca antes una pandemia se había extendido por la geografía mundial tan rápidamente. El sueño de la globalización se actualizaba por primera vez, pero lo hacía en forma de pesadilla.

Este acontecimiento mundo hace contemporáneos —y coetanéos, en el sentido que para la antropología de­fendió el fructífero trabajo de Johannes Fabian (2014)— a los habitantes de la más grande y cosmopolita de las ciudades, con el más pequeño y replegado de los pueblos del planeta. Es una contemporaneidad que no sólo se basa en la simultaneidad, del tiempo ahora, del tiempo real de la globalización; sino que lo es en un horizonte de entendimiento común, en un problema global que nos enfrenta como humanidad a la inminencia colectiva de la muerte por un virus que produce en todos los lugares una incertidumbre similar. La muerte de millones en el reservorio natural y cultural del territorio amazónico es indicativo de esa contemporaneidad.

Es necesario apuntar que el concepto de acontecimiento está, a su vez, lleno de interrogantes y que su densidad no acaba de resolverse en las discusiones académicas. Sin embargo, podemos apuntar que, de modo general, entendemos al acontecimiento como “esa ocurrencia única y singular que marca un antes y un después en el flujo de la historia” (Beck, 2017: 49). En esta idea se sintetizan un conjunto de discusiones de la filosofía reciente, así como las del resurgimiento de la idea de acontecimiento luego del dominio paradigmático del estructuralismo en las humanidades y las ciencias sociales (Dosse, 2013).

En el marco de la filosofía, las recuperaciones contemporáneas del acontecimiento, son posibles de rastrear en autores tan diversos como Heidegger, Arendt, Derrida, Deleuze, Ricoeur, Badiou, Romano y Žižek.9 Ensayando una síntesis de estas perspectivas, es posible apuntar que el acontecimiento es caracterizado como el acontecer singular en que se condensa lo heterogéneo, provocando la saturación del sentido que es, de igual manera, la suspensión de éste. Vale decir que es la ocurrencia en que los elementos de entendimiento consolidados no permiten dar cuenta de lo que acontece, en que la incertidumbre toma partido desestabilizando las certezas, porque aquellos marcos de entendimiento que, forjados en el pasado, otorgaban relativa estabilidad al presente y a su continuidad lógica en futuros predecibles, son quebrantados. Pero, al mismo tiempo, esta inestabilidad es acompañada de un conjunto de sentidos posibles, confrontados en la representación y en el intento de encauzar la novedad. En tal sentido, el acontecimiento es la novedad misma que crea condiciones de posibilidad y con ella demanda anterioridades nuevas y futuros insospechados.

Acontecimiento es, como ha dicho Claude Romano (2008), comienzo radical que, al no estar prefigurado por ningún posible, reconfigura imprevisiblemente lo posible en (y por) su surgimiento. En otras palabras, el acontecimiento puede ser entendido, como resultado y como comienzo, como desenlace y como abertura de los posibles (Dosse, 2013). Adquiere relevancia en este punto, la noción deleuziana según la cual “lo posible no preexiste, es creado por el acontecimiento”, porque como lo ha apuntado Alain Badiou (2003: 21), “acontecimiento es algo que hace aparecer cierta posibilidad que era invisible o incluso impensable. Un acontecimiento —nos dice este filósofo— no es por sí mismo creación de una realidad; es creación de una posibilidad. Nos muestra que hay una posibilidad que se ignoraba”. Más radicalmente, lo expresa Claude Romano (2008: 43), cuando apunta que “un acontecimiento no modifica solamente ciertas posibilidades en el interior de un horizonte mundano que permanecería, como tal, incambiado; al trastornar ciertos posibles [el acontecimiento], reconfigura, en realidad lo posible en su totalidad” instaurando “un nuevo mundo para aquel a quien le adviene”.

Acontecimiento es también, esta vez considerando la dualidad bajo la cual define al tiempo histórico Reinhart Koselleck (1993), la alteración de los ritmos temporales que instaura nuevas temporalidades y permite nuevas formas de tensión entre los campos de experiencias y los horizontes de expectativas, en el sentido en que el advenimiento de lo nuevo exige una reelaboración de las formas en que se representó el pasado de cara al futuro que con dicho advenir se dibuja.

Toda esta reflexión nos liga a la cuestión del “sentido” de la experiencia temporal de quienes vivenciamos el acontecimiento del covid en su actualidad. En primer lugar, cuando sucede algo como externo a nuestra acción o cuando nosotros lo hacemos posible, y esto vale para lo ordinario y lo extraordinario, no tenemos total certeza en torno al desenlace de aquello en lo que nuestra acción está implicada. Respecto de nuestras intenciones y previsiones, los resultados de aquello que vivimos como hechos externos o de aquellos en que nuestra acción está comprometida en tiempo presente, puede corresponderse con alguna de las conjugaciones bajo las cuales podemos pensar la acción social.

En segundo lugar, y más fundamental para esta reflexión, la ausencia del sentido de lo que se vivencia se presenta porque un acontecimiento, como el de la pandemia del covid-19, es ante todo un quiebre en los sentidos y los horizontes de inteligibilidad. Su significado no es accesible en la claridad de un horizonte de sentido previo, sino que abre consigo posibles interpretaciones a partir de las cuales podrá ser comprendido siempre de manera retrospectiva. De ahí que en el plano de su sentido, el acontecimiento se presenta ante quien lo vive como una paradoja. Porque, como ha dicho Žižek (2014: 17), éste es el efecto que parece exceder sus causas, el espacio que se abre por el hueco que separa un efecto de sus causas.

De tal modo que el acontecimiento se sitúa como una verdadera suspensión de los significados y de los horizontes de inteligibilidad. En tanto que emergencia de lo nuevo en el acontecimiento la inteligibilidad queda suspendida o, en términos del antropólogo Alban Bensa (2016), se produce una “ruptura de inteligibilidad”, que exige de los actores el esfuerzo interpretativo y la construcción de nuevas narrativas sociales para dotar de significado y hacer inteligible aquella experiencia desnuda de sentido (Bartra, 2018). Hasta el momento en que estas narrativas no se establezcan y sean compartidas socialmente, la perplejidad colectiva ante lo que sucede, es la norma.

Podemos preguntarnos, por ejemplo: ¿Cuándo terminará esta pandemia? ¿Qué eficacia temporal tendrán las vacunas? ¿Qué rastros dejará? ¿Cuáles serán sus huellas? ¿Cuánto de ella sabemos? ¿Cuánto ignoramos? ¿Qué parte del mundo y de la realidad acabarán siendo pasado una vez que la pandemia deje de ser nuestro tema de atención? ¿Qué significará la “vuelta” a la normalidad? ¿Qué dimensiones de esa normalidad serán nuevas, inéditas, posibles?

La ausencia de respuestas compartidas es indicativa de la suspensión del sentido en el que nos encontramos en el tiempo de la pandemia. La saturación de información, la experiencia de un tiempo lleno de datos, que se actualizan en tiempo real y que nos hacen vivir este presente como uno en que el acoso mediático nos tiene concentrados en un único tema, no entrega elementos mínimos para responder colectivamente a alguna de las preguntas indicadas. La saturación de información y la imposibilidad de conectarla a salidas posibles de este ahora pesado, denso y dilatado, que no pasa, que no termina de ser, evidencia la ausencia de una trama que vincule coherentemente este presente al pasado que lo originó y al futuro que se nos abre con la emergencia de la pandemia.

Cuando decimos o escuchamos la frase “volver a la normalidad”; compartimos, de alguna manera, que lo que existía antes de la llegada del covid-19 a nuestros territorios, era el “tiempo normal” que ha sido quebrantado por el arribo del virus. En otras palabras, asumimos que compartíamos horizontes comunes mínimos para definir dicha realidad, para pensarle como esa “normalidad” que ahora se ha visto trastornada y nos ha arrojado a este tiempo que se manifiesta como un entretiempo que divide abruptamente la experiencia pasada y las expectativas de futuro, que las disocia y nos las despoja, dejándonos en su lugar solo un ahora dilatado. Es el entretiempo de la espera, vacío de la expectativa que dota de sentido al “esperar”.

Acontecimiento es precisamente eso: el “trastorno del sentido del mundo que adviene de un hecho, con ese hecho, y en virtud del cual el sentido de tal hecho se exceptúa del de otros hechos, hace sucesión y excepción, es decir, no aparece ya solo comprensible a partir de sus antecedentes, explicable, pues, desde el horizonte de sentido previo del mundo, sino que abre la dimensión de su propia inteligibilidad” (Romano, 2008: 44).

Por todas esas razones, comprender o dotar de sentido al covid-19 como acontecimiento es imposible en su propio presente. Se necesita tiempo. En primer lugar, para “dejar que la potencial novedad de lo que está sucediendo pueda hacerse hueco en nuestra mirada maleada, para darle la oportunidad de ser a la nueva coyuntura”, como ha dicho Patricia Manrique (2020: 145). De lo contrario, dice la autora, “podemos acabar dándole a todo lo que llega la fisionomía de lo anterior o podemos [como corremos el riesgo nosotros mismos con esta reflexión] considerar acontecimiento, nacimiento de algo nuevo, a hechos sobredimensionados”.

En segundo lugar, se requiere de tiempo, debido a que si insistimos en la hipótesis de entender esta pandemia como un acontecimiento, es necesario asumir que éste, en tanto tal, es imposible de comprender en su propio presente. El tiempo del acontecimiento es el del futuro anterior (Romano, 2008: 92), en el sentido en que su arribo deja siempre para más tarde su esclarecimiento, posible de alcanzar sólo a través de las huellas que deja (Dosse, 2013).

La temporalidad del acontecimiento

De tal modo que el sentido último o relativamente estable de un acontecimiento sólo podrá ser construido ex post por narrativas que articulen el presente in-actual del acontecimiento a las series de pasados que éste renovó en su sentido y al porvenir que desde éste se desplegó. Vale decir que, como ha defendido Claude Romano (2008), un acontecimiento adquiere este carácter sólo retrospectivamente, en la medida que trastoca los proyectos que a partir de él se abren y de la metamorfosis del mundo que posibilitó.

No es sino a posteriori que un acontecimiento llega a ser tal. Por eso no somos nunca totalmente contemporáneos del acontecimiento. Éste se nos presenta siempre en la posteridad de una retrospección, porque el acontecimiento no es presente sino como pasado, a la luz del futuro que desde él se abre.

En síntesis, desde el punto de vista de su temporalidad, un acontecimiento —como queremos situar acá al covid-19— puede ser caracterizado, según la propuesta del mismo filósofo como: 1) Imprevisible, no porque algunos de sus rasgos no hayan sido previstos (tal y como se prevén los hechos), sino porque en su efectuación el acontecimiento se sustrae de toda previsión; 2) Prospectivo, no es acontecimiento en el momento que se produce como hecho, habrá sido acontecimiento sólo a la luz de su futuro; 3) Retrospectivo, la experiencia del acontecimiento no es nunca realizada en el presente, no es posible tal sino de manera retrospectiva (Romano, 2008: 94).

En esta agenda de investigación que nos planteamos, estamos en condiciones de explorar de manera limitada las características temporales asignadas al acontecimiento para pensar así la pandemia del covid-19. Aunque podría pensarse que el aspecto más definitorio de esta pandemia, y de su novedad en tanto que acontecimiento, es su imprevisibilidad, en el debate contemporáneo existen, desde la aparición de informes científicos que habían alertado del peligro del consumo de carne de animales exóticos en China, hasta quienes vinculan esta pandemia con una reedición de virus precedentes. Sin embargo, lo importante en este punto es que los alcances de la pandemia, sus implicaciones —hasta donde las podemos medir al día de hoy— fueron imprevistas. Y aunque las causas puedan ser establecidas con claridad, el hecho inicial no tiene mucha relevancia a la hora de entender el desenvolvimiento mismo del acontecimiento. ¿Existirá alguna relación lógica entre el consumo de carne de murciélago o pangolín en Wuhan y la caída de las bolsas de comercio, las olas de desempleo o la derrota de Trump?

El nivel prospectivo también nos es imposible. Podemos especular, como se hace a diario en la prensa y como lo hacen especialistas de todas las áreas, respecto del futuro del mundo porvenir y de qué manera ese futuro confirmará que el primer semestre de 2020 marcó un punto de inflexión en la historia venidera. El mundo que hoy se configura tanto a nivel económico —de las crisis venideras o de las experiencias en el mundo del trabajo y la productividad—, como a nivel político —ligadas, por ejemplo, a las transformaciones en los modelos de gubernamentalidad, de control de las poblaciones bajo el Big-data, de las relaciones geopolíticas marcadas por el endurecimiento de las fronteras nacionales y regreso a nociones antes obsolescentes de soberanía— ha dado mucha tela para las reflexiones contemporáneas.

Al calor de los sucesos, algunas de estas reflexiones se adelantan a entregar el certificado de defunción al neoliberalismo y, más radicales aún, al propio capitalismo. Otras más mesuradas se apresuran a entregar un certificado de resurrección al keynesianismo, para dotar de un nuevo tubo de oxígeno al Estado de bienestar, en retirada en casi todo el mundo antes de la pandemia. Mientras tanto, las más pesimistas, observan el nacimiento de un nuevo tipo de totalitarismo en el mundo que hoy se configura. Esta variedad de posibles no agotan los horizontes de posibilidad que este acontecimiento pueda abrir.

Como ha dicho Franco Berardi (2019: 11): la posibilidad, como contenido inscrito en la actual conformación del mundo, no es nunca una, siempre es plural. Resta aún hacer un buen diagnóstico del presente, los posibles inscritos en éste, así como un seguimiento y evaluación ulterior de la potencia con que dichos posibles se desplieguen, para poder establecer las maneras en que este tiempo disyuntivo del acontecimiento configura futuros presentes contrastantes con el presente-pasado que seguimos llamando el tiempo “normal”, al que se tiene la ilusión de regresar.

Lo verdaderamente significativo en este punto es, a nuestro entender, que ante la Pandemia la cuestión del futuro o, más exactamente, la pregunta por el porvenir se hace urgente, porque ya no hay ningún elemento que haga evidente lo que vendrá después. El futuro se antoja tan abierto como incierto, posible de llenar de esperanzas poscapitalistas como de nostalgias neofascistas. En ese sentido, el acontecimiento se nos plantea como promesa que aún no devela su signo libertario o totalitario.

Como ha definido John Caputo (2014: 89-90):

[El] acontecimiento no es necesariamente una buena noticia [...] No hay garantías sobre el curso que los acontecimientos seguirán. Un acontecimiento no es una esencia interior [...] el ser esencial de una cosa que se está desarrollando más o menos de modo inevitable en el tiempo; antes bien, en las infinitas posibilidades de vinculación de las que el nombre es capaz. Los acontecimientos desatan una cadena o serie de sustituciones, no un proceso de esencialización o desenvolvimiento esencial. En consecuencia, un acontecimiento puede dar lugar a una desestabilización desintegradora y a una recontextualización disminuida, al igual que es capaz de crear un espacio abierto al futuro. Nada garantiza el éxito del acontecimiento. Sus vínculos no tienen la certeza de un progreso asintótico hacia una meta. Cada promesa es también una amenaza, y el acontecimiento por venir puede ser para bien o para mal.

El descriptor de la temporalidad del acontecimiento más lejano a nuestras posibilidades analítica, es el nivel retrospectivo. Si para los dos anteriores precisamos tiempo, para éste la necesidad de que aquel presente dilatado dé paso a otro es imprescindible. El acontecimiento deberá construirse también en una (o en muchas) memoria(s) colectiva(s) que logre(n) engarzar el pasado a los futuros que, en ese pasado, se abrieron para configurar el presente de quienes en un futuro evoquen este acontecimiento. Porque el coronavirus llegó para quedarse. Y se quedará de muchas maneras: en las afectaciones sociales, económicas, emocionales, personales, familiares. También en los recuerdos de las generaciones que, coetáneas, estarán marcadas por haberles tocado vivir este acontecimiento que marcará para siempre sus vidas, nuestras vidas. En la historia del mundo venidero, donde ese acontecimiento será un punto de referencia entre el tiempo previo y lo que a partir de ella sucedió.

A manera de conclusión: insistir con la esperanza

Permítanos el lector cerrar este artículo con un conjunto de ideas, que se antojan ensayísticas, sobre la temporalidad de la pandemia y sus futuros posibles. Queremos en este cierre posicionarnos desde el punto de vista del pensamiento crítico, que no cede ante el catastrofismo y que compensa el pesimismo de la razón con el optimismo de la voluntad; con la enseñanza latente en la memoria de luchas y experiencias de una humanidad que es ante todo la constatación de la resistencia, de la capacidad de sobreponerse, de levantarse y de no abandonar el ideal por una sociedad mejor y un futuro más digno para todos quienes habitan el mundo. Un proyecto en el que hoy más que nunca debemos incluir al propio planeta, a la naturaleza y su dignidad. No seremos otra humanidad posible, sin que nuestra relación con la tierra que nos da cobijo cambie radicalmente.

En 1961, en una sucinta intervención en el debate sobre el tiempo, el antropólogo británico Edmund Leach ([1961] 1971) expresó que las personas tendemos a pensar el tiempo como algo que finalmente se repite. Esto, decía Leach, implica tanto a los aborígenes australianos como a los antiguos griegos o a la astronomía matemática moderna, con lo que concluía: si pensamos de esta forma, no es por la imposibilidad de pensar de otra manera, sino porque tenemos una aversión psicológica a considerar la idea de la muerte o la idea del fin del universo. En el tiempo pandémico, las palabras de Leach parecen resonar en todas las reflexiones, desde las más elevadas hasta las más mundanas, sobre la experimentación del tiempo y la temporalidad en el acontecimiento-mundo del covid-19. Estas reflexiones emergen, como ya hemos apuntado, del encierro físico de multitudes y del encierro psicológico de una subjetividad colectiva fisurada en la súbita fractura de experiencia y expectativa, recluidas en las remotas antípodas de un presente más que nunca dilatado.

Es cierto, y vale la pena recordarlo, hasta hace unos meses, antes de que el virus fuera nuestro tema común, el pasado y el futuro parecían extraños a nuestro presente. Compartíamos una especie de presentismo forzado, en el sentido desarrollado por la antropóloga Jane Guyer (2007), por una vivencia colectiva sin utopías posibles, ni memorias colectivas que orientaran nuestra acción.

Es cierto también que nos regocijábamos en lecturas distópicas sobre el porvenir para una humanidad que caminaba, como procesión de ciegos, hacia las tenues luces de desilusión que escamoteaban entre las largas sombras que el futuro proyectaba en nuestro presente. ¿Cuál es la diferencia entonces entre aquel presente pasado y el presente que ahora experimentamos? ¿Acaso todas esas narrativas sobre el fin de los tiempos no nos ayudaron a superar la aversión psicológica a considerar la idea de nuestro fin?

Sabíamos, o al menos podíamos repetirlo como dictado de frases aprendidas, que el mundo estaba al borde del colapso, que nuestro nivel de consumo estaba asfixiando al planeta y su capacidad de carga, y que el desprecio por la vida en un capitalismo neoliberal que se aferraba con uñas y dientes a su último hálito devastador; nos precipitaban al fin. La pregunta que parecíamos no hacernos era ¿al fin de qué?

Parecíamos vivir entonces en una esquizofrenia entre la desazón del diagnóstico y un optimismo algo absurdo de que eso podría no pasar o, más cínico aún, en la sentencia de que eso pasará: pero no a nosotros. Entonces el fin era el de mañana y, como vivíamos encerrados en un presente extendido, ese mañana no llegaría tan pronto. Por eso confundíamos a nuestro antojo las palabras de Borges (1960: 39): “El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer”.

Pero también vivíamos el presente, nuestro presente extendido y escindido de los pasados y los futuros posibles, con una prepotencia ignominiosa. Al mismo tiempo que descreíamos cualquier teleología heredada del progreso, asumíamos ser la versión más afinada del ser humano. La cúspide de todo lo que antes fue la especie. Creíamos superar aquella aversión psicológica del fin pensándonos ya liberados de cualquier constricción de la naturaleza. La ciencia y la técnica estaban cumpliendo su moderna profecía de emanciparnos del mundo natural y de permitirnos su subordinación. Estábamos tan desconectados de la naturaleza y sus tiempos que, como dijera Frederic Jameson (2010), parecíamos más capaces de imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. La invención humana superviviría al colapso planetario. La humanidad también lo haría. Por lo menos una parte de esa humanidad, la que gracias al capitalismo tuviera reservado un boleto a Marte.

Pero hoy una gota de saliva es el fantasma que recorre el mundo entero. Una gota de saliva es la que puede derramar el vaso de las aguas de un mundo ya hacía tiempo agitadas. Una gota de saliva que se mueve por el planeta haciendo realidad el sueño de la globalización: ni el cierre de fronteras ni el más soberano de los Estados soberanos le puede impedir el paso. Y esa gota de saliva nos enfrenta a nuestra más radical aversión al fin, en el tiempo real de la hiperconexión global. Una aversión que hoy, desde nuestros encierros, nos angustia porque ya no podemos imaginar el tiempo como algo que, en palabras de Leach, finalmente se repite; porque el fin que imaginamos antes, no es el fin al que nos exponemos hoy; porque ahora sí, después de este fin no parece vislumbrarse otro tiempo. Sin duda, necesitaremos tiempo para recomponer nuestra experiencia del tiempo; requeriremos de mucha imaginación.

Requeriremos también recuperar y revisitar las palabras de San Agustín para saber que “todo el tiempo pasado es empujado desde el futuro, y que todo futuro continúa desde el pasado, y que todo pasado y futuro es creado y discurre gracias al tiempo que es siempre presente”.

Sólo entonces el agobio por este presente que no parece acabar y que fisura radicalmente nuestra subjetividad colectiva, puede ser una oportunidad para crear un futuro completamente diferente al que antes extendía sus sombras y, también, para imaginar un pasado y una memoria colectiva alternativa que pueda contar la historia de la pandemia, cuando ésta ya sea historia. Podremos recomponer nuestro tiempo, sólo insistiendo en la más radical de las esperanzas.

En este tiempo de urgencia no tenemos, como dijera Howard Zinn (2001: 34), “derecho a la desesperación”, tenemos que “insistir con la esperanza”. Buscar en ella “razones para seguir adelante, para no rendirse, para no refugiarse en el lujo privado o la desesperación privada”, porque en el pasado y en lo que deseamos para nuestro futuro “hay razones... hay pruebas... Lo que elijamos enfatizar en esta historia compleja determinará nuestras vidas. Si sólo vemos lo peor, lo que vemos destruye nuestra capacidad de hacer algo. Si recordamos los momentos y lugares —y hay tantos...— en los que la gente se comportó magníficamente, eso nos dará la energía para actuar, y por lo menos la posibilidad de empujar a este mundo, que gira como un trompo, en otra dirección”.

La esperanza como capacidad para imaginar y proyectar futuros, con base en el presente pero con autonomía relativa de éste, es lo que hace pervivir frente a la ausencia de futuros probables (Valencia y Contreras, 2018: 20). Ahora que una gota de saliva parece haber puesto el freno a la locomotora que nos llevaba al descarrilamiento, podemos bajarnos del tren y contemplar el paisaje. Mirar el pasado y el horizonte venidero y decidir cuándo, hacia dónde y la velocidad con la que recomenzaremos a andar.

Recomponer nuestra experiencia del tiempo es aprender, no para superar necesariamente nuestra aversión al fin, sino para comprender que sólo colectivamente podemos pensar el tiempo como algo más allá de nuestra experiencia individual, que pervive en nuestra experiencia colectiva; en los sueños y las esperanzas con las que contamos como especie resistente y que proyectamos como humanidad que sueña y tiene esperanzas. Sólo así podremos recuperar esa capacidad humana de pensar el tiempo como algo que finalmente se repite. Algo que se repite, no para ser igual, sino para brindarnos la oportunidad de tener un presente, tal y como lo tuvieron en el pasado los que soñaron un futuro mejor y que con ello nos heredaron la responsabilidad apremiante de seguir apostando al porvenir, más ahora que ese futuro es nuestro presente.

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1* Antropólogo, investigador, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, unam. Correo electrónico: <rcontreras@ceiich.unam.mx>.

2** Socióloga, investigadora, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, unam. <valencia@unam.mx>.

3 Éstas últimas, desde los marcos de la ecología-mundo, consideran crucial implicar las dinámicas políticas y económicas, los procesos de apropiación-explotación de las naturalezas humana y extrahumana que convergen a favor de la lógica de la acumulación de capital en una era dominada por éste, en el colapso planetario (Moore, 2015).

4 Relativizamos este punto ya que, como han reportado diversos medios, la fortuna de los grandes capitalistas del mundo en lugar de contraerse durante el primer semestre de 2020, se ha visto favorecida. Así, por ejemplo, se ha informado que las 12 mayores fortunas de Wall Street crecieron un 40 % durante el periodo señalado (Expansión, 2020).

5 Véase el interesante documento de The British Academy, The covid decade. Understanding the long-term societal impacts of covid-19 (2021).

6 En el estudio social del tiempo, uno de los primeros aprendizajes aportados por la escuela de sociología francesa de principios del siglo xx, con autores como Emile Durkheim, Marcel Mauss o Henri Hubert, fue que los sistemas de cómputo temporal, como los calendarios, son evidencia del carácter rítmico de la vida social, que pretenden, por lo tanto, pautear el ritmo de las relaciones sociales y establecerlas como consenso social que ordena temporalmente la vida en sociedad.

7 “En el contexto social, el ‘tiempo’ ostenta la misma y admirable forma de existencia que otros hechos sociales, a los que nos referimos con sustantivos tales como ‘sociedad’, ‘cultura’, ‘capital’, ‘dinero’ o ‘lenguaje’. Se trata de sustantivos que expresan relación con algo que, en un indeterminado sentido, parece existir fuera e independientemente de los hombres” (Elias, 2013: 135).

8 En antropología y sociología, la relación entre movilidad y configuración de la experiencia temporal en sistemas de cómputo fue temprana y profusamente estudiada. Vale acá apuntar los trabajos de Marcel Mauss [y H. Beuchat] (1971) en torno a las consecuencias de la variación estacional sobre la morfología social de los “esquimales”, o las del vínculo entre el tiempo ecológico y el tiempo estructural ente los nuer estudiado por Evans-Pritchard (1977). Más recientemente, en ciencias sociales lo que se ha definido como compresión espacio-temporal (Harvey, 1998), ligada a las tecnologías de comunicación y transportes, ha sido asociada por ejemplo a la experiencia de tiempo acelerada de la modernidad tardía (Rosa, 2016; Wajcman, 2017).

9 Una discusión pormenorizada de parte de estos autores puede revisarse en Totschnig (2017).