Pandemia y distanciamiento social

Pandemic and Social Distancing

Ramón Kuri Camacho* 1

Resumen: Esta comunicación quiere comprender el alcance del distanciamiento social que subyace en la afirmación de la prioridad de la palabra “confinamiento”. Subrayo la palabra “alcance”. Creo mostrar, en efecto, que la pandemia que enfrentamos no llega sola. La acompaña una calamidad humana que pretendería fundar nuevas estructuras sociales y políticas basadas en el “distanciamiento social”, racionalizado bajo la premisa del supuesto “sentido de la vida” que nos darían las nuevas tecnologías que felizmente nos comunican a distancia. Sólo nos comunicaríamos en las redes sin contacto humano. Sólo la revolución cibernética, el mundo digital nos harían felices.

Palabras clave: distanciamiento, confinamiento, pandemia, calamidad, contacto, cibermundo.

Abstract: This communication wants to understand the scope of social distancing, which underlies the affirmation of the priority of the word “confinement”. I underline the word “scope.” I believe, in effect, that the pandemic we face does not come alone. It is accompanied by a human calamity that would seek to found new social and political structures based on “social distancing”, rationalized under the premise of the supposed “meaning of life” that the new technologies that happily communicate to us at a distance would give us. We would only communicate on networks without human contact. Only the cyber revolution, the digital world would make us happy.

Keywords: distancing, confinement, pandemic, calamity, contact, cyberworld.

Postulado: 01.09.2020

Aprobado: 14.11.2020

A Leobardo Villegas Mariscal

¿Por qué el mal una y otra vez? Los prometidos y la peste de Milán

giorgio Agamben ha escrito una serie de artículos sobre la pandemia del coronavirus en su columna “Una voz” de la página editorial italiana Quodlibet, reproducidos el 4 de abril y el 10 de julio de 2020 en la revista Santiago, de la Universidad Diego Portales de Chile (Agamben, 2020a; 2020b). Como en sus libros: Estancias, La comunidad que viene, Lo que queda de Auschwitz, Estado de excepción, Profanaciones y El fuego y el relato, Giorgio Agamben recoge en estos artículos los motivos más urgentes y actuales de su reflexión. Y como siempre en sus escritos, la tenaz interrogación sobre el drama de nuestro tiempo: la relación entre el miedo a la pandemia y la confusión ética generada por ésta, entrelazada con una meditación sobre “la creciente tendencia a utilizar el estado de excepción como un paradigma normal de gobierno” (Agamben, 2020a). Drama ético y político, no sólo de Italia, sino de prácticamente todos los sistemas de gobierno occidentales y no occidentales.

Entre las medidas tomadas por el gobierno italiano, el pánico a la peste (“estado de temor extendido en las conciencias de los individuos que se traduce en una verdadera necesidad de estados de pánico colectivo”. Agamben, 2020a), es y puede ser por mucho tiempo el pretexto ideal para una nueva forma de dominio y sojuzgamiento de las libertades. “En un perfecto círculo vicioso”, advierte Agamben, “la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos, es aceptada en nombre de un deseo de seguridad inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerlo” (Agamben, 2020a).

El contenido moral de esta reflexión, que recrea algunas de sus propuestas teóricas, se manifiesta de golpe en un símbolo: una pandemia como la que vivimos representa una era de vigilancia y de abolición del prójimo en el mundo, un “estado de excepción y vida desnuda”. El filósofo italiano trae a colación la novela I promessi sposi (Los Prometidos) de Alessandro Manzoni (Agamben, 2020a) en la que evoca la peste de Milán de 1630 que diezmó Italia, principalmente Lombardía. La mortandad fue espantosa. Milán perdió más de la mitad de su población. Inquietado por Agamben, me acerqué a esa novela (Manzoni, s. f.). La historia del Milanesado, la prepotencia de nobles y poderosos, la violencia de los esbirros, la impotencia de los humildes ante el poder de los fuertes, las convenciones católicas que contribuyeron al sometimiento. El hambre, la miseria, la guerra y, como epílogo del drama, un regalo trágico: la peste. En lucha contra ésta, la valentía de los monjes capuchinos que ampararon a los débiles, la muerte de muchos de ellos y de sesenta párrocos entregados a su prójimo, la cobardía de algunos eclesiásticos, las virtudes heroicas y los pecados del ser humano. Es admirable cómo describe Manzoni un pequeño capítulo italiano de la historia europea. Conmueve asistir a un espectáculo grandioso cuando el autor centra su relato en las pequeñas vidas de la gente de las comarcas del norte de Italia: vidas quebradas, rotas, aplastadas por una guerra cuya causa remota ignoran. A la guerra sigue la peste, y la peste produce no sólo pánico, mortandad, devastación, sino corrupción moral. Es tan grande la desgracia que había que buscar un culpable: un chivo expiatorio. Los untori (untadores) o engrasadores son los elegidos para desahogar la desgracia.

Se decía que la peste había llegado porque fue clandestinamente preparada por quienes untaban puertas, muros, paredes, templos con ungüento mortal. Renzo, novio de Lucía, que ya había sido detenido por participar en un tumulto en demanda de pan, es acusado más tarde de ser untador y escapa de “milagro”. De “milagro” escapa también Lucía de las obsesiones sexuales de don Rodrigo, señor de la comarca. De “milagro” Renzo y Lucía logran ser casados por el buen cura don Abbondio, después de tantas peripecias y jornadas agotadoras. En la ficción narrativa, la Divina Providencia rescata a los humildes de la desgracia. En la cruda y terrible realidad, nada salva a los untori (untadores) del suplicio y de la muerte.

¿Cómo comprender tanto sufrimiento? ¿Cómo comprender el suplicio y muerte de los untadores, absolutamente inocentes de la acusación de que fueron objeto? Al final de la novela, les llegan esas preguntas a aquellos dos seres sencillos y humildes. Se interrogan por el sentido de su aventura. Renzo, igual que Elifaz, Bildad y Sofar (personajes bíblicos, amigos de Job), cree en una justicia de la recompensa y del castigo (el que bien se porta, bien le va, el que mal se porta, mal le va). Pero Lucía responde (igual que Job) que ella siempre actuó bien, y a pesar de ello, fue abatida por las desgracias: “Yo no he ido a buscar las desgracias, son ellas las que me han venido a buscar a mí” (Manzoni, s. f.: cap. xxxviii).

La pregunta que Renzo y Lucía se hacen, no es otra que aquella pregunta inmemorial que viene del fondo de los siglos por el sentido de la vida y que todos en algún momento de nuestra existencia nos hacemos. ¿Por qué el mal se impone una y otra vez? ¿Por qué tanto dolor y sufrimiento? ¿Por qué hay mal y no, preferiblemente bien? (Kuri, 2013: 357-375) ¿Qué sentido tiene la historia? Carece de sentido parecen contestar estos novios analfabetos, aquellos a quienes nadie pregunta. Alessando Manzoni sugiere que la historia en sí misma carece de sentido, a menos que forme parte de un sentido que va más allá de la historia.

La idea de contagio

Meditar sobre estas preguntas no está en el corazón de la reflexión de Agamben. Lo que al pensador italiano le preocupa es la “idea de contagio” (Agamben, 2020a), consecuencia inhumana del pánico que se encuentra en la raíz de las políticas tomadas por el gobierno italiano, para asustar y controlar a cualquier ciudadano convertido en potencial untador. El inmigrante, el extranjero, el africano, el centroamericano, el “otro”, que tiene en la figura del untador a su precursor, se convierte, sin que él lo sepa o la deba, en potencial “contagiador”. Más bien, él es el untador, el apestado, la fuente de contagio. Son las políticas que, dicho sea de paso, encontramos con Donald Trump en Estados Unidos, con Jair Bolsonaro en Brasil, con los presidentes de Hungría y Polonia, en varios gobiernos occidentales y en movimientos racistas de todos los colores y sabores. Es un “estado de excepción” que tiende a convertirse en algo normal, en modelo de vida y de gobierno.

Sobra decir que, en el fondo y la forma, “estado de excepción” y “vida desnuda” se corresponden. Los artículos de Agamben afectan la forma y contenido de algunos relatos periodísticos que se ciñen a los hechos de un momento necesitado de seguridad. Sin embargo, lo que prevalece en el recuerdo de un pasado reciente y en nuestro presente es un estado de excepción. Es el símbolo de nuestra época. Y Agamben da la voz de alerta. Confinados, “retirados”, “educados” en el encierro, aceptamos como si nada nuestra condición de “apestados”. Estar contagiado (tali peste teneri), escribió Virgilio, se convierte en algo natural entre nosotros. Podemos ser presa fácil de los grandes depredadores cuando nos propongamos salir del “retiro”. La plutocracia mundial tiene todo listo para que desempeñemos nuestro papel en el reordenamiento del mundo. Es la emergencia de una “nueva calamidad”, que tampoco es novedad, pues somos testigos de ella, a saber: la abolición del prójimo, el distanciamiento del “otro” so pretexto del confinamiento obligatorio, la desmemoria, el rechazo a “escuchar la voz de la naturaleza”.

En efecto, la pandemia que enfrentamos, virus nuevo que ha echado por tierra todas las predicciones que han hecho las autoridades sanitarias de cada país respecto a su evolución, no llega sola. La acompaña una calamidad humana que pretendería fundar una nueva estructura de sociedad basada en el “distanciamiento social”. Propuesta desgraciada de ciertas élites de poder y de grandes corporaciones (industria petroquímica, armamentística, farmacéutica) que, codiciosas y voraces, por todos los medios buscan acrecentar su capital, mintiendo y manipulando, como lo argumenta la religiosa benedictina Teresa de Forcades (2013). Porque es calamidad el “distanciamiento social”, el desconocimiento del soplo que nos anima (animus spirabilis), atributo del alma que nos permite ser como somos. Sin él no existe ni identidad ni tampoco cultura. Sólo alejamiento, separación, repudio del prójimo a medida que aumenta la distancia. Y es que hablar con presencia de alma (animo presenti dicere) hace tiempo que fue expulsada de nosotros; dura lo que dura un mensaje de Whatsapp, Facebook o un mensaje de internet, concebido para autodestruirse. Padecemos una amnesia cultural cuyos efectos son los olvidos y rechazos que anulan toda noción de bien común. Porque tener memoria, estorba. Estorba a la cultura de la desmemoria (tácita o expresa), de la comunicación excesiva.

El confinamiento individual y el cierre de fronteras e intercambios que ha propiciado la pandemia está rehabilitando, en efecto, a la vez, el rechazo al “extranjero”, las conductas insolidarias, la desmemoria, los reflejos racistas y la adoración a la ciencia, al dios de la tecnología, momento cumbre de la antropolatría. El hombre es el centro del universo, somos “cosas” en esta “nueva época de la imagen del mundo” y la tecnología es el dios al que se debe adorar. Es decir, un “estado de excepción” como paradigma normal.

El lenguaje engañoso puesto al servicio del dominio de seres humanos es uno de los temas fundamentales estudiados en el Estado de excepción que recrea en los artículos publicados. Agamben comprende hasta qué punto la pandemia que vivimos puede convertirse en justificación para pisotear los derechos humanos más elementales. Cuando publicó Estado de excepción (2004), la invocación “democrática” de los grandes poderes para enviar a casa a manifestantes y disidentes que se manifestaban contra la globalización, parecía algo del pasado, pero dieciséis años después ha vuelto a ponerse de dramática actualidad. Entonces se pensaba que las ideologías políticas habían venido a sustituir el furor teológico de las religiones, pero hoy vemos que detrás de las democracias liberales, son las coartadas de seguridad y miedo a las epidemias las que ofrecen el pretexto ideal para manipular conciencias y convencer de una “verdadera necesidad de estados de pánico”. Se manifiesta “una vez más”, sostiene Agamben, “la creciente tendencia a utilizar el estado de excepción como un paradigma de gobierno”. Es la coartada perfecta para mandar de nuevo a casa a los disidentes, intensificar la vigilancia gubernamental de los ciudadanos, anular o coartar las libertades, legitimar oligarquías o legitimar regímenes autoritarios para venderlos como más eficaces que las superadas democracias occidentales. El estado de excepción es un pretexto nuevo para que avancen nuevas formas de dominación. La denuncia de Agamben, en su día, sonaba para algunos como una concesión al “idealismo” o al “espiritualismo” que desconoce las motivaciones socioeconómicas: resulta hoy una precursora señal de alarma.

Vida desnuda

Esta denuncia de dominación y sometimiento que se manifiesta como “estado de excepción”, ha sido considerada como una actitud cómoda y oportunista, porque habría eximido a Agamben del esfuerzo de pensar y escuchar, sacando conclusiones apresuradas al reducir la contingencia que vivimos a categorías que podía comprender, es decir, a categorías hechas a la medida de sus propias concepciones y estilo de pensar, en las que el “estado de excepción” y “vida desnuda” sobresalen. “Metemos lo que no sabemos qué forma tiene en las cajitas que ya guardábamos en el sótano de nuestra mente para acallar la incertidumbre”, escribe Cristina Soto van der Plas (2020). “Precipitamos el entendimiento antes de observar la situación, antes de medir sus ángulos y darle tiempo para que se desarrolle y se modifique: nos obliga la velocidad de los tiempos en que vivimos, en los que parece que no podemos estar ni un instante desconectados o sin producir algo” (Soto van der Plas, 2020).

Mucho hay de verdad en los juicios expresados. El pensar requiere tiempo, sosiego, concentración. Y al no haber cumplido Agamben con “estos requisitos”, se hizo merecedor a la acusación de oportunista, y hasta de ser uno de los propagadores de teorías conspirativas en contra de gobiernos, científicos e instituciones sanitarias a costa del covid-19 y, quizás también, de haberse mezclado con grupos supremacistas, ultraderechistas y seguidores de “pseudociencias” y movimientos “alternativos”. Ciertamente, esas imputaciones no aparecen en el artículo de Cristina Soto. Sólo el de haber adoptado Agamben una posición oportunista, al haber abandonado el rigor de su pensamiento y contemporizar, aprovechando las circunstancias que vivimos. Pero esta acusación de oportunista oculta cierto malentendido y hasta el olvido selectivo de una parte importante del pensamiento político y moral de Agamben. El pensador italiano no forma parte de la marea de personas que niegan la existencia del covid-19 y la crisis sanitaria, a pesar del título poco afortunado de su artículo: “La invención de una epidemia”. No es que exista en su pensar un rechazo global a la pandemia y todo sea fruto de una invención, sino una exigencia ética de justicia derivada de su propia obra: “Me opongo a la idea de contagio, me opongo a que se transforme a cada individuo en un potencial untador”. Me opongo a la injusticia de querer convertir “la figura del portador saludable”, como alguien “que contagia a una multiplicidad de individuos sin defenderse de él, como uno podía defenderse del untador”. Me opongo a “la degeneración de las relaciones entre los hombres que se puedan producir”. Me opongo a que uno no pueda acercarse “al otro hombre, quien quiera que sea”. En suma, me rebelo contra las exhortaciones de los llamados expertos a abolir a nuestros semejantes.

Porque, ¿qué somos hoy? ¿Qué es este instante que es el nuestro? Por ende, es una historia que tiene inicio en esta actualidad. No se trata de mitigar el rigor del pensamiento y seguir la moda de las redes sociales que escriben y escriben compulsivamente. La cuestión está en intentar detectar, entre miles de cosas que se escuchan y se ven, cuáles de ellas muestran, hic et nunc, algunos indicios más o menos difusos de peligro o de amenaza en nuestra realidad. Como en el Cuento de la criada (Atwood, 2017), en la que Margaret Atwood refleja el miedo de la sociedad estadunidense hacia una deriva autoritaria y racista de la política, así Agamben deja ver los miedos del mundo actual hacia los distanciamientos y racismos que se pueden materializar. Dentro de estas realidades, “estado de excepción” no implica comodidad ni facilismo, ni irresponsabilidad (producir por producir) ni sometimiento a los dictados del cibermundo (un motor siempre encendido y engullido por la “dromocracia” o sociedad de las carreras), sino reflexión especulativa: algo que ya ocurre merece “ser recreado”. Merecen traerse a la memoria conceptos antes pensados. “Estado de excepción” y “vida desnuda” (Agamben, 2020a) muestran modelos de conducta que simplemente corroboran que “esto ya ocurre”. O bien, son situaciones que podrían suceder e importa pensarlas nuevamente. Es un “estado de excepción” que entroniza el pánico y el contagio como dioses justicieros, al confundir la salud con el camino de la depuración. Se trata, por tanto, de ser moralmente exigentes con la malicia, hipocresía e inconsistencia ética de los gobernantes.

Pues es muy probable que, pasada la pandemia, se continúe con “los experimentos que los gobiernos no habían conseguido realizar antes: que las universidades y las escuelas estén cerradas y las lecciones sólo se impartan en línea, que de una buena vez dejemos de reunirnos y de hablar por razones políticas o culturales y que sólo intercambiemos mensajes digitales, que siempre que sea posible, las máquinas sustituyan todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos” (Agamben, 2020a).

Ésta es la cuestión. El “distanciamiento social” en la era digital, la cuestión de nuestro semejante en la época del ciber mundo. Época en que la sociedad técnica inventa nuevas máquinas que, paradójicamente, realizan operaciones que parecían reservadas al espíritu humano: memoria, estrategia, producción, solución. Naturalmente, se trata de una transposición metafórica, porque es el hombre mismo quien crea el fantasma del peligro inminente de verse reemplazado por máquinas. Pero ese fantasma es muy significativo. Fantasma que simula serlo, pues es en realidad un sector muy poderoso del gran capital internacional que desposee y manipula al hombre moderno, condicionado por una lógica que escaparía a cualquier intervención suya. Sector ínfimo y poderoso que crea las condiciones para prescindir del trabajo del hombre, deshacerse de él y hacerlo innecesario. Cuestión sobre la que tenía clara conciencia Viviane Forrester hace más de veinticuatro años cuando escribió El horror económico (Forrester, 1997: 158). Porque los demás, es decir, nosotros, los otros, somos innecesarios, inútiles. Innecesarios para los dueños de las máquinas para quienes el conjunto de los seres humanos somos considerados inútiles y superfluos. En lo absoluto somos necesarios y pueden prescindir de nosotros como se prescinde de un objeto cualquiera.

En las voces de alerta que llenan el tercer artículo, llamado “Aclaraciones”, advierte Agamben que “lo primero que muestra claramente la ola de pánico que ha paralizado al país (Italia) es que nuestra sociedad ya no cree en nada sino la vida desnuda” (Agamben, 2020a). Vida desnuda, es decir, vida innecesaria, pérdida del mundo, sin existencia real, sin trabajo, sin amistades, afectos, solidaridad, fiesta, juego, arte, convicciones políticas y religiosas. La vida desnuda tal cual es, pura tecnología, la dromocracia o sociedad de las carreras, la democracia virtual, la velocidad absoluta, el cibermundo, el control absoluto, simple supervivencia, marginación. “¿Qué llegan a ser las relaciones humanas en un país si se acostumbra a vivir de esta manera por no se sabe cuánto tiempo?”, se pregunta Agamben (Agamben, 2020a).

Lo más inquietante es que el estado de excepción se ha convertido en la condición normal de casi todo el mundo (y nosotros en México no somos “excepción”, más bien hemos aceptado como normal “el estado de excepción”, y no sólo por la hipótesis de Agamben, sino también por vivir en estado de emergencia perenne y por razones de seguridad). Hemos aceptado como normal que la revolución cibernética nos da felicidad al comunicarnos a distancia.

Pasa el tiempo (defluit aetas) y nosotros hemos aceptado sin más que somos los de aquel tiempo (id tempus), los de entonces. Los de otra época, los de antes: los del mundo analógico. Los de otro mundo. En sólo unos cuantos meses, ya somos lejanos, y para los grandes grupos de poder y los inmersos en el cibermundo: remotos, extraños. Material para reubicar o desechar. Y más bien lo último: desechos, ruinas, escombros. Cuando la nueva realidad se impone y miran hacia atrás, nos ven como una reliquia de otros tiempos. Como las ruinas de un pasado antiguo. Consecuencia también de la pandemia y sus inevitables daños. El principio del fin de lo viejo, y de los viejos.

Probablemente el concepto de “vida desnuda” sea uno de los conceptos más fructíferos de la reflexión de Giorgio Agamben. Es un indagador preocupado por esa peste moral y práctica de “vida desnuda”, de fácil sometimiento a las órdenes del gran poder tecnológico de que fastidiamos, de que apestamos, y de aceptar sin más separarnos: “la facilidad con la que toda una sociedad ha aceptado sentirse apestada, aislarse en casa y suspender sus condiciones normales de vida, sus relaciones de trabajo, de amistad, de amor e incluso de sus convicciones religiosas y políticas” (Agamben, 2020a). La facilidad con la que hemos aceptado los preceptos de las nuevas tecnologías para distanciarnos, ha sido posible porque desde hace tiempo ya lo habíamos hecho al rechazar al “otro”, al negar que nacemos para ser humanos, al olvidar que nacemos humanos y renunciar a llegar a serlo. “La hipótesis que me gustaría sugerir”, afirma Agamben, “es que, de alguna manera, la peste ya estaba allí, que evidentemente las condiciones de vida de la gente se habían vuelto tales que ha bastado una señal repentina para que aparecieran como lo que eran, es decir, intolerables, justo como una plaga” (Agamben, 2020a).

Distanciamiento del prójimo. Síndrome del contagio europeo

Lo que suele preocupar a los que se preguntan actualmente por nuestras sociedades es la crisis económica producida por la pandemia. Es natural, el virus continúa enfermando, matando y paralizando la vida en todos los países, con intensidades diversas y en ascenso.

Sin embargo, hay algo igual de grave y quizás más duradero y trascendental. Me refiero al nuevo lenguaje político creado por grupos poderosos que pretenderían fundar una nueva sociedad basada en el distanciamiento social, racionalizado bajo el lenguaje de la aceleración del tiempo mundial: el cibermundo. La nueva cultura tecnológica, la revolución cibernética, la democracia virtual, la sociedad de la información, serían más importantes, útiles y verdaderas que nuestros semejantes. El destino de cada ser humano, para estos “creyentes”, sería la cultura cibernética e informática, no nosotros ni nuestro prójimo. Y precisamente la lección “educativa” fundamental que recibimos todos los días no hace más que corroborar lo anterior: aprender de nuestros semejantes y enseñar a nuestros semejantes no es relevante en estos días de pandemia, no es relevante para el fundamento de la sociedad. Y como el ser humano es “más tonto de lo que parece” (praeter speciem stultus), piensa que el lenguaje digital que hace posible la comunicación felizmente a distancia y reemplaza el contacto de los seres humanos, es infinitamente más importante.

Eso explicaría en gran medida, la ambigüedad que muchos mexicanos hemos tenido frente a la enfermedad. Por un lado (en un país con fuerte apego familiar, veneración a los hijos, a los padres y a los abuelos), la resistencia ética-moral a abandonar a nuestros enfermos y dejarlos morir solos, rechazando a la vez en muchísimos casos (cosa de admirar y respetar), que los cadáveres fueran incinerados sin un funeral. Por otro lado, el colapso ético y político de algunos mexicanos frente al covid-19 (minoría significativa, cierta clase media, periodistas e intelectuales, universitarios “europeizados” y “americanizados”), al dejarse engullir por el pánico y “la idea de contagio” propagada desde núcleos culturales y políticos europeos. La facilidad con que se dejaron persuadir de que había que deshacerse de los enfermos y dejarlos morir solos, abandonados, y quemarlos sin ningún funeral, como sucedió en España o en Italia. Acción que escandalizó a Agamben, y que le llevó a preguntarse cómo fue posible que un país entero (Italia) cometiera semejante barbaridad. Cómo fue posible que se hubiera traspasado el umbral que separa a la humanidad de la barbarie. Porque fue un acto de barbarie sobre el que durante más de un mes no dejó de pensar: “¿Cómo fue que un país entero sin darse cuenta colapsó ética y políticamente frente a una enfermedad?” (Agamben, 2020b). “¿Cómo se pudo aceptar únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar que las personas que nos son queridas y que los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino que (algo que nunca antes había sucedido en la historia desde Antígona hasta hoy), sus cadáveres fueran quemados sin un funeral?” (Agamben, 2020b). Y después, como si nada grave hubiera sucedido, en nombre de ese impreciso riesgo, grandes núcleos de italianos se distanciaron de su prójimo, porque éste “se había convertido en una posible fuente de contagio” (Agamben, 2020b).

México no podía llegar a este grado de barbarie. A pesar de vivir en un mundo obsesionado con la juventud y la belleza, la productividad y la tecnología, en el que la ancianidad se ve cada vez más como un problema y un estorbo, la mayoría del país considera despreciable no respetar a los padres y a los ancianos. Pero, claro, existe también otra parte de mexicanas y mexicanos que progresivamente ha ido aprendiendo a rechazar a sus mayores, no sólo de la sociedad, sino también de los hogares. La figura venerable del padre y del abuelo ha ido perdiendo su valor de forma vertiginosa entre estos connacionales, a tal grado que la distancia que los separa no es sólo física, sino sobre todo ético-moral. Instalados en los ideales de la cultura estadounidense (revolución cibernética, cibermundo, velocidad, dromocracia o sociedad de las carreras, individualismo, productividad, “éxito”), en gran medida han suspendido las relaciones de fraternidad y amor con nuestro prójimo. Y muchos mexicanos nos hemos hecho cómplices de estos ideales y, en consecuencia, cómplices del “síndrome del contagio europeo”. Es decir, cómplices del miedo y la “idea de contagio” de los europeos y de poderosas élites interesadas en distanciarnos. Así, algún ser querido, algún amigo o algún conocido fallece de covid-19, y al instante comunica la peste a su entorno: lugar para apestados. La plaga se propaga y con ella el distanciamiento del prójimo.

¿Cómo ha sido posible eso? ¿Cómo fue posible que algunos mexicanos aceptáramos abandonar a nuestros enfermos y difuntos y los quemáramos sin un entierro decente? Lo anterior fue posible, y ésta es la raíz del fenómeno, sostiene Agamben: “Porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital (que es siempre corporal y espiritual), en una entidad puramente biológica, de una parte, y en una vida afectiva y cultural, de otra” (Agamben, 2020b). Esta escisión es una de las tantas versiones del dualismo cartesiano en las que el cuerpo y el alma constituyen dos cosas (res) claras y distintas. Versión trascendental que ha durado hasta nuestros días, afectando la unidad del ser humano. Agamben no cita explícitamente a Descartes, porque simplemente asume como herencia cultural la antropología cartesiana que cuestiona. Una práctica cultural afianzada en Europa, que se acepta con naturalidad como tomar agua o vino.

Sin saberlo, algunos mexicanos nos comportamos como cartesianos. Sin darnos cuenta, aceptamos la tesis cartesiana de que cuerpo y alma se distinguen realmente como dos sustancias distintas e irreductibles (Descartes, 1984: 149; 2014: 123-128). Aquí el cuerpo, allá el alma. Si podemos concebir cuerpo y alma existiendo el uno sin la otra, entonces son realmente dos sustancias distintas (Descartes, 2014: 59). El cuerpo puede existir separadamente del alma, y el alma sin el cuerpo. La esencia del alma no consiste en estar unida al cuerpo, y puede existir sin el cuerpo. Es decir, el ser humano es una composición de dos sustancias diferentes: un alma espiritual cuya esencia es el pensamiento (res cogitans) y un cuerpo, cuya esencia es la extensión (res extensa). Al alma sólo le pertenece el pensamiento. El cuerpo es sólo una máquina regida por las leyes generales de la mecánica, movimiento, reposo, extensión y, por ende, la vida se reduce a puro movimiento maquinal. Es una entidad puramente biológica vinculada con sus pasiones y afectos, pero no “la unidad de nuestra experiencia vital”. Descartes no puede concebir el alma a la manera tradicional de los escolásticos medievales como “forma corporis organici, in potentia vitam habentis” (“forma del cuerpo armonioso, que tiene en potencia la vida”).

Desde este punto de partida, es natural que a una parte del ser humano se le trate como pura entidad biológica, pura abstracción no susceptible de valoración ética ni consideración de su dignidad humana. Es natural también distanciarse de uno mismo, distanciarse de nuestros semejantes. No somos unidad de experiencia vital, y si no lo somos, podemos abandonar a nuestros seres queridos y amigos enfermos, y quemarlos sin ningún funeral. El distanciamiento ético-moral con nuestro prójimo es el resultado natural de la escisión de nuestra unidad corpórea-espiritual.

El distanciamiento social es, por tanto, una grave abdicación ética-política de nuestros principios y una renuncia a nuestra humanidad. En esta abdicación hay, por supuesto, responsabilidades compartidas, pero son aún más graves las de aquellos que, se supone, tienen la misión de velar por ella. Y, en primer lugar, la Iglesia mayoritaria en México. La pandemia la ha exhibido como innecesaria, inútil: distanciada del prójimo. No hemos visto una Iglesia que haya dado la cara por los enfermos de covid-19, por los desvalidos, por los que sufren, por los encarcelados, por los que lloran, por los abandonados, por los sufridos, por los quemados sin funeral. Nada de nada. Sólo preocupación porque ha habido 39 o 40 curas muertos de la enfermedad (escribo esto el 16 de agosto del 2020). Sólo preocupados de no contagiarse. Preocupados por sus bolsillos. Si sólo hubieran muerto esos curas entregados a consolar a los enfermos, a abrir su corazón y sus espacios para albergar enfermos, para organizar a la gente, para estar con ella en sus penas y sufrimientos. Con sus excepciones, nada de nada. Un fracaso institucional. Distanciados del prójimo, se distanciaron de la Fe.

Es grave la responsabilidad de quien tiene que velar por la dignidad del ser humano. Hasta donde sé, ésta es justo la misión de la Iglesia.

“La Iglesia, que, al convertirse en la doncella de la ciencia, la que ahora se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha negado sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un papa que se llama Francisco, ha olvidado que Francisco, el de Asís, abrazaba a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de la misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar la vida en el lugar de la Fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la Fe” (Agamben, 2020b).

Agamben escribe estas líneas en Italia, sobre la responsabilidad de la Iglesia en su país. Pero es como si hubiera descrito el papel de la Iglesia en el nuestro: la renuncia de la Iglesia a lo más profundo de su misión, que era el de velar por la dignidad del prójimo. La Iglesia en México, como en Italia y otras partes del mundo, cedió terreno al convertirse, como tantas otras instituciones y tantos seres humanos, en esclava de la ciencia (ancilla scientiae), “la verdadera religión de nuestro tiempo”.

En esta renuncia va implícita una grave distorsión ética entre la “nueva religión” y los condicionamientos ilimitados de ella. Distorsión grave como para dejar en manos de la ciencia cuestiones que atañen al destino del ser humano, como para “confiar a médicos y científicos decisiones que son en última instancia, éticas y políticas” (Agamben, 2020b). A la conversión de la ciencia en la verdadera religión de nuestros días, se añade una distorsión ética entre el inmenso apetito de libertades y unos condicionamientos tecnológico-digitales cada vez más poderosos. Es decir, distorsión ética entre el ámbito de las libertades y la voracidad de las grandes corporaciones tecnológicas que se hacen con los datos del prójimo, para manipular y controlar; entre el campo de las libertades y el excesivo control que el Poder pretende ejercer sobre la ciudadanía (a través de cámaras de video, teléfonos celulares, etcétera), so pretexto de la lucha contra la pandemia. Distorsión ética entre el cibermundo y la especificidad humana; entre el pensamiento y la conmoción ética-política-moral que sufre el ser humano por motivo de la enfermedad; entre la explosión de los derechos y los afanes de enriquecimiento como fin de la vida; entre los afanes de dominación y sometimiento ilimitados de las grandes corporaciones del capitalismo mundial. La aproximación de estos miedos y estas “pulsiones” ideológicas y prácticas hace que el mundo actual se cuestione a sí mismo y resista a la presencia del Estado en la vida cotidiana; cuestione la competencia despiadada entre los Estados, cuestione a un mundo poblado de competencias crueles con el puro fin de dominio, a medios de información manipuladores como simples instrumento de grupos de presión y poder sin autoridad ni capacidad de persuasión y, en definitiva, cuestione la entronización del hombre puesto como modelo e imagen del mundo (antropolatría).

Vivimos en un mundo en que grandes grupos humanos, incluso los minoritarios y privilegiados se sienten oprimidos y perseguidos, y en el que cada grupo se ha lanzado a la búsqueda semihistérica, semimágica del factor externo, que sería la causa de esta supuesta opresión. Esas explosiones frustradas dan lugar a discursos críticos. El individuo se siente marginado, “confinado” y sometido a múltiples dominaciones. La pandemia vino a agravar esta sensación. Rehenes del pánico y de la “idea de contagio”, los gobiernos y grandes poderes luchan por encontrar la vacuna que alivie y “salve” a la humanidad. En las notas informativas, en debates y artículos periodísticos, en la explosión ad nauseam de las redes sociales, en el arte y literatura modernos abundan los testimonios de este pánico, de este aislamiento, de este silencio sordo, y se resalta una situación de miedo y soledad en la que, a menudo, nos sentimos reflejados. El cine y documentales han multiplicado también, mucho más en nuestros días que en sus comienzos, el crudo lenguaje del aislamiento y desconocimiento mutuos, tan característico de la tragedia moderna desde Kafka hasta Beckett, desde Michelango Antonioni y Federico Fellini hasta Jean-Luc Godard y, últimamente hasta Patricio Guzmán, director del documental: El botón de nácar, el cual trata sobre la desaparición de pueblos originarios en el sur de Chile, pone al desnudo el desconocimiento que la inmensa mayoría de chilenos tiene sobre el pasado del territorio donde viven; pone al desnudo la desaparición que sufrió ese pueblo por las enfermedades traídas por los europeos, la crueldad de los colonizadores que los cazaban como ratas y la violencia cultural de las pocas familias dueñas del poder en ese país austral.

Dueño y guardián

No es inútil traer a la memoria los siguientes pasajes bíblicos que abordan el enigma del dominio y del cuidado de lo “Otro” (la naturaleza) y de lo “otro” (el prójimo). Son relatos tan actuales porque nos exhortan a tener sobre la naturaleza una actitud vital integradora, que no sea sólo la de dominación, sino, sobre todo, la de guardián de ella y del prójimo. “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla: mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Génesis, 1: 28).2 Si este primer relato infunde aliento al ser humano para que domine la naturaleza y, con su crecimiento y multiplicación suprima el caos, su amenaza destructora sigue estando presente: la naturaleza podría volver al caos. Y es que esta promesa de dominio, con el paso del tiempo se ha convertido en una forma de dominación expoliadora y violenta contra la naturaleza. El segundo relato es más bien una advertencia dentro de un marco intimista, en el que las amenazas, esta vez ético-culturales, pueden también separar, dislocar y destruirlo todo, si el ser humano no se convierte en guardián de su hermano y de la naturaleza como tal: “Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase” (Génesis, 2: 15). “Yahveh dijo a Caín: ‘Dónde está tu hermano Abel?’. Contestó: ‘No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?’” (Génesis, 4: 9).

Dominación y tutela, poder y atención, manipulación y respeto, medios y fines, son parte intrínseca de cada uno de nosotros. Cuando surge una disociación entre estas dos dimensiones, la cultura se tambalea y emerge un estado de confusión.

Las amenazas de la disociación las percibimos todos los días, trátese de la tragedia del covid-19, cuyas primeras manifestaciones han sido devastadoras y, que al momento de escribir estas líneas, dura ya cinco meses con más de 800 000 fallecidos en todo el mundo y miles de contagiados; de la amenaza de la energía nuclear; de la producción en serie de valores de uso y del consumo frenético de ellos, que han provocado el automatismo y el auge de una publicidad mentirosa y vacía; de las manipulaciones genéticas, cuya novedad alimenta a la vez la esperanza de prevenir y a veces de curar malformaciones, pero también el temor de una eugenesia “profesional”, e, in extremis, dictatorial, racista e inquisitorial; de la producción de la vacuna contra el covid-19, que genere inéditas formas de acumulación de riqueza de la industria farmacéutica y llegue tardíamente a los países pobres y necesitados. Pueden multiplicarse los ejemplos de disociaciones entre los medios disponibles y los fines más tambaleantes.

Es un mundo que se fragmenta en dos campos: el de quienes piensan que todo dominio será siempre beneficioso, en la medida en que aumenta el poder de la civilización sobre lo natural y sus debilidades, y el de quienes opinan que el capitalismo salvaje y la técnica ha dado ya demasiadas pruebas de su capacidad de destrucción, de su despilfarro y de su codicia como para no ver en ella una realidad maléfica. La realidad de la pandemia puso en claro que la última opinión tenía razón, incluso un exceso de razón. Hoy sabemos que podemos existir sin excesos consumistas, casonas, autos relumbrones y cosas superfluas que han estragado el mundo de la vida, pero no sin la naturaleza y el entorno ecológico que nos da vida y nos alimenta. No podemos existir sin la naturaleza como tampoco sin aquellos que la cultivan con amor y respeto, es decir, sin los campesinos que nos proveen de frutos y alimentos.

La duda ética-cultural se refiere a la legitimidad de un saber cuyo único objetivo sería fomentar la condición de dueño, pero no la de guardián. Olvidamos que estamos de visita en este mundo y no podemos disponer de él como si fuera nuestro, como si fuera nuestra propiedad, como si fuera una granja ilimitada que pudiéramos saquear ilimitadamente hasta la extinción. ¿De qué sirve perfeccionar y aumentar los armamentos hasta llegar al exceso de sofisticación, si su fin no es la defensa, sino el enriquecimiento de los grandes productores de armas y la guerra como fin? ¿Para qué queremos rodearnos de múltiples medios de comunicación si, paralelamente, se debilita la expresión, la calidad y la perfección de lo que se comunica? ¿Por qué celebrar la revolución cibernética como un fin en sí mismo? ¿Por qué celebrar la aparición de los medios audiovisuales como fines en sí mismos, si en gran medida su fruto ha sido la desnaturalización de lo afectivo, de lo conceptual y hasta de lo imaginativo?

El mundo como imagenpressura et desperatio saeculi

Sin embargo, no se trata de alarmarse a priori ante el desarrollo del cibermundo, su precisión y cualidades técnicas y ante la ausencia de orientaciones éticas. Lo que interesa es articular más claramente entre sí las diferencias, distinguir, renunciar a una valoración unilateral del conocer a expensar del escuchar y el obedecer. Lo imprevisible es a menudo no tanto lo catastrófico cuanto lo oportuno. Y lo oportuno, en este momento, es distinguir, discernir.

La distinción es una operación reflexiva más elaborada que la sola descripción fenomenológica de las diferencias. La distinción clarifica allí donde la extrapolación induce a concordancias sin sentido y, por lo mismo, a escándalos inútiles. Las diferencias se respetan mutuamente gracias a la distinción, sin que su jerarquización, abusivamente establecida en un sentido, se invierta por reacción en sentido contrario.

El verbo griego Δοκίμαζειν, que quiere decir “distinguir”, “discernir”, “probar”, “intentar”, “sondar”, aparece prácticamente en todas las lenguas occidentales. Porque de eso se trata: de aprender a discernir lo que está bien y lo que está mal, a distinguir lo que está en uno y lo que está en el “otro”. El ejercicio del discernimiento está íntimamente relacionado con nuestra capacidad de meditación y de apropiación del sentido de nuestro semejante. Sentido del “otro” que por serlo devela algo fundamental: nacemos humanos, pero tenemos que aprender a serlo, tenemos que aprender a humanizarnos, y la red informática y el universo digitalizado (que pareciera que por sí mismos lo hacen imposible), son un instrumento más en esta historia.

Esto último es el verdadero reto que enfrenta la educación en México, fascinada en gran medida sólo por el discurso de la utilidad y la eficacia, la innovación y la tecnología, la sociedad del conocimiento y la sociedad de la información, y que parece haber excluido todo orden de pensamiento y “cultura libresca” en la instrucción de la juventud. Ciertamente de antemano lo señalado arriba parece un desafío perdido frente a la “amenaza” del “alfabetismo” informático, movilidad constante, insaciabilidad e insatisfacción permanente, como hechos y valores irrenunciables propios de nuestro tiempo. Son las consecuencias de una época, “la época de la imagen del mundo” (que formula Heidegger y cuyos fundamentos metafísicos estudia), en la que el hombre, convertido en el subjectum primero y real, es el centro y fundamento de todas las cosas. El sujeto en tanto sujeto, se ha transformado en el centro con el cual se relaciona todo lo existente. Pero esto sólo es posible, sostiene el filósofo alemán, porque el mundo se ha transformado en “imagen” que se yergue delante de nosotros. Imagen del mundo en la que lo existente en su totalidad se coloca “como aquello gracias a lo que el hombre puede tomar disposiciones, como aquello que, por lo tanto, quiere traer y tener ante él, quiere situar ante sí”, y esto, “en un sentido decisivo” (Heidegger, 2005: 74). Imagen del mundo que, por tanto, no es sólo una imagen del mundo, sino que el mundo es concebido como imagen. Pues lo existente, en su conjunto, es y sólo puede ser, “desde el momento en que es puesto por el hombre que representa y produce” (Heidegger, 2005: 74). El carácter de representación unida a lo existente como un todo es el correlato de la emergencia del hombre como sujeto.

El hombre, pues, entra en escena, “se pone a sí mismo en el escenario, es decir, en el ámbito manifiesto de lo representado pública y generalmente”, y en el que en lo sucesivo todo lo que existe debe comparecer, “presentarse, esto es, ser imagen. El hombre se convierte en el representante de lo ente en el sentido de lo objetivo” (Heidegger, 2005: 75).

Que el hombre de nuestro tiempo se ponga a sí mismo en el centro de toda la realidad y se convierta “en el representante de lo ente en el sentido de lo objetivo”, es ciertamente el acontecimiento de nuestro tiempo. No es simplemente una posición “diferente” respecto de la del hombre antiguo, sea mesoamericano, asiático, africano, medieval o novohispano. Es algo radicalmente nuevo.

Lo decisivo es que el hombre ocupa esta posición por sí mismo, en tanto que establecida por él mismo, y que la mantiene voluntariamente en tanto que ocupada por él y la asegura como terreno para un posible desarrollo de la humanidad [...] El hombre dispone por sí mismo el modo en que debe situarse respecto a lo ente como lo objetivo. Comienza ese modo de ser hombre que consiste en ocupar el ámbito de las capacidades humanas como espacio de medida y cumplimiento para el dominio de lo ente en su totalidad. La época que se determina a partir de este acontecimiento no sólo es nueva respecto a la precedente a los ojos de una contemplación retrospectiva, sino que es ella la que se sitúa a sí misma y por sí misma como nueva (Heidegger, 2005: 75).

La pretensión de dominar lo existente como un todo, en la época de la democracia y dromocracia (sociedad de las carreras), globalización y cibermundo, sociedad del conocimiento y sociedad de la información, no es más que una consecuencia, la más temible, de la emergencia del hombre en el escenario de su propia representación. El hombre, autosuficiente, dispone, trae y sitúa ante sí una imagen del mundo que no es sólo una imagen del mundo, sino que éste es concebido como imagen. Dromocracia, democracia, libre mercado, proteccionismo, cibermundo e innovación por la innovación es el mundo y, en tanto tal, la época de la imagen del mundo.

Éste es el acontecimiento que subyace a nuestra época y que afecta lo existente como un todo. Es la época del “humanismo”, es decir, “aquella interpretación filosófica del hombre que explica y valora la totalidad de lo existente a partir del hombre y para el hombre” (Heidegger, 2005: 76). Independientemente de la intención reaccionaria que la palabra “humanismo” tiene en el pensador alemán, es la afirmación del antropocentrismo arrogante que está en el corazón de nuestro tiempo, organiza su sentido y lleva su certidumbre hasta el umbral de la autosuficiencia y de la “antropolatría” (Heidegger, 2001: 259-297; 2005: 86-89). Antropocentrismo que no es sólo la “creación” para sí de un mundo dotado de autonomía y autosuficiencia respecto a lo supremamente “Otro” (“la Naturaleza”, “Dios o los dioses”), sino también la subordinación de este “Otro” a la realidad, imagen y semejanza del hombre mismo. Subordinación que, por tanto, niega lo “Otro” convirtiéndose el hombre y, con él, la sociedad, en la única realidad y en el horizonte último del pensamiento. Es lo que Bolívar Echeverría, reinterpretando a Nietzsche, denomina la muerte de la primera mitad de Dios”, consistente en la “desdivinización” o en el “desencantamiento” de nuestra época, a saber:

La abolición de lo divino-numinoso en su calidad de garantía de la efectividad del campo instrumental de la sociedad. Dios, como fundamento de la necesidad del orden cósmico, deja de existir, deja de ser requerido como prueba fehaciente de que la trans-naturalización que separa al hombre del animal es en verdad un pacto entre la comunidad que sacrifica y lo Otro que accede (Echeverría, 2010: 226).

La referencia suprema, pues, ha sido expulsada. Pero, ¿quién la sustituye? Los trabajos de sustitución forman una legión y ésta es la muerte que Echeverría denomina “la otra mitad de Dios” (Echeverría, 2010: 230). La razón que desencanta al mundo, proponen los sociólogos. La razón instrumental, declaman algunos filósofos. El inconsciente, declara Freud, freudianos y posfreudianos. La nada, sostiene Nietzsche, divinizada como la nada del nihilismo. Y Nietzsche y nietzscheanos de nuestro tiempo tienen varios sustitutos al alcance de la mano: el espíritu libre, Dionisio, César, Napoleón, el gran estilo, el ensayo. El eterno retorno. La voluntad de poder. El superhombre. La bestia rubia. Y si la ligereza de los trabajos de sustitución de Nietzsche, no convencen, pues nuevamente se puede volver a la fe en la evolución de Darwin, sobre la cual, por supuesto, ironizaba Chesterton (1981), o dejarse seducir por el paganismo de Heidegger y su propuesta de recuperar el mundo, escuchar “la callada llamada de la tierra”, acurrucarse en ella y ser-ahí, es decir, enraizarse en el “suelo natal” (Kuri, 2019; Heidegger, 2005: 23-24). O la naturaleza, afirman los naturalistas. O la ciencia, afirman positivistas y cientificistas de todos los pelajes, afirmada con creces con motivo de la pandemia del covid-19, y convertida “en la religión de nuestro tiempo”, afirma Agamben. O el espíritu crítico. O las nuevas “creencias” de la velocidad límite, del ciber espacio y cibermundo. O el vacío y la desesperación. O el miedo y la angustia. O el fastidio y el hartazgo ante el consumo, materialismo, consumo y más consumo.

La serie de sustitutos es inagotable. Son reacciones opuestas propias de la pressura et desperatio saeculi (tribulación y desesperación del siglo), agitado y convulso, en búsqueda de respuestas. Respuestas antagónicas que chocan entre sí, pero en las que el modo de pensar e interrogarse es la misma. En realidad, no se trata de sustituir a dios o a los dioses, lo que ocurre es que su lugar ya no existe, afirma el antropocentrismo de nuestro tiempo, altivo y arrogante. No existe ya tal lugar que sustituya a la suprema referencia. Y, sin embargo, al afirmar lo anterior, el hombre se pone él mismo como el lugar. El hombre mismo es el lugar, pues él es quien decide que no hay lugar. Lo “Otro” deja de ser “la gravitación cohesionadora de la sociedad”, pero se pone en su lugar el Hombre, y con él, lo que Roberto Colasso denomina la “superstición de la sociedad” (Calasso, 2016: 34).

Agudo, sobrio, documentado y penetrante, Roberto Colasso, pone ante nuestra inteligencia “la última superstición”, la superstición de una sociedad secular que, negadora de lo “Otro”, cree encontrar en ella misma todo aquello que le da sentido. Es por cierto la línea dominante en la antropología y sociología de nuestros días, dedicada en cuerpo y alma a estudiar e interpretar la realidad como “un acto de fe”. Acto de fe que ciertamente no es un remedo o vulgar imitación, sino una “creencia” que pone una confianza desmedida en la sociedad en tanto que tal y, por ello, transformada en verdadera superstición: “la última superstición”. Es la sociedad apegada al “siglo” que le autoriza a vivir y “creer” sólo en ella, punto de partida y horizonte final de toda vida y todo pensamiento. “Lenta, pero segura”, afirma Calasso, “la sociedad secular se ha convertido en el principal marco de referencia de todo significado, como si su forma correspondiera a la fisiología de cualquier tipo de comunidad, y tuviera que hallar todos los sentidos dentro de la sociedad misma” (Calasso, 2014: 34). Este marco referencial toma en nuestros días las más diferentes formas políticas, sociales y económicas, sean “capitalistas o socialistas, democráticas o dictatoriales, proteccionistas o de libre mercado, militares o sectarias. Es como si la imaginación, después de miles de años, se hubiera privado a sí misma de la habilidad de ver más allá de la sociedad en busca de algo que provea de significado a lo que está pasando dentro de ella” (Calasso, 2014: 34).

No hay, por tanto, ateísmo verdadero. Convertida la sociedad en la única realidad y en el horizonte último de pensamiento, la eliminación de lo “Otro” la ha conducido a sólo creer en ella y en sus “creaciones” tecnocientíficas, sociales y políticas; la ha llevado a la puesta en órbita de un deus ex politica (un dios-política) y un deus ex machina (un dios-máquina, un dios-artificio). Dios-máquina de la sociedad (política, económica y social) y “Dios máquina de la información, después de haber sido dios-máquina de la energía atómica”, afirma Paul Virilio (1999: 82). No podemos simular.

“No podemos hacer como si fuéramos no creyentes. De ahora en adelante tendremos que escoger un credo. O bien creemos en la sociedad y en la tecnociencia (convirtiéndonos entonces en partisanos del integrismo técnico-social), o bien creemos en el dios de la trascendencia. No hay alternativa. Pretender ser ateos es una ilusión. Los ateos de nuestros días, son, en realidad, los devotos del dios-máquina” (Virilio, 1999: 83). Y añadiríamos nosotros, devotos del “dios-sociedad”.

Al lado de los integrismos místicos y de los dramas que provocan está el drama del integrismo técnico-social ligado tanto al deus ex machina como al deux ex politica. Y es que la sociedad se mantiene sólo dentro de ella y de su dios-máquina de la información, pero por eso mismo, por mor de su finitud (elevada al rango de una “antropolatría” convertida en “superstición), cree. Sólo que su “acto de fe” le otorga únicamente la “certeza” (no la confianza) que no tiene sentido “saber” qué sucede dentro de ella. El ser humano que “habita” en ella carece de confianza (fiducia), es decir, carece de aquella experiencia que está más allá de cualquier lengua, técnica, ciencia o arte. No tiene confianza que los velos de esta lengua, con sus limitaciones y reglamentaciones, algún día se esfumen para dejar quizás que se exprese “algo” fundamental, que acaso pertenezca al orden de la experiencia; una llamada al amor llegada de otra “Vida”, que no es ciertamente la del “mundo de esta vida”. No puede ni quiere hacerlo. Ni siquiera lo intenta, pues de antemano “sabe” que “carece de sentido”. Ausente lo “Otro” y, borradas palabras antaño caras en la vida del hombre común y corriente, “éste se asusta pronto ante el aspecto de una independencia sin límites. La perpetua agitación en todas las cosas, lo inquieta y fatiga” (Tocqueville, 1978: 405).

Lo que Alexis de Tocqueville advirtió en su tiempo cuando se destruyen las convicciones (turbación constante, duda permanente, debilitamiento de las alma y aflojamiento de “los resortes de la voluntad”) (Tocqueville, 1978: 405), se puede aplicar a los fenómenos que observamos en nuestros días: movilidad constante y comunicación excesiva, insaciabilidad e insatisfacción permanente, tecnologías digitales que por eficaces se consideran fundamento de una sociedad nueva fundada en el “distanciamiento social” (como hechos y valores irrenunciables de nuestra época), todo ello le amedrenta y le fatiga. Se atemoriza y se le hace insoportable a un mismo tiempo una pura “vida desnuda” y una entera autoafirmación humana. De ahí su angustia cuando descubre que el Estado, la Autoridad, la democracia, la dictadura, el libre mercado, el proteccionismo, el arte o la cultura, no le dan ningún sentido; pero tampoco se lo provee el nihilismo esteticista que rechaza cualquier racionalización de la historia (reducida al juego espectacular de ficciones relativas que sólo cabe contemplar como espectador), y que coinciden en proclamar al alimón el fin de la Historia, el fin del Estado, el fin de la Autoridad y el fin de la “cosa pública”. O cuando se da cuenta que “nuestra visión del mundo ya no es objetiva sino teleobjetiva, y que vivimos el mundo a través de una representación que, como las fotografías con teleobjetivo, distorsiona los planos lejanos y los planos cercanos y hace de nuestra relación con el mundo una relación en la que se ven en un mismo plano lo lejano y lo cercano” (Virilio, 1999: 83). O cuando descubre con “horror” cómo se marchita y el paso de los años hace estragos en su cuerpo; o cuando reconoce que su belleza es finita y repudia detalles de la “sociedad” y de su cuerpo que le desagradan. Esta “sociedad supersticiosa” que sólo cree en ella, es incapaz de amar y tratar con cariño y delicadeza este cuerpo pues no “ve” poder alguno fuera de ella. Le exige demasiado y lo llena de angustias y tensiones.

Alma, espíritu

Se presenta de este modo la relación entre la fuerza de la vida que conlleva una significación, el alma que la dignifica y el espíritu, capaz de encadenar en una sucesión coherente, fuerza y sentido. Pues si la vida no es originariamente significante, todo “acto de fe” en la sociedad y en la tecnociencia, toda “creencia” ilimitada en ellas, toda afirmación o negación resulta para siempre imposible. ¿No es menester, entonces, trasladar a la sociedad misma esta “lógica” del desarrollo inmanente de la “vida o, más bien, la trascendencia de la vida”? ¿No es preciso otorgarle a la sociedad todos los medios del alma y no sólo los recursos del espíritu, en el momento en que la sociedad “cree” encontrar en ella misma y en la tecnociencia todo aquello que le provee de sentido? Pues alma y espíritu no son sinónimos. El alma es una palabra inmortal y eterna, que precisamente por ello, profunda y entrañablemente lleva uno en el alma. Ya hace siglos Heráclito manifestaba un interés particular por el alma en sí considerada, señalando su profundo misterio en el Fragmento 45: “Por mucho que andes, y aunque paso a paso recorras todos los caminos, no hallarás los límites del alma, ¡tan profundo es su Logos!” (Heráclito, 1978: 243). El alma, decía Aristóteles, es la forma inmanente (“entelequia del cuerpo”) (Aristóteles, 2011: 328) y forma trascendente, el nous activo espiritual, “inmortal y eterno” (Aristóteles, 2011: 375). El alma, absoluta simplicidad esencial, según santo Tomás, principio del conocer y mover, ambos indicadores de la vida (Tomás de Aquino, 1988: 672-673), “acto primero” de ser (esse), es dignidad humana, infunde aliento a la vida, inaugura la vida, “dice su presencia” en la vida, constituye la vida, habita la vida, “inspira” la vida (Tomás de Aquino, 1988: 673-675; 2010: 686-690). Es, pues, una palabra del aliento, onomatopeya de la respiración que da vigor a la vida, compromete toda la vida, va más allá de la vida y va hacia la vida. Con ella inicia el soplo, no se tiene nunca prisa cuando se pronuncia ni cuando se siente su halo misterioso. La conciencia que asociamos del alma es, por ello, conciencia de paz, calma, sosiego, reposo, tranquilidad, lo que está privado de agitación y de intención. El espíritu es, en cambio, el mundo de la percepción, el mundo de la intención, del saber, de la construcción, de la inclinación hacia algo, tal como lo muestra Husserl en su obra: Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica (Husserl, 2013: 277-290).

Todo esto, ciertamente, va más allá de la afirmación heideggeriana del “olvido del ser” en tanto expresión de “una época de la imagen del mundo”. Va más allá de una sociedad secular que sólo cree en sí misma y para quien la verdad que ella ha creado y de la que forma parte, es la verdad de los entes (revolución cibernética, cibermundo, sociedad del conocimiento y de la información), afirma un “orden”, impone una vida práctica y, en tanto tal, constituye “el olvido del ser”.

Y es que tecnociencia y dromocracia (sociedad de las carreras), no son fenómenos aislados o “inocentes”: pertenecen a una era, la era del “humanismo” y la verdad de los entes. La era de la sociedad que sólo “cree en sí misma”, la era de “la ciencia convertida en la verdadera religión”. La era de los grandes poderes del cibermundo que, so pretexto de la emergencia sanitaria, ensayan refinadas formas de “distanciamiento social” (“confinamiento”) con el firme propósito de fundar nuevas estructuras sociales y políticas, racionalizado bajo la premisa del supuesto “sentido de la vida” que nos darían las nuevas tecnologías que nos comunican “felizmente” a distancia. Sólo nos comunicaríamos en las redes sin contacto humano. Sólo el cibermundo, la sociedad de la información y el mundo digital nos harían felices. Por tanto, instituciones universitarias, instituciones diversas desaparecerían engullidas en la “felicidad” de la revolución cibernética. Distanciamiento social como “nuevo principio de organización de la sociedad”, al cual hay que resistir con todas las fuerzas, pues no es otra cosa que la reducción de la especificidad de lo humano a la práctica puramente técnica o instrumentalizadora del mundo: una imagen del mundo. Resistencia ética-política a este proyecto de sociedad contra el cual hay que organizarse, hacer y decir. “Es necesario manifestar sin reservas el disenso sobre el modelo de sociedad fundado en el distanciamiento social y en el control ilimitado que se quiere imponer”, exhorta Agamben (2020b).

Y tiene razón el pensador italiano. Se trata, en esta construcción “hiper-humanista” del mundo como imagen, “de una hybris o desmesura” de la modernidad capitalista que en su hacer y operar, “confirma al ‘Hombre nuevo’ en su calidad de sujeto, fundamento o actividad autosuficiente”, advierte Bolívar Echeverría (2010: 227), objetiva el ente como un todo, lo ubica frente a nosotros y lo convierte en verdad (la verdad de los entes) por medio de un “representar explicativo”. Incluso el proceso de reproducción social al que pertenece se convierte para él en un objeto del cual dispone y sobre el que se enseñorea. Por eso se da el lujo de manejarnos a su antojo y manipularnos. De distanciarnos como marionetas de la “nueva sociedad. “Todos los elementos que incluye este proceso”, desde lo más elemental del trabajo hasta lo más elaborado del cibermundo y universo digital; “todas las funciones que implica, desde la más material, procreativa o productiva, hasta la más espiritual, política o estética; toda la consistencia de la vida humana y su mundo es reducida de esta manera a la categoría de materia dispuesta para él, quien, por su parte, es pura iniciativa” (Echeverría, 2010: 228). Pura iniciativa, movilidad constante, cambio, dinamismo, movimiento continuo e incesante, fluidez ilimitada, inacabamiento, insaciabilidad.

Esta hybris del “humanismo” o antropocentrismo de nuestro tiempo parece estar en la base de las otras determinaciones reconocidas como propias de la modernidad; a tal punto, que todas ellas podrían ser tratadas como variaciones de él en diferentes zonas y momentos de la vida social. Así sucede, en efecto, con valores como la era digital y el cibermundo, variaciones a su vez del “progresismo” o fluidez ilimitada, que multiplican los objetos de la enseñanza sin profundizar en ninguno, cayendo casi siempre en bárbaros reduccionismos, en la superficialidad y cultura de la inmediatez como el carácter de nuestro siglo. Hay una información cuasi ilimitada, pero no se sabe qué es lo esencial de ella. Estamos más informados, pero menos profundamente. Para algunos seguidores de la economía del conocimiento, por ejemplo, ésta sólo exige una educación sustentada en tres fundamentos: un nivel avanzado en matemáticas y estadística, una capacidad elevada para escribir un argumento y un nivel alto de inglés. ¿Pero cómo escribir un argumento cuando se ha mutilado todo un horizonte de formación? Para esto también tienen la respuesta: la fibra óptica en tanto “tecnología en sí misma”, es educadora y es la que enseña a argumentar.

Al parecer, el lenguaje de la “utilidad” y la “eficacia” es ahora el único principio moral que nadie se atreve a discutir. Si debatimos sobre la pena de muerte, el racismo, el aborto o la tortura, por ejemplo, la argumentación de fondo suele centrarse en si “sirven o no sirven”, si son “útiles o inútiles”. Apelar a elevadas ideas es irse por las ramas y perder el tiempo. Lo “bueno”, sin más, no sirve, pero lo que sirve, lo que es útil para una cosa es siempre bueno. La utilidad está por encima de todas las consideraciones. En el terreno educativo triunfa también la misma visión instrumentalista del mundo. El plan de estudios tiene que producir alguna utilidad, alguna renta o se convierte en pérdida de tiempo injustificable. La curiosidad intelectual, el gozo de leer, admirar y contemplar alguna obra de arte, o el simple afán de conocer no bastan para legitimar los años y los gastos invertidos en cualquier esfuerzo académico. Éste es, en el fondo, el verdadero problema de la universidad actual, bajo la pauta abierta o encubiertamente mercantilista dictados por el discurso de la “utilidad” y la “eficacia”. El objetivo de los planes de estudio viene hoy dictado en gran medida por la exigencia de las empresas que pueden ofrecer colocación a los graduados. La investigación no directamente instrumental resulta algo anticuado o indebidamente aristocrático. El afán de saber y de indagar sin objetivo inmediatamente práctico en el que tradicionalmente se fincó la Dignitas Hominis, son marginadas por el lenguaje de “si sirven o no sirven”. Éste es también, en el fondo, el problema de la Ley Federal de Educación del gobierno mexicano que se aprobó en el 2014. So pretexto del “rezago educativo” nacional, se quiso imponer a rajatabla un modelo educativo en el que el discurso de la utilidad y la eficacia, “instrucciones” y “competencias” puesto al servicio del gran capital financiero internacional, se internalizara como algo “natural” en la conciencia de los niños y los ciudadanos. Encerrados en la fórmula reductiva de la utilidad material, se buscó intencionalmente que campeara la mentalidad tecnocrática-comercial y el apego a los valores cotizables. So pretexto del “rezago educativo” nacional, las “novedades”, es decir, la infinita variedad de cosas y ciencias que proporciona la red informática y el mundo digital que los niños y jóvenes más que beberlas, no hacen más que tocarlas con el borde de los labios, no produjo (produce) otro efecto que hacerlos creer que saben mucho, aumentando la muchedumbre de los “super-informados” y de los semisabios, con daño de las ciencias y más especialmente del país, sin que nada sepan bien y sólidamente. Ex omnibus aliquid, in toto nihil, (“Un poco de todo y nada en sustancia”) parecía ser la consigna de esa Ley Federal de Educación.

El lenguaje de la abstracción realizado por la medicina moderna parece ser también ahora el único principio moral que nadie se atreve a discutir. Si se debate sobre la eutanasia o “los dispositivos de reanimación que pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa” (Agamben, 2020b), la apelación a la medicina moderna es suficiente. La medicina moderna tiene la última palabra y nada hay que replicar. Ésta es abstracción pura, afirma Giorgio Agamben, recordando a Iván Illich, quien demostró la responsabilidad de la medicina moderna en la división de “la unidad de nuestra experiencia vital”, que se acepta sin más y que es, en cambio, “la mayor de las abstracciones” (Agamben, 2020b).

2020, Annus horribilis

Ahora que la epidemia cuestiona la forma metafísica del dinero en su estado más abstracto (especulación por la especulación), me pregunto cómo será cuando se convierta en el pasado de alguien. Así, por ejemplo, ¿cómo recordarán los hombres y mujeres aquel tiempo mexicano de los años 2006-2020, en que la inseguridad florecía y parecía que muchos íbamos a morir secuestrados o asesinados? ¿Cómo recordarán el año 2020, año de la pandemia del covid-19 que nosotros vivimos con fuerza y estoicismo? Incluso aquel tiempo horrible puede comenzar a verse ahora como un pasado en el que tanto sufrimiento hizo posible el heroísmo, la entrega, la amistad, el rescate de tanta humillación, el manantial de una nueva dignidad. En aquel tiempo el destino había tomado la forma de una plaga asesina, ahora tiene la forma de la ruina. ¿Cómo lo verán aquellos que sean hoy tan jóvenes como para no percatarse de que ésta es una materia privilegiada para el recuerdo? Los años de la ruina llegarán un día en que sean aquellos en los que algunos vivieron lo mejor de sus existencias. Siempre he creído que entre los crímenes individuales y los colectivos hay un lazo de unión, y el periodista que llevo dentro se pasa el día descifrando, esa abominación cotidiana que es la historia política, las consecuencias visibles de la historia invisible que se desarrolla en el arcano de los corazones. Bien caro le cuesta admitir a esta generación que ha vivido bajo la mancha de la pudrición de la clase política, de las inmunidades e impunidades del poder en México, de olor a pólvora, de tumbas y montones de muertos, del distanciamiento y aislamiento social, que el mal es el mal, siniestra herencia posrevolucionaria.

Tiendo a creer que también entonces, dentro de veinte o treinta años, los que ahora son jóvenes recordarán los años de la ruina como aquellos que los obligaron a tomar decisiones, a empuñar su vida con audacia y decidir por sí mismos en lugar de obedecer consignas, los que dieron nacimiento a tantas ideas e iniciativas que se pusieron en marcha gracias a la penuria, los que aumentaron la conciencia de que el ser humano necesita una cobertura médica universal y una renta universal (ingreso mínimo vital, imv, llamado en España) gracias a la pandemia, los que acabaron con la corrupción, la sumisión a los grupos de poder, los que acabaron con aquellos que se resistieron a vivir simplemente con decencia, sencillez, moderación, dignidad, respeto a la naturaleza, los que acabaron con aquellos que fueron incapaces de abrir su corazón a otras formas de vivir. Pues el momento trágico que vivimos en el 2020, annus horribilis, en efecto, nos enseñó otras maneras de vivir.

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1* Miembro del sni, investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Correo electrónico: <rkuricamacho@hotmail.com>.

2 Se cita la Biblia a partir de: Biblia de Jerusalén Ilustrada (2009), 4a. ed., Bilbao, Descleé de Brouwer.