¿Matanza o…?: el enigma de las excavaciones en el convento de San Gabriel, Cholula (1972)

Matanza or...?: The Enigma of the Excavations in the Convent of San Gabriel, Cholula (1972)

Manuel Gándara Vázquez*1

Resumen: ensayo-testimonio que reflexiona sobre las vicisitudes surgidas durante los trabajos de exploración arqueológica de 1972, encabezados por Roberto García Moll y María Elena Salas, en una excavación de Cholula, Puebla, especialmente notable por haber sido encontrados más de quinientos entierros. Una primera conjetura hizo pensar que dichos restos correspondían a la matanza de Cholula del 18 de octubre de 1519, pero por evidencias posteriormente encontradas se logró una explicación más plausible, al reconocer que los numerosos entierros eran resultado de una mortal pandemia de viruela que tuvo lugar entre 1545 y 1548.

Palabas clave: matanza, pandemia, Cholula, arqueología, historia.

Abstract: Essay-testimony that reflects on the vicissitudes that arose during the archaeological exploration works of 1972, headed by Roberto García Moll and María Elena Salas, in an excavation of Cholula, Puebla, especially notable for having found more than five hundred burials. A first conjecture suggested that these remains corresponded to the Cholula massacre of October 18, 1519, but later evidence led to a more plausible explanation, recognizing that the numerous burials were the result of a deadly smallpox pandemic that took place between 1545 and 1548.

Keywords: massacre, pandemic, Cholula, archaeology, history.

Postulado: 20.10.2020

Aprobado: 05.12.2020

en 1972, un grupo de estudiantes del tercer año de la carrera de Arqueología de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah) acudimos a la convocatoria de los maestros Roberto García Moll y María Elena Salas, para participar como ayudantes en una excavación en Cholula, Puebla. La excavación estaba ubicada en el patio sur del Convento de San Gabriel, en el centro de la ciudad, en el área de un campo de futbol. Luego de algunas calas iniciales, había aparecido una gran cantidad de entierros, lo que llevó a reorientar el trabajo.

El hallazgo era notable, porque en un espacio relativamente reducido se habían encontrado varias docenas de esqueletos. Efraín Castro y el propio Roberto, que dirigían el proyecto, decidieron ampliar el equipo de investigadores del proyecto. Y resultó indispensable hacerlo: al continuar los trabajos encontraron la misma evidencia: decenas de nuevos esqueletos. Todo indicaba que ese patrón continuaría al profundizarse la excavación.

Preocupados por la cantidad de entierros a excavar —que son un tipo de contexto que requiere una excavación muy lenta y cuidadosa— Roberto y María Elena decidieron ampliar el grupo de excavadores y fue así como nosotros llegamos. Éramos un grupo grande, en donde estábamos Linda Manzanilla, Eduardo Merlo, Antonio Benavides, Alicia Blanco, Leticia González, María José Con, Alejandro Martínez, Carlos Álvarez, para mencionar sólo algunos de nuestra generación. Unos estuvieron sólo unos días, otros nos quedamos más de una semana.

Para cuando el número de entierros rebasó los quinientos, era evidente que algo especial había sucedido en ese lugar. La primera conjetura de Roberto fue que los restos probablemente correspondían a la Matanza de Cholula, que tuvo lugar el 18 de octubre de 1519. Aunque las crónicas del evento contienen contradicciones (Camelo, 2001: 52-55), parece haber acuerdo en que Cortés reaccionó violentamente ante la posibilidad de que sus anfitriones cholultecas, aliados de los mexicas, le estuvieran tendiendo una emboscada mientras los españoles visitaban la ciudad, por lo que decidió adelantarse y ordenar un ataque preventivo. El número de muertos reportado de dicho ataque también varía, pero se calcula que un mínimo de 4 000 personas cayó durante la batalla en tan sólo cinco horas. Se supone que Cortés dio instrucción a sus hombres y a sus aliados tlaxcaltecas y totonacas de no lastimar a las mujeres ni a los niños. Luego, cuando los gobernantes cholultecas explicaron que el ataque previsto había sido organizado por los mexicas, los conquistadores decidieron perdonar a la población sobreviviente, a cambio de su conversión al cristianismo y su lealtad en la lucha contra Tenochtitlán.

Así que era completamente plausible que, en efecto, tal cantidad de entierros en un espacio tan reducido fuera el resultado de la masacre. De hecho, en pocos días el número de restos detectados subió a los 700 y luego a más de 800, que a final de cuentas resultaron corresponder a más de 6002 individuos distintos, además de varios entierros del tipo llamado “secundario”, en que se combinan restos de varios individuos reenterrados.

El estado de conservación de los restos era, en general, malo. De hecho, algunos estaban casi literalmente hechos polvo por efecto de las condiciones del suelo (humedad, acidez, afectación por microorganismos, entre otros). Recuerdo en particular uno que me había tocado excavar, del que lo único que quedaba era una silueta en polvo de hueso con algunos fragmentos del cráneo, mandíbula y otros huesos más resistentes. Pero a mí se me ocurrió que tal vez podríamos determinar con esa información la estatura y quizá tentativamente el sexo y edad de la persona enterrada, que parecía corresponder a un hombre de estatura un poco mayor al promedio.

Dediqué casi dos jornadas a mi cuidadosa excavación, con herramientas que a mucha gente le sorprende que usemos para ese tipo de contextos: pinceles, instrumentos de odontología, agujas y otros similares que permiten la precisión y delicadeza necesaria. Roberto, en una de sus rondas de supervisión llegó hasta mi entierro y reaccionó con gran susto: “¡Cuidado, Manuel, aléjate!”. Espantado, yo me levanté y di un brinco lejos del entierro. “Qué pasa?” —pregunté. “¿No lo ves? ¡Fiebre carbonosa, fiebre carbonosa!”. Rápidamente se juntó un grupo de excavadores y trabajadores manuales, también asustados por el grito de Roberto. Aterrorizado, recordando las historias de los excavadores en Egipto muertos por enfermedades desconocidas que contrajeron excavando tumbas faraónicas, corrí hacia mi cantimplora para lavarme las manos. “¿Qué es la fiebre carbonosa, es peligrosa?” —pregunté angustiado. Él hizo una cara de extrema preocupación y sorpresa: “¡Cómo!, ¿no sabes lo que es la fiebre carbonosa?”. Ante mi negativa, hizo un gesto de molestia y me pidió una brocha. Yo saqué un pincel gordo, que era lo más parecido que yo tenía a una brocha de pintor de muros (que a veces también usamos). Molesto dijo, “No, eso no sirve” y tomó una pequeña escoba de mano, que tenía un excavador junto a mí. Y me llamó a que viera con atención lo que iba a hacer. Me acerqué con miedo y, para mi desconcierto, empezó a barrer los restos de polvo óseo, lanzándolos al aire en todas direcciones. “¡Eso eso es la fiebre carbonosa!” —exclamó con autoridad. Yo seguía sin entender nada, muerto de miedo. “Es el Fiero Cabr...azo que te voy a dar a ti si te vuelvo a ver dedicarle tiempo a un entierro que no sirve para nada: en ese estado de conservación no hay nada que podamos hacer con él”, dijo triunfante, blandiendo amenazadoramente la escoba hacia mí; –“Y, como puedes ver, ¡tenemos cientos de entierros en mejor estado!”. Por supuesto, todos nos doblamos de risa. Había sido una extraña lección profesional.3 Pero a Roberto le gustaba hacer bromas. Y mientras más pesadas, mejor...

En esos días Cholula había vuelto a ser noticia, dado que el hallazgo de San Gabriel era realmente espectacular, aunque bastante macabro. Pero había otra razón por la que la ciudad concentró las miradas de cuando menos los académicos: gracias a las gestiones del Dr. Jaime Litvak King y su equipo, en mayo de 1972 se reanudarían en Cholula las Mesas Redondas de la Sociedad Mexicana de Antropología, suspendidas casi siete años atrás. Litvak negoció con el Departamento de Antropología de la Universidad de las Américas (udla), ubicada a las afueras de San Andrés Cholula, fuera el anfitrión de la XII Mesa Redonda, sobre religión en Mesoamérica.

Roberto, entusiasmado por el hallazgo y pensando que la mesa redonda sería un foro ideal para presentar la excavación de San Gabriel, empezó a preparar una ponencia al respecto. Con apoyo de su equipo —recuerdo discusiones con María Elena y Efraín— armó con este último un texto inicial en donde presentaba la hipótesis de que los restos encontrados en San Gabriel eran el resultado de la Matanza de Cholula. La hipótesis la reforzaban algunos artefactos (muy pocos, prácticamente no había ofrendas), que parecían de manufactura prehispánica y restos que podían indicar evidencia de decapitación, así como la presencia de deformación craneana y mutilación dental (Castro y García Moll, 1972: 382-383). Era plausible que los religiosos que acompañaban a Cortés hubieran organizado un entierro masivo, no sólo para evitar los riesgos sanitarios de dejar al descubierto los cadáveres, sino como un acto piadoso.

Quizá eso explicaba que la posición de la mayoría de los entierros fuera boca arriba —“decúbito dorsal extendido”, con 550 casos (Castro y García Moll, 1972: 382-283)—, con las manos cruzadas por el pecho o a los lados del cuerpo: es decir, a la usanza española y no tanto a la usanza prehispánica. También explicaría por qué los entierros estaban prácticamente uno encima de otro, con a veces sólo una delgada capa de tierra entre ellos. Para finales de abril, nuestra excavación mostró que ese patrón continuaba en un espacio de más de dos metros de profundidad a lo largo de los cerca de 25 por 12 metros del área excavada (mi estimación: en el artículo no se dan las dimensiones exactas).4 Se trataría de una especie de “fosa común”, dispuesta con rapidez por los españoles, seguramente con ayuda de los cholultecas sobrevivientes.

No obstante, se habían encontrado otros elementos más difíciles de explicar. Entre ellos, había aparecido lo que a mí me parecía un fistol en uno de los entierros y algunos botones de cobre en otro.5 Ahí la explicación era que éstos pudieron haber sido arrancados durante la lucha a algún español, o bien pertenecer a algún soldado muerto durante la batalla, pero rastrear esas bajas ocurridas en batalla era muy complicado con las fuentes disponibles en campo en ese momento.

A medida que se acercaba la fecha de inicio de la Mesa Redonda en la udla las expectativas crecían. Y también lo hizo, por desgracia, la evidencia en contra de la hipótesis de García Moll. Prácticamente unos días antes que arrancara el evento, me tocó excavar un entierro mucho mejor conservado —conste: ¡lección aprendida!— que tenía en uno de sus costados, a la altura de la cadera, dos monedas metálicas. La primera explicación, congruente con la hipótesis, era que se las habían puesto como ofrenda a algún tlaxcalteca que las robó de un español durante la refriega. Por lo pronto, documentamos con todo cuidado el hallazgo, ubicando con precisión la posición y profundidad del entierro y las monedas (a poco más de dos metros de la superficie, cerca de lo que era el fondo del área de excavación, según recuerdo), mediante registro estratigráfico tridimensional y fotográfico. Recuerdo haber reflexionado sobre la importancia del contexto: de haber sido saqueadas antes y estar en una colección particular, se hubieran perdido como evidencia para resolver el enigma de San Gabriel.6

Roberto logró que las monedas fueran limpiadas con cuidado (quizá en la Delegación del inah, en Puebla, en donde Efraín o algún colaborador suyo restaurador les hicieron tratamientos de limpieza), retirando las concreciones que se había formado sobre sus caras. Y se llevó una sorpresa: ya limpias, se podía ver que cuando menos una de ella era de acuñación novohispana, según nos reportó, bastante frustrado, el propio Roberto. Eso echó a perder la hipótesis de que eran monedas robadas a un soldado español, porque la acuñación de monedas en México se inició años después de la caída de Tenochtitlán.

Roberto, como buen científico, reconoció que su hipótesis quedaba refutada por el hallazgo y procedió rápidamente a reformular la ponencia que tenía preparada con Efraín. Había que encontrar, en muy poco tiempo, una hipótesis alternativa, dado que un par de días después iniciaba la Mesa Redonda. Con apoyo de su equipo, encontró una, que era más plausible aún que la original: los entierros correspondían a una gran pandemia de viruela que tuvo una mayor mortandad entre 1545 y 1548.7

Eso era congruente con la acuñación de monedas en la Nueva España y con otros hallazgos que empezaron a aparecer en esos últimos días: había entierros de grupos familiares, que incluían mujeres y niños —cuyas vidas supuestamente Cortés respetó—; y se recuperaron también otros objetos claramente del periodo posterior a la Conquista.

La fecha también era congruente con que a los indígenas se les enterrara a la manera occidental, ya que para entonces se habían convertido al cristianismo; y con la ubicación de ese entierro colectivo: las iglesias reservaban un espacio para las tumbas de sus feligreses —los más pudientes, en el interior de las propias capillas y el resto en los patios aledaños— como era el caso en este patio posterior a los principales edificios del Convento. A pesar de los riesgos de contagio, los monjes habían dispuesto de manera apretada pero ordenada los más de 600 cuerpos que la excavación recuperó finalmente.

Quizá la ponencia no fue tan emocionante como Roberto originalmente la imaginó —aunque fue de todas maneras un éxito en la Mesa Redonda—. Pero documentó, arqueológicamente y sin lugar a duda, una de las peores pandemias que azotaron a la Nueva España. Y evidenció, de paso, la gran calidad científica y ética de mi estimado maestro (Q. P. D.).

Posdata

Por desgracia, la versión escrita de la ponencia no especifica el dato preciso de la factura de las monedas, ni las fotos de éstas, una vez que fueron limpiadas. Lo que el texto dice, en la cita que antes presenté incompleta, es: “Así encontramos un bezote, una punta de proyectil, 2 esferas de barro, 2 cuentas de jadeita, 2 agujas y 9 botones de cobre, 2 monedas de plata y otros objetos metálicos, que hacen un total de 22” (Castro y García, 1972: 383 [en cursivas, la parte que antes omití]).

Dos párrafos más abajo, aclaran:

La presencia de objetos de factura colonial, únicamente metálicos, ya que cerámicos no se encontraron, sugiere que en algunas partes del área excavada se encuentran fosas con enterramientos, también colectivos y simultáneos, que posiblemente daten de la primera mitad del siglo xvi.

Las monedas de plata encontradas corresponden a dos tipos de acuñación, uno temprano y otro tardío, pero ambos del siglo xvi” (Castro y García Moll, 1972: 383).

Y presentan la hipótesis alterna a la matanza:

La densidad de restos óseos también podría hacernos dudar que se trate de un único entierro colectivo, pudiendo pensarse que quizá tenga dos épocas, una resultado de la matanza y otra, posiblemente por una epidemia, que intruyen sobre una zona de entierros anteriores.

Una segunda temporada de excavaciones, así como de trabajo de laboratorio, creemos permitirá en el futuro, confirmar o rechazar estas hipótesis que tratan de explicar uno de los depósitos de restos humanos más importantes localizados en Mesoamérica (Castro y García Moll, 1972: 383).

Este prurito por la evidencia parece haberse perdido más tarde en otros colegas. En un artículo al que, por la actual pandemia, no he tenido acceso —aparentemente no se encuentra en formato digital— se asevera que una de las monedas tenía la fecha 1512 (Peterson y Green, 1987: 211, citados en McCafferty, 2000: 353). El propio McCafferty es cauteloso respecto de que los restos sean sólo de la Masacre: retoma la estimación de Castro y García Moll de 27 000 entierros potenciales, y señala que “sería muy alto para ser exclusivamente de la masacre, y puede entonces incluir víctimas de epidemias del periodo Colonial” (McCafferty, 2000: 353). Es decir, McCafferty no descarta que se trate de dos depósitos superpuestos o al menos parcialmente sobrelapados, y coincide con Castro y García Moll en la hipótesis de una epidemia para el segundo y más tardío depósito.

No obstante, líneas arriba señala que “las monedas fechadas son consistentes con el que se trate de un depósito relacionado con la masacre dado que pudieron obtenerse antes del arribo a México” (McCafferty, 2000: 353). Aquí el problema sería la fecha de la segunda moneda, la que Castro y García Moll señalan que era más reciente —y lo que los llevó a proponer la hipótesis de la pandemia de la década de 1540—. Independientemente de que una de ellas tenga la fecha de 1512, como señalan Peterson y Green y retoma McCafferty, estaban juntas, en el mismo depósito, sin señales de alteración o de intrusión de otra capa; ambas cerca de la pelvis, en donde algunos españoles llevaban a veces pequeños monederos; también pudieron ser ofrendas colocadas cerca de las manos, para el viaje al inframundo.

Por las reglas de la estratigrafía arqueológica, la fecha del depósito es cuando menos la del objeto más reciente que se encuentre en él (salvo que éste haya intruido o de alguna manera se haya “filtrado” de una capa distinta, cosa para la que claramente no encontré evidencia). Dicho en otras palabras, el entierro no puede ser de 1519, si contiene una moneda posterior, emitida en la Nueva España (si lo comentado por Roberto respecto a la acuñación no era otra de sus bromas, pero por el tono de molestia cuando me lo dijo, ese no parecía ser el caso). Dependiendo de la fecha de la segunda moneda, al menos esa parte del depósito sería consistente con la pandemia de viruela de la década de 1540.

En la medida en que las monedas se hayan conservado y estén a buen resguardo, se podrá aclarar este fascinante enigma...

Agradecimientos

El autor agradece a Linda Manzanilla, quien nos motivó a integrarnos al equipo de Roberto; y a Eduardo Merlo, Antonio Benavides y a Samuel Villela, por sus acertadas sugerencias sobre una versión previa de este texto; y a Valery Magar, por su cuidadosa revisión editorial.

Bibliografía

Camelo, Rosa (2001), “La Matanza de Cholula”, Arqueología Mexicana, núm. 49, pp. 52-55.

Castro Morales, Efraín, y Roberto García Moll (1972), “Un entierro colectivo en la ciudad de Cholula, Puebla”, en Jaime Litvak y Noemí Castillo (coords.), Religion en Mesoamerica. XII Mesa Redonda de Cholula, México, Sociedad Mexicana de Antropología, pp. 381-386.

McCaa, Robert (1999), “¿Fue el siglo xvi una catástrofe demográfica para México? Una respuesta basada en la demografía histórica no cuantitativa”, Papeles de Población, vol. 5, núm. 21, julio-septiembre, pp. 223-239.

McCafferty, Geoffrey (2000), “The Cholula Massacre: factional histories and archaeology of the Spanish Conquest”, en Matthew Boyd, John C. Erwin, y Mitch Hendrickson (eds.), The Entangled Past: Integrating History and Archaeology, Proceedings of the 30th Annual Chacmool Conference, Calgary, The Archaeological Association of the University of Calgary, pp. 347-359.

Peterson, David A., y Z. D. Green (1987), “The Spanish arrival and the Massacre at Cholula”, Notas Mesoamericanas, núm. 10, pp. 203-222.

1* Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museología, inah. Correo electrónico: <manuel_gandara_v@encrym.edu.mx>.

2 El dato exacto es 671 esqueletos, 510 primaros directos, 85 directos removidos y 76 secundarios directos (Castro y García Moll, 1972: 382).

3 Por cierto, hoy eso se considera inaceptable: amiguitos en casa, no intenten repetir esta práctica...

4 Los autores mencionan explícitamente que no se encontró el límite del área de entierros, que ellos calculan se extendía bajo el huerto del Convento y que pudo haber tenído más de 4 500 m2 que, a la densidad observada, podría proyectarse contendrían cerca de unos “27 000 individuos” (Castro y García Moll, 1972: 383).

5 Cito: “Como ya se dijo, no se encuentran ofrendas funerarias, sin embargo se localizaron en 10 sujetos algunos objetos asociados. Así encontramos un bezote, una punta de proyectil, 2 esferas de barro, 2 cuentas de jadeita, 2 agujas y 9 botones de cobre...” (Castro y García Moll, 1972: 383); interrumpo a propósito la cita, que terminaré adelante, para incrementar el misterio en cuanto a otros objetos que se encontraron, de los que comentaré en seguida.

6 Por esos días se discutía la nueva Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos (aprobada en 1972), a la que se habían opuesto ferozmente los coleccionistas privados, diciendo que el coleccionismo (que promovía el saqueo) era benéfico para la conservación del patrimonio, evitando que las piezas salieran del país...

7 Castro y García Moll (1972) no reportan la fuente de ese dato en la versión publicada de su ponencia. No obstante, fuentes posteriores afirman que hubo por esas fechas una segunda gran pandemia de viruela (véase, por ejemplo, McCaa, 1999: 226).