“Me falta el aire”: Testimonio de vivir y sobrevivir al covid-19

Ricardo Melgar Bao ()* 1

Postulado: 27.08.2020

Aprobado: 20.10.2020

respirar para los seres humanos es sinónimo de vida, pero a veces deviene en su negación. Nos lo recuerda George Floyd, en la ciudad de Minneapolis por acción inmisericorde de un policía racista que lo asfixió apretando con su rodilla su cuello durante ocho minutos. Floyd clamó con su voz apagada, agónica: “no puedo respirar”. El desenlace fatal conmovió al mundo. De otro modo, nos lo recuerdan los miles de pacientes contagiados con covid-19 que se quejaban de falta de aire y no había ni tanque de oxígeno ni ventilador a su alcance en el colapsado sistema hospitalario público de aquí, allá y acullá. Y ese drama persiste y nada nos indica que retornará a regir esa visión idealizada acerca del Estado de bienestar. La salud-enfermedad es cautiva del mercado, es decir. de sus grandes corporaciones.

Comúnmente el testimonio de los pacientes de covid se ha expresado en la frase coloquial “me falta el aire”, no en la más técnica de “me falta oxígeno”, que es de lo que realmente careces cuando tu pulmón izquierdo está severamente inflamado y su capacidad de almacenamiento de oxígeno no llega al 20 por ciento y el otro, cuya capacidad bordea el 60 por ciento. En mi afán de vivir frente a esta adversidad y otras previas, suelo buscar la convergencia de la medicina alopática y la alternativa, además de cuidar que mi tono emocional no se quiebre. Realizo sin disciplina debida, algunos movimientos de sanación legados por el Chikung y el Taichi. Me queda muy claro que no debo delegar mi presunta “cura” en los especialistas y los servicios clínicos. Por consiguiente, atiendo yo mismo mis propias averías, pero no basta. En esa dirección he tejido y cultivado mi propia red de sanación, idea fecunda, mucho más las prácticas que de ella se desprenden. Gracias a Fermín, el neumólogo que atiende mis crisis, y a cuatro terapeutas sigo existiendo: Homero (médico con especializaciones alternativas en Francia, Alemania y China, que siempre me sorprende por su búsqueda incesante de conocimiento y aplicación terapéutica y de la que soy beneficiario, Catalina (médico fitoterapéuta) y compañera de trabajo en el inah; Ana (antropóloga social, estudiosa y familiarizada con el biomagnetismo y las tradiciones chamánicas de algunas etnias) y Pedro, formado en China en medicina tradicional, a quien conocí en Lima, en tiempos que el sindicalismo nos invitaba a fraternizar. Gracias también a los cuidados cotidianos brindados por Dahil y Juan Carlos, quienes integran mi pequeño y amoroso mundo, no me he quebrado anímicamente, por lo que sigo caminando, experimentando y metiendo letra. A distancia, soy receptor de las buenas vibras de toda mi red familiar, amical, laboral. Soy lo que soy: un veterano que lucha por seguir viviendo y que gusta transmitir lo práctico de su experiencia a quienes lo necesitan. Recibir y dar es una lógica digna que va a contracorriente de la desestructuración del tejido social por la expansión del neoliberalismo. No es bueno el silencio. Hay que transmitir y legar. La separación del rigor y la minucia corresponde a los lectores.

Escribo esto motivado por Homero, quien en una simple frase me transmitió que la experiencia de escribir lo vivido, además de ser sanadora, es meritoria de compartir por todo lo que puede suscitar en lectores interesados. Me incentivó a que escriba y asumí el reto. Aquí está el producto o la invitación cumplida.

En esta batalla por la vida no basta la medicación ni los cuidados higienistas y de sana distancia, ya que cuenta mucho tu fuerza interior, tu elan vital que se nutre de tus más profundos deseos, pero también de las buenas vibras emocionales de tu entorno, de tus vínculos sociales. Esta certeza ya gravitaba en mí desde 2002, por haber librado a partir de entonces batallas muy duras como paciente oncológico. No era consciente de ello, sino que emergió súbitamente en mi conciencia. En una de mis salidas de quirófano, todavía bajo los efectos de la anestesia y después de seis horas de operación, divisé la silueta de dos personas: Hilda y Gregorio. Mi reacción corporal fue inusitada hasta para mí: levanté el brazo izquierdo esgrimiendo con mis dedos la V de la victoria. Descubrí que mi pasión de vida poseía una fuerza increíble y desconocida. Y gracias a que esa fuerza vital sigue activa, me acompaña durante esta fase de mi existencia. Y con ella apareció de otra manera el humor hasta para hablar o escribir sobre un tabú cultural: la muerte.

Con el covid-19 uno se descubre otro y, por ende, aprendí y aprendo a explorar mi cuerpo de otra manera. El cuerpo habla y debo aprender a escucharlo e interpretar sus señales entre aciertos y yerros. Por ejemplo, que la temperatura corporal no se mide sólo con el “termómetro” sino palpándome y distinguiendo las zonas frías de las calientes. Que debo discriminar aquellos alimentos que congestionan las mucosas. El dolor es otro tema vinculado al inevitable y prolongado cambio postural. El dolor de espalda, muy real, me lleva a pensar —si asumo las coordenadas de la medicina tradicional china y sus diversas escuelas, con algunas de las cuales sostengo un diálogo intermitente desde 1971—, en los pulmones y sus vínculos renales. Evito exorcizarlo con un calmante, tratando de probar mis límites y mi voluntad de abatirlo. Cedo finalmente ante el doloneurobión forte y gracias a ese medicamento recibo sus efectos benéficos.

Una primera constatación vivencial es que la congestión pulmonar se acentúa con la distribución desigual de la temperatura corporal en pecho, espalda, entre zonas frías y tibias. Lo anterior me llevó a recuperar una receta de la abuela que recomendaba eliminar el enfriamiento usando papel para regular la temperatura térmica. ¿Y saben qué? si funciona y es benéfica.

El confinamiento lo comencé mucho antes por indicación del neumólogo con salidas muy acotadas para revisión médica, no más de cuatro. Un 16 de enero, tras salir de diez días de hospitalización por neumonía del hospital del Instituto Mexicano de Trasplantes, mi sistema inmunológico quedó muy vulnerable. El diagnóstico fue impactante: fibrosis pulmonar en la zona basal de ambos. Me ayudó Isabel, una antropóloga física, compañera de trabajo y amiga al entregarme su tanque de oxígeno en calidad de préstamo. Ella sabía mucho de oxigenación, sabía de la importancia de la previsión. Mi siguiente salida fue para aplicarme la vacuna del neumococo y tuve una reacción febril la cual fue controlada. Me estabilizaron el mismo día en el hospital Henry Dunant. Dahil y Juan Carlos, que por esos días se encontraba en Estados Unidos, se pusieron de acuerdo para intentar, como medida preventiva, adquirir una máquina portátil concentradora de oxígeno que no necesita de recarga, como sucede con los tanques. Llegó vísperas de mi crisis de oxigenación. Al perder sorpresivamente capacidad respiratoria, y sentir que la falta de aire se hacía más opresiva y prolongada, llevó al neumólogo a prescribir que me hiciera la prueba de laboratorio del covid-19, la cual me hice el 5 de mayo, cuatro días después quedó confirmado que había sido tocado arteramente por el virus. El neumólogo me dijo que era más seguro permanecer en mi domicilio que solicitar un servicio hospitalario, por la sobre presencia de pacientes entubados y la dificultad de sanitizar de manera confiable sus espacios. Me pareció convincente su recomendación de quedarme en casa, considerando que tenía la máquina portátil productora de oxígeno. Y que me atuviese a monitorear varias veces al día mi rango de oxigenación y mi temperatura. Que tuviese a la mano una caja de paracetamol en caso de fiebre.

Me venía generando mucha ansiedad el hecho de que ya no pudiese desprenderme de la máquina de oxígeno, por la amenazante sensación de asfixia. La angustia tiene como expresión psicosomática dominante el sentir asfixia. Era un plus negativo cuando el cuadro es de dificultad respiratoria. El neumólogo me indicó que subiese el rango de oxigenación de la máquina con la finalidad de alcanzar el 90 por ciento. Me llamó la atención que ya el nivel 2 no bastaba y que tuve que irlo subiendo a rango cuatro, cinco y seis. La ansiedad crecía y por momentos se enlazaba al temor a la muerte no deseada. No me era fácil lograr ese rango del mínimo de 90 de oxigenación, por lo que tuve que ensayar con la alternancia de sus tres funciones: pulso, flujo continuo y ritmo nocturno. Esa lucha por lograr el mínimo persiste. He tenido que escalar alquilando un tanque gigante de oxígeno que llega a alcanzar el rango superior de 15 de flujo continuo. Lo curioso es que su mascarilla, que lleva una bolsita que acumula oxígeno, me genera en grado 5 más que el grado 6 de la máquina concentradora. Alcanzar una media constante de 95-97 de oxigenación es una maravilla sin consideramos que un joven sano, un atleta o gimnasta alcanza un rango de 98. Prueba que no todo lo que brilla es diamante ni todo lo que sube realmente asciende.

Una historia es como una caja china. Por eso narraré que la primera fase de mi confinamiento pre covid-19 me había sido leve. Podía salir al jardín o caminar dentro de casa por unas cinco o seis horas continuas. No era un encierro entre cuatro paredes ni constante faltante de aire. Cuando llegaba el momento de la dificultad para respirar, recurría al apoyo del tanque de oxígeno a rango muy bajo: 0.5 a 1.0, el cual me permitía alcanzar 90 de oxigenación según registraba el oxímetro. El encierro quedó atenuado gracias al hábito de costumbre sedentaria propio de mi actividad académica, abocada a la investigación y la escritura. Tuve que cancelar mi agenda de viajes académicos, los cuales me abrían mis espacios de sociabilidad intelectual y su disfrute 3 o 4 veces al año. Quedan activas la memoria y las relaciones.

Con las presencias del covid-19 se presentaron nuevos síntomas. La congestión pulmonar se volvió crónica entre la tarde y la noche. Tos seca, flema blanca espumosa, salada. Necesidad y dificultar de expectorar. Mala noche, sueño interrrumpido. Insistía en expectorar hasta el punto que llegaba a su saturación y me permitía relajarme y dormir un par de horas, quizás tres.

En casa, leía con interés y preocupación las noticias acerca del crecimiento en espiral de la pandemia, al mismo tiempo que me descubría como persona en riesgo, muy humana, es decir, terrenalmente mundial. Y lo hacía a contracorriente de esa retórica oficial que convierte en números y porcentajes a las personas vivas y extintas.

Dónde comenzó esta pandemia es motivo de consenso, lo que no se cuenta es que Wuhan no era una ciudad china aislada del mundo. Kim Moody, en un artículo de coyuntura, escribió: “Dun & Bradstreet estima que 51 000 empresas de todo el mundo tienen uno o más proveedores directos en Wuhan, mientras que 938 de las empresas de la lista de las 1 000 principales de Fortune tienen proveedores de nivel uno o dos en esa región”.2 Dichas así las cosas, se podía visibilizar el corredor capitalista diversificado de covid-19 a casi tres meses de su alerta mundial, el 3 de marzo ya había ingresado sin pedir permiso a 72 países, incluido México. Poco se dice acerca de que el movimiento del capital genera desigualdad ampliada y que, por ende, los más vulnerables frente a esta pandemia, son los marginados y excluidos. Y nosotros somos en cierto sentido privilegiados, al estar ubicados en el seno de la pequeña burguesía urbana que tiene garantizada su estabilidad laboral, su sueldo y el privilegio del seguro de gastos médicos mayores que nos otorgan nuestro centro de trabajo. No recurrí a él. Me incomoda el mercado de la salud, pero no descarto que lo hubiese usado si las urgencias fuesen mayores que las posibilidades de atención a mi alcance.

Apenas se tomó la primera medida gubernamental, le pedí a las dos personas que venían a casa a ayudarme que ya no vinieran porque, al usar el transporte público, me pondrían en riesgo. Me comprometí a pagarles su salario y lo he venido cumpliendo. Acaban de retornar esta semana. Me daba temor ser contagiado por mi fragilidad inmunológica agravada por ser un adulto mayor, 74 años no son poca cosa. Como ya fui contagiado, dicha posibilidad de recaer es remota. Cuido sí, la sana distancia.

Observo que caminar unos 25 o 35 pasos dentro de casa, aunque sea a ritmo lento, me genera palpitaciones, mucha fatiga y un bajón de oxigenación de 76-78, rango peligroso, ya que puede colapsar el tejido sanguíneo pulmonar. Y eso que me desplazaba con el oxígeno portátil. Eso me sigue perturbando mucho.

La hipoxemia es un término médico, muy certero. Indica que la falta de oxígeno en el torrente sanguíneo afecta a todo el cuerpo humano, en particular a los pulmones y el cerebro de una persona, acercándolo a la muerte, tan culturalmente temida. La muerte la significo como proceso liminar o umbral, no como límite o final en la añeja creencia que tuve desde niño criado en familia católica y que abandoné en 1966. Me cimbraron las lecturas y algunos diálogos, y terminaron por quebrarse mis creencias católicas. Nuevos apoyos y refugios existenciales ingresaron a mi fuero interno. Devine con el paso de los años en ateo, agnóstico, libre pensador y un poquitín filo budista. Desde todos esos prismas miré y sentí de otra manera la muerte y la vida.

Buscador impenitente iba por más. Sucedía que en el campo de la experiencia necesitaba acceder a nuevas certezas que no tenía y que me suscitaban dudas, zozobras y temores. Lo que me era inexplicable se me aclaró el 24 de junio, gracias a mi diálogo con el neumólogo. Si el pulmón izquierdo está severamente inflamado, su capacidad de almacenamiento de oxígeno no llegaba al 20 por ciento, y el otro bordeaba el 60 por ciento: generar una reserva no era razonablemente posible. No había donde almacenar el oxígeno de la máquina. No debía recurrir en ese momento a los antinflamatorios porque tienen como componente principal los esteroides, y eso sería fatal para mi organismo, según el neumólogo.

El centro de mi batalla giró en torno a mi mundo interior. Tenía claro que, si el tono de vida se cae, el sistema inmunológico se derrumba. Y por ello, brego por mantenerlo en alto, al tiempo que animo a quienes se abaten. Me he acompañado de las flores de Bach y del extracto de cilantro, los dos más poderosos antidepresivos naturales. La fuerza interior necesita sus nutrientes, ya que el estrés, la depresión, el temor acechan por todos lados.

En general, la experiencia me prueba que el proceso del covid-19 es inevitablemente relacional, es decir, entre yo, los otros, unos muy cercanos, otros no tanto, pero todos involucrados en un campo emocional de alta significación. Sentirte en los otros tiene amalgamados varios sentidos: te ves diferente en los espejos y te miran distinto de manera directa o a través de las imágenes digitales. Los guiños se empobrecen. La “sana distancia” evita el contacto corporal (el abrazo, el beso, el saludo de manos, la palmada).

La distorsión del olor y del sabor suscita desencuentro, desacuerdo. En mi caso, el sentido del olfato quedó perturbado, huelo lo que los demás no perciben, como a “tortilla o pan quemado”. La percepción auditiva sigue otro curso: la escucha agarra mayores niveles de profundidad, mucho más que su literalidad o su connotación, emergiendo desde el inconsciente otras claridades, otras opacidades de sentido. Tiempo en que los “demonios interiores” se desbocaron según las horas y los días, algunos preanunciando que el final está al cierre del día o del fin de semana. La asfixia atiza a la ansiedad y ésta, a su vez, la incrementa. No poder respirar en sus diversos grados es real, pero si es elevada la angustia se complica el cuadro. Se unimisman. Dicho en general y de otra manera, soy el protagonista, pero en interacción social, aun respetando las normas de confinamiento de la cuarentena.

La distancia tiene nuevos bemoles en tiempos del internet y del Whatsapp. El acompañamiento se transfigura. Así, he recibido, a pesar de los riesgos que representaba para Dahil y Juan Carlos, su cotidiano y extraordinario apoyo para continuar pisando mundo. A Marcela, con quien a distancia, mantenemos una comunicación constante por celular, y a veces por Zoom. Salvo nuestros cuatro encuentros. A Emiliano, mis nietos y su esposa, quienes, a su manera, me acompañan desde la ciudad en que residen. A los muchos amigos, colegas y familiares que me mandan sus buenas vibras. Toda esa esfera emocional es sanadora, fuente nutricia de la vida, lo cual contrasta con las noticias poco motivantes.

He sobrevivido al covid-19, pero no basta, sus huellas persisten, incomodan, lastiman la vida cotidiana y el horizonte de futuro. Nuevos retos y batallas están en la agenda. El neumólogo ha dado luz verde a una nueva batalla con todas las baterías disponibles y mi asentimiento y la hemos iniciado. Nos queda claro que en el juego de la salud y la enfermedad no hay ases bajo la manga, sí apuestas encontradas. La encrucijada como tal abre o cierra los caminos, depende de nuestra elección. Si fuera cubano diría: dependo de lo que decida Elequa, previa ofrenda.

La principal certeza es que me he reinventado con la pandemia. Soy de este mundo que no deseo naturalizar. Soy hechura de sus transfiguradas relaciones en tiempos de la pandemia. Soy uno y muchos. Soy más humano, reflexivo, solidario sentidor, contradictorio, amoroso y muy vulnerable. Fabulo que me he vuelto “bueno”, pero muchas voces me dicen: “No tanto, no exageres, no te disfraces, no te maquilles”. Y claro, las autoimágenes son espejismos proyectados por nuestros deseos y por tanto pierden el cable a tierra. Como todos, los de mi especie, no somos tan racionales como nos lo enseñó el maestro Freud, tomando distancia crítica frente al relato mayor de la modernidad. Las pulsiones y expresiones del inconsciente colisionan con el dique histórico-cultural de las convenciones sociales y sus tabúes culturales, como esa trilogía de la peste-el contagio-la muerte.

La principal certeza que poseo es que vivo la “edad del desprendimiento”, esa misma que un colega mayor que ya partió me dijo que me alcanzaría. Anotaré una segunda certeza: el entusiasmo y la lucha siguen presentes gracias a nuestro tejido relacional. El filósofo de Tréveris alguna vez escribió que todo ser humano es hechura de sus relaciones sociales y, sin proponérselo, nos brindó un acertado prisma al saber antropológico y, por tanto, a la auto etnografía. Eso caracteriza mi escritura y mi trayectoria de vida.

1* Investigador emérito del Centro inah, Morelos.

Este escrito, línea por línea, es resultado del acompañamiento de Marcela Dávalos. Sin su participación se hubiese quedado en el terreno de los deseos incumplidos. Me supo guiar en el proceso de reconstituir de manera escrita lo experimentado. Supo reanimar mi estado de ánimo cuando éste flaqueaba para continuar escribiendo.

2 Kim Moody, “¿Cómo el capitalismo del ‘just-in-time’ propagó el Covid-19?”, La Izquierda Diario, 12 de abril de 2020, recuperado de: <https://www.laizquierdadiario.com/Como-el-capitalismo-del-just-in-time-propago-el-Covid-19>.