CON-TEMPORÁNEA. Toda la historia en el presente
1ª primera época, vol. 7, núm. 14, julio-diciembre de 2020, ISSN: 2007-9605
https://con-temporanea.inah.gob.mx/Del_Oficio_Manuel_Ferrer_num14
Manuel Ferrer*
Resumen. En este trabajo se busca indagar sobre las causas del levantamiento, así como las posiciones de todas las partes que se vieron involucradas en el conflicto, de igual forma propone, a la luz de los aportes contemporáneos, un enfoque que profundice sobre los motivos del conflicto que abarcó toda la segunda parte del siglo decimonónico.
Palabras clave: Guerra de Castas, historiografía del siglo XIX y contemporánea, esclavitud, obvenciones.
Abstract
There is a great number of historical work that tries to explain the revolt of the Peninsular Mayans in the Caste War. In light of the recent literature, this paper will investigate the causes of the revolt, and the positions of the different parties. The aim is to provide an in depth investigation of the roots of the conflict and the motivations of the different actors.
Keywords: Caste War, XIX Century and contemporary historiography, slavery, obventions.
La copiosa historiografía sobre la Guerra de Castas en Yucatán ha proporcionado explicaciones muy variadas sobre las causas del alzamiento de los mayas que, sin embargo, rara vez han sido objeto de una reflexión sistemática que sopese los motivos aducidos por los historiadores, los políticos y los intelectuales yucatecos del siglo pasado, así como los móviles que esgrimieron los artífices de la revuelta. El autor de este trabajo, provisto de una buena dosis de audacia, quiere salir al encuentro de esos problemas para tratar de arrojar alguna luz sobre un asunto tan complejo. Con esa finalidad proyecta debatir acerca de la fiabilidad de las interpretaciones que han aportado los estudiosos, establecer el estado de la cuestión y revisar en profundidad la etiología del conflicto. Se intenta, además, acentuar el énfasis en el análisis de las razones proporcionadas por los contemporáneos sobre las causas del conflicto.
El oriente peninsular, cuna de la revuelta: la cuestión de la propiedad territorial
Una evidencia que constituye el punto de partida de cualquier reflexión que quiera llevarse a cabo, viene proporcionada por la constatación de que la violencia se desató en la parte oriental de la península de Yucatán que había sido apenas inquietada durante el dominio español y que se hallaba amenazada entonces por el avance de las plantaciones y la afluencia de inmigrantes.1 Parece, pues, evidente que la expansión de las haciendas y de las plantaciones a lo largo de la primera mitad del siglo XIX tuvo mucho que ver con el estallido del conflicto. En efecto, la propagación del cultivo de la caña de azúcar y del henequén en Yucatán, durante los años que siguieron a la separación de España, se tradujo en la ocupación de tierras que hasta entonces habían permanecido en poder de los pueblos mayas, y agudizó los problemas sociales y económicos que afectaban a la península desde mediados del siglo XVIII, cuando la nueva orientación política de los borbones y el sensible incremento demográfico se dieron la mano para alentar el desarrollo de haciendas ganaderas y de ranchos de cultivos comerciales.
Haciendas y ranchos —y más tarde, en algunas regiones, las plantaciones azucareras— se configuraron como poderosos polos de atracción de muchas familias que abandonaron sus pueblos para pedir tierras en arriendo a los hacendados y encontraron, así, el modo de eludir las obligaciones y tequios que pesaban sobre los habitantes de los pueblos. “Se inició así un largo periodo de transición selectiva por medio de la cual pasaron las tierras comunales a manos de particulares y se dio la transformación de los indígenas libres en sirvientes de las haciendas”,2 a la vez que se intensificaba un programa de desamortización que incluía también las cajas de comunidad y las haciendas de las cofradías.3
Nada tiene de sorprendente, pues, que la mayoría de los contemporáneos y de los historiadores coincida en señalar a la legislación yucateca sobre baldíos, y las consiguientes expropiaciones de tierras comunales en favor de las haciendas y de las nuevas plantaciones, como la causa principal de la sublevación que, iniciada en el oriente peninsular en 1847, iba a prolongarse durante más de medio siglo.4 Así, en junio de 1856, el diputado José María del Castillo prevenía a la representación nacional sobre el peligro de que estallara un nuevo conflicto de características similares al de Yucatán, y se preguntaba: “¿cuál es el origen de la guerra de castas que incesantemente nos amenaza, y que sería el oprobio y la ruina del país, si no es ese estado de mendicidad a que han llegado los pueblos de indígenas?”.5 Ésta es también la tesis que sostiene Howard F. Cline en su importantísimo estudio sobre los orígenes del conflicto, donde explica la guerra principalmente por la enajenación de los baldíos y la expansión de las haciendas azucareras que habían desencadenado un cataclismo, comparable en sus proporciones al desatado en la segunda década del siglo por Hidalgo y Morelos.6
Es indudable que no puede calificarse como indolora la presión que desde 1821 venía ejerciéndose sobre las tierras comunales de parte de criollos y mestizos, liberados de las cortapisas que hasta entonces había representado la legislación española sobre propiedad agraria.7 En este sentido, operaron de modo decisivo dos disposiciones legales: la primera, del 22 de enero de 1821 —ratificada el 24 de febrero de 1832—, que ordenó la enajenación de los terrenos de cofradías, y la segunda, del 3 de abril de 1841, que dispuso la enajenación de los terrenos baldíos.8 Y, sin embargo, como ha observado acertadamente Terry Rugeley, existen indicios suficientes para pensar que el asunto de la propiedad territorial ocupó un lugar secundario en la conciencia de los rebeldes, tal vez porque todavía no había escasez de tierras ni crisis de subsistencias y porque, cuando empezó la guerra, la mayoría de la tierra se hallaba en manos de milperos individuales.9
Fuera cual fuese el orden de prioridades, el problema de la tierra preocupaba a los insurrectos de 1847: por eso lo hallamos presente en el tercer artículo de los tratados de Tzucacab y por ello resulta casi superfluo ahondar más en la consideración de que el reajuste de la propiedad que se operó después de la independencia, alcanzó tal magnitud que justifica sobradamente que muchos estudiosos hayan afirmado que ese proceso marcó el comienzo de una nueva historia para los mayas de Yucatán, que alcanzaría su momento crítico en 1847, cuando estalló el conflicto.10
Las condiciones laborales de los jornaleros mayas: una esclavitud disfrazada
La necesidad de brazos para el cultivo de las nuevas tierras sometidas a explotación dio origen a abusos que, por repetidos, adquirieron el rango de hábitos. Tal debió ser la costumbre de forzar a los indígenas al servicio de los labradores, obligándolos a dejar sus pueblos, o de emplear como peones a los deudores. El ejecutivo estatal intervino para cortar esos atropellos por medio de una circular dirigida a los jefes políticos el 14 de mayo de 1853, en la que se les exhortaba a vigilar para impedir la prosecución de esas demasías y garantizar la libertad en las prestaciones laborales, en conformidad con el decreto del 12 de mayo de 1847.11 El 31 de diciembre de 1855 se reiteró la libertad de los ciudadanos para “prestar sus servicios a la persona que quiera[n] y por los precios que estipule[n] sin coacción alguna”;12 el 23 de marzo de 1863 se declaró vigente la ley del 30 de octubre de 1843 sobre los trabajos de los jornaleros del campo, que el decreto del 12 de mayo de 1847 había derogado;13 y el 18 de agosto de 1863 recuperó vigencia el decreto del 12 de mayo de 1847.14
Por lo que se refiere a Campeche, el gobernador Pablo García hubo de intervenir para cortar los abusos de la misma naturaleza. A ese designio respondieron la ley del 3 de enero de 1868, que prohibía obligar a los sirvientes de las haciendas a la realización de trabajos no remunerados, y la del 3 de noviembre del mismo año, que salvaguardaba mediante cláusulas contractuales las condiciones laborales de los sirvientes del campo, los jornaleros y los asalariados.15
Tan fuerte era el rechazo que sentían los dirigentes de la revuelta maya hacia la imposición de prestaciones laborales forzosas, que una circular fechada el 3 de septiembre de 1849 y firmada por Florentino Chan, Venancio Pec y otros jefes, señalaba como razones decisivas de su pérdida de confianza en Jacinto Pat el hecho de que hubiera establecido la pena de azotes y el servicio de semaneros, “haciéndonos aquello por lo cual nos alzamos contra los blancos”.16
La explotación a que los propietarios de las haciendas sometían a los indígenas inspiró, en los años setenta del siglo XX, una de las más sugerentes explicaciones sobre los orígenes del levantamiento armado de 1847: me refiero a la interpretación de Alicia Barabas y de Miguel Bartolomé, que recurrieron al choque entre la conciencia étnica colonizadora de los ladinos y la conciencia étnica de los indígenas de las comunidades del sur y sureste de Yucatán como factor clave para comprender las causas del conflicto.17 Sin embargo, un planteamiento de esa naturaleza incurre en el riesgo del reduccionismo, al sugerir un esquema bipolar que emplazaría a cada grupo étnico en un único frente, sin prestar atención al hecho indiscutible de que no existió una solidaridad étnica sin quiebras en ninguno de los dos bandos.
La protesta contra las obvenciones
Las obvenciones que se pagaban para el sustento de los sacerdotes, tradicionalmente reguladas por aranceles establecidos por la Corona española, suplían al diezmo de maíz, legumbres, chile y aves, de que estaban exentos los feligreses indígenas de ambos sexos, que tampoco pagaban los derechos de estola a que estaban obligados los demás grupos étnicos.
Esas obvenciones se convirtieron en objeto de controversia tras la expedición del decreto de las Cortes de Cádiz del 9 de noviembre de 1812 —publicado en Nueva España por Félix María Calleja el 28 de abril de 1813—, que abolía los repartimientos y prohibía los servicios personales de los indios,18 los cuales quedaban sujetos a los derechos parroquiales —de mayor cuantía— que satisfacían las demás clases. Los “sanjuanistas” de Mérida convirtieron la demanda del cese de esa erogación en uno de sus más importantes estandartes reivindicativos, persuadidos de que la correcta interpretación de aquel decreto de las Cortes exigía abolir las obvenciones.
Rotos los vínculos con España, la impopularidad de las obvenciones continuaba siendo tal que una de las más tempranas demandas que se hicieron llegar al primer congreso mexicano fue la solicitud que presentaron “varios Señores de Mérida” para que “se declare abolida la contribución general, que los llamados indios estan pagando a sus párrocos con el nombre de obvenciones”.19 Tras la independencia, se introdujeron algunos cambios en el cobro de las obvenciones, que alargaron su vigencia casi hasta la insurrección maya de 1847. El notable sacrificio que el pago de esos impuestos parroquiales exigía a las modestas economías de los indígenas de la península de Yucatán, explica que su eliminación se convirtiera en una de las banderas enarboladas por los mayas rebeldes durante la Guerra de Castas, después de la formal abolición —en absoluto efectiva en la práctica— que representó la disposición del 17 de junio de 1843.20
La propuesta venía de tiempo atrás: cuando Santiago Imán, capitán de la milicia del estado de Yucatán, fracasó en su levantamiento de mayo de 1839 contra el centralismo, hubo de refugiarse en la selva y allí concibió la idea de implicar a los indios en su revuelta mediante la promesa de supresión de obvenciones, que se formalizó en el acta suscrita el 12 de febrero de 1840, después de la caída de Valladolid en manos de los federalistas.21
Ya en 1848, sometido Valladolid a un asedio que empezó el 18 de enero y que habría de concluir con la caída de la ciudad en manos de los mayas rebeldes, los sitiadores plantearon varias exigencias que debían ser satisfechas para que se levantara el cerco: entre ellas, la reducción de la contribución personal a un real mensual y la reducción de los derechos de estola de la clase indígena a diez reales los casamientos, y tres los bautismos.22 Mientras se había investido al gobernador Santiago Méndez de facultades extraordinarias, en uso de las cuales abolió la contribución religiosa para todos los habitantes de Yucatán y prometió el cese de la contribución personal cuando terminara la sublevación indígena.23
A fines de enero de 1848, José Eulogio Rosado se dirigía a Santiago Méndez desde Peto para informarle de las conversaciones que el coronel Cirilo Baqueiro había mantenido con algunos caudillos mayas. Invariablemente había recibido la respuesta de “que no desean otra cosa que la extinción de la contribución personal de indios y blancos: reducción del derecho de estola, y el castigo de las maldades, que dicen les ha causado Trujeque”.24 No obstante, Rosado estaba persuadido de que esa reclamación encubría otras intenciones: por eso, al notificar al gobernador las frecuentes deserciones que se producían entre los cívicos, lamentaba la ingenuidad de esas gentes, “creídos estos tontos que se dirige el plan de la indiada a sola la extinción de la contribución”. Se explicaba así lo ocurrido recientemente: “mandé a los indios ejemplares del decreto que extingue la obvención, y no hicieron caso”.25
La carta que, con la misma fecha —31 de enero de 1848— envió José Domingo Sosa a Santiago Méndez desde Tekax, coincidía en la misma apreciación: “Estoy convencido como lo están muchísimos, [de] que [la extinción total de contribuciones y la rebaja de los derechos de estola] son pretextos para que logren dividir a los blancos, acabar con ellos poco a poco, que no es otro el programa de ellos”. Ésa era la razón por la que recomendaba una intransigencia extrema: “Es preciso morir antes que cometer la debilidad de quitarles todas las contribuciones”.26
Todavía en 1848, cuando se buscaba afanosamente un camino que condujera a la pacificación en la península, fracasadas las primeras campañas militares de las tropas yucatecas, Jacinto Pat respondió el 24 de febrero desde Tihosuco a las ofertas de mediación de una comisión eclesiástica, presidida por el padre José Canuto Vela e integrada además por Manuel S. González, Manuel Ancona y Jorge Burgos, y otros clérigos.27 Pidió el cese de la contribución que se exigía a los indígenas de parte de las autoridades políticas;28 y, en un tono casi mercantil, regateó el montante de los derechos eclesiásticos: “asimismo te doy a saber, mi señor, que el derecho del bautismo sea el de tres reales, el de casamiento de diez reales, así del español como del indio, y la misa según y como estamos acostumbrados a dar su estipendio, lo mismo que el de la salve y del responso”.29
La segunda carta que recibió Vela de los caudillos de Sotuta, fechada sin firmas en Tekax el 18 de marzo de 1848, contenía una exposición de los motivos que habían llevado a los mayas a tomar las armas y concluía con casi las mismas reivindicaciones que había formulado Jacinto Pat: el cese de las contribuciones y fijación en tres reales y medio los derechos de bautismo.30
La negociación que arrancó de ahí condujo a un primer éxito, que no fue duradero a causa del posterior rechazo de otros jefes insurrectos, más radicales —menos ecuánimes—31 que Pat, que sólo había extendido sus consultas a los comandantes indígenas más allegados.32 No obstante, interesa ahora a nuestro propósito observar que aquellas dos condiciones estipuladas en la carta ocupaban lugar preferente en los tratados de Tzucacab, de abril de 1848, cuyos dos primeros puntos preveían la abolición de las contribuciones personales de los indígenas y la reducción de los derechos por bautismo y casamiento, que serían los mismos para todos.33
Al cabo de dos años, el decreto del 18 de enero de 1850 fijó una cuota como contribución religiosa que habían de pagar todos los habitantes varones de la península y la carta que enviaron a José Canuto Vela, el 7 de abril, José María Barrera y otros seis dirigentes rebeldes que incluía una declaración sobre las razones de su lucha, entre las que sobresalían las reivindicaciones relacionadas con las contribuciones y los derechos de estola, a las que se añadían otras sobre redención de deudas y libertad para sembrar las milpas:
[...] por eso peleamos. Que no sea pagada ninguna contribución, ya sea por el blanco, el negro o el indígena; diez pesos el bautizo para el blanco, para el negro y para el indígena; diez pesos el casamiento para el blanco, para el negro y para el indígena. En cuanto a las deudas, las antiguas ya no serán pagadas ni por el blanco, ni por el negro, ni por el indígena; y no se tendrá que comprar el monte, donde quiera el blanco, el negro o el indígena puede hacer su milpa, nadie se lo va a prohibir.34
En fin, como aseguraron a Manuel Antonio Sierra los jefes Andrés Arana, José María Cocom y otros dirigentes mayas en septiembre de 1851, “si el indígena está peleando, es porque está en contra de la contribución”.35
La legitimación religiosa de la revuelta
Quizá se explique, a partir de las premisas asentadas en los párrafos anteriores, la legitimación religiosa esgrimida por Cecilio Chi, Venancio Pec y José Atanasio Espada, en marzo de 1849, en apoyo de su rebeldía: “Jesucristo y su Divina Madre nos han alentado a hacer la guerra contra los blancos”.36
Victoria Reifler no duda en señalar esa vertiente como un elemento distintivo de la protesta maya, en función del cual puede ser adscrita a los movimientos de revitalización de que habló Anthony Wallace.37 La fuerza renovada que adquirió la revuelta maya cuando, desde el otoño de 1850, se la vinculó al culto de las cruces disipa cualquier duda sobre el papel que los planteamientos religiosos desempeñaron entre los rebeldes, aunque resulte difícil definir la naturaleza de ese resurgimiento de la religión, que tan duradero habría de mostrarse hasta el punto de que, bien entrado ya el siglo XX, las cruces de Quintana Roo y del sur de Yucatán siguieron constituyendo el objetivo preferente del fervoroso celo de muchos de sus habitantes, menos acostumbrados en cambio a la veneración de las imágenes de los santos, tan populares en otros ámbitos de la península.38
Las anteriores aserciones, que fundan la revuelta sobre un carácter sacralizado y, por ende, trascendente y no vinculado a situaciones pasajeras, se ven corroboradas por los mensajes transmitidos, en 1850, desde X-Balam Na (Casa del Jaguar) por Juan de la Cruz: “[...] sabed que no sólo surgió la guerra de los blancos y los indios; porque ha llegado el momento de una insurrección indígena contra los blancos [...]. Porque ha llegado el momento para el levantamiento de Yucatán contra los blancos [...]. Porque ha llegado la hora y el año para concluir con esta gran explotación de mis iguales”.39
La persuasión de que la protección divina garantizaba la victoria sobre los enemigos blancos impregna esa proclama de Juan de la Cruz, quien se expresaba también de esta manera: “porque mi Padre ya me ha dicho, oh vosotros mis hijos, que los blancos nunca ganaran, los enemigos. Verdaderamente esta gente de la Cruz ganará”.40
Antes de que llegara a difundirse esa devoción existen indicios de prácticas religiosas idolátricas en Yucatán, posteriores al desencadenamiento del conflicto maya: a principios de 1848, el capitán Fernando Castillo descubrió en el pueblo de Kancabdzonot “unas figuras de barro adornadas de flores y rodeadas de velas encendidas, a las cuales rendían adoración, cambiando de esta manera, según su modo de pensar, las imágenes de la iglesia a quienes adoraban como a ídolos, por sus ídolos de otros tiempos, que no podían abandonar”.41
Por otra parte, el relato de Serapio Baqueiro sobre las operaciones bélicas desarrolladas entre agosto y diciembre de 1848 contiene una indicación acerca de la peculiar disciplina de los mayas en su observancia del catolicismo. Uno de los jefes rebeldes se servía como capellán de un tal Macedonio Tut, originario del Petén, que había cursado estudios eclesiásticos en el seminario de San Ildefonso, aunque no llegó a recibir las sagradas órdenes, al parecer, por mala conducta. No obstante, Tut ejercía funciones propias del sacerdocio católico y oficiaba con “las vestiduras correspondientes [a] su mentido ministerio”.42
En efecto, el valor de los signos del culto católico se patentiza en el extenso testimonio de Manuel Antonio Sierra de Obella, que trató de cerca a los mayas sublevados durante los largos meses en que permaneció cautivo.43 Sus notas registran la devoción de los indios a la virgen María y el convencimiento de éstos de que Dios castigaría a los blancos y de que Nuestra Señora de Izamal se los entregaría, “por tantos crímenes que habían cometido contra la Iglesia y los Cristos de la tierra”.44 Por eso sobrecoge, por su carga simbólica, la descripción que escuchó Sierra de labios de Francisco Puc sobre el ingreso de los mayas en aquella ciudad, que encontraron abandonada: “entraron un momento, visitaron a la imagen de la Santísima Virgen, a quien pusieron unas monedas por ofrenda, la pusieron de frente al Oriente, e implorando su poderosa protección, se salieron de ella”.45
A principios de 1848, cuando los mayas rebeldes exigían la rendición de Sotuta a los soldados que defendían el pueblo, se desarrolló un diálogo que resulta muy clarificador: nos referimos al escueto parlamento que sostuvo con los indígenas uno de los dos sacerdotes que trataron sobre las condiciones en que debía hacerse efectiva la entrega de Sotuta. En esa conversación se reitera la importancia que poseían los símbolos religiosos: los asaltantes reclamaron las armas, la persona de Domingo Antonio Bacelis, “que nos ha engañado”, y “que nos den a la virgen de Tabi”, que había sido sustraída de su oratorio, enclavado en esta población, y conducida a la iglesia parroquial de Sotuta.46
El aprecio de esa imagen de que hacían gala los sitiadores de Sotuta se entiende mejor si se reflexiona sobre el especialísimo modo en que la devoción a los santos era cultivada por los mayas, que veían en esos intercesores algo más que un recurso para robustecer su fe y obtener gracias del cielo:
Los santos eran suyos —siempre nombrados con el pronominal “ca”, nuestro—; con el propósito y significado de un culto por entero local. También se conservaban imágenes domésticas por razones de piedad tanto como de prestigio social, y porque eran artículos valiosos (frecuentemente adornados y acompañados con nichos o pequeñas mesas) y podían ser vendidos o legados a los miembros de la familia.47
La manera de reaccionar de Jacinto Pat ante la muerte de su hijo Marcelo, herido de bala en acción de guerra, revela otra faceta de la peculiar sensibilidad religiosa de los caudillos mayas, a quienes encontramos casi siempre rodeados de sacerdotes prisioneros y obligados a celebrar los oficios divinos, persuadidos de que esa intercesión les reportaría la victoria. El velorio en honor de Marcelo Pat, expresión genuina del significado de la muerte entre la población maya, discurrió por los cauces consabidos.48 Se celebraron los funerales a los dos días, el 27 de noviembre de 1848, por la tarde, y fueron oficiados por dos clérigos cautivos. Uno de ellos, Manuel Mezo Vales, fue conminado en varias ocasiones por Jacinto Pat a que avivara su fervor para garantizar la salvación del joven: “Tata Padre, cántame bien a este muchacho, porque te asesino si no va su alma al cielo”.49
Los escritos del vicario Manuel Antonio Sierra refuerzan la hipótesis interpretativa según la cual la adscripción a la rebeldía fue favorecida por el debilitamiento de la disciplina religiosa católica en determinadas localidades, tal y como era regulada por los curas doctrineros, y por su suplantación por experimentos litúrgicos que suplían la falta de clérigos por elementos de las propias comunidades, que asumían las tareas de aquellos ministerios sacerdotales. Nos serviremos de un texto de Sierra que proporciona una prueba a contrario de lo que venimos diciendo: en efecto, al registrar la lealtad a las armas yucatecas de indígenas de Valladolid y de otras varias poblaciones del Oriente, Sierra añade la interesante observación de que éstos “fueron los que más inmediatamente recibieron la influencia benéfica de la religión”.50
Es decir, podemos pensar que un mayor grado de aculturación, indisociable de una más intensa catequización, comportaba una lealtad más segura a las autoridades del estado y un rechazo de las propuestas rebeldes radicales que encontrarían su expresión más estentórea pocos años después, en el culto a las cruces. Expresémoslo en sentido afirmativo con palabras del propio Manuel Antonio Sierra: “roto el único eslabón que une a los aborígenes con los blancos, que es la religión o más bien el aparato majestuoso de las sagradas ceremonias del culto católico, era consecuencia necesaria la sublevación”.51
No sorprende, pues, que, disminuido el prestigio de los ministros del culto católico (con significativas excepciones) y arraigado el odio más profundo hacia los ladinos responsables de tantas violencias, rebrotaran creencias antiguas metamorfoseadas mediante una adaptación peculiar de los misterios cristianos, lo que tuvo su expresión más poderosa en el desarrollo del culto a las cruces parlantes que, significativamente, aparecían revestidas con prendas indígenas, como el huipil y el fustán.52
De igual manera, desde la perspectiva de quienes reprimían la sublevación maya, se ponderó la importancia de la religión: así parece probarlo el recurso a las comisiones eclesiásticas que se esforzaron por obtener la deposición de las armas. Juan Miguel de Lozada, que tomó parte en la primera expedición militar que se dirigió contra Chan Santa Cruz, elogió la idea de enviar a los rebeldes una comisión eclesiástica —la que encabezó José Canuto Vela— como el medio más adecuado para lograr el sometimiento de los sublevados: fundaba sus esperanzas en que los indios, “educados en las santas y sencillas máximas del cristianismo” y movidos “por temor a Dios”, acabarían abandonando el camino de la violencia.53
En la misma línea interpretativa hay que emplazar la explicación que algunos elementos muy caracterizados de la sociedad yucateca aportaron sobre la causa de la revuelta, quienes la concibieron como un castigo divino por los ataques de los liberales a la religión tradicional. Así vio las cosas el obispo José María Guerra —atacado en la juventud por sus simpatías hacia los rutineros, y preconizado a la sede episcopal con oposición de los liberales y del gobierno de Yucatán—,54 que estableció una relación de causa y efecto entre la rebelión indígena y la profanación de la iglesia de Tixcacalcupul, el asesinato de su cura y el abandono de los deberes religiosos y de la doctrina cristiana por parte de muchos fieles, imbuidos de “las ideas exageradas de la época”.55
La Unión de Mérida del 1 de enero de 1848 invitó a emprender una cruzada en defensa de la religión católica, y prometió la condición de mártires a quienes murieran en la pelea.56 Crescencio Carrillo y Ancona interpretó el conflicto entre Estado e Iglesia como el motor de las discordias civiles de Yucatán y de la Guerra de Castas.57 Por su lado, Justo Sierra O’Reilly seguía pensando, en 1857, que la restauración de las misiones coadyuvaría a la pacificación.58
El mismo Manuel Antonio Sierra, que tomó parte activa en las pláticas con los mayas que sitiaban Valladolid en enero de 1848, se refirió a sus conversaciones con los indios que se habían apostado en la trinchera del camino de Chichimilá, los cuales le manifestaron su escándalo por las actuaciones de los blancos, que no practicaban la moral que les habían inculcado los sacerdotes y que eran responsables de los daños que estaban causando los rebeldes.59
La conciencia de una injusta sumisión
No eran ajenas a esas motivaciones religiosas de la sublevación maya algunas peculiaridades que fueron inteligentemente advertidas por el vicecónsul español en Mérida, al señalar que los indios tenían “a su favor el haber conservado puras sus costumbres y las tradiciones [...], que el país es suyo y fue arrebatado a sus mayores por la raza blanca que ellos pretenden ahora exterminar”.60 Tal vez por eso adquirió virulencia la oposición al pago de los impuestos civiles y religiosos que, no sólo gravitaban pesadamente sobre las asfixiadas economías domésticas, sino que agudizaban la conciencia de la sumisión a fuerzas extrañas. Precisamente la cohesión propiciada por esa serie de elementos comunes —defensa del territorio, idioma, ideología— permitió que aquellas primeras demandas de reducción de impuestos se vieran rebasadas por las de autonomía comunal y de tierra: una reivindicación que también plantearon los yaquis, en un ámbito geográfico muy alejado.61
En la busca de razones para la insurrección maya, Serapio Baqueiro concedió una importancia particular a la opresión de que eran objeto los indígenas por parte de la Iglesia y del Estado, y relegó a un segundo plano la política partidista de los dirigentes yucatecos.62 Por otro lado, Bonifacio Novelo y Florentino Chan reconocieron, explícitamente, en diciembre de 1847 que la contribución y los honorarios por los sacramentos habían provocado la lucha. Antes que ellos, Manuel Antonio Ay había declarado en el mes de julio que inició los preparativos de la revolución “con el objeto de reducir a un real mensual la contribución personal que pagaban los de su raza”.63
Cecilio Chi, cacique de Tepich, explicó a Manuel Antonio Sierra, con todo lujo de detalles, la aspiración de los mayas sublevados de “reclamar las exenciones que los indígenas gozaban antiguamente, y de que los habían privado con engaños”.64 Recordó a ese propósito que, cuando eran gobernados por caciques o gobernadores, nunca habían sido privados de lo suyo, y que la transmisión de las herencias nunca se había visto estorbada por argucias legales; mencionó también las injerencias del Estado en materia eclesiástica y la fuerte presión fiscal a que eran sometidos los mayas, que se veían imposibilitados para hacer frente a los subidos derechos que se les exigían.65
El trabajo forzoso, las extorsiones de los mismos gobernantes, el imperativo centralizador de las autoridades estatales contra la tendencia a la dispersión de los indígenas y la coerción ejercida de varias maneras y en muchos asuntos por el clero secular —insensible muchas veces ante las necesidades pastorales de los indígenas, disgustados por su absentismo, por su incompetencia y por su frecuente desconocimiento de la lengua maya— alentaron también aquel sentimiento de rebeldía y animaron a algunos campesinos mayas a emprender el camino de una insurrección radical,66 que se vio facilitado por la experiencia adquirida durante la guerra que López de Santa Anna llevó a Yucatán para obligar a los dirigentes políticos peninsulares a desistir de sus aspiraciones separatistas: el alistamiento de indígenas en las tropas yucatecas de Oriente, para pelear con los ejércitos mexicanos, colaboró en la toma de conciencia de su importancia como fuerza de combate de la que difícilmente podían prescindir quienes aspiraran al control de la península.
La postergación de las autoridades tradicionales mayas
Muy determinante debió de ser el temor de las élites mayas por las consecuencias de los cambios acelerados a que daban lugar la política liberal y la expansión de las haciendas, que amenazaron algunos de sus tradicionales privilegios y prerrogativas políticas, y empezaron a poner en peligro sus propiedades territoriales y su consideración social. Eso explica que Juan Francisco Molina Solís destacara las ambiciones personales de los cabecillas mayas, preocupados por asegurar su poder político, como una de las principales causas de la guerra.
De otra parte, los castigos que recayeron sobre los caciques de Chichimilá y de Tixpéhual, Manuel Antonio Ay y Alejandro Tzab; Francisco Uc, del barrio meridano de Santiago; Gregorio May, de Umán, y los caciques de Chicxulub, Conkal y Motul, después de sus implicaciones en el alzamiento de 1847, proporcionaron la prueba de que nadie con apellido indígena, incluso perteneciente a la clase privilegiada, podía escapar a los destinos de Ay, Tzab, Uc, etcétera, por muchos valedores que tuviera entre los blancos.67 Pedro Bracamonte sostiene a este propósito que la magnitud de la insurrección de 1847 se explica sólo por la alianza entre los principales de las numerosas repúblicas de Yucatán: un entendimiento posibilitado por la conformación social del mundo indígena yucateco, que había logrado subsistir después de tres siglos de dominio colonial.68
Nótese, en refrendo de esa explicación, que privilegia la importancia de las ofensas provocadas por los atentados a la dignidad de los caciques, lo que recoge un manuscrito de 1866 sobre los comienzos de la guerra de castas en Yucatán:
Trujeque ávido de vengarse de sus enemigos personales, especialmente de Jacinto Pat [...], comenzó a aprehender a todos aquellos indios que él suponía adictos a Pat, entre los cuales había muchos acomodados y que tenían ascendiente en los de su numerosa raza, y lo más malo de esta punible conducta fue que no se conformó sólo con ponerlos presos, sino que los azotaba cruel y bárbaramente todos los días; los despojaba de sus cosechas trasladando todo el maíz de sus milpas a Tihosuco y entregaba al saqueo sus miserables viviendas.69
El diálogo entre Manuel Antonio Sierra y Francisco Puc, comandante de la trinchera de Santa Anna y buen amigo del vicario, remite al conflicto entre los dirigentes políticos peninsulares y el clero yucateco, estrechamente vinculado con la sustitución de las autoridades tradicionales indígenas por los nuevos órganos de poder.70
Particularmente relevante es la exposición de quejas que Cecilio Chi presentó al vicario de Valladolid, cuando éste se hallaba retenido por los rebeldes. Chi contraponía los viejos tiempos idealizados, cuando los caciques de los pueblos administraban justicia y entendían en los pleitos domésticos, y los amargos trances por los que atravesaba Yucatán desde que el gobierno estatal había impuesto su propia jurisdicción y recabado para sí “lo que pagaban gustosos para el sostenimiento de su culto [...], dejando las iglesias sin las cosas necesarias para las solemnidades”.71
La connivencia de Belice con los sublevados
El sostén facilitado por los beliceños a los indígenas rebeldes adquirió tal importancia a los ojos de Joaquín Baranda que, según él, “los indios mayas no se hubieran atrevido á sublevarse, ni á iniciar y sostener una guerra de exterminio contra las otras razas que poblaban la península, si no hubiesen contado con el apoyo eficaz de los habitantes de la colonia de Belice”.72 No cabe duda de que, aunque los indígenas rebeldes se sirvieran también del armamento que les facilitaban los numerosos desertores de las tropas yucatecas,73 sin la continuidad en el suministro que les llegaba de Belice no hubieran sido capaces de prolongar su revuelta durante tanto tiempo.
El Tratado de Amistad, Navegación y Comercio entre Gran Bretaña y México, firmado en Londres el 26 de diciembre de 1826, reiteró la vigencia de los límites reconocidos en 1786. No obstante, la imperfecta delimitación de fronteras y el escaso respeto de los colonos a aquellas estipulaciones, aconsejaron al gobierno mexicano, en 1839, la oportunidad de nombrar un comisionado que verificase la exactitud de la línea fronteriza fijada en 1786 para los establecimientos británicos. Nada se hizo por entonces, y el comienzo de la guerra con los mayas sublevados proporcionó numerosas evidencias del desinterés de los habitantes de Belice por los tratados que regulaban sus relaciones con México. En 1849, el gobierno británico llegó a negar que México pudiera exigir a Gran Bretaña el cumplimiento de las obligaciones que había contraído con España en relación con el establecimiento de Honduras Británica.74
En efecto, la implicación de pobladores de Belice en negocios de tráfico de armas con los insurrectos dificultó a las autoridades mexicanas yugular los levantamientos promovidos por los mayas locales, por lo que se agravaron los problemas en la península de Yucatán, a causa de ese ininterrumpido suministro a los mayas por parte de los ingleses que los empleaban en el corte de madera.75 Si el afán de lucro constituía el móvil por el que los beliceños se implicaban en ese contrabando, el miedo a las incursiones de los rebeldes a través del río Hondo condicionaba el talante acomodaticio de la población de la colonia: los escasos efectivos militares del ejército británico en la región nunca hubieran podido ofrecer una resistencia eficaz a la superioridad militar de los mayas.
Ya en mayo de 1848, cuando los indios que ocupaban Bacalar se dirigieron al superintendente de Belice para solicitar que les permitiera comerciar con los habitantes de Honduras Británica, Charles St. Fancourt había respondido del modo más explícito: “la misma protección se dispensará a los indios de Yucatán, en las posesiones inglesas de Honduras, que disfrutan los súbditos de otras naciones. Gozarán de la entera protección de nuestras leyes, y se les exigirá que se conformen con ellas”.76
La situación resultaba intolerable en 1849, porque súbditos ingleses habían llegado incluso a abrir almacenes en Bacalar, donde los mayas sublevados adquirían pólvora, plomo y armas que intercambiaban con objetos que habían robado en sus depredaciones por los pueblos de los alrededores. Por eso, el ministro de Relaciones Exteriores, Luis Gonzaga Cuevas, transmitió las quejas de su gobierno al representante de la Corona británica en México: una recriminación que se añadía a las formuladas con anterioridad y que se sustentaba en la convención de 1786 entre España e Inglaterra, y que México consideraba vigente, subrogado el papel de España por el de la República mexicana.77 La nota de Cuevas fue contestada por el encargado de negocios inglés en términos no muy satisfactorios para México: con respecto a los comerciantes beliceños establecidos en Bacalar, se limitaba a observar, con buena lógica diplomática, que “el infrascrito teme que el Gobierno de S.M. tenga alguna dificultad en cerrar esos establecimientos, pues parece claro, que en las facultades de las autoridades de Yucatán está el impedir que se hagan tales ventas, en una ciudad que está dentro de su territorio”.78
La imposibilidad en que se hallaba la República mexicana para dar solución al caos desatado en Yucatán, inclinó al gobierno a aceptar la mediación inglesa de 1849, que presuponía la cesión de tierras a los indios sublevados y el reconocimiento de su independencia. Tanto el Ejecutivo yucateco como la legislatura local reaccionaron con vivacidad ante esas condiciones, alertaron sobre el riesgo de que el territorio cedido a los mayas pasara a formar parte de la colonia de Belice, y aportaron como prueba de ese peligro una nota dirigida a Miguel Barbachano por los rebeldes Florentino Chan y Venancio Pec, que justificaban su rechazo del indulto que se les había ofrecido con el apoyo que habían empezado a recibir de los ingleses, “por lo cual les ha nacido de voluntad obedecer sus mandatos”. Posteriores contactos entre el superintendente de Belice, el coronel Fancourt, de quien había partido la iniciativa de un arreglo amistoso auspiciado por Inglaterra, y Venancio Pec, principal representante de los mayas que tomó parte en las conversaciones, confirmaron la voluntad de los rebeldes de que “el gobernador de Belice fuese igualmente gobernador de ellos”.79
Por entonces los mayas estaban convencidos de que se hallaba muy próximo el fin de la guerra, gracias precisamente a la separación de Yucatán. Ésa es la persuasión que trasladó Paulino Pech a Juan Pedro Pech en octubre de 1849: “ya llegó el papel de la Reina inglesa. Se va a dividir esta tierra de Yucatán y así es preciso que te esfuerces a alentar a tus capitanes para que hablen a sus soldados, a fin de que se robustezca la guerra con el enemigo; no por dos días que nos queden, dejen de poner su empeño”;80 y ésa es la certeza que abrigaban por entonces Venancio Pec y Florentino Chan.81 Del mismo tenor eran las declaraciones de los mayas aprehendidos en las estribaciones de Becanché a finales de año: “no se sometían las poblaciones rebeladas porque en la pascua debían venir los ingleses a dividirles su territorio”.82
No se arreglaron las cosas pese a la aparente buena voluntad de las autoridades británicas, y las factorías de río Hondo continuaron aprovisionando de pertrechos de guerra a los rebeldes, a cambio de los objetos que éstos obtenían en sus incursiones. Así lo comprobó el coronel Novelo, a fines de 1854, a través de algunos prisioneros aprehendidos por las partidas que, desde Pachmul, recorrían los alrededores.83
También los beliceños eran víctimas de extorsiones, como la que atemorizó en 1856 a los dueños de una compañía maderera: uno de los jefes mayas, Luciano Tzuc —probable sucesor de José María Tzuc en la jefatura de los pacíficos icaiché—,84 advirtió a los responsables de la empresa que quemaría sus aserraderos de caoba si no le pagaban cuatro dólares por cada árbol talado.85 Pasados unos cuantos años, en el verano de 1864 todavía encontramos a Luciano Tzuc al frente del cantón de Icaiché, pero subordinado a Pablo Encalada, cacique de Lochhá, a quien se consideraba comandante en jefe de los pacíficos. Tzuc organizó en el mes de junio varios ataques contra los habitantes de Belice, que le proporcionaron algunos prisioneros.86
Después de que Marcos Canul, jefe de los indios icaichés, dirigiera un ataque contra Orange Walk en 1872, se reactivaron los contactos entre Gran Bretaña y México —dificultados entonces por la interrupción de relaciones diplomáticas que había provocado el reconocimiento del gobierno de Maximiliano por Gran Bretaña—, por medio de los respectivos ministros de Relaciones Exteriores, lord Derby y José María Lafragua. Ya durante la primera presidencia de Porfirio Díaz, Ignacio L. Vallarta respondió a las demandas británicas con una extensa nota, fechada el 23 de marzo de 1878, que contenía una minuciosa exposición de los conflictos de soberanía que se habían sucedido desde el siglo XVIII.
Reanudadas en 1884 las relaciones entre México y el Reino Unido de la Gran Bretaña, las condiciones para afrontar de un modo práctico la cuestión de Belice eran, sin duda alguna, mucho más favorables, y así lo prueban las conversaciones sostenidas en suelo beliceño por Teodosio Canto, vicegobernador de Yucatán, y representantes de Crescencio Poot.87 No obstante, todavía habrían de transcurrir cinco años hasta la resolución definitiva desde que, en septiembre de 1892, la legislatura de Yucatán dirigió una representación al presidente de la República, en demanda de una clarificación de los límites con Belice.88
El cese de la provisión de armamento de Belice a los rebeldes pareció orientarse hacia su resolución en 1893, con la firma de un tratado que cerraba el avance de los colonos ingleses y terminaba con el apoyo que éstos venían dispensando a los indios rebeldes:89 conviene advertir, sin embargo, que esta colaboración se había visto muy dificultada cuando en mayo de 1849 las tropas del ejército yucateco tomaron Bacalar, donde se efectuaba el aprovisionamiento de las armas que suministraban los beliceños desde la caída de la plaza en manos de los mayas en abril de 1848.90 Una consecuencia indirecta de los acuerdos entre Gran Bretaña y México, advertida por un articulista de El Monitor Republicano en diciembre de 1893, cuando parecía ceder la resistencia del Senado a la aceptación del tratado, era la necesidad de que se fortificaran los pueblos de la zona, en prevención de ataques de indios que quisieran surtirse en esas localidades de las armas que antes del tratado adquirían a los ingleses.91
Esa situación parecía tocar a su fin en noviembre de 1895, como se deduce del temor generalizado entonces entre los mayas por los preparativos de guerra del gobierno yucateco, a los que no podían ofrecer resistencia por haberse interrumpido el auxilio de la colonia inglesa.92 En 1896, la expedición por Su Majestad Británica de un decreto donde se prohibía la venta en Belice de todo tipo de pertrechos de guerra a los indios proporcionó los medios para acabar con las violencias armadas de los mayas de la región,93 que también habían visto reducirse su capacidad para levantar hombres en armas.94
Consideraciones finales
Un conflicto de tan larga duración como la Guerra de Castas necesariamente hubo de ser alimentado por motivaciones sucesivas, ajustadas en cada momento a las demandas de los cambiantes tiempos que corrían. Por eso cabe pensar, tal vez, en una mutación entre las prioridades que tuvieron presentes los dirigentes mayas que se alzaron en 1847, y las que se propusieron esos mismos caudillos o los que tomaron su relevo a partir de 1851 o 1855,95 cuya psicología se hallaba condicionada por nuevos estímulos. Cerrada la primera fase de la guerra —la blitzkrieg o guerra relámpago de que habla Howard F. Cline—, se abrió un periodo en que se redefinieron las características más importantes de la contienda, tal y como quedaría perfilada durante el siguiente medio siglo.96
No parece infundado suponer, pues, que los móviles que mantuvieron a los mayas en permanente situación de alarma durante el resto del siglo hayan podido modificarse en la medida en que el alzamiento de 1847 fue prolongándose en el tiempo. Los mismos avatares del conflicto bélico, condicionados por las crisis internas de Yucatán —el centralismo santannista, el separatismo de Campeche, el paréntesis imperial...— y por el cambio de actitud de las autoridades inglesas de Belice, constituyeron una invitación para que la postura de los mayas se tornara mucho más radical.97
La toma en consideración de la perspectiva diacrónica no se agota en la referencia a los años que ocupó la insurrección maya. Se requiere también su inserción en un marco interpretativo más amplio, determinado por el medio y largo plazos —las “causas seculares” de que habla Pedro Bracamonte—,98 que ha de privilegiar el estudio de las estructuras agrarias y de las circunstancias históricas que, tras la conquista, favorecieron el aislamiento de los mayas del oriente de la península de Yucatán, y acumularon problemas de gran envergadura sobre la sufrida península a lo largo del siglo XVIII.99
La atractiva aunque simplista hipótesis explicativa de Alicia Barabas y de Miguel Bartolomé, que ha sido recogida más arriba en el texto —la frontal contraposición entre la conciencia étnica de los ladinos y la de los mayas rebeldes— no da razón de la falta de acuerdo en las reivindicaciones de los dirigentes sublevados, ni del rechazo de unos a las negociaciones pacificadoras emprendidas por otros. Así lo captó el coronel José Eulogio Rosado, cuando aseguraba al gobernador Santiago Méndez el 31 de enero de 1848: “por lo expuesto se convencerá U. [de] que los indios están desbordados, y cada capitán obra independientemente. Todo es un barullo entre ellos y un caos de desorden”.100 Ese barullo que tanto inquietaba al coronel Rosado se justifica por la virtual independencia política y militar con que obraba cada una de las repúblicas indígenas de Yucatán y por el continuo reacomodo de las alianzas. Debemos a Pedro Bracamonte la explicitación de esta tesis y su respaldo en sólidas pruebas documentales.101
Las evidencias acumuladas permiten concluir, con toda certeza, que no se trató propiamente de una guerra de “castas”, aunque también quede fuera de duda que se trató de una revolución social, cuyo objetivo apuntaba de modo preferente a la supresión de las distinciones de casta.102 Como observó Leticia Reina, la terminología de guerra de “castas” —tan generalizada entre los contemporáneos de los conflictos designados con esa denominación— enmascara el contenido de la lucha, ya que los grupos indígenas no revestían aquella organización, ni puede considerarse como formada por castas la sociedad en que vivían inmersos. Además, estas rebeliones tampoco representaban la lucha entre clases estrictamente antagónicas, ya que el grupo indígena participaba en su conjunto con todos los sectores de clase y las diferencias sociales que tenían en el interior de la comunidad. Es decir, que participaban desde el cacique hasta el indígena sin tierra. Por lo tanto, los movimientos indígenas contra la sociedad dominante eran rebeliones que luchaban, fundamentalmente, por su autonomía comunal y que se expresaban como guerras entre dos sociedades distintas, pero siempre expresando claramente las contradicciones políticas.103
De modo semejante, Jean Meyer y Enrique Florescano han detectado la manipulación de esos términos, convertidos en espantajo y voz común para nombrar cualquier conflicto que tuviera a los indígenas como actores, independientemente del contenido de sus reivindicaciones y de que el movimiento en cuestión tuviera o no visos de una guerra étnica.104 Marie Lapointe concede el protagonismo de la jefatura de la insurrección a los caciques indígenas bilingües de los pueblos y a mestizos y mulatos.105 Y, por supuesto, también Lorena Careaga, que no discute la existencia de un enfrentamiento racial que se dio principalmente entre indígenas mayas y yucatecos blancos, ha negado que existiera homogeneidad en los grupos que participaron en la “guerra de castas” de Yucatán:106 una perspectiva de la que, según Allen Wells, carecieron los historiadores criollos del siglo decimonónico.107
Cabe, en fin, invocar, las observaciones de Manuel Antonio Sierra sobre la presencia de mestizos y de indios amulatados entre sus carceleros;108 la condición mestiza de algunos destacados dirigentes, como José María Barrera;109 los rasgos mulatos de Bonifacio Novelo,110 o las instrucciones que el gobierno de Yucatán transmitió a los comisionados eclesiásticos en febrero de 1850, para confirmar la presencia de vecinos blancos entre los mayas alzados: “los blancos ó vecinos que hallan tomado parte en la revolucion y ecsistan entre los indios sustraídos de la obediencia del gobierno tendrán las mismas garantias que se conceden á los indios”.111
Algunos de esos matices fueron percibidos en octubre de 1895 por un articulista de El Universal, quien, al reflexionar sobre la naturaleza de la guerra de los mayas que comenzó en 1847, descartó que pudiera hablarse propiamente de un enfrentamiento de castas o de razas: la pérdida de sus tierras y la opresión de los hacendados habían sido, más bien, las causas de la sublevación de los indígenas yucatecos.112 E incluso puede pensarse que lo que acaso en sus inicios no había sido más que una revolución política se tiñó de connotaciones étnicas cuando Manuel Antonio Ay fue sentenciado a muerte por el coronel José Eulogio Rosado, comandante de Valladolid, bajo la acusación de que “era uno de los cabecillas de la insurrección de la clase indígena en contra de las actuales instituciones”, a pesar de las evidencias que demostraban la implicación de ladinos en la revuelta. Victoria Reifler afirma, sin embozo, que “la ejecución de Manuel Antonio Ay simboliza el momento en que ocurrió este cambio o transformación” y que “la guerra de castas de Yucatán comenzó con la ejecución de Manuel Antonio Ay”.113
La perspectiva de análisis varía, en cambio, si nos atenemos a la versión —tal vez interesada— de los comandantes militares yucatecos, cuyas opiniones coinciden en la convicción de que se trataba de una lucha emprendida por una raza en busca del exterminio de la otra. Así, José Domingo Sosa decía a Santiago Méndez el 31 de enero de 1848 que las demandas indígenas en materia de contribuciones buscaban sólo sembrar la división entre los blancos para “acabar con ellos poco a poco, que no es otro el programa de ellos”.114 No había pasado un día desde que Sosa escribiera aquellas palabras, cuando recibió una carta de Felipe Rosado que concluía con el mismo juicio que aquél había expresado ante Méndez: “esté U. persuadido [de] que nuestra divisa únicamente será conservar el decoro del Gobierno, que los bárbaros quieren acabar con la raza blanca para establecer a su antojo el de ellos en Tihosuco, según me han informado varios vecinos que se han desertado de sus filas”.115
Pero, insistimos, no ha de concederse excesivo crédito a quienes, cegados tal vez por una ensangrentada cercanía, tendían tal vez a confundir la realidad con sus conjeturas no exentas de pasión.
** Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM. Este texto forma parte de un proyecto más amplio de investigación titulado “Quintana Roo en el tiempo”, que cuenta con financiación del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica. Dejo aquí constancia de mi agradecimiento por la ayuda recibida.
Este artículo fue publicado originalmente en Historias, Revista de la Dirección de Estudios Históricos, núm. 46, mayo-agosto de 2000. Agradecemos al autor y a la doctora Rebeca Monroy Nasr, la posibilidad de volver a publicarlo.
1 Victoria Reifler Bricker, El Cristo indígena, el rey nativo. El sustrato histórico de la mitología del ritual de los mayas, México, FCE, 1989, pp. 172-173, 175-176 y 186; Marie Lapointe, “Los orígenes de la guerra de castas de 1847 en Yucatán”, en Othón Baños Ramírez (comp.), Liberalismo, actores y política en Yucatán, Mérida, UADY, 1995, p. 150.
2 Pedro Bracamonte y Sosa, La memoria enclaustrada. Historia indígena de Yucatán 1750-1915, México, CIESAS / INI, 1994, p. 24. Véase también Pedro Bracamonte y Sosa, “La tenencia indígena de la tierra en Yucatán, siglos XVI-XIX”, Boletín del Archivo General Agrario, núm. 2, febrero-abril de 1998, México, pp. 11-16; Manuel Sierra Méndez vio en la pérdida de las propiedades comunales y en el paso de los indígenas a la condición de peones de las haciendas los “principales gérmenes de la Guerra de Castas”: Manuel Sierra Méndez, “Puntos para un proyecto de ley de reparto de terrenos a los indios que se sometan a la obediencia del Gobierno”, México, 30 de septiembre de 1895 (Archivo Porfirio Díaz, folios 15, 283-15, 295).
3 Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, pp. 61, 69, 85, 87 y 91; Nancy M. Farriss, “Propiedades territoriales en Yucatán en la época colonial”, en Lecturas de Historia Mexicana. Los pueblos de indios y las comunidades, México, Colmex, 1991, pp. 165, 168-169). Nancy M. Farriss ha mostrado la semejanza entre las cofradías y las cajas de comunidad indígenas de Yucatán, y ha precisado la peculiar naturaleza de las cofradías que, “al igual que las cajas, eran simplemente una forma de propiedad pública dedicada a los santos y cuyo objeto era, principal pero no exclusivamente, promover el bienestar público a través de ofrendas a los santos”: Farriss, “Propiedades territoriales...”, op cit., p. 137. Véase también Justo Sierra O'Reilly, Los indios de Yucatán. Consideraciones históricas sobre la influencia del elemento indígena en la organización social del país, Mérida, s. e., 1954, pp. 73-77, y Marco Bellingeri, “Dal voto alle baionette: esperienze elettorali nello Yucatán costituzionale ed indipendente”, Quaderni Storici, núm. 69, 1988, pp. 768-769.
4 Moisés González Navarro, Raza y tierra. La guerra de castas y el henequén, México, Colmex, 1970, p. 191; Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, p. 19.
5 “Intervención del diputado José María del Castillo Velasco ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 16 de junio de 1856”, en Francisco Zarco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857. Estracto de todas sus sesiones y documentos parlamentarios de la época, 2 vols., México, H. Cámara de Diputados, 1990 (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1857, vol. I, p. 514.
6 Howard F. Cline, “Regionalism and Society in Yucatan, 1825-1847”, tesis doctoral, Harvard University, Cambridge, 1947; Lapointe, “Los orígenes...”, op. cit., pp. 128-129; Allen Wells, “Forgotten Chapters of Yucatan's Past: Ninettenth-Century Politics in Historiographical Perspective”, Mexican Studies-EstudiosMexicanos, vol. 12, núm. 2, Berkeley, verano de 1996, p. 196.
7 Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, p. 97; Pedro Bracamonte y Sosa, “La ruptura del pacto social colonial y el reforzamiento de la identidad indígena en Yucatán, 1789-1847”, en Antonio Escobar Ohmstede (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, CEMCA / CIESAS, 1993, p. 120.
8 González Navarro, op. cit., p. 65. A este decreto se remitía otro, expedido por Miguel Barbachano en agosto de 1842, que prometía premiar con terrenos baldíos a los yucatecos que colaboraran en la defensa del estado frente a la expedición que preparaba el gobierno provisional de México; véase Ramón Berzunza Pinto, Desde el fondo de los siglos. Exégesis histórica de la guerra de castas, México, Cultura, T. G., 1949, pp.127-129.
9 Terry Rugeley, “Los mayas yucatecos del siglo XIX”, en Leticia Reina (coord.), La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo XXI / CIESAS, 1997, p. 205.
10 Alicia M. Barabas, “Colonialismo y racismo en Yucatán: una aproximación histórica y contemporánea”, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, nueva época, año XXV, núm. 97, México, julio-septiembre de 1979, pp. 116-117; Leticia Reina (coord.), Las luchas populares en México en el siglo XIX, México, CIESAS, 1983, pp. 65, 68.
11 Véase orden del 14 de mayo de 1853. Eligio Ancona, Colección de leyes, decretos, órdenes y demás disposiciones de tendencia general, expedidas por el Poder Legislativo del Estado de Yucatán: formada con autorización del gobierno, Mérida, Imprenta de El Eco del Comercio, 1882, t. I, p. 162; El Regenerador. Periódico Oficial, año I, núm. 41, Mérida, miércoles 18 de mayo de 1853.
12 Orden del 31 de diciembre de 1855, en Eligio Ancona, Colección de leyes, decretos, órdenes y demás disposiciones de tendencia general, expedidas por el Poder Legislativo del Estado de Yucatán: formada con autorización del gobierno, t. I, Mérida, Imprenta de El Eco del Comercio, 1882, t. I, p. 263.
13 Véase decreto del 23 de marzo de 1863 , en Eligio Ancona, Colección de leyes, decretos, órdenes y demás disposiciones de tendencia general, expedidas por el Poder Legislativo del Estado de Yucatán: formada con autorización del gobierno, Mérida, Imprenta de El Eco del Comercio, 1882, t. III, 1884, pp. 47-48.
14 Véase decreto del 18 de agosto de 1863, Eligio Ancona, Colección de leyes, decretos, órdenes y demás disposiciones de tendencia general, expedidas por el Poder Legislativo del Estado de Yucatán: formada con autorización del gobierno, Mérida, Imprenta de El Eco del Comercio, 1882, t. III, p. 75.
15 Carlos Justo Sierra, Breve historia de Campeche, México, Colmex / FCE, 1998, p. 147.
16 Serapio Baqueiro, Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán desde el año de 1840 hasta 1864, 5 vols., Mérida, UADY, 1990, vol. III, p. 197.
17 Lapointe, “Los orígenes...”, op. cit., p. 130.
18 De acuerdo con la interpretación que se dio en Yucatán a la exención de todo servicio personal establecida por el decreto del 9 de noviembre de 1812, desaparecieron los fiscales de doctrina, que auxiliaban a los curas en la enseñanza religiosa y en la vigilancia de la moral pública; véase Crescencio Carrillo y Ancona, El obispado de Yucatán. Historia de su fundación y de sus obispos desde el siglo XVI hasta el XIX. Seguida de las constituciones sinodales de la diócesis y otros documentos relativos, 2 vols., Mérida, Imprenta y Litografía R. Caballero, 1892-1895, vol. II, pp. 964-965.
19 Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), 10 vols., México, IIJ-UNAM, 1980 (edición facsimilar), vol. II, segunda foliatura, p. 35 (15 de abril de 1822).
20 González Navarro, op. cit., p. 64; Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, pp. 73, 112; Bracamonte y Sosa, “La ruptura...”, op. cit., pp. 121-122.
21 Baqueiro, op. cit., vol. I, pp. 22-25, 28-30, 33; Joaquín Baranda, Recordaciones históricas, 2 vols., México, Conaculta, 1991, vol. l, pp. 326-330; John L. Stephens, Viaje a Yucatán 1841-1842, 2 vols., México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1937, vol. II, pp. 235-236; Nelson Reed, La guerra de castas de Yucatán, México, Era, 1971, p. 37; Berzunza Pinto, op. cit., pp. 125-127; González Navarro, op. cit., pp. 68-69; Reifler Bricker, op. cit., pp. 172-173, 176-177; Lorena Careaga Viliesid, Quintana Roo. Una historia compartida, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1990, p. 42; María Cecilia Zuleta Miranda, “El federalismo en Yucatán: política y militarización (1840-1846)”, Secuencia: Revista de Historia y Ciencias Sociales, nueva época, núm. 31, México, enero-abril de 1995, pp. 26-27; Enrique Florescano, Etnia, Estado y nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México, México, Aguilar, 1997, p. 350. Lameiras recoge noticias sobre la existencia de armas en comunidades indígenas cercanas a Valladolid, que les habían sido suministradas cuando se levantó Imán; véase Brigitte B. de Lameiras, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México, SEP, 1973 [col. SepSetentas], p. 104. Bracamonte proporciona otros datos, complementarios, que confirman la resistencia de los indígenas de Yucatán al pago de las obvenciones durante la década anterior al estallido de la guerra de castas; véase Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, pp. 110-111.
22 Guerra de Castas en Yucatán. Su origen, sus consecuencias y su estado actual. 1866, edición, estudio, transcripción y notas de Melchor Campos García, Mérida, UADY, 1997, p. 44; Baqueiro, op. cit., vol. II, pp. 115-116, y Eligio Ancona, Historia de Yucatán desde la época más remota hasta nuestros días, 4 vols., Barcelona, Imprenta de Jaime Jesús Roviralta, 1889, vol. IV, pp. 88, 102.
23 Baqueiro, op. cit., vol. II, pp. 141-142, y Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, p. 64.
24 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 54, p. 281.
25 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 54, pp. 283-284.
26 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 55, p. 286.
27 Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 411-412, y González Navarro, op. cit., pp. 81-82, 84, 92, 94-95, 307-309, 311-313. En un informe dirigido al ministro de Guerra y Marina en mayo de 1852, el general Díaz de la Vega ponderó los servicios prestados por José Canuto Vela, que incluso llegó a marchar “a la campaña [que, iniciada con la toma de Chichanhá, prosiguió con el avance sobre Lochhá y terminó con la llegada a Peto] sin tener obligación alguna, abandonando sus comodidades”: carta de Rómulo Díaz de la Vega al ministro de Guerra y Marina, Peto, 11 de mayo de 1852 (Archivo Histórico Militar de México, Secretaría de Defensa Nacional, exp. núm. 3 300, fojas 27 a 34). Véase también Crescencio Carrillo y Ancona, “Disertación sobre la historia de la lengua maya o yucateca”, en Los mayas de Yucatán, Mérida, Editorial Yucatense Club del Libro, 1950, pp. 167-169.
28 Bracamonte, sustentado en el estudio llevado a cabo por Leticia Reina (Las rebeliones campesinas en México [1819-1906], México, Siglo XXI, 1980, p. 373), ha mostrado el modo en que evolucionó la tributación que pagaban los indígenas a la Corona y a los encomenderos, hasta convertirse en una contribución personal de 12 reales anuales, que perduró hasta mediados del siglo XIX: Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, p. 110; Ancona, op. cit., 1889, vol. III, p. 305 y vol. IV, p. 359.
29 Citado en Nelson Reed, op. cit., p. 85. La carta aparece reproducida en su integridad en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 61, pp. 298-299, y Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, pp. 210-211. Véase Romana Falcón, Las rasgaduras de la descolonización. Españoles y mexicanos a mediados del siglo XIX, México, Colmex, 1996, p. 62.
30 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 61, pp. 301-302.
31 Carta a Jacinto Pat, Tekax, 6 de febrero de 1848, en Fidelio Quintal Martín, Correspondencia de la Guerra de Castas: epistolario documental, 1843-1866, Mérida, UADY, 1992, p. 16.
32 Carta de Jacinto Pat a Felipe Rosado, Tihosuco, 1 de abril de 1848, en Quintal Martín, op. cit., pp. 28-29.
33 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 66, p. 314; Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 415-418; González Navarro, op. cit., pp. 306-307; Reed, op. cit., p. 94; Careaga Viliesid, op. cit., 1990, p. 58, y Bracamonte y Sosa, op. cit., 1994, pp. 116-117, 214-217.
34 Carta de José María Barrera y otros a José Canuto Vela, Haas, 7 de abril de 1850, en Quintal Martín, op. cit., pp. 78-79.
35 Carta de Andrés Arana y otros a Manuel Antonio Sierra de Obella, Nohayín, 22 de septiembre de 1851, en Quintal Martín, op. cit., pp. 108-109.
36 Citado en Reifler Bricker, op. cit., pp. 184-185.
37 Ibidem, pp. 25, 171.
38 Robert Redfield, Yucatán: una cultura de transición, México, FCE, 1944, pp. 292-293; Reifler Bricker, op. cit., p. 223; Melchor Campos García, “El ‘culto del error’: la Cruz Parlante en el pensamiento yucateco”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, vol. XVII, México, IIH-UNAM, 1996, p. 33.
39 Proclama de Juan de la Cruz (1850), en Reifler Bricker, op. cit., pp. 347-348, 351, 364. Aunque Victoria Reifler reconoce que la identidad de Juan de la Cruz sigue siendo un enigma, apunta la hipótesis de que el primero que se sirvió de este seudónimo fue Atanasio Puc, que ejercía las funciones de secretario de la cruz; véase Reifler Bricker, op. cit., pp. 209-212.
40 Proclama de Juan de la Cruz (1850), en Reifler Bricker, op. cit., p. 360.
41 Baqueiro, op. cit., vol. II, pp. 93, 212.
42 Ibidem, vol. III, p. 66.
43 Era hermano de Justo Sierra O’Reilly y padeció un largo cautiverio entre los mayas que empezó en marzo de 1848 y se prolongó hasta octubre de ese año, cuando consiguió escapar; véase El Fénix, 1 de noviembre de 1848.
44 “Apuntes escritos por el antiguo y memorable Vicario de Valladolid D. Manuel Antonio Sierra”, en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 367.
45 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 370.
46 Ibidem, vol. II, p. 99, y Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 79-80.
47 Ibidem, vol. III, p. 93.
48 Idem.
49 Idem.
50 “Apuntes escritos por el antiguo y memorable...”, en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 345.
51 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 367.
52 Matthew Restall, The Maya world: Yucatec culture and society, 1550-1850, Stanford, Stanford University Press, 1997, p. 165. Sobre las características de este fenómeno religioso remitimos al reciente estudio de Lorena Careaga Viliesid, Hierofanía combatiente. Lucha, simbolismo y religiosidad en la Guerra de Castas, México, UQRoo / Conacyt, 1998, pp. 109-172. Son también interesantes otros trabajos anteriores: Alicia M. Barabas, Profetismo, milenarismo y mesianismo en las insurrecciones mayas de Yucatán, México, INAH, 1974; Reifler Bricker, op. cit., pp. 202-227, y Campos García, “El ‘culto del error’...”, op. cit.
53 Citado en Melchor Campos García, “El ‘culto del error’...”, op. cit., p. 27.
54 Carrillo y Ancona, op. cit., 1892-1895, t. II, pp. 990-1008.
55 Citado en Baqueiro, op. cit., vol. II, pp. 85-86; Carrillo y Ancona, op. cit., 1892-1895, t. II, pp. 1036-1038, y Campos García, “El ‘culto del error’...” op. cit., p. 25. Véase Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, p. 51.
56 Campos García, “El ‘culto del error’...”, op. cit., p. 12.
57 Campos García, “La guerra de castas en la obra de Carrillo y Ancona (historia de una disputa por el control social del maya)”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, vol. XIII, México, IIH-UNAM, 1990, pp. 183, 185.
58 Campos García, “El ‘culto del error’...”, op. cit., pp. 26, 28.
59 “Apuntes escritos por el antiguo y memorable...”, en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 348.
60 Citado en Romana Falcón, op. cit., p. 71. Guarda analogías esta explicación con las reflexiones de Serapio Baqueiro acerca del “muro invencible” que se alzó entre los españoles y los hijos del país como consecuencia de la escasez de matrimonios entre los conquistadores y las indígenas; véase Baqueiro, op. cit., vol. II pp. 209-210. Véase también Guerra de castas en Yucatán. Su origen..., op. cit., p.15.
61 Leticia Reina, op. cit., 1980, p. 20, y Manuel Ferrer Muñoz y María Bono López, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, IIJ-UNAM, 1998, pp. 353-372.
62 En relación con la importancia que quepa atribuir a esos enfrentamientos civiles, remitimos a unas palabras de María Cecilia Zuleta, que aciertan al contemplar los efectos de la utilización del apoyo indígena en las luchas partidistas, desde una perspectiva que mira más allá del conocimiento adquirido por los mayas de su importancia como fuerza militar: “el aprendizaje de la guerra para los indígenas yucatecos significó mucho más que el simple hecho de empuñar las armas, como los historiadores de la época creyeron: tal vez, y muy probablemente, haya sido una experiencia de participación, un acercamiento a las prácticas de la política liberal, y una toma de conciencia repentina, a través de la inclusión forzosa en los mecanismos formales de una política de guerra desde su real exclusión”: Zuleta Miranda, “El federalismo en Yucatán...”, op. cit., p. 44.
63 Baqueiro, op. cit., vol. l, p. 227; véase también Asociación Cívica Yucatán, De la “Guerra de Castas”. Causa de Manuel Antonio Ay, el primer indio maya rebelde fusilado en Valladolid el 30 de julio de 1847, México, Asociación Cívica Yucatán, 1956, pp. 27, 30.
64 “Apuntes escritos por el antiguo y memorable...”, en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 365.
65 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 365.
66 Guerra de castas en Yucatán. Su origen..., op. cit., p. 13; Baqueiro, op. cit., vol. II, pp. 210-214, y vol. IV, pp. 71-72, 74; Rugeley, “Los mayas yucatecos del siglo XIX”, op. cit., pp. 204-205, y Restall, pp. 159, 161-163.
67 Guerra de castas en Yucatán. Su origen..., op. cit., p. 28; Baqueiro, op. cit., vol. I, pp. 225-233 y vol. II, pp. 30-32, 213; Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 43, pp. 248-249; Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 402-408; Baranda, Recordaciones históricas, op. cit., vol. II, pp. 59-60; Albino Acereto Cortés, Historia política de Yucatán desde el descubrimiento hasta 1920, México (sobretiro del t. III de la Enciclopedia Yucatenense), 1947, p. 235; Rugeley, “Los mayas yucatecos del siglo XIX”, op. cit., pp. 210-212, y Reifler Bricker, op. cit., pp. 182, 193-194.
68[] Pedro Bracamonte y Sosa, “El discurso político de los caciques mayas yucatecos, 1720-1852”, en Othón Baños Ramírez (comp.), Liberalismo, actores y política en Yucatán, Mérida, UADY, 1995, p. 123.
69 Guerra de castas en Yucatán..., op. cit., p. 33.
70 “Apuntes escritos por el antiguo y memorable...”, en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 349.
71 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 365.
72 Baranda, Recordaciones históricas, op. cit., vol. II, p. 114. Ésa es también la tesis de Grant T. Jones, véase Grant T. Jones, “La estructura política de los mayas de Chan Santa Cruz: el papel del respaldo inglés”, América Indígena, vol. XXXI, núm. 2, México, abril de 1971, p. 415.
73 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 56, pp. 288-289.
74 Condumex/Centro de Estudios de Historia de México, fondo LX-1; Correspondencia diplomática cambiada entre el Gobierno de la República y el de Su Majestad Británica con relación al territorio llamado Belice. 1872-1878, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1878, pp. 22-25; Baqueiro, op. cit., vol. III, pp. 138-140; Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 215-220, 226, y Baranda, Recordaciones históricas, op. cit., vol. II, pp. 120-121.
75 El Monitor Republicano, 10 de febrero de 1894, 10 y 12 de abril de 1894, 23 de mayo de 1894 y 21 de septiembre de 1895, en Teresa Rojas Rabiela (coord.), El indio en la prensa nacional mexicana del siglo XIX: catálogo de noticias, 3 vols., México, SEP / Cuadernos de la Casa Chata, 1987, vol. II, pp. 411, 415, 419, 447.
76 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 69, p. 321.
77 Ibidem, vol. III, documentos justificativos, núm. 92, pp. 317-318.
78 lbid., vol. III, documentos justificativos, núm. 93, pp. 319-321.
79 Ibidem, vol. III, pp. 224-230, vol. III, documentos justificativos, núm. 99, pp. 342-344; Guerra de castas en Yucatán..., op. cit., pp. 84-86; Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 268-272, y Jones, “La estructura política de los mayas de Chan Santa Cruz”, op. cit., pp. 424-425.
80 Carta de Paulino Pech a Juan Pedro Pech, 26 de octubre de 1849, citado en Careaga Viliesid, op. cit., 1998, p. 35.
81 Baqueiro, op. cit., vol. IV, p. 33 y vol. III, documentos justificativos, núm. 104, pp. 360-361.
82 Ibidem, vol. III, p. 238.
83 Ibidem, vol. IV, pp. 225-226, y Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 343-344.
84 Careaga Viliesid, op. cit., 1998, pp. 68-69. Don E. Dumond ha estudiado el origen de la denominación de “pacíficos del sur”, que se remonta a 1852-1853, cuando muchos de los mayas rebeldes de esas latitudes —cansados ya de la guerra— se adhirieron a un acuerdo de paz con las autoridades del gobierno de Yucatán, véase Don E. Dumond, “Breve historia de los pacíficos del sur”, en varios autores, Calakmul: volver al sur, Campeche, Gobierno del Estado de Campeche, 1997, pp. 33-49.
85 Paul Sullivan, Conversaciones inconclusas. Mayas y extranjeros entre dos guerras, México, Gedisa, 1991, p. 125.
86 La Nueva Época. Periódico del Gobierno de Yucatán, Mérida, viernes 1 de julio de 1864, t. I, núm. 90, y Mérida, lunes 8 de agosto de 1864, t. I, núm. 101.
87 Reifler Bricker, op. cit., p. 232.
88 Baranda, Recordaciones históricas, op. cit., vol. II, p. 127.
89 Néstor Rubio Alpuche, Belice, apuntes históricos, Mérida, s. e., 1894, p. 187, y Antonio Mediz Bolio, La desintegración del Yucatán auténtico. Proceso histórico de la reducción del territorio yucateco a sus límites actuales, Mérida, s. e., 1974, pp. 13, 52. El texto del tratado puede consultarse en Miguel Rebolledo, Quintana Roo y Belice, México, s. e., 1946, pp. 33-37.
90 Guerra de castas en Yucatán..., op. cit., pp. 76-77; Ancona, op. cit., 1889, vol. IV, pp. 220-230; Jones, “La estructura política de los mayas de Chan Santa Cruz”, op. cit., pp. 422-423, y Reina (coord.), op. cit., 1983, p. 64. Sobre el contrabando de armas desde Belice y la complicidad del gobierno británico, véase La guerra de castas. Testimonios de Justo Sierra O'Reilly y Juan Suárez y Navarro. Diario de nuestro viaje a los Estados Unidos. Informe sobre las causas y carácter de los frecuentes cambios políticos ocurridos en el estado de Yucatán, México, Conaculta, 1993, pp. 103-105, 121.
91 “El Monitor Republicano, 7 y 17 de diciembre de 1893”, en Rojas Rabiela (coord.), El indio en la prensa nacional mexicana del siglo XIX: catálogo de noticias, 3 vols., México, SEP / Cuadernos de la Casa Chata, 1987, vol. II, pp. 406-407.
92 “El Universal, 17 de noviembre de 1895 y 10 de diciembre de 1895”, en Rojas Rabiela (coord.), El indio en la prensa nacional mexicana del siglo XIX: catálogo de noticias, 3 vols., México, SEP / Cuadernos de la Casa Chata, 1987, vol. III, pp. 241, 244.
93 “El Monitor Republicano, 21 de noviembre de 1896”, en Rojas Rabiela (coord.), El indio en la prensa nacional mexicana del siglo XIX: catálogo de noticias, 3 vols., México, SEP / Cuadernos de la Casa Chata, 1987, vol. II, p. 492.
94 Rebolledo, op. cit., pp. 48-49.
95 Los dos años están relacionados con el general Rómulo Díaz de la Vega, que llegó a la península en 1851 como comandante general de Yucatán y la abandonó en 1855, cuando fue apartado de sus cargos de gobernador del estado y de comandante de las armas. Parece fuera de toda duda que la figura de Díaz de la Vega, que impulsó la victoriosa contraofensiva yucateca iniciada ya a fines de 1849, influyó notoriamente en la evolución de la lucha de los cruzo'ob, también en la medida en que logró segregar de la actividad bélica al grupo de los de Chichanhá.
96 Careaga Viliesid, op. cit., 1998, p. 13.
97 lbidem, p. 15.
98 Bracamonte y Sosa, “El discurso político...”, op. cit., p. 123.
99 Lapointe, “Los orígenes...”, op. cit., pp. 132-142, 149.
100 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 54, p. 282.
101 Bracamonte y Sosa, “El discurso político de los caciques mayas yucatecos”, op. cit., pp. 124-125.
102 Reifler Bricker, op. cit., p. 185.
103 Reina, op. cit., 1980, p. 248, y Reina (coord.), op. cit., 1983, p. 37. Maqueo Castellanos denigró la figura de los caciques que se hallaban en la cumbre de la jerarquía interna de las comunidades (véase E. Maqueo Castellanos, Algunos problemas nacionales, México, Eusebio Gómez de la Puente, Librero Editor, 1910, pp. 95-98). Van Young y Rugeley, por su parte, han resaltado la diferenciación interna en el seno de las comunidades indígenas (véase Eric Van Young, La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares de la Nueva España, 1750-1821, México, Alianza Editorial, 1992, pp. 287-297, y Rugeley, “Los mayas yucatecos del siglo XIX”, op. cit., pp. 206- 210); Hernández Silva ha develado los peligros que se siguen del desconocimiento de los procesos y diferencias sociales en las sociedades indígenas (Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva, “La lucha interna por el poder en las rebeliones yaquis del noroeste de México, 1824-1899'”, en Leticia Reina [coord.], La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo XXI / CIESAS, 1997, pp. 187-189), y Cynthia Radding ha mostrado cómo se acentuaron las distancias sociales en el seno de las comunidades como consecuencia de los repartos de las tierras de comunidad y de la sustitución de las autoridades tradicionales por los gobiernos municipales de nueva creación; véase Cynthia Radding, Entre el desierto y la sierra. Las naciones o’odham y tegüima de Sonora, 1530-1840, México, CIESAS / INI, 1995, pp. 115, 119-120, 126-127, 136.
104 Jean Meyer, Problemas campesinos y revueltas agrarias (1821-1910), México, SEP, 1973 (col. SepSetentas), pp. 14 y 21, y Florescano, op. cit., pp. 406-409.
105 Lapointe, “Los orígenes...”, op. cit., p. 151.
106 Careaga Viliesid, op. cit., 1998, pp. 20-21.
107 Wells, “Forgotten Chapters of Yucatan’s Past”, op. cit., p. 220.
108 “Apuntes escritos por el antiguo y memorable...”, en Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 76, p. 359.
109 Reifler Bricker, op. cit., pp. 211-212.
110 Acereto Cortés, op. cit., p. 227.
111 “Instrucciones para que las comisiones eclesiásticas se sugeten en los convenios que puedan celebrar en nombre del Gobierno con los sublevados, siempre que se reduzcan á su obediencia, como únicas que puede concederles, Mérida, 4 de febrero de 1850” (Archivo General del Estado de Yucatán, Poder Ejecutivo, Gobernación, caja 76).
112 El Universal, 25 de octubre de 1895.
113 Reifler Bricker, op. cit., p. 189. Véase Careaga Viliesid, op. cit., 1998, nota 16, pp. 26-27.
114 Baqueiro, op. cit., vol. II, documentos justificativos, núm. 55, p. 286.
115 Ibidem, vol. II, documentos justificativos, núm. 59, p. 295.