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Memorias de piedra verde: miradas simbólicas de las reliquias toltecas

Memories of green stone: A symbolic look at some Toltec relics


Resumen

Las placas de piedra verde son características del periodo Epiclásico (650-900 d.C.), en ellas se encuentran plasmadas las memorias de los guerreros, dignatarios y sacerdotes. Mediante este texto se realiza un análisis simbólico y contextual de diversas placas recuperadas en los sitios de Xochicalco (650-900 d.C.) y de Tula (900-1200 d.C.), fundamentado en los significados simbólicos y anímicos que los toltecas le asignaron a esta clase de objetos.

Al abrigo de la teoría del ritual deVictor Turner [1980, 1988], se avanza en una interpretación alterna de estos objetos, pues se ha asumido que ellos aluden a sacerdotes en estado de trance. Se postula también que los sujetos son representaciones de muertos, depositados como reliquias cargadas de meta-mensajes de tiempos pasados y que aparecen en contextos posteriores, como Tula o Tenochtitlan.

Palabras clave: 

Toltecas; piedra verde; reliquias; ancestros; muerte.

Abstract

Green stone slabs are characteristic of the Epiclassic period (650-900 A.D.). On them, warriors, dignitaries and priests were embodied. This paper provides a symbolic and contextual analysis of several of the said plates -in this case- recovered at the sites of Xochicalco (650-900 AD) and Tula (900-1200 AD), focusing specifically on the symbolic and emotional meanings that the Toltecs assigned to this class of object.

From the ritual theory ofVictor Turner [1980, 1988], an alternative interpretation of these objects is proposed, since it has been assumed that they allude to priests in a state of trance. Here, it is postulated that the subjects are representations of the dead, deposited as relics and loaded with meta-messages from bygone times, and which appear in later contexts, such as at the sites of Tula or Tenochtitlan.

Keywords: 

Toltecs; green stone; relics; ancestors; death.


Introducción

Las investigaciones llevadas a cabo por César Sáenz durante 1961 y 1970 permitieron entender de mejor forma a la entidad política de Xochicalco, Morelos [Garza et al. 2012; López Luján 1995], la cual puede situarse en el Epiclásico mesoamericano (650-900 d.C.). No obstante, sus trabajos fueron precedidos por los de Leopoldo Batres y Eduardo Noguera [Noguera 1945, 1961] y continuados por otros investigadores [González et al. 1984, 1986, 1993-1994; Hirth 2000, 2003]. En esta parte me enfocaré en los trabajos de Sáenz efectuados en las Estructuras A, C y en la Pirámide de las Serpientes Emplumadas, durante 1962 y 1963.

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[adaptado de Arqueología Mexicana, 2000: 32]

Figura 1. 

Algunos sitios del Epiclásico y del Posclásico Temprano. Se marca la localización de Xochicalco y de Tula.

De acuerdo con Sáenz [1964: 12], las ofrendas de la Estructura C aparecieron cuando se practicó una cala en el centro del edificio. Una vez roto el piso, se descubrió una caja de piedra que contenía una ofrenda de caracoles marinos. También se depositaron dos cajetes de barro, un disco y una orejera de piedra verde, “una placa o pendiente de jade que representa a un personaje con tocado en forma de fauces de serpiente y con las manos sobre el pecho en actitud ritual […]; otra placa o pendiente de jade con una representación antropomorfa y tocado también en forma de fauces de serpiente” [id.] (Figuras 2 y 3).

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[Archivo Digital de las Colecciones del Museo Nacional de Antropología. INAH-CANON. Sala “Los toltecas y el Epiclásico”]

Figuras 2 y 3. 

Placa de la ofrenda de la Estructura C y pendiente del Entierro 1 de la Estructura C de Xochicalco.

Sáenz descubrió un entierro humano cuando continuaba con su cala oeste, además de otras placas. El entierro presentaba un caracol trompeta, cuentas de concha y caracoles perforados, así como dos pequeños discos de piedra verde. Con respecto a las placas, nos dice:

Una placa o pendiente de jade […] cuyo bajo relieve representa a un personaje con los brazos sobre el pecho, tocado […] de fauces de serpiente y dos caras de perfil en la parte superior a uno y otro lado del tocado […]; un pendiente antropomorfo de jade con tocado estilizado figurando fauces de un ofidio […]; otro pendiente, cabecita antropomorfa en jade, con tocado muy estilizado imitando fauces de serpiente [ibid.: 13]. (Figuras 4 y 5)

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[Archivo Digital de las Colecciones del Museo Nacional de Antropología. INAH-CANON. Sala “Los toltecas y el Epiclásico”. Fotografía de Gabriela García]

Figuras 4 y 5. 

Placa y pendiente del Entierro 1 de la Estructura C de Xochicalco.

La deposición de estas placas y pendientes verdes1 fue una constante, pues debajo del piso de la Cámara de las Ofrendas de la Estructura A, se halló un entierro que presentaba conchas Spondylus, una figurilla de serpentina, puntas de obsidiana y una mano miniatura de concha marina. “Debajo del maxilar inferior había un pendiente de jade que representa una cara antropomorfa, de perfil, con tocado formado por una cabeza de serpiente y plumas, parecido al que ostentan los personajes de los bajorrelieves en el talud inferior de la Pirámide de las Serpientes Emplumadas” [Sáenz 1962: 27].

Cuando se exploró la Pirámide de las Serpientes Emplumadas se encontraron otras dos ofrendas. Se hallaron a cinco metros de la parte superior de la pirámide, sobre un piso de estuco inferior. “Las ofrendas […] se depositaron […] cuando se construyó la Estructura 2” [Sáenz 1963: 13]. La Ofrenda 1, ubicada al centro de la Estructura 3 de la pirámide, presentaba una vasija de alabastro, un caracol marino decorado, cajetes de barro y “dos placas o pendientes de jade, un poco deterioradas por el contacto con un disco fragmentado de piedra que contenía una capa de óxido de fierro (limonita)” [id.]. (Figuras 6 y 7)

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[Fotografías de Gabriela García]

Figuras 6 y 7. 

Placas con óxido de fierro asociadas con la Ofrenda 1 de la Pirámide de las Serpientes Emplumadas.

Por su parte, el Entierro 1 también fue depositado sobre el piso de la Estructura 1, cuando se construyó la Estructura 2. Se trata de un entierro secundario acompañado de caracoles, un disco de piedra con una capa de limonita y “dos placas o pendientes de jade, una de las cuales representa a un personaje de cuerpo entero, con tocado de fauces de serpiente […], y la otra, una cabeza antropomorfa con adorno serpentino y en la parte superior de la cabeza y a ambos lados de la cara” [ibid.: 16]. Finalmente, el Entierro 2 presentaba una figurilla antropomorfa de piedra verde, “con pequeñas perforaciones a los lados y en la parte posterior y longitudinal, lo que indica que sirvió para colgarse o bien para coserla al vestido […]; otro pendiente de jade, antropomorfo, con varias perforaciones para sujetarse por medio de algún hilo” [id.]. (Figuras 8, 9, 10 y 11)

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[Fotografías de Gabriela García]

Figuras 8 y 9. 

Cabeza antropomorfa del Entierro 1 y figurilla con restos de cinabrio del Entierro 2 de la Pirámide de las Serpientes Emplumadas.

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[Archivo Digital de las Colecciones del Museo Nacional de Antropología. INAH-CANON. Sala “Los toltecas y el Epiclásico”; tomado de Sáenz 1963]

Figuras 10 y 11. 

Placa asociada con el Entierro 1 de la Pirámide de las Serpientes Emplumadas y objeto de la Tumba II del Templo XVIII de Palenque.

Las placas, a decir de Sáenz, presentan gran parecido con otra recuperada en la Tumba 2 del Templo XVIII de Palenque: “esta placa o pendiente de Palenque, ostenta, en la parte superior, en los extremos, dos cabezas de perfil, similar a la encontrada dentro de la pirámide de Xochicalco” [ibid.: 21-22]. Así, este tipo de utillajes fueron depositados como ofrendas propiciatorias o de clausura de edificios, aunque también como ornamentos de legitimidad de dignatarios, como atestiguan las ofrendas asociadas con enterramientos.

Estas piezas de jade halladas en Xochicalco no parecen haber sido hechas aquí, sino traídas por comercio o con el fin de depositarlas como ofrendas. Es posible que fueran guardadas durante algún tiempo, de la misma manera que en la actualidad se conservan las joyas preciosas y pasan de un dueño a otro. Cosa semejante ha sucedido, por ejemplo, en Chichén Itzá, en donde se encontraron dentro del Cenote Sagrado, jades del periodo Clásico, tales como una cuenta tallada casi seguramente en Palenque, según Thompson, y que nos da la fecha de 690 D.C. [ibid.: 23].

Hasta el momento no se sabe qué entidad política se beneficiaba del intercambio de este tipo de artefactos.2 Lo que sí es seguro es que este tipo de objetos se encuentran en diferentes asentamientos del Epiclásico (650-900 d.C.) e incluso en otras ciudades de periodos posteriores.

En su trabajo sobre la dinámica interregional del Epiclásico, Solar propone que las placas tienen un significado religioso:

De ser cierto que se sepultó a los individuos con sus pertenencias, es posible que fueran en vida representantes de algún culto, y que las placas de piedra verde fueran un distintivo de esa cualidad. Al hablar de las suyas, Jorge Acosta señala que son imágenes de sacerdotes, puesto que no portan armas […]. Claro que es difícil asegurar si hubo “armas” […], pero en contextos iconográficos donde creo que se representan los jades figurativos siendo portados, quienes los llevan no usan armas, sino que expresan una actitud ceremonial [Solar 2002: 56-57].

La propuesta se sustenta en los contextos de los objetos, asociados con entierros de personajes de las élites, como en Xochicalco. Los personajes plasmados en las placas, a decir de Solar, expresan actitudes reflexivas, por lo que pudieron ser sacerdotes u oficiantes de cierto culto a Quetzalcóatl, sobre todo los que son ataviados con tocados de serpiente [ibid.: 67]. Otra interpretación sobre las placas es la de Testard [2014], quien muestra que estos objetos fungieron como símbolos de poder y de exhibición entre los dirigentes de ciertas entidades políticas del Epiclásico en el Centro de México, como Cacaxtla-Xochitécatl, Xochicalco, Cantona y Cholula.

Los dignatarios de Tula y sus reliquias

En 1950, Jorge Acosta exploró la Sala 1 del Palacio Quemado de Tula. En su intervención, descubrió lápidas esculpidas, clavos arquitectónicos y remates estucados en forma de caracoles cortados que decoraban el edificio. También detectó tres altares. En su exploración del altar sur se halló una ofrenda:

[…] que se encontraba a 25 cm. de profundidad y que consiste en un recipiente cilíndrico con tapa, hecho en piedra caliza y pintado de rojo. En su interior se encontró una placa de jade y 18 cuentas de concha. La placa que todavía conserva bastante pintura roja, tiene perforaciones para ser usada como pendiente. Es de color verde oscuro y en ella se talló magistralmente una figura humana que ocupa toda la superficie de una de sus caras [Acosta 1956: 104]. (Figura 12)

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[Archivo Digital de las Colecciones del Museo Nacional de Antropología. INAH-CANON. Sala “Los toltecas y el Epiclásico”]

Figura 12. 

Placa recuperada en la Sala 1 del Palacio Quemado de Tula.

El personaje se encuentra “con la mano izquierda sobre el pecho, lleva orejeras circulares y como tocado, un gran penacho que le cae a ambos lados. El cuerpo es desnudo con excepción de una corta faldilla atada por medio de un cinturón, cuyas puntas cuelgan por delante” [Idem]. Acosta continuó hasta llegar al piso de la sala. Una vez ahí, lo rompió, descubriendo un fogón cuadrangular en cuyo “interior había una gran cantidad de ceniza y en la parte superior, una pequeña figurilla de piedra verde que, por desgracia, estaba muy deteriorada por la acción del fuego” [id.].

En 1954, Acosta [1957] exploró la Sala 2 del Palacio Quemado. Las excavaciones revelaron interesantes hallazgos, como un Chac Mool y un altar ubicado detrás de la escultura. Acosta realizó un sondeo al interior del altar y “halló un recipiente de piedra de forma cilíndrica y con tapa, también pintado de rojo. Estaba colocado dentro de una burda construcción hecha a base de piedra sin labrar” [Acosta 1957: 152].

Dentro de la caja de piedra se recuperó una placa de piedra verde, dos conchas y 16 cuentas del mismo material:

La placa fue usada seguramente como pectoral, en vista de que tiene dos perforaciones laterales. Sobre una de sus caras tiene esculpida una bella figura humana vista de frente. Los cabellos están sujetos sobre la frente con un adorno circular y caen a los lados con rizos. Lleva dos orejeras circulares y sobre el pecho pende un collar de cuentas esféricas. Tiene las manos sobre el tórax […] El cuerpo está desnudo, con excepción de una corta faldilla con flecos que está amarrada al frente con una ancha cinta. No lleva calzado […] Es importante, además, que el individuo lleva los ojos cerrados, lo que hace suponer que se trata de la representación de un muerto [ibid.: 152-153]. (Figura 13)

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[Tomado de Acosta 1957]

Figura 13. 

Personaje antropomorfo recuperado en la Sala 2 del Palacio Quemado.

Al parecer, el Palacio Quemado fue un espacio no tanto habitacional, sino un aposento para la celebración de importantes ceremonias religiosas o políticas [Gamboa 2007; Jiménez y Cobean 2016: 175]. Guevara [2004] plantea que el Palacio Quemado no presenta “indicadores” habitacionales que lo habiliten como tal, por lo que asume que fungió como sede de consejos de los dignatarios de Tula, sobre todo por la existencia de banquetas y respaldos. Esta idea ya había sido esbozada por Acosta [1956]. Por su parte, Kristan-Graham [2015: 112] propone que el Palacio Quemado, pese a adolecer de evidencias de artefactos domésticos, puede seguir siendo considerado como un palacio. Lo anterior en virtud de que los palacios evocan lugares de la memoria.

El Edificio 3 contiene algunas funciones burocráticas de un palacio: tiene cuartos para asuntos gubernamentales, espacios abiertos para la representación de rituales y de poder [Christie 2006: 3-6; Demarest 2006: 119-120; Evans 2001: 241-242], asientos reales y un espacio aislado con un espacio para la celebración de procesiones que llevan a la plaza de Tula Grande. Sobre todo, el edificio ofrece características elementales de una vivienda [Kristan-Graham 2015: 112; la traducción es mía].

El Palacio Quemado cuenta con tres grandes salas con columnas y pilastras. Las salas 1 y 2 presentan banquetas y respaldos de piedra, destacando las procesiones de dignatarios y de guerreros de la sala 2 y del vestíbulo 1 [Moedano 1947; Kristan-Graham 1993; Jiménez y Cobean 2015]. Este edificio cuenta con impluvios que permitían captar agua e iluminar las salas, así como lápidas esculpidas, remates y clavos arquitectónicos que decoraban la parte superior de los muros. Estas lápidas, algunas aún con restos de pintura azul y roja, consistían en tres motivos: personajes recostados ricamente ataviados a la usanza tolteca, discos solares o tezcacuitlapilli y vasijas rituales o cuauhxicalli que contenían ofrendas divinas, como corazones humanos [Acosta 1956: 95-104]. Estas lápidas alternaban en las tres salas y, seguramente, transmitían una narrativa mítica o histórica de las dinastías toltecas (figura 14).

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[Tomado de Jiménez y Cobean 2016: 156]

Figura 14. 

Sección del recinto sagrado de Tula. Se aprecia el Palacio Quemado, los vestíbulos y la Estructura B. Se sombrean las banquetas con personajes.

Algunos investigadores [Kristan-Graham 1989, 2015; Suárez et al. 2007: 48-50] han postulado que los personajes recostados de las lápidas constituyen la representación de guerreros toltecas muertos, posiblemente en batalla, rememorando sucesos históricos o míticos [Mastache et al. 2009: 290-328], “comparables a los ‘huehueteteo’ o ‘guerreros ancestrales muertos’, ilustrados en la página 33 del Códice Borgia” [Kristan-Graham 2015: 98]. Las indumentarias de los personajes revelan que se tratan de personajes de las élites toltecas, pues se encuentran ataviados con las mejores galas de la época: discos solares o tezcacuitlapilli, pectorales de mariposa estilizada, armas curvas, lanza dardos, narigueras, tocados, al igual que cetros de mando. Con seguridad, estas figuras recostadas fueron la representación de héroes o dignatarios, reales o ficticios.

De entre las lápidas excavadas en la Sala 1 del Palacio Quemado destaca una que representa a un personaje barbado. De acuerdo con el responsable de su exploración, el personaje:

[…] lleva un arma curva y sobre el brazo tiene enrollada una banda de algodón acolchada […] Con la derecha empuña al mismo tiempo, un átlatl y un elaborado báculo en forma de serpiente emplumada. Lleva, además, una ancha pulsera, macuextli, decorada con piedras preciosas. Aunque el cuerpo del individuo se encuentra deteriorado, se ve un collar sencillo de cuentas esféricas, chalchiuhcozcatl y más abajo, lo que parece ser un pectoral en forma de cabeza humana con colgajos [Acosta 1957: 122]. (Figura 15)

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[Tomado de Acosta 1957]

Figura 15. 

Lápida de dignatario de la Sala 1 del Palacio Quemado. Nótese la reliquia que pende de su cuello.

Nuevamente encontramos una reliquia asociada con dignatarios toltecas. La reliquia que pende del cuello del personaje, en la ilustración de Acosta, presenta los ojos cerrados, asemejándose con los personajes de las placas de piedra verde de Tula y de Xochicalco. Otra interpretación alterna a que el objeto que pende del cuello del dignatario sea una cabeza trofeo y no una reliquia.

Otro ejemplar de piedra verde fue hallado en el asentamiento tolteca de Sabina Grande, en Huichapan, Hidalgo [cf. Carrasco y Farías 2005; López Aguilar 2014]. El ejemplar fue hallado como parte de las pertenencias de un personaje de élite tolteca que residía en el sitio. El personaje, nombrado Ocho Ojo de Reptil, portaba “un collar de piedras preciosas que contenía una placa con ese glifo, así como una efigie tipo retrato y un collar de cuentas de concha” [López Aguilar 2014: 51]. La aparición de estos ornamentos de piedra verde en lugares alejados de las grandes urbes mesoamericanas, hace pensar en la potencia simbólica que estos objetos conferían como jerarquía y ascendencia real.

La última reliquia que presentaré fue descubierta en 2011 por el equipo de trabajo del arqueólogo Luis Gamboa, adscrito al Centro INAH Hidalgo. Se trata de una concha marina esgrafiada. Los investigadores realizaron un salvamento en las inmediaciones del recinto de Tula, pues se pretendía construir una escuela particular. Se excavó una unidad doméstica de élite, en tanto que los fragmentos de la concha fueron recuperados de una fosa saqueada. Lamentablemente el informe técnico de la excavación aún no ha sido culminado.

La concha transmitía una narrativa cosmogónica y política a través de sus diseños. Lamentablemente, la escena únicamente permite apreciar a dos personajes completos. El primero se trata de un numen: la deidad de la muerte nahua Mictlantecuhtli. El dios fue representado horizontalmente, lo que sugiere que la intención fue plasmar a la deidad en una actitud de vuelo o flotando.

La iconografía del dios de la muerte es completamente tolteca. El personaje presenta dos armas de esa colectividad: el arma curva que sostiene con su mano izquierda; mientras que, con la derecha, un atlatl o lanza dardos. Su cara descarnada y su nariz formada por un cuchillo de pedernal reafirman la identidad del dios (figura 16).

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[Dibujo de Griselda Ramírez, MNA]

Figura 16. 

Esquema de la concha esgrafiada tolteca.

Otro personaje que decoró la escena y del cual únicamente se puede apreciar su brazo, se ubica a la izquierda de Mictlantecuhtli. Se trata de un brazo cubierto con una prenda peluda y sostiene lo que parece ser un arma curva. A su izquierda se halla el tercer sujeto de la narrativa de la concha.

Parece ser que el personaje central del objeto fue la tercera entidad, que se encuentra sentada sobre un trono de puma. El sujeto se encuentra representado de perfil y porta un yelmo de serpiente del cual penden plumas que intentan enroscarse hacia su nuca. El yelmo de serpiente acusa una cresta y, en la parte medial de ésta, un círculo con otro más pequeño en su interior. El personaje presenta una orejera tubular y un pectoral semicircular con colgajos, cuya decoración permite suponer que trataba de representar un rostro humano, similar a las reliquias mencionadas [Castillo et al. 2018]. (Figuras 17 y 18)

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[Archivo Digital de las Colecciones del Museo Nacional de Antropología. INAH-CANON. Sala “Los toltecas y el Epiclásico”]

Figura 17. 

Concha tolteca esgrafiada.

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Figura 18. 

Acercamiento al personaje central de la concha. Nótese la reliquia del dignatario.

Como podemos apreciar, los espacios destinados para rememorar sucesos míticos o históricos toltecas, presentaron ofrendas. Específicamente, las salas 1 y 2 del Palacio Quemado, donde se depositaron dos placas de piedra verde dentro de dos cajas de piedra. Asimismo, en el Palacio Quemado se incorporaron lápidas de dignatarios. El personaje de una lápida presenta una reliquia sobre su pecho. Finalmente, un posible dignatario de Tula plasmado en una concha presenta una reliquia que pende de su cuello. El material fue hallado dentro de un complejo residencial de élite. ¿Cuál es la constante? Las placas y sus representaciones se asocian con el ejercicio del poder. Se vinculan con las ofrendas propiciatorias de los edificios; aunque, al contrario que con las placas de Xochicalco, las de Tula no se asociaron con enterramientos, pero sí con dignatarios. Así, las placas se asocian con el poder, con la realeza, ¿con los muertos?

Las placas de piedra verde como códigos simbólicos

Las placas con motivos antropomorfos y míticos reflejan un meta mensaje simbólico susceptible de decodificarse a partir de las características formales y por su contexto. Me atrevería a decir que formaron parte de determinados rituales precolombinos. Lamentablemente es difícil reconstruir un ritual desde la cultura material arqueológica, porque no podemos atestiguar cómo se encadenaron en vivo los performances rituales. Sin embargo, la clausura de edificios, así como la inhumación de personajes demandó toda una parafernalia ritual.

De acuerdo con Turner [1980: 21], los rituales constituyen “una conducta formal prescrita en ocasiones no dominadas por la rutina tecnológica y relacionada con la creencia en seres o fuerzas místicas. El símbolo es la más pequeña unidad del ritual que todavía conserva las propiedades específicas de la conducta ritual”. Si las placas se incorporaron en rituales precolombinos, entonces es factible concebirlas como símbolos que condensaron diversos meta mensajes. Bajo este pensamiento, entenderemos como símbolo toda construcción cultural que “tipifica naturalmente, o representa, o recuerda algo, ya sea por la posesión de cualidades análogas, ya por asociación de hecho o de pensamiento” [id.]. Así, los símbolos pueden ser desde objetos, actividades, “acontecimientos, gestos y unidades espaciales en un contexto ritual” [id.].

La condensación de significados es característica de los símbolos, por lo que los símbolos rituales fungen como detonantes de determinadas acciones. Precisamente, la condensación es una de las características de los símbolos: “muchas cosas y acciones representadas en una sola formación” [ibid.: 30]. El segundo elemento constituyente de los símbolos es su generalidad:

[…] un símbolo dominante es una unificación de significata dispares, interconexos porque poseen en común cualidades análogas o porque están asociados de hecho o en el pensamiento. Esas cualidades o esos vínculos de asociación pueden en sí mismos ser totalmente triviales o estar distribuidos al azar o muy ampliamente por todo un ancho abanico de fenómenos. Su misma generalidad les permite vincular las ideas y los fenómenos más diversos [ibid.: 30-31].

La polarización de sentido forma el tercer constituyente de los símbolos. Así, los símbolos detentan un polo ideológico y uno sensorial. Si bien el primero se encuentra encadenado a las metáforas construidas y aceptadas en torno a un símbolo, en el polo sensorial “el contenido está estrechamente relacionado con la forma externa del símbolo” [ibid.: 31].

¿Por qué revisar la semántica ritual de los símbolos? Las placas de piedra verde, así como sus representaciones en otras materias, tuvieron la capacidad de evocar diversos significados, recordando acontecimientos míticos o históricos entre sus observadores. Asimismo, las cualidades morfológicas de los personajes representados pueden concebirse como símbolos dominantes, aglutinando significados dispares en uno solo, invariable y socialmente establecido.

En las sociedades tradicionales los rituales persiguen la transformación de la percepción de la realidad del participante del performance: se aspira a una transformación de corte ontológico, como los ritos de paso [Van Gennep 2008 (1969)]. Por su parte, en las sociedades contemporáneas los rituales buscan la confirmación social, adquiriéndose nuevos estatus apoyados por las instituciones políticas o jurídicas [Turner 1980: 105]. ¿Será posible que entre algunas colectividades precortesianas hayan coexistido ambas finalidades? En efecto, los ritos de iniciación, independientemente de sus fases de separación, margen y agregación [Turner 1988: 101], demandan una transformación ontológica; pero también un ritual de entronización legitima a ciertos actores. Ambas finalidades no se oponen entre sí, sino que se complementan para tornar la norma deseable.

Las placas de piedra verde y sus símbolos dominantes

Ya había comentado que las abstracciones asociadas con un símbolo emanan de los polos ideológicos y sensoriales de sus observadores. Asimismo, la condensación de sus semánticas se aglutina en un receptáculo simbólico, dando forma a un símbolo dominante, capaz de generalizar los significados más dispares y hasta contradictorios en una sola formación. Desde esta línea de pensamiento, deseo abstraer la generalidad simbólica de las placas a partir del análisis del polo sensorial.

La característica principal de los personajes representados es su rostro, que puede concebirse como el símbolo dominante de la construcción semántica. En efecto, los sujetos presentan los ojos cerrados. El esgrafiado que delinea los ojos de los personajes, similares a un grano de café, reafirma esa intencionalidad. Por su parte, los ojos cerrados muestran quietud y tranquilidad. A ello debemos aunar los elaborados tocados que presentan los sujetos. Si bien los tocados más elaborados son los de los sujetos de Xochicalco, los de Tula no se quedan atrás, aunque estos últimos no presentan elementos zoomorfos.

Con base en lo anterior, el rostro de los personajes y su postura pueden concebirse como los símbolos dominantes de las placas. Lo anterior se enmarca en el polo sensorial de los objetos. La primera impresión que causa el rostro de los personajes es que se encuentran muertos y no constituyen “sacerdotes en estado de trance o meditando”. Pero no son cualquier muerto, puesto que las entidades humanas portan elaborados collares de cuentas y orejeras. La disposición de las extremidades superiores también podría aludir al concepto muerte: muchos de los sujetos representados de cuerpo entero presentan los brazos flexionados hacia su vientre. En ocasiones portan un objeto circular, hasta el momento desconocido por el autor. Asimismo, los brazos flexionados reafirman el meta mensaje de muerte, pues se asemejan a la disposición de los bultos mortuorios.

La aparición de elementos serpentinos en los tocados de los sujetos de Xochicalco, hablan de la importancia de los ofidios entre esta colectividad. Sin embargo, esta concepción no es exclusiva de los antiguos xochicalcas, pues las serpientes se han asociado con muchas representaciones de dignatarios toltecas en esculturas y estelas [Jiménez 1998; Jiménez y Cobean 2016]. Postulo lo anterior de acuerdo con López Austin y López Luján, quienes desarrollan su esquema de las entidades políticas que se rigieron bajo el esquema zuyuano. Al decir de estos autores, la concepción zuyuana se estructuró con base en el culto y en la ordenación social a través de la Serpiente Emplumada, divinidad creadora de los seres humanos, de las etnias del México antiguo, así como de sus dioses patrones: “Serpiente Emplumada […], el dios del amanecer, transmitía la autoridad a sus representantes terrenales, y éstos, a su vez, refrendaban los cargos de los ‘señores naturales’” [López Austin y López Luján 1999: 64-65].

Por tanto, la representación de serpientes en los tocados reafirma la jerarquía del sujeto. Un dirigente amparado por una deidad ancestral y ordenadora del cosmos. Los elaborados tocados serpentiformes serían símbolos instrumentales3 cargados de un meta mensaje de poder y de jerarquía.

Los últimos símbolos instrumentales que reafirman el mensaje dominante “muerte”, están dados por las características contextuales de los objetos. La asociación de las placas con enterramientos, como las de Xochicalco reafirman el mensaje simbólico de muerte. Pero también la disposición de estos elementos como ofrendas de clausura de edificios de Xochicalco y de Tula remiten simbólicamente al concepto de muerte: se mata una estructura de la pirámide y sobre ésta se construye otra.

Por otro lado, las placas de piedra verde recuperadas en Xochicalco y en Tula se encontraban asociadas con elementos marinos: conchas y caracoles. De acuerdo con López Austin [1994], el Tlalocan era el dominio de los muertos, pues el dios Tláloc escogía a algunos muertos para ingresarlos a este dominio. Así, los elementos acuáticos que aluden al numen, como las conchas y los caracoles también tienen un vínculo simbólico con la muerte, con el inframundo acuático. Lo anterior se ha corroborado con los análisis simbólicos de las ofrendas del Templo Mayor de Tenochtitlan [López Luján 1993]. Lo anterior vuelve a poner de relieve la carga simbólica de muerte de los personajes de las placas de piedra verde.

Los ancestros, su legitimidad, sus reliquias. Consideraciones finales

Como se afirmó, la semántica que trataban de plasmar las placas de piedra verde no se relacionaban con los oficios religiosos, sino con la transmisión de un meta mensaje claro: la muerte. En efecto, los personajes representados en estos objetos constituyen muertos. ¿Pero por qué los dignatarios de Tula preservaron artefactos de este tipo, continuando con una tradición de al menos 300 años?

Al parecer, la respuesta la había esbozado desde hace más de cincuenta años Sáenz [1963: 23], al considerarlas como objetos de alto valor simbólico que son celosamente protegidos y que pasan de generación en generación. Son reliquias, pues aluden a una huella o a un vestigio de cosas o historias pasadas. Estas reliquias, entonces, aluden a los ancestros míticos de las élites toltecas, que sucumbieron a la flecha del tiempo. Pero estas reliquias también formaron parte de un código simbólico.

El conservar reliquias para ser depositadas como ofrendas propiciatorias de edificios de Xochicalco o del Palacio Quemado de Tula nos habla de la concepción animista que los pueblos mesoamericanos tuvieron. En efecto, se asumía que el guardar o depositar en diferentes estructuras la representación material de los ancestros haría que las fuerzas incorpóreas circularan entre el mundo de los vivos y de los muertos o entre los humanos y los no humanos [Descola 2012 (2005)]. Se buscaba estar en contacto con las esencias de los ancestros, que protegerían a sus descendientes, directos o ficticios [McAnany 2000 (1995)].4

Es factible que algunas placas de piedra verde, manufacturadas en el Clásico Maya (250-900 d.C. -que incluye al Epiclásico del Centro de México [650-900]-) hayan sido conservadas en épocas posteriores. Esto no se pone en duda, pues como enuncian Melgar et al. [2018: 125], desde el Posclásico Temprano, pasando por el Posclásico Tardío, muchos objetos de este tipo fueron reutilizados: “esto explicaría que los mexicas estuvieran recuperando un gran número de reliquias que coinciden estilísticamente o tecnológicamente con piezas de sitios mayas del Clásico”.

Sin embargo, es plausible que en épocas posteriores al Clásico Maya o al Epiclásico del Centro de México se hayan manufacturado otras, evidenciando los estilos y técnicas de la época, posiblemente por mayas del Posclásico [ibid.: 181] o por artesanos de otras latitudes. Si nos atenemos a los ejemplares revisados, veremos que existen diferencias morfológicas entre los de Xochicalco y los de Tula. Los personajes de Xochicalco presentan elaborados tocados en forma de ofidios, presumiblemente serpientes emplumadas. Por su parte, las dos placas excavadas por Acosta no representaron a este animal. Sin embargo, la mítica serpiente emplumada sí se encuentra asociada con el personaje central de la concha esgrafiada. Recordemos que este sujeto porta una reliquia.

Pero si las reliquias de piedra verde fueron manufacturadas en diferentes tiempos, ¿entonces sus cargas simbólicas fueron diferentes? En lo absoluto, sin caer en un estatismo ontológico, considero que éstas seguían manteniendo el meta mensaje original: ancestralidad, muerte y renovación. Sus símbolos dominantes siguen siendo los mismos, pues perpetúan los elementos axiomáticos del ritual: ojos cerrados alusivos a occisos y carencia de movilidad. Aquí cabría la interrogante de pensar que las placas de la lápida tolteca y del personaje esgrafiado en la concha hayan sido cabezas trofeo, recurrentes en el área maya. Ésta sería una hipótesis alterna, pero siguen estando enmarcadas en el meta mensaje muerte. De hecho, una cabeza trofeo constituye una reliquia.

Incluso, la materia prima de las placas podría remitir a un similar significado simbólico. El jade, la serpentina u otras piedras verdes metonímicamente se relacionan con el mundo acuático, porque sus tonalidades facilitan la comparación. Entre los pueblos mesoamericanos, las piedras verdes o chalchihuites fueron asociados con el agua, con lo precioso, con el crecimiento de la vegetación [cf. Taube 2005]. Eran objetos sagrados, de vida, de renovación, de líquidos. Como mencioné, los contextos de las placas de piedra verde de Xochicalco y de Tula se asociaron con elementos marinos, los cuales se vinculan con el inframundo acuático, el mítico Tlalocan, lugar de la muerte. Esta nueva interpretación se sustenta en el hecho de que no han sido recuperadas reliquias similares a éstas manufacturadas sobre otros materiales. La intencionalidad es plasmar a sujetos míticos muertos en piedras verdes, alusivas al inframundo y, consecuentemente, a la muerte. Las piedras verdes, como materia prima, serían un símbolo instrumental del ritual de ancestralidad. Un contraejemplo a este último argumento sería la acción de utilizar pigmentos rojos sobre ellas, como algunos de los objetos mencionados. No obstante, como argumenta Gazzola [2004] para el caso de Teotihuacan, el cinabrio esparcido sobre los finados tenía una connotación simbólica que lo vinculaba con la sangre. Esta misma sangre podría permitir que el occiso volviera a tener vida. Por ello, el uso de minerales rojos sobre algunas placas (figuras 9 y 12)5 podría reafirmar el carácter mortuorio de estas piezas y reflejar la idea de que se trata de sujetos que, posiblemente, volverán a la vida.

Con base en estas reflexiones y en las características de los contextos, puedo argumentar que las placas de piedra verde formaron parte de un complejo simbólico de ancestralidad y de legitimidad política entre los antiguos toltecas. Si bien únicamente se han recuperado tres objetos de este tipo en el Palacio Quemado de Tula, la escultura y la concha esgrafiada que representan a dignatarios toltecas con reliquias, me hacen pensar en la importancia de la concepción animista. Pero también han aparecido en sitios periféricos toltecas, como Sabina Grande. Quizá estas placas aludían a las primeras dinastías de gobernantes de ciertas entidades políticas y en la larga duración esta tradición perduró. Vale la pena señalar que existe otra representación escultórica tolteca que presenta una hipotética reliquia: un atlante miniatura [Jiménez 1998: 63-65] recuperado en el escombro norte del Edificio B de Tula. La cuestión es que, de toda la escultura tolteca analizada por Jiménez, únicamente se aprecian dos ejemplares con reliquias: la que acabo de mencionar y la de la lápida del Palacio Quemado (figura 19).

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[Tomado de Jiménez 1998: 63]

Figura 19. 

Atlante miniatura con reliquia.

Últimas interrogantes: ¿Por qué algunas esculturas mexicas de deidades antiguas presentan reliquias? Me refiero a Huehuetéotl, Tláloc y Tepeyólotl. Si partimos de la idea de que las reliquias hacen alusión a la ascendencia real o mítica, ¿quiénes son los ancestros de estas deidades? ¿Acaso estamos ante la representación de los dioses creadores del Universo y cuyos hijos o dioses menores le imprimieron orden al mundo de los hombres? Es más que clara la herencia tolteca en la cosmogonía mexica [López Luján 2006], pues por ejemplo, La Casa de las Águilas constituye un recinto que rememora la toltequidad. Incluso, en el máximo recinto mexica han sido recuperadas vasijas tipo Plumbate, características del apogeo de Tula, como reliquias [Román y López Luján 1999: 36-39]. Baste recordar la escultura del dios viejo del fuego excavado en las inmediaciones del Templo Rojo de México-Tenochtitlan. Dicha escultura constituye un arcaiquismo, pues representa a un dios del fuego a la usanza teotihuacana, con rasgos mexicas [López Austin 1985]. La deidad ancestral, además, porta una reliquia que pende de su cuello. Esta reliquia, a decir de López Austin [1985: 263], es similar a una placa de piedra verde recuperada en los rellenos del recinto sagrado. Si la placa se depositó en los rellenos, entonces cabe la posibilidad de que estuviera cargada de un meta mensaje de muerte, pues se mataba una estructura para dar cabida a una nueva. ¿Acaso los mexicas copiaron de los toltecas la concepción anímica de las reliquias? Francamente no lo creo, pues estas ideas se remontan mínimamente a 600 años atrás. Sin embargo, existe una vasija tipo Plumbate excavada en una unidad doméstica tolteca cerca del núcleo urbano de Tula que representa a un jaguar, y que presenta un esgrafiado en su pecho que quizás aluda a una reliquia [Toxtle 2012]. (Figuras 20, 21 y 22)

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[Tomadas de López Austin 1985]

Figuras 20 y 21. 

Dios enmascarado del fuego. Nótese la reliquia que pende de su cuello; reliquia excavada en el escombro del Templo Mayor de Tenochtitlan.

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[Archivo Digital de las Colecciones del Museo Nacional de Antropología. INAH-CANON. Sala “Los toltecas y el Epiclásico”]

Figura 22. 

Vasija Plumbate. El jaguar presenta una posible reliquia.

No obstante, si algo queda claro es que las placas de piedra verde son reliquias de ancestros míticos o reales. Son personajes muertos, cuyas hazañas, proezas o poderes se trataron de obtener desde una concepción animista y mediante una serie de rituales que encadenaban símbolos dominantes e instrumentales. De esta manera, estos rituales se condensaron en símbolos materiales, aglutinando los saberes, los tabúes y las concepciones sobre la muerte y la ancestralidad en diferentes épocas. Los antiguos xochicalcas, los toltecas, los mexicas y muy probablemente todos los pueblos mesoamericanos cayeron bajo los influjos de esta creencia. La cuestión es que las creencias son actos de fe y la fe, al igual que sus contenidos simbólicos, cambia con el devenir de los tiempos. Por ello, me atrevo a decir que las reliquias entre los toltecas legitimaban política e ideológicamente a sus portadores, recordándoles un pasado real o mítico que transmitían a sus súbditos mediante un ejercicio de poder.

 

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NOTAS

[1]

Los yacimientos de jadeíta reportados para el área mesoamericana se hallan en Guatemala, en las inmediaciones del Río Motagua, cerca de Kaminaljuyú [Bishop et al. 1998]. No obstante, “ha sido posible ubicar otros yacimientos de jade al oeste del río Motagua: el primero en el valle de Salamá, Baja Verapaz, y otro en Alta Verapaz, en las localidades de Saltán, Quebrada de los Pescaditos y Morazán [Harlow et al. 2011], ambos en Guatemala [Andrieu y Jaime Riverón 2010] [Filloy et al. 2013: 116].

[2]

El asunto es complicado, pues si la mayoría de los objetos de jadeíta fueron extraídos del área de Motagua, es factible suponer que su explotación debió gestarse por poblaciones mayas y, probablemente, la invención de la iconografía de las placas provino de esas regiones. De hecho, “el apogeo de su explotación prehispánica ocurrió durante el periodo Clásico” [Melgar et al. 2018: 125], disminuyendo en el Posclásico. Por ello mismo, durante el Posclásico comienza un proceso de reutilización de objetos de jadeíta: “desde el Posclásico Temprano se fueron reciclando muchas piezas procedentes de sitios de las tierras bajas del sur. En su mayoría, los objetos habían sido elaborados durante el Clásico Tardío, tal como se observa en materiales del Cenote Sagrado de Chichén Itzá” [id.]. Pero también debemos considerar que estos objetos fueron manufacturados con materias primas diferentes a la jadeíta del Motagua, como la diorita o el cuarzo verde.

[3]

Un símbolo instrumental, de acuerdo con Turner [2007: 35], constituye un medio artificial para el fin de cada ritual, como signos referenciales.

[4]

Cuando hablo de ancestros ficticios me refiero a los casos en que una colectividad se apropia de una ascendencia ficticia para legitimarse. Es el caso de algunas ofrendas excavadas en el Templo Mayor de Tenochtitlan, donde se han recuperado artefactos de otras épocas y regiones, como Teotihuacan y Tula [López Luján 1993, 1994, 2006].

[5]

No podría asegurar que en el caso de las figuras 6 y 7 obedecieran a esta misma lógica, en virtud de que Sáenz argumenta que los objetos se mancharon por el óxido de fierro, tras la descomposición de un disco depositado junto a las placas.

 

 

 

 


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