INTRODUCCIÓN
Este artículo se propone, en primer lugar, exponer una serie de ideas filosóficas concernientes a la crueldad y delimitar las políticas que ahí se ponen en juego. En segundo lugar, se exploran también algunas concepciones de la crueldad que exponen algunos saberes socioantropológicos, concepciones de las que se pretende extraer algunas aporías respecto de la misma crueldad.
Tanto en lo que ella despliega como en lo que virtualmente pudiera enfrentarla, la crueldad se muestra como un escenario de la vida la muerte -más delante se explicará por qué sin guión ni cópula ni signo de oposición- en el que pugnan diferentes modos de la sobrevida [survie], término cuyo significado se delimitará a partir de ciertas figuras de la crueldad, específicamente la pena de muerte y el exterminio de los así llamados animales, delimitación que concentra el tercer objetivo de este artículo.
Finalmente, en cuarto lugar, al postular la existencia de unas políticas de la crueldad, ya se trate o bien de las políticas que conducen a la crueldad, o bien de las que de ella emanan, así como también, y sobre todo, de las que, quizá, la combaten, la tarea consiste en desentrañar las aporías y paradojas que ahí se anudan: si la crueldad es desplegada o involucrada por unas políticas y si se asume aquí que habría otras políticas para reducirla o estabilizarla, ¿cómo evitar que unas políticas que combaten la crueldad se contagien y se contaminen1 por aquello mismo contra lo que se esfuerzan por reducir? ¿Habría que recurrir a la crueldad para erradicar la crueldad, o a una ultra o hiper violencia como contraviolencia, más cruel que la que pretende erradicar? ¿Se puede ser no cruel? ¿Qué relación mantendría la crueldad con unas políticas que no quisieran ser más su instrumento, su despliegue? Y, en este último caso ¿por qué seguir llamándolas aún “políticas”? ¿Por qué reservar aún el nombre de ‘política’ para algo que quizá no le conviene más?
Para llevar a cabo estos objetivos, se comienza, primero, por trazar un recorrido por la vida, por una preferencia de la vida por ella misma así como por un interés que también tiene en oponerse a ella misma. Se analiza el resultado al que se llega al final de dicho recorrido, extrayendo algunas consecuencias para lo que aquí se denominan políticas de la crueldad. En un segundo tiempo, se exponen algunas consideraciones sobre las relaciones entre violencia y crueldad para desembocar en la singularidad del pensamiento de Jacques Derrida respecto de la violencia y la crueldad. En un tercer y último tiempo, a partir de lo anterior se establecen las consecuencias que conlleva la crueldad para la sobrevida.
Cabe destacar que las reflexiones de Derrida sobre la pena de muerte, y en no menor medida sobre el exterminio de los animales, estarán gravitando a lo largo de esos cuatro tiempos, entre otras razones, por una de procedimiento: se pretende no partir de un concepto ya dado y recibido de crueldad -concepto del que el propio Derrida indica que es «confus et énigmatique, foyer d’obscurantisme» [confuso y enigmático, foco de oscurantismo] [Derrida 2000: 21-22]-,2 que al aplicarlo nos revelaría las situaciones en que se despliega la crueldad, por ejemplo la de la pena de muerte. Muy al contrario, se parte de la así llamada pena capital y de sus envites para mostrar lo que ella pone en juego a propósito de la crueldad. No obstante, no será este el lugar para exponer la deconstrucción de la pena de muerte que llevó a cabo Derrida en los seminarios que portan el mismo título así como en ensayos y entrevistas.
LA INFINITIZACIÓN DE LA CRUELDAD
En este apartado se exponen tanto un momento del movimiento llevado a cabo por Nietzsche en La genealogía de la moral como la lectura que de dicho pasaje realizó Derrida en relación con la pena de muerte, ello con la finalidad de dar cauce a una serie de reflexiones y a partir de ellas desprender algunas consecuencias a propósito de la crueldad. Para comprender el sentido del título de este apartado, se comienza con un filosofema que formula Derrida como nota al pie en el primero de sus seminarios sobre la pena de muerte. La reconstrucción del camino que a él conduce y la exploración de algunas consecuencias que de él se desprenden constituyen la tarea de este primer apartado.
LA CRUELDAD ES SU PROPIO CONTRARIO Y POR TANTO NO TIENE CONTRARIO.
Este filosofema constituye la paráfrasis de un enunciado que Derrida extrae como conclusión de una reflexión sobre un pasaje de La genealogía de la moral. Comentando en su primer seminario dedicado a la pena de muerte, el “Tratado segundo” de esta obra de Nietzsche, titulado “«Culpa», «mala conciencia» y similares”, Derrida destaca el hallazgo que ahí se hace de una equivalencia entre el acto que comete un daño y la pena como dolor infligido que compensa el daño cometido. Nietzsche remite dicho hallazgo, antes que a la esfera del derecho, a su origen, en una relación que pertenece al dominio del intercambio comercial, que es la relación entre acreedor y deudor.
¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de «sujetos de derechos» y que, por su parte, remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico. [Nietzsche 2017: 92]
A propósito de esta idea de equivalencia, “a la vez loca, increíble e inadmisible” [Derrida 2017: 136], se afirma que es una idea antiquísima e indestructible, y por ello sumamente arraigada en la conciencia de los seres humanos. Además, lo que parece imposible de sostener y de creer es la equivalencia entre dos cosas inconmensurables como lo son el perjuicio y un sufrimiento, pues se trata de cosas tan heterogéneas que no podría haber ninguna medida común ni equivalencia alguna entre ellas. De modo que la cuestión que se plantea Nietzsche es rastrear el origen de esta “increíble equivalencia”, origen que va a encontrar en el crédito. Es a partir del crédito que tiene lugar en las relaciones fiduciarias, contractuales y comerciales, y el crédito que le acordamos a las mismas, como se llega a creer en una equivalencia entre daño y sufrimiento. Se trata de una creencia performativa, esto es, una creencia que cree en aquello que dice creer.
Creemos en cierta equivalencia entre crimen y castigo porque creemos (siempre de forma dogmática, siempre de forma crédula), porque damos crédito. Pero esa creencia no consiste solamente en creer en lo que creemos que es o que es verdad, sino en creer planteando, performativamente, inventando una equivalencia que no existe, que jamás ha existido y no existirá jamás entre crimen y castigo, una equivalencia cómoda pero ficticia, en resumidas cuentas, que nos permite a la vez creer e intercambiar signos y cosas, signos y afectos […]. [Derrida 2017: 136-137]
Cabe destacar de lo anterior que dicha creencia en una equivalencia entre daño y reparación del mismo es postulada en acto, sin que exista en realidad tal equivalencia o sin que tenga lugar alguna vez. En realidad, se cree dogmáticamente; siempre de forma crédula. Dicho de otro modo, creemos sin creer; sin estar totalmente convencidos de aquello de lo que creemos.
Ahora bien, para regresar a la relación contractual que compromete al deudor y al acreedor, pues el primero no está menos comprometido que el segundo en esa relación, se debe considerar una suerte de hazaña que va a desencadenar una mayor intensidad en la relación contractual, y es que el deudor se compromete, se promete y promete restituir como un deber, empeñar incluso, en caso de no pagar al acreedor, “otra cosa sobre la que todavía tiene poder, por ejemplo, su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o también su vida”. De este modo, el acreedor puede muy bien disponer del cuerpo del deudor e infligirle todo tipo de afrentas y torturas en caso de que éste no cumpla su promesa de pago. [Nietzsche 2017: 93-94]
De acuerdo con esta lógica de la compensación, la equivalencia postulada permitía primero una cierta ventaja, “directamente equilibrada con el perjuicio”, en cuyo caso la restitución consistía en dinero, tierras y posesiones de alguna especie, pero ahora, en lugar de bienes, “al acreedor se le concede como restitución y compensación, una especie de sentimiento de bienestar -el sentimiento de bienestar del hombre a quien le es lícito descargar su poder, sin ningún escrúpulo, sobre un impotente, la voluptuosidad de faire le mal pour le plaisir de le faire [hacer el mal por el placer de hacerlo]”. [Nietzsche 2017: 94]
Con base en esa sustitución, el objeto con el que se realiza la restitución y la compensación ya no es un bien -“dinero, tierras y posesiones de alguna especie”-, sino un sufrimiento que reporta placer -y un derecho también- a quien lo inflige, al acreedor. De este modo, se obtiene una invitación y un derecho a hacer el mal por el placer de hacerlo: “La compensación consiste, pues, en una remisión y en un derecho a la crueldad”. [Nietzsche 2017: 94]
Una invitación y un derecho a la crueldad. ¿Quién puede invitar a quién a la crueldad? ¿Quién puede sentirse invitado a ser cruel? Y peor aún, ¿qué significaría tener derecho a la crueldad? ¿Quién tendría derecho a ella? ¿Qué puede significar semejante derecho?
Un derecho a la crueldad, ¿qué quiere decir eso? ¿Quién puede decirlo, quién puede pretender tener el derecho a ser cruel o, más aún, quién puede darse el derecho, o dar a quien sea el derecho de invocar un “derecho a la crueldad”? […] En suma, ¿por qué reivindicar un derecho al sufrimiento del otro, un derecho de uso y de goce? [Margel 2010: 19]
Este relevo por el que en lugar de un bien ahora se ofrece como medio de compensación el sufrimiento y el placer a éste ligado, hace que la restitución se transforme en un reembolso psíquico [Derrida 2017: 139], reembolso que comporta ahora como medio de pago al acreedor, como una equivalencia, el derecho a ejercer una violencia. Del lado del perjudicado, éste cambia el daño y el displacer que ello le reporta por un contra-goce: “Hacer sufrir causaba un placer infinito, en compensación por el daño y por la molestia del daño eso proporcionaba […] un contra-goce extraordinario: ¡hacer sufrir! -una auténtica fiesta”.3 [Nietzsche 2017: 95]
Esta instauración de un derecho a la crueldad, por su parte, comporta así el goce de ejercer la violencia, el goce de ejercer el poder, e incluso el goce de ejercer la soberanía sobre el deudor o la deudora. Y, además, este reembolso psíquico traduce, entonces, lo que Nietzsche llama una espiritualización del principio de equivalencia por la que se interioriza la operación de transformar y transmutar el pago de un bien externo en un derecho al placer de hacer sufrir al otro.
Esta espiritualización del principio de equivalencia va a su vez a dar lugar a una espiral hiperbólica de la crueldad en lo que Nietzsche llama el “golpe de genio del cristianismo” [Nietzsche 2017: 133], puesto que en este caso tiene lugar una manera muy extraña de pagar una falta, ya que de modo sorprendente aquí no son los deudores quienes pagan sacrificándose por su deuda, sino el acreedor, Dios mismo, por intermedio de su hijo -sacrificando a su hijo y negándole el indulto “como un vulgar gobernador” [Derrida 2017:140]-, es Dios mismo quien se condena a muerte y se sacrifica de este modo a sí mismo en la persona de su hijo, es “Dios mismo ofreciéndose en sacrificio para pagar las deudas del hombre […] el acreedor sacrificándose por su deudor, por amor […] ¡por amor a su deudor!”. [Nietzsche 2017: 133]
En esta compensación en que el acreedor se entrega a un sufrimiento para compensar al deudor comporta un aumento y una capitalización de la crueldad, puesto que es a su hijo a quien Dios sacrifica, es a su hijo a quien Dios da muerte con el fin de pagar la deuda de los deudores. Y esta reparación que desemboca en una espiral hiperbólica de crueldad, se lleva a cabo por amor.
Nietzsche […] no lee la crucifixión como una simple condena a muerte dictada por los hombres y por un poder teológico-político, sino que más bien interpreta esa condena de origen teológico-político como una astucia extraordinaria [ruse extraordinaire,4 (Derrida 2012: 222)] de la crueldad en la lógica de la deuda y del pago de la deuda o de la reparación. [Derrida 2017: 140]
Sin embargo, este sacrificio que Dios hace por amor a su deudor Nietzsche lo encuentra increíble: “el acreedor sacrificándose por su deudor, por amor (¿quién lo creería?)”. He ahí, como dice Derrida, “la increíble significación de la encarnación y de la pasión” [Derrida 2017: 140]. En efecto, todo ello es increíble, porque ¿quién podría creerlo?
Se trata de una creencia en la que nadie cree y de la que no podríamos persuadir a nadie para que crea en ella. Una creencia que comporta una no creencia, de modo que si el creer supone ya en sí mismo un no creer, entonces el no creer no se opone ni es contrario al creer, forma parte del creer. De ahí la conclusión a que llega Derrida a propósito de este pasaje de Nietzsche: Creer es su propio contrario y por lo tanto no tiene contrario. [Derrida 2017: 140]
Ahora bien, una vez formulada esta proposición, Derrida la hace seguir de una nota durante su seminario: “Es la misma lógica que la de la crueldad”. [Derrida 2017: 140 n20].
Decir de la crueldad que ella es su propio contrario equivale a afirmar que todo lo que pudiera oponérsele es ya o se vuelve del orden de la crueldad misma. En el primer caso, aquello que se opone a la crueldad, no siendo distinto de ella, no pudiendo oponérsele en absoluto al ser de la misma naturaleza, sólo se añade, se suma, desembocando entonces en un acrecentamiento de la crueldad. En el segundo caso, se podría pensar que aquello que se opone a la crueldad en realidad no se le opone, bien porque pasa a formar parte de ella o bien porque no se trataba sino de una máscara o una figura de no-crueldad que termina por revelar su crueldad.
También, aunque esto no se opone a lo anterior sino que lo refuerza, el filosofema “La crueldad es su propio contrario y por tanto no contrario” se debe leer como la acentuación grave de que la crueldad finge ser, es decir, (se) enmascara, se entrega a un refinamiento en el movimiento por el que hace el simulacro de oponerse a sí misma. “La crueldad es su propio contrario”: la crueldad es el efecto de oponerse a sí misma, ella no sería sino oponiéndose, invirtiendo en ella un plus de crueldad a través de la oposición a sí, capitalizándose en suma. Conclusión: la crueldad es su propio plus, su efecto capitalizado como resultado de oponerse a ella misma. De este modo, entonces, por el rodeo oposicional a sí misma la crueldad produce un plus de crueldad, un plusvalor, una plusvalía y un excedente de crueldad. Toda una economía de la crueldad.
Esta economía, con su capitalización, exhibe a su vez una cruel aporía que consiste, primero, en un no-paso o un sin-salida porque al no tener contrario ni término oponible no se sale de la crueldad. Segunda aporía, siendo ella su propio contrario, toda aparente superación de la crueldad, no es sino el surgimiento de una crueldad más cruel aún que aquella a la que en principio se oponía. En este sentido, pretender erradicarla, suprimirla, en un extremo, o estabilizarla, domesticarla, mitigarla en otro, conduce en ambos casos a una mayor crueldad. La superación en este caso, no obstante, no significa un dejar atrás sino un relevo aún más intenso, hiperbólico. Por tanto, la superación de la crueldad sólo es una superación en crueldad.
Esta economía de la crueldad como economía que capitaliza el hacer sufrir por el placer de hacer sufrir -distribuyendo e intercambiando los lugares del contra-goce y el dolor- reclama un rodeo por otra economía.
VIOLENCIA CRUELDAD
Este título, que no es ni un enunciado -por ejemplo, del tipo S es P-, que no comporta ni una disyunción (y/o), ni una oposición (X versus Y), ni una definición (X es, se define por, Y), se sitúa ante todo en el entre entre violencia (y) crueldad, no para borrar las diferencias que puedan existir entre una y otra y así afirmar que la una es simplemente la otra. Por el contrario, se trata de destacar justamente en ese entre una différance, un diferimiento que lleva de la una a la otra. Y aún decir “que va de la una a la otra” equivaldría a oponerlas o colocarlas una frente a la otra como dos entidades frente a frente bien definidas, distintas y diferenciadas. Lo que aquí se busca es situarse en el entre en que una y otra comienzan a reclamarse, contaminarse, suplementarse y complementarse. Teniendo esto en cuenta, en este apartado se busca prolongar la tesis de la infinitización de la crueldad, en un primer momento mediante la exposición de una de sus figuras, la pena de muerte, y en un segundo momento, a través de la introducción de una violencia suplementaria en algunas consideraciones sobre las relaciones entre violencia y crueldad.
MÁS MENOS -CRUEL
Se puede comenzar a vislumbrar una economía de la crueldad a partir de su fenomenología y de una de sus figuras, la pena de muerte. En particular, en el modo de posicionarse frente a ésta se puede considerar una lógica del más o el menos cruel. Es el caso de Kant y Robespierre, y desde luego y sobre todo de la filosofía misma.5
Kant y Robespierre fueron fervientes partidarios de la pena capital, si bien el segundo no lo fue desde un principio, de modo que se puede formular la pregunta de quién de los dos fue más cruel. ¿Kant o Robespierre? Kant, de la pena de muerte fue un teórico impecable; Robespierre, por su parte, fue de ella un practicante imperturbable [Derrida 2015: 268]. Se diría, en primer lugar, que Robespierre fue más cruel que Kant puesto que a diferencia de éste pasó al acto [Derrida 2015: 251-252] al volverse un partidario de la pena de muerte después de haber sido opositor a ella. Y si bien nunca fue verdugo ni nunca puso la mano en la guillotina pasó al acto tomando decisiones. Kant, por su parte, nunca tomó al parecer decisiones de este tipo, nunca pasó al acto, si bien es cierto que en su caso la pena de muerte como imperativo categórico de la justicia penal emana de la razón pura. Robespierre, por su parte, tomó decisiones que causaron la muerte de un gran número de personas, incluyendo la del rey.
Al respecto, a pesar de ser admirador de la Revolución francesa y partidario de la pena de muerte, Kant nunca hubiera aprobado, ni de hecho ni de derecho, la condena ni la ejecución del rey, del soberano, pues no puede condenarse a muerte al fundamento mismo del derecho (la fuente y el fundamento del derecho, es decir el lugar del poder de constreñir tanto como de instituir la ley, no puede caer bajo el golpe de la ley [le coup de la loi] y ser juzgado y ejecutado: “La condición de posibilidad encarnada de la pena de muerte no puede ser juzgada y condenada a muerte. La condición de posibilidad de la pena de muerte no puede volverse el objeto de una condena a muerte” [Derrida 2015: 254-255]). Por este hecho, Kant debió haber revestido ante los ojos de Robespierre la investidura del reaccionario. Por tanto, ¿quién de los dos fue más cruel?
Kant, entonces, nunca pasó al acto, no promulgó ni votó leyes ni condenas a muerte, sólo se contentó con escribir de ello y enseñarlo, lo que lo hace parecer menos cruel. Sin embargo, hablar, enseñar en el espacio público es también un acto, por lo que hay que pensar la diferencia de este acto con respecto a los actos de políticos, jurados, jueces o verdugos. En ambos casos, es cierto, se trata de actos públicos, pero de naturaleza muy diferente y mediatizados de manera estructuralmente diferente. Nuevamente, ¿quién fue más cruel entonces?
Desde el punto de vista de Robespierre el abolicionista, Kant fue el más cruel. Y no obstante, Robespierre el regicida fue el más cruel para un Kant reaccionario -desde el ángulo de un Robespierre revolucionario. Lo que aparece de este modo con esta cuestión del más o el menos es una ley del exceso, la sobrepuja, la hipérbole de la crueldad: X más cruel que Y más cruel que X, el uno más que el otro; finalmente, R más cruel que K más cruel que R, etcétera [Derrida 2015: 275].
En esta economía de la crueldad, pretender ser no-cruel o abstenerse de la crueldad exhibe unas asombrosas paradojas. Por ejemplo, un acto en principio noble y desinteresado como el del perdón concedido tras una serie de insultos y agravios oculta en realidad un deseo de venganza.
La misericordia, que es necesario interpretar como una formación reactiva frente a deseos de revancha extremadamente violentos, termina por volverse la expresión más sublimada y más refinada de la venganza. El perdón se transforma en una emanación del deseo de humillar de la manera más ultrajante al individuo a quien perdonamos. La pulsión irresistible, que todos los hombres conocen en lo más profundo de ellos mismos, a pagarle a un enemigo con la misma moneda no cede su lugar sino en apariencia a unas tendencias reactivas. En realidad, no estamos dispuestos a perdonar más que cuando hemos tomado nuestra revancha. [Reik 1997: 349-350]
Y ello es así porque el perdón es una formación reactiva que procede de la conciencia, mientras que en lo que concierne al inconsciente el perdón no existe, el inconsciente no conoce el perdón.
También, el perdón, si lo hay -puesto que el perdón sólo puede ser el perdón de lo imperdonable, de lo imposible-, siempre está expuesto a ser parasitado por las “buenas conciencias” en su búsqueda de soberanía y de dominio sobre el otro:
Siempre se puede hacer pasar por un perdón, presentar como un perdón (solicitado o acordado), una falsificación (un plus-valor, la búsqueda de un beneficio más grande que aquello a lo que parecemos renunciar, el olvido, un ser-mejor, una soberanía, un suplemento de soberanía o de dominio y un sometimiento del otro, una prima de seducción, una mejor imagen de sí, una buena conciencia, por tanto, un goce narcisista, etc.). ¿Es posible perdonar, de hacer lo que se cree por tanto deber hacer y de hacerlo sin « buena conciencia »? La buena conciencia que no puede no acompañar al bien, al bien hecho, siempre es también el enemigo mismo, el más temible parásito […]. [Derrida 2019b: 103]
El perdón como acto desinteresado revela un interés, el interés de vengarse, de tomar revancha, y el del dominio sobre el otro. A propósito de Kant el mortícola y de Robespierre el abolicionista y luego el partidario de la pena de muerte, cabe preguntarse por el desinterés que aducen unos en la abolición de la pena de muerte y el desinterés que dicen mostrar otros en su defensa. Ya Nietzsche, en La genealogía de la moral, de nuevo, había desenmascarado el desinterés de Kant por lo bello -es bello lo que gusta desinteresadamente- al sostener que “también a él [Kant] lo bello le agrada por un «interés»”, el interés del torturado que quiere escapar a su tortura. [Nietzsche 2017: 155] Si se traspone ese “desinterés interesado” del ámbito de lo estético al del derecho penal, se encuentra que:
[…] su nobleza de alma, su altura, su pretensión ética es una máscara, la máscara de un comediante que oculta el cálculo interesado […] Los partidarios de la pena de muerte como imperativo categórico temen por sí mismos tanto como temen el abolicionismo e intentan liberarse de una condena o de una amenaza de veredicto -y de la tortura que constituye dicha amenaza. [Derrida 2017: 130-131]
En el mismo tenor, Charles Baudelaire, por su parte, ya había denunciado y desenmascarado a otra clase de desinteresados interesados, a los abolicionistas. En su momento, acusó a abolicionistas como Victor Hugo de ser doblemente culpables: en primer lugar, culpables de promover una regresión a la animalidad al preferir la vida por la vida y postular por ello un derecho a la vida, de modo que “colocan la vida por encima de todo y temen a la muerte por encima de todo”. En segundo lugar, son culpables también de sentirse culpables. Estos abolicionistas se sienten culpables, inconscientemente, de un pecado mortal y quieren salvar el pellejo, “su intenso temblor es una confesión […] quieren salvar su vida”. [Derrida 2017: 118].
Abolición de la pena de muerte. Victor Hugo domina como Courbet. Me dicen que en París 30000 piden la abolición de la pena de muerte. 30000 personas que la merecen. Están ustedes temblando, por lo tanto, ya son culpables. Al menos, están ustedes interesados en la cuestión. El amor excesivo a la vida es un descenso a la animalidad. [Baudelaire 1976: 899, apud Derrida 2017: 121].
¿Quién tiene interés en qué en la abolición, por un lado, y en la defensa, por otro, de la pena de muerte? ¿Qué rostro tendría el interés desinteresado o el del desinterés interesado en estos combates a favor y en contra de la pena de muerte? ¿Y qué interés se oculta detrás del desinterés en otras luchas sociales, jurídicas, políticas? “Abolicionistas de la pena de muerte, sin duda muy interesados”, escribe Baudelaire. [Baudelaire 1976: 895, apud Derrida 2017: 120]
En su desenmascaramiento, Baudelaire acusa al abolicionismo de sentirse culpable de antemano por un… crimen, un crimen aún no cometido, o quizá ya cometido, o que se ha pensado cometer, o que se ha cometido inconscientemente. Se designan aquí unas diferencias problemáticas entre un crimen legal y un crimen a-legal, así como otras tantas diferencias entre un acto y un pasaje al acto. En ese sentido, el tono del desenmascaramiento de Baudelaire sería nietzscheano y freudiano, pues revela una culpa previa al crimen.
Y con todo, las guerras entre abolicionistas y mortícolas no son sino guerras del resentimiento.
Eso quiere decir, todavía con un gesto muy nietzscheano, incluso freudiano y sintomatológico, que la pasión por la abolición debe sin duda delatar un interés, no debe ser desinteresada, y si el abolicionista está tan interesado, es inevitablemente porque tiene algún interés en ello, porque busca ahí su interés: astucia de la generosidad o de la compasión para con el otro que, como astucia de la vida o del animal, significa que un animal se siente amenazado y culpable y, en resumidas cuentas, trata de salvar su vida al pretender salvar la de los demás; mientras que por el contrario, en la lógica del imperativo categórico de la ley penal, en el sentido kantiano cuya lógica está también funcionando […] la pena de muerte se inscribe en el derecho en nombre del desinterés absoluto y sin finalidad. Quedaría entonces por analizar y psicoanalizar aquí al psicoanalista o al kantiano y al neo-kantiano: círculo infinito del resentimiento: ambas posturas o ambas postulaciones pueden ser interpretadas como movimientos reactivos del resentimiento. Los defensores de la pena de muerte y los abolicionistas librarían entre ellos una guerra del resentimiento. [Derrida 2017: 120-121].
En esta lógica del más o el menos y del desinterés interesado o el interés desinteresado, la crueldad se calla, no dice nada que esté asegurado en su verdad, se oculta sustituyéndose a sí misma en una serie de máscaras y asume así variadas figuras, “todas más crueles las unas que las otras” [Derrida 2015: 252]. De modo que siempre habrá un poco más de crueldad escondida y negada tras el límite de una crueldad que no tiene contrario, ni fin, ni término ni, al parecer, término oponible. En esta espiral hiperbólica la crueldad se capitaliza, vive de su propio plus, incluso si reviste la figura de su contrario. Por lo tanto, no habría manera de ser o menos cruel o no-cruel. “La crueldad es constitutivamente excesiva. No se es nunca poco o moderadamente cruel, no hay medida o moderación de la crueldad” [Derrida 2015: 275]. Ciertamente, hay diferencias de crueldad, diferencias de modalidad, de calidad, diferencias entre distintos modos o grados de intensidad de la crueldad, entre una crueldad activa y una crueldad reactiva, pero son diferencias en la misma crueldad. [Derrida 2017: 133; 2000: 73]
Este ser en el exceso que constituye a la crueldad va ligado a una idea y a un ideal, de suerte que este exceso que dota de ser a la crueldad es el exceso del ideal. El origen de la crueldad radica en el ideal.6 Y éste es por naturaleza excesivo, de modo que no es la pasión sino la elevación de la virtud a la altura del ideal lo que a su vez sobre-eleva la tasa de crueldad. [Derrida 2015: 275]
Si el origen de la crueldad es el ideal, entonces Kant, para regresar a la lógica del más y el menos, fue con mucho más cruel que Robespierre “en esta lógica hiperbólica del idealismo cruel o de la crueldad del idealismo”. Por ello, y articulando así estos dos idealismos, el de Kant y el de Robespierre en su fase mortícola, muy bien podría hablarse del “Terror como efecto de la Crítica de la razón pura práctica y del imperativo categórico”.7 [Derrida 2015: 277, 278]
Además, si la crueldad está vinculada por naturaleza a la idea, el ideal y la idealización, entonces, sin ninguna duda, ella es la cosa y la causa de la filosofía. Y aunque la crueldad permanezca sin concepto por esquivar de continuo un significado claro y unívoco, queda que su anclaje en la idealidad le otorga su cariz filosófico. De hecho, debido a la elevación de sentimientos morales, a la elevación de la exigencia moral, ésta resulta cruel. Es la moral pura la que es cruel, la que empuja a la crueldad.8 De suerte que en este caso, la idealidad engendra la crueldad no en nombre del mal, sino al contrario, en nombre del bien. La crueldad, en este sentido, no es el mal, es el bien; es el mal por el bien. Y sólo un ser capaz de idealización, por ende de Idea pura, sería excesivo y, por tanto, susceptible de devenir cruel. [Derrida 2015: 275]
A este respecto, hay que arreglárselas con una aporía. Si la rectitud, la regla, el enderezamiento, la rigidez -la rigidez inflexible de la regla erigida-, la erección, la corrección, el poner al derecho, son, entre otros, atributos esenciales de lo que es derecho, y si, como se anotó, la crueldad mantiene un lazo intrínseco con la rigidez de la idea, del ideal, con su inflexibilidad, entonces queda que el derecho y la ley inflexibles producen crueldad, de modo que “quien escapa a la crueldad en nombre de la ley y el derecho lo hace, por tanto, con un aumento de refinamiento en la crueldad”. [Derrida 2015: 280]. Se equivoca quien piensa escapar a la crueldad con dispositivos como el derecho y la ley.9
LA VIOLENCIA POR LA VIOLENCIA
Si se acude a la fenomenología de la violencia y la fenomenología de la crueldad,10 se constatarán otras graves paradojas.
En su Tratado sobre la violencia, Wolfgang Sofsky hace preceder sus reflexiones sobre la crueldad de los crímenes relatados por Gilles de Rais durante su proceso llevado a cabo en 1440, quien poseía la investidura de un noble caballero y mariscal que combatió en el siglo XV del lado de Juana de Arco. No obstante, su nombre se hizo leyenda por haber raptado y ordenado raptar a niños, a quienes, al interior de su castillo, asesinó o hizo asesinar y con quienes, muertos, practicaba la sodomía. No obstante, en su época, Gilles de Rais no era tan diferente de otros personajes. El tono de las muertes que infligía no era tan excepcional, en realidad “llevaba al extremo las prácticas corrientes de las bandas de asaltantes: la violación, la embriaguez de sangre y la masacre” [Sofsky 2006: 47]. Su crueldad se asemejaba a la de sus pares, si bien no compartía con éstos “el sentido económico del saqueador asesino” [Sofsky 2006: 48]. Con todo, a pesar de que sus móviles parecen inescrutables y sus estados psíquicos cerrados a cualquier introspección, la cuestión del enigma de la persona cede su comprensión al sentido de los actos sanguinarios cometidos. En dichos actos, destaca “la creatividad del exceso […] el plan realizado con éxito, el cálculo, la racionalidad de la crueldad” [Sofsky 2006: 49]. Y más que el placer obtenido por el abuso sexual, lo principal era la muerte de los niños: “En definitiva, el criminal sólo deseaba una cosa: ver actuar a la muerte” [2006: 52].
Lo anterior conduce a formular una distinción entre la violencia como instrumento y la violencia como fin. La primera se rige por sus fines y encuentra en ellos su fundamento; es por ello instrumental y cesa ahí donde se consigue el fin. Se trata de una violencia que muy bien puede servir a fines políticos y, además, las tecnologías de que se sirve poseen una razón, sirven a una razón. Diríase incluso que comporta una racionalidad política. “La violencia es instrumental en cuanto es un medio para un fin. El fin dirige la violencia y justifica su empleo. Canaliza las acciones, da una dirección y un término, y acota el acto y su alcance […] La violencia tiene su fundamento en la relación en que se halla con el fin” [2006: 52].
Por el contrario, cuando la violencia se sustrae a toda consideración que no sea ella misma deja de ser instrumental y se vuelve un fin en ella misma. En este caso, la relación de la violencia con la razón se invierte y ahora ésta se vuelve el instrumento de aquélla. Es más, en este último caso la violencia no guarda ya relación alguna con fines políticos: “La conexión con fines externos desaparece” [2006:52]. Es la violencia por la violencia.
De ser un medio y un instrumento para ciertos fines que no se confunden con ella, la violencia pasa ahora a ser ella misma su propio fin. Se desliga de todo: se vuelve absoluta. No requiere justificación ni razón ni fines externos a ella misma: ella es en sí y para sí: “La violencia carece entonces de razones: es absoluta. No es más que ella misma” [2006: 52]. Y una vez que deviene absoluta, “se basta a sí misma” [2006: 53].
Primera aporía. La violencia, al ser absoluta, al no ser más más que ella misma, “al liberarse de toda consideración para ser violencia en sí”, se transforma en otra cosa distinta de ella. Formulado de otra manera, cuando la violencia se desliga de todo lo que no es ella y cuando somete a sí todo lo que es distinto de ella, cuando se reúne consigo en su télos, cuando se coloca ante sí misma como su propio elemento, cuando, en fin, “no es más que ella misma”, entonces deja de ser ella misma. Se ha transformado en crueldad.
Segunda aporía. ¿Qué ocurre en el caso en que la violencia tendiera, no unas veces sí y otras no, no como efecto de unas circunstancias o del estado de ánimo de unos actores, qué ocurriría, pues, si la violencia se tiene a ella misma como su propio fin? ¿Cuál es el envite de esta pregunta?
La cuestión es grave porque en realidad la violencia no se detiene en tanto instrumento en la consecución del fin para el que es invocada; por el contrario, la violencia posee una tendencia inmanente al absoluto, ya que una vez desatada deviene movimiento infinito al exceso.
La violencia absoluta, sin fundamento, está gobernada por pasiones a las que no interesan las circunstancias históricas. Es un error creer que la violencia acaba cuando alguien alcanza algún fin. Y la idea de que la violencia quedaría eliminada para siempre si se intentara alcanzar los supuestos objetivos de la misma con otros medios se basa en un razonamiento falso. Este tipo de consideraciones ignora las violencias de las pasiones que impulsan a los hombres […]. La violencia se impulsa a sí misma. Una vez desatada, adquiere el movimiento infinito del exceso, que no conoce culminación ni término. La tendencia a lo absoluto le es inmanente. [Sofsky 2006: 61. Las cursivas son mías].
Es verdad que una cosa es plantear, como puede desprenderse de este pasaje, que la violencia es inagotable, inerradicable, que ella no desaparece por haber logrado la consecución de sus fines -“no culminación ni término”-, y otra distinta es postular que la violencia tiende a ella misma como a su propio fin. No obstante, para la violencia, en su movimiento infinito al exceso, la tendencia a lo absoluto le es inmanente. Y acaso, ¿no postula este discurso que son el exceso y el desprenderse de toda relación que no sea la que mantiene consigo misma -la violencia por la violencia- lo que caracteriza a la crueldad?
LA CRUELDAD ANESTESIANTE
Pensar la crueldad más allá de sus vínculos con la búsqueda del placer, el goce, la economía libidinal, la locura, el delirio, el sinsentido, la sinrazón, ir más allá de la “expansión del sí mismo”, del acto en que el criminal quiere “chapotear en la sangre […] sentir en sus manos, en la punta de los dedos, lo que hace” [Sofsky 2006: 56, 182], para poder situarla en una perspectiva que repare en su funcionalidad -sociológica y política, incluso en una racionalidad psíquica-, e introducirla así en los circuitos del sentido y la racionalidad, es lo que establece el sociólogo Michel Wieviorka en el apartado dedicado a la crueldad en su obra, La violence [2005].
Ahí, se establece, en un primer momento, una distinción entre violencia y crueldad en la que ésta no es ni ajena ni radicalmente distinta de aquella, toda vez que la violencia comporta “dimensiones” que desembocan en la crueldad, 1) ya sea porque viene “determinada por la búsqueda de placer que aporta a quien la pone en marcha”, volviéndose así ella su propio fin, de modo que “habría que hablar de violencia por la violencia”, 2) o bien, porque son en todo caso las circunstancias las que conducen la violencia al exceso y autorizan el recurso a la crueldad, que en este caso aparece como “complemento”, pero sólo en ciertos momentos y en ciertos actores, siendo más bien secundaria [Wieviorka 2005: 255].
Así, habría que considerar que en ciertas experiencias la violencia es de entrada un fenómeno al mismo tiempo en sí y para sí, mientras que en otras la violencia por la violencia sólo se manifiesta en el transcurso de la acción, adquiriendo cierta autonomía y disociándose de las significaciones que le dieron nacimiento, hasta el punto de liberarse de cualquier otra determinación que no sea ella misma [Wieviorka 2005: 256-257]. En este desprendimiento de un resto y de una cierta “parte maldita” de la violencia que es pura gratuidad y desmesura ocurre también la “desocialización completa del sujeto, reducido a su animalidad”, como sucede también en la guerra, en que la crueldad pasa ante todo por la “animalización” de la víctima. [Wieviorka 2005: 259]
Para dar cuenta de la crueldad, Wieviorka introduce una detrás de la otra un par de distinciones que le permiten conjurar la crueldad y dejar su sitio a una cierta violencia que permanecerá como algo resguardado e incuestionado. Así, primero, la crueldad es sustraída del ámbito del exceso, el sadismo, el disfrute, la locura, la inutilidad, la gratuidad y, después, es remitida al dominio de su funcionalidad tanto psíquica como sociológica, volviéndose así accesible al entendimiento.
Al hablar de la funcionalidad de la crueldad, Wieviorka lanza una advertencia:
Una primera observación, aún muy superficial, es en realidad una advertencia: detrás de las apariencias de la pura gratuidad, de la violencia por la violencia, la crueldad más extrema puede muy bien remitir a significados que tienen sentido, al menos desde el punto de vista del autor. [Wieviorka 2005: 263].
Posteriormente, la crueldad es definida como violencia extrema: “Algunos razonamientos imputan la violencia extrema que es la crueldad a los cálculos de los actores […]” [Wieviorka 2005: 264]. Tras lo cual se establece una restricción:
Pero una característica frecuente si no consustancial de la crueldad, es más bien la de no ser indispensable en absoluto para la destrucción de las personas, ni siquiera para el ejercicio o la instauración del terror; la de ser un “plus”, un excedente [surplus] a propósito del cual es artificial pensar en términos de utilidad calculada y reconducirlo todo a una lógica instrumental. Tomar en consideración una funcionalidad eventual de la crueldad o de la barbarie no podría reducirse a la idea de una racionalidad elemental y, en consecuencia, a la idea de un rol instrumental del exceso. [Wieviorka 2005: 265]
Al menos, dos cuestiones surgen al respecto: 1) ¿en qué difieren la “violencia extrema en que consiste la crueldad” y la “destrucción de personas”, “el ejercicio o la instauración del terror”?; 2) la crueldad es algo de lo que muy bien podría no disponerse, “no [es] indispensable en absoluto”, es un “plus” o excedente -hay que reparar en que excedente (surplus) no lleva comillas, como “plus”, como si en este caso hubiese que marcar una cautela, mientras que en el segundo el sentido del término viniese dado sin reclamar ningún cuestionamiento-.
Que la crueldad es “no indispensable en absoluto”, queda confirmado al hacer de ella un instrumento al servicio de lo extremo, un extra, efectivamente, que se añade a una violencia también extrema. Aquí, la crueldad es lo que le permite al verdugo afirmar y mantener su humanidad frente a los actos que, en contrapartida, le llevan a deshumanizar a su víctima. Para Primo Levi, a quien sigue aquí Wieviorka, la crueldad que exhibieron los guardias nazis en los campos de exterminio constituye para ellos una distancia social y fue necesaria con el fin de degradar, deshumanizar, cosificar y animalizar a la víctima, al tiempo que, en revancha, le permite al verdugo afirmar y mantener su humanidad en su acto.
[…] la crueldad viene a indicar que la subjetividad del actor es conducida al mal por la violencia que comete en el cumplimiento normal de su tarea y que de cualquier manera está determinada de antemano por esta crueldad. Hay ahí un mecanismo paradójico en el que para poder soportarse a sí mismo, mientras se entrega a comportamientos violentos sobre otras personas, hay que tratarlas como no-humanos, de una manera inhumana que las “cosifique”, o las animalice, que en todo caso las arranque a la humanidad […] La crueldad vuelve psicológicamente posible pensar que uno se mantiene del lado de la humanidad […] Siendo cruel es como uno puede vivir pensando que se sigue siendo humano […]. [Wieviorka 2005: 266]
La crueldad, por tanto, se vuelve un anestesiante que le permite al perpetrador llegar hasta el final de sus actos. Un anestesiante que adormece al verdugo y le permite en consecuencia soportarse y soportar sus crímenes. Un anestesiante humanista cuyo uso resguarda el interior de las fronteras de lo humano.
Por otra parte, varias son las cuestiones que aquí se abren camino: 1) en el momento efectivo de su proceder, ¿el verdugo realmente requiere de la crueldad para así soportar lo que hace y soportarse a sí mismo?; 2) ¿retrocedería el verdugo si al momento de tener que aniquilar a su víctima no puede echar mano de la crueldad?; 3) la crueldad, ¿puede ser infligida a los animales?, porque éstos no aparecen sino como tropo antropocéntrico y humanista, por el que en la crueldad el verdugo y su víctima abandonan las fronteras de lo humano y se animalizan; 4) y cuando la violencia aniquiladora se dirige a esos seres vivos que se suele llamar “los animales”, en este caso, ¿cómo operaría la crueldad que animaliza, desubjetiviza y cosifica, la que mantiene y afirma a unos como humanos y a los otros como no-humanos? Dicho de otro modo, en los mataderos en que se extermina a diario, de forma masiva y sacrificial a los llamados animales, la crueldad tiene como fin ¿animalizar, cosificar, deshumanizar o desubjetivar a los que precisamente una poderosa tradición de pensamiento ya considera cosas, no-humanos, no-sujetos? 4) Finalmente, ¿qué diferencia hay entre la degradación y la aniquilación de las víctimas, por un lado, y la crueldad de que se echa mano para soportar y llevar a cabo esto último, por otro?
Ciertamente, Wieviorka admite al respecto una sospecha de Sofsky: “Es un error muy extendido creer que las crueldades humanas tienen por condición la distancia social y la deshumanización del otro. Como si los hombres sólo pudiesen torturar y degollar seres vivos que no sean sus congéneres”. [Sofsky 2006: 181] Si bien concede que lo expuesto por Sofsky es correcto, lo es también el hecho de que los verdugos llegan a sentirse destruidos y recuerdan con pavor los ojos de sus víctimas tras los asesinatos por ellos cometidos, “como el ojo en la tumba que miraba a Caín” [Wieviorka 2005: 269]. Entonces, ¿de haber recurrido a la crueldad estos asesinos no se hubieran sentido “destruidos” ni observados por “los ojos de sus víctimas”? Sin crueldad, la violencia extrema representa un problema para sus protagonistas; mientras que con ella, fluye con naturalidad, humanamente.
A pesar del reparo que pone en Sofsky, Wieviorka regresa a su tesis, pero ahora postula que la crueldad será considerada una “necesidad vital” que hay que distinguir de la violencia “absoluta”:
Ya sea delirio, locura o goce, búsqueda de placer, la violencia “absoluta”, disociada de cualquier otro sentido que ella misma, es diferente de la crueldad o del exceso de sentido que surgen en las situaciones en que se trata, para el actor, de asumir unas condiciones ya extremas o indignas de violencia, y donde las atrocidades suplementarias que aparecen corresponden casi a una necesidad vital para él: para soportar lo que hace y para soportarse él mismo implementa un impresionante complemento, inventa mecanismos que, de alguna manera, exorcizan el mal por el mal; frente a lo extremo, lo intolerable, el actor escapa de ello por un aumento en lo extremo, lo intolerable. [Wieviorka 2005: 270]
A este respecto, surgen aquí tres aporías. En primer lugar, si la crueldad es un complemento que exorciza el mal por el mal, que permite escapar de él, del mismo modo que lo extremo se ofrece como salida para lo extremo y lo intolerable para lo intolerable, entonces no hay ni escape ni salida, se permanece en el mismo elemento del que se pretende escapar, pero en su hipérbole, en su sobrepuja: en lo más intolerable que lo intolerable, en lo más extremo que lo extremo. La crueldad no sería entonces sino el rodeo y el relevo por el que lo peor se vuelve aún peor.
Una segunda aporía extrema la anterior. Se puede conceder que una acción violenta requiera de la crueldad para poder ser realizada y soportada por el sujeto que la lleva acabo. Entonces, si en y frente a violencia absoluta el actor tiene que recurrir a la crueldad, a lo más intolerable que lo intolerable, a lo más extremo que lo extremo, para soportar su acto y soportarse a sí mismo, ¿qué impide, a priori, que no tenga que recurrir a otro acto cruel para soportar aquella primera crueldad que es más extrema que lo extremo? Y después, para soportar y soportarse en cada acto cruel habrá que recurrir a otro, y luego a otro, y así sucesivamente.
En tercer lugar, si la violencia resulta insoportable para el verdugo, o se vuelve intolerable para él mismo su acto y requiere por ello de un suplemento que le permita llegar hasta el final del mismo, y si este plus, este suplemento es la crueldad, entonces, éste es lo que hace posible la violencia La crueldad, por lo tanto, es la condición de la violencia. [Margel 2010: 55]
CRUELDAD Y ESPECTRALIDAD
En ese tenor, la crueldad no sólo es un instrumento11 al servicio de la violencia absoluta, se ha vuelto su condición, y de igual modo la crueldad se ha vuelto ese suplemento que hace posible que el poder que funda violencia esté a la altura de su soberanía. Si la crueldad se define por un cierto goce y significa así gozar del mal por el mal, gozar de ver al otro sufrir, entonces su instrumentalización política constituye la instrumentalización del goce, de un goce de lo peor como el peor de los goces e incluso lo peor del goce. [Margel 2010: 14] Paradójica y sorprendentemente, esta crueldad no tiene como función y finalidad asesinar, masacrar, exterminar, como es el caso de toda racionalidad instrumental de la violencia. (De nuevo, matar, exterminar, son del orden de la violencia, de una racionalidad instrumenta. Sin ninguna duda, entonces, el exterminio no es cruel).
Ningún asesinato, ningún derramamiento de sangre, ninguna matanza ni ningún exterminio serán nunca suficientes para llevar la puesta a muerte hasta el punto de acabar con lo que la muerte misma producirá: huellas de sobrevivencia. Ninguna muerte podrá acabar jamás con esas vidas que mueren en “mí”, o con esas muertes que viven en “mí”. Esta muerte sobrevive en “mí” como un fantasma, como un espectro. Y precisamente, ninguna muerte podrá acabar con estos fantasmas, borrar las huellas de los desaparecidos o de los que ya no están, evitar la posibilidad de su regreso espectral. Por ello, requiere echar mano de la crueldad, “esta violencia suplementaria, inútil y gratuita, que apunta siempre no a la muerte del otro, sino a sus fantasmas, que trazan sobre su cuerpo una memoria de sobreviviente”. [Margel 2010: 7]
Esa violencia que funda el poder es, entonces, una violencia política. Esta violencia necesita culminar la fundación de lo que funda, el poder soberano, y necesita mantenerlo al abrigo de los efectos de su propia fundación. Por ello, se sirve de la crueldad para borrar las huellas de la instauración del poder, no para aniquilar a éste o aquel grupo, sino para evitar que los fantasmas de los muertos retornen, reaparezcan. En este sentido, el objetivo de la crueldad son los espectros que sobreviven en medio de otros sobrevivientes. Su mira está puesta en los campos de fantasmas con el fin de negar, mentir, ocultar y reprimir las huellas de esa violencia que tuvo lugar en el momento mismo de la fundación del poder. La crueldad apunta, en primer término, a establecer una distancia absoluta entre, por un lado, las víctimas, los muertos, los desaparecidos y, por otro, sus propios fantasmas. Y en segundo lugar, busca también deportar a los sobrevivientes para mantenerlos a distancia de sus propios fantasmas.
Esta crueldad se traduce en un discurso de denegación que forma parte de una política de la mentira y de una política de la memoria, del archivo, que apunta a borrar toda genealogía negando por ello también todo porvenir. “En la época de las producciones genocidas, la memoria es un objetivo, un envite, un cálculo o dominio del tiempo. Es un objeto de mira cuyos lugares hay que investir con un saber absoluto, tanto para saturar su campo, explotar sus recursos, restituir el pasado en su totalidad, como para borrar las inscripciones y los vestigios hasta arruinar toda posibilidad de porvenir”. [Margel 2010: 9-10]
GOLPE DE FUERZA, GOLPE DE DERECHO, GOLPE DE ESCRITURA, GOLPE HERMENÉUTICO
Esa violencia fundadora del poder soberano que reclamará por adelantado una crueldad como violencia suplementaria que vendrá a borrar las huellas del sufrimiento, la tortura, los crímenes cometidos durante los momentos de la fundación -“suponiendo que se los pueda aislar”-, es también un golpe de fuerza que funda el derecho, la ley, el Estado, una Constitución, un Estado-nación independiente, y producirá los modelos hermenéuticos a partir de los cuales se interpretarán y legitimarán esos “momentos terroríficos” en que tuvo lugar la institución de la institución. [Derrida 2005b: 88]
Conviene delimitar esta violencia fundadora desde un cierto interés del derecho porque esta vía permite ligarla con lo jurídico-político y también apreciar cómo se desprende de todo vínculo hasta volverse absoluta y soberana.
En la estela de Para una crítica de la violencia de Walter Benjamin, se distinguen allí dos tipos de violencias, una relacionada con la existencia del derecho y otra con su destrucción. Por lo que concierne a la primera, se distingue una violencia fundadora de derecho en relación con la cual se destaca un interés del derecho, un interés en observar y vigilar que los individuos en su condición de sujeto jurídico hagan un uso de la violencia para sus propios fines naturales12 sólo en ciertas esferas consentidas por el propio derecho, pues este ordenamiento adopta como máxima -máxima del derecho europeo- que, “cuando los fines naturales de particulares son perseguidos con una violencia más o menos grande, no pueden sino entrar en conflicto con fines legales”. [Benjamin 2000: 215]
El interés del derecho en este caso, sin embargo, no está interesado en proteger los fines jurídicos y la situación del derecho del peligro que comporta recurrir a medios violentos. El derecho tiene interés en mantener su monopolio sobre el derecho y sobre lo que lo funda: la violencia. En efecto, hay un interés del derecho en resguardarse y protegerse a sí mismo, al tiempo que despoja al individuo de cualquier violencia que lo ponga en peligro al presentarse como teniendo derecho al derecho, porque “cuando la violencia no se encuentra en manos del derecho cada vez establecido, no es una amenaza para él por los fines que persigue, sino por su simple existencia fuera del derecho”. [Benjamin 2000: 215].
Eso es justo lo que revela la figura del gran criminal, quien se presenta como teniendo derecho al derecho, teniendo derecho a competir contra el Estado por la monopolización como capitalización de la violencia. La violencia del gran criminal no amenaza tal o cual interés fuera de la ley o del derecho, ella es amenazante para el interés del derecho porque tiene y reclama su propia existencia fuera del derecho.
De ahí surge también lo que Benjamin llama la “secreta admiración” del pueblo por el gran delincuente, porque aunque sus actos le sigan pareciendo repugnantes, se convierte en una suerte de representante del pueblo en su protesta contra el Estado soberano o el derecho por haberlo desposeído de la violencia. Pues bien, esta secreta e inconfesable admiración “procede de la noche del inconsciente, de un trato inconsciente entre el deseo (en suma legítimo pero inconfesable) de protestar contra la monopolización de la violencia por el derecho y el deseo aparentemente más confesable, pero también más legítimo, de aprobar el derecho y, en consecuencia, la condena del criminal”. [Derrida 2015: 74]
Este interés del derecho revela que el derecho aspira a monopolizar una violencia y por ello junto con el Estado teme que la violencia fuera del derecho funde e instaure otro derecho que monopolice la violencia fundadora, violencia que pertenece por adelantado a un orden del derecho. “El Estado tiene miedo de la violencia fundadora, es decir capaz de fundar, legitimar (begründen) o transformar relaciones de derecho (Rechtsverhältnisse), y por tanto de presentarse como teniendo derecho al derecho. Esta violencia pertenece así de antemano a un derecho por transformar o por fundar, incluso si puede herir nuestro sentimiento de justicia […]”. [Derrida 2005b: 86-87]
A esta violencia fundadora de derecho se va a añadir la violencia conservadora del derecho, de la que dan cuenta, por ejemplo, el servicio militar obligatorio, pero de manera aún más amenazante la pena de muerte. Ésta no constituye un castigo entre otros. Las críticas a ella dirigidas muestran que no se ataca con ellas un castigo o una ley, sino el origen del derecho mismo, la violencia que lo funda y que “se manifiesta de la manera más pura allí donde la violencia es absoluta, es decir donde afecta al derecho a la vida y a la muerte”. [Derrida 2005b: 101]
Ahora bien, la condena a muerte no castiga tal o cual delito, sino la afrenta al derecho mismo, al tiempo que reafirma el derecho, de suerte que su sentido “no es castigar la violación del derecho, sino dar un estatuto al nuevo derecho. Porque ejerciendo la violencia sobre la vida y la muerte, el derecho se fortalece más que por cualquier otro proceso judicial”. [Benjamin 2000: 223]. De este modo, cada ejecución no sólo conserva sino que reafirma y refunda el derecho. Y, al contrario, cada puesta en entredicho de la pena de muerte, o su abolición, toca el corazón del derecho.
Ese “más que”, por otra parte, remite a la hipérbole, a la cima del comparativo o del superlativo, y resulta sumamente interesante desde el punto de vista de la deconstrucción de la arquitectura y del andamiaje carnofalogocéntricos que justifican y legitiman la pena de muerte, porque ese “más que” revela, por un lado, que la pena de muerte no castiga tal o cual delito o infracción, sino la amenaza al derecho mismo, y por otro, es su revés, que la pena de muerte no es en realidad un castigo: “esta punición máxima no es en verdad una punición; no es un castigo entre otros, y proporcionado, como en una justicia distributiva o disuasiva, a la medida del delito. Su desproporción, su “sin relación” lo exceptúa del campo de la punición. [Derrida 2015: 77].
Precisamente por ello, y desde otro punto de vista, cabe sostener que el condenado a muerte es el criminal absoluto, el que cometió el crimen más grande, “el crimen supremo de transgredir absolutamente […] la soberanía de la ley: no tal o cual ley, sino la ley de leyes, a saber el principio mismo del derecho que da al derecho el derecho a monopolizar la violencia”. [Derrida 2015: 77]
La distinción entre violencia fundadora y violencia conservadora del derecho pierde relevancia y alcanza un punto espectral en su condensación en la institución de la policía. Ésta es una mezcla de dos violencias, es una mezcla espectral. La espectralidad de la policía reside en que no está presente por lo que ella misma, por lo que es, “aparece desapareciendo o haciendo desaparecer lo que representa: lo uno por lo otro”. Además, no se limita a aplicar la ley y conservar así el derecho, sino que establece edictos, normas. “es la fuerza de ley, tiene fuerza de ley […] la policía inventa el derecho, ella se vuelve […] legislativa, ella se arroga el derecho cada vez que el derecho es bastante indeterminado […] Incluso si no promulga la ley, la policía se comporta como un legislador en los tiempos modernos”. [Derrida 2005b: 103]
Puede afirmarse, además, que dicha distinción se deconstruye a sí misma porque la violencia fundadora reclama a priori la violencia conservadora, pues la violencia misma de la fundación implica ya la violencia de su conservación. Por su parte, la conservación ya es refundación. La iterabilidad13 inscribe así la repetición, la conservación, en la promesa de la (re)fundación. Y en realidad, la necesidad de esta inscripción no se limita a un fenómeno moderno, vale a priori.
Por otra parte, una consideración deconstructiva de la Gewalt (término alemán que abarca entre otros significados: la violencia, la violencia autorizada, el poder legítimo, la autoridad justificada, la fuerza legítima, el poder legal, “la dominancia o la soberanía del poder legal, la autoridad autorizante o autorizada: la fuerza de ley” [Derrida 2005b: 19, 74, 79]), en el caso de la violencia fundadora, tiene que franquear un double bind (doble imperativo contradictorio): por un lado, esta violencia sería más fácil de criticar porque no puede justificarse mediante ninguna legalidad pre-existente, ni tampoco puede hacerlo apelando a la legalidad que está por fundar, porque ésta aún no tiene lugar. Y no obstante, por otro lado, precisamente por ello la crítica de la violencia fundadora se vuelve más complicada de criticar, ya que no hay institución ni orden jurídico ante los cuales hacerla comparecer y responder, es como si no existiesen, o quedasen suspendidos en el instante en que la violencia fundadora del derecho está por fundar otro derecho. Puede afirmarse así que en el instante en que se instaura otro orden jurídico la violencia fundadora no puede responder ni comparecer ante instancia alguna, esa instancia aún no existe, y el derecho anterior al que ella funda ha sido suspendido y no vale para ella. En ese instante, esa violencia no es ni justa ni injusta, ni legal ni ilegal. Es a-legal.
Esta interrupción del derecho establecido para fundar otro, ese momento fundador del derecho constituye, es cierto, una amenaza al derecho, pero es en el derecho una instancia de no-derecho.14 La suspensión del derecho no es exterior o ajena al derecho, forma parte de él. El derecho tiene derecho a suspender el derecho,15 o mejor, o peor, el derecho no tiene que esperar a tener derecho para fundar un nuevo derecho. Ahí reside la lógica de la soberanía, que se traduce en la decisión de la excepción por la que el soberano es soberano: soberano es aquel que decide qué es una situación excepcional y demuestra con ello que él es el soberano (C. Schmitt). [Derrida 2017: 81]
[…] el derecho se suspende él mismo, el derecho tiene el derecho u otorga el derecho a suspenderse él mismo […]. Es preciso partir de la posibilidad de esa auto-suspensión, de esa interrupción de sí por el derecho, para comprender tanto el derecho como su fundamento en el principio de soberanía. Y la fuerza irrecusable de esa lógica consiste en que la fuente del derecho, del decir el derecho o del hacer el derecho, esa fuente performativa, ese poder performativo […] no puede ser jurídico: es el poder de una decisión que, en sí misma, no emana del derecho y debe seguir siendo si no ilegal, al menos a-legal. [Derrida 2017: 83]
Lo que puede resultar chocante (Derrida), lastimando gravemente el sentimiento de justicia (Benjamin), es que el derecho no necesita del derecho para tener derecho al derecho y no requiere de un derecho previo. Y puesto que “el derecho se crea a partir del no-derecho; por lo tanto, no hay que esperar a tener derecho para crear un derecho; por lo tanto, no hay que esperar una constitución anterior para plantear una nueva constitución”. [Derrida 2017: 83n35; Benjamin 2000: 218]
Este instante de no-derecho, a-legal, es el instante de la instauración de toda institución, es la marca de la institución de toda institución. Por ello, puede sostenerse que el ser de la ley, como el del derecho, el Estado, o una Constitución, es no ser del orden de la ley, si bien este acto fundador de la ley, acto necesariamente a-legal en sí, no puede volverse legal más que con posterioridad, después del golpe, en retrospectiva (après-coup).[Derrida 1987: 459-460] Esta violencia performativa en el momento de la fundación es un golpe de fuerza (coup de force) que instituye el derecho, y es también por ello un golpe de derecho (coup de droit) puesto que lo reclaman su instauración y su conservación, y lo reclama también la suspensión del derecho que el derecho (se) otorga como derecho.
Ahora bien, este golpe de fuerza que marca siempre el advenimiento del derecho, la ley, una Constitución, un Estado o un Estado-nación, constituye un acto performativo que debe producir lo que a través de un acto constatativo pretende, declara y asegura describir mientras está produciendo el acontecimiento. Si lo logra, ese acto performativo será, como se dice también de un acto de habla performativo, logrado. [Derrida 1987: 458]
Puede sostenerse, entonces, que el acto fundador -en este caso, un acto violento- es el fundamento de lo que funda, y al ser este acto fundador el fundamento él no requiere estar fundado por nada más que él mismo. De lo contrario, estaría fundado por otra cosa que él y no sería, entonces, un fundamento. Como la Razón (lógos), en tanto que fundamento, no puede estar fundada en otra cosa que no sea ella y por ello es sin fundamento (Heidegger), es decir sin razón -la Razón es sin razón-, manteniéndose por ello suspendida en un abismo,16 puesto que no hay nada que la sostenga al no estar fundado, de igual modo, entonces, el acto violento que funda una institución en la medida que funda no puede estar fundado.
[…] la fundación de lo que sea, por ejemplo de un Estado, una constitución, una institución, no es nunca legítima, legal ni está fundada, puesto que ella funda. La fundación de un Estado es siempre violenta, como la institución de un principio o de una ley. El hecho de plantear una cosa (por ejemplo, un Estado […]) o una ley o una constitución, este “plantear”, esta posición (Setzung, si ustedes quieren), es un salto puesto que trata de plantear lo que no estaba ahí y por un gesto necesariamente inaugural, violento, sin justificación previa […]. [Derrida 2015: 208]
Aquí surgen otras aporías. En primer lugar, si la violencia funda el derecho, ello no quiere decir, es cierto, que ambos sean lo mismo. No obstante, la paradoja estriba en considerar que si el derecho es un procedimiento que permite disminuir o estabilizar la violencia, ¿cómo podría lograrlo si él mismo requiere, en su instauración así como en su conservación, de la violencia? ¿Cómo podrían el derecho y el Estado combatir la violencia si su interés es más bien monopolizarla? Sin embargo, hay que considerar también, en segundo lugar, que el derecho como violencia diferida permite pensar que la violencia fundadora se convierte en algo distinto de ella misma. La violencia es convertible en una institución.17
Sin embargo, ello no siempre es así. La conversión de la violencia en una institución no siempre logra borrar las huellas de su fundación. Dicho de otro modo, no todos los actos performativos por los que se funda una institución son logrados, o exitosos, ello depende de un gran número de convenciones, por lo que su “legitimidad, incluso su legalidad, no se instala durablemente, ella no recubre la violencia originaria y no se deja olvidar más que en ciertas circunstancias”. Este es el caso de los Estados fundados en un genocidio o un exterminio, en el que la violencia no se logra olvidar. En estos casos -como el de Sudáfrica bajo el régimen del Apartheid que comenta Derrida en «Admiration de Nelson Mandela ou Les lois de la réflexion »-, en que la violencia ha sido demasiado grande, “visiblemente demasiado grande”, la violencia “sigue siendo a la vez excesiva e impotente, con el tiempo insuficiente, perdida en su propia contradicción”. [Derrida 1987: 457] Diríase, que esta violencia permaneció inconvertible.
Ahora bien, estos actos fundadores poseen una estructura ficcional: en el momento fundador se toma acta y se registra un suceso -la emergencia de un nuevo Estado, un derecho, una ley, la independencia o la unidad de una nación- que aún no tiene lugar, pero en nombre del cual se declara su emergencia, en una suerte de futuro anterior,18 ello habrá sido. En el caso de la fundación de un Estado-nación libre, por ejemplo, conviene admitir que ciertamente antes del acto de la fundación ese Estado no existe aún, pero en el momento de la declaración de la fundación ese Estado ya “está ahí” para declararse libre y soberano, y sobre todo con existencia, pero eso es justamente lo que aún no puede tener lugar, porque eso es lo que hace la declaración, dar a luz, dar nacimiento, a dicho Estado. La fundación tiene que ir hasta el final de la declaración para que tenga lugar lo que se declara que ya tiene lugar: el pueblo o el Estado libre. El Estado, entonces, ya existe en el momento en que se declara libre y soberano, pero lo sorprendente es justamente que es la declaración la que lo vuelve tal. ¿Cómo existe ese Estado antes del acto que él mismo realiza [performe] para fundarse? Por ello, es justo el llamado a la siguiente cuestión:
[…] ¿quién firma, y con qué nombre llamado propio, el acto declarativo que funda una institución? Un acto tal no equivale a algún discurso de descripción. Él realiza [performe], lleva acabo, hace lo que dice hacer […] La declaración que funda una institución, una constitución o un Estado, requiere que un signatario se comprometa con ello. La firma guarda con el acto institutor, como acto de lenguaje y de escritura, una relación que no tiene ya nada del accidente empírico. [Derrida 2005a: 16]
Ahora bien, algo similar ocurre si se considera el acto y el acta [l’acte] de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, firmada por “el buen pueblo” (4 de julio de 1776), sus representantes y los representantes de estos representantes. En este caso, ¿la independencia es un hecho que constata el acta de la Declaración o más bien un efecto que se desprende de ella? De la misma manera, puesto que el presunto sujeto de tales actos no puede existir previamente al acto por el que él mismo es producido, cabe esta cuestión: el “buen pueblo”, ¿ya es libre antes de firmar la Declaración, o se vuelve libre por efecto de la firma de la misma? La independencia, así, ¿no se obtiene una vez que se firma el acta?, pero ¿para firmar dicha acta no hay que ser previamente libre? Este “acontecimiento fabuloso”, esta “fábula”, sólo es posible por la inadecuación a sí mismo de un presente, por una temporalidad contradictorias [Jerade 2018: 81] que se conjuga en el futuro anterior de la Declaración.
No se puede decidir, y es todo el interés, la fuerza y el golpe de fuerza de un tal acto declarativo, si la independencia es constatada o producida por este enunciado […] ¿El buen pueblo se liberó ya, de hecho, y no hace más que tomar acta de esta emancipación por la Declaración? O bien, ¿se libera al instante y por la firma de esta Declaración? Aquí no se trata de una oscuridad o de una dificultad de interpretación […] Esta oscuridad, esta indecidibilidad entre, digamos, una estructura performativa y una estructura constatativa son requeridas para producir el efecto buscado […] Ahora bien, este pueblo no existe. No antes de esta declaración, no como tal. Si él se da nacimiento, en tanto que sujeto libre e independiente, en tanto que signatario posible, eso no puede consistir más que en el acto de esta firma. La firma inventa al signatario. [Derrida 2005a: 22-23]
Es lo que muy bien podría llamarse un golpe de escritura [coup d’écriture], como golpe de firma [coup de signature], por la que no sólo se inventa al firmante o signatario, en este caso al sujeto que deviene libre por la firma del acta que declara su independencia, sino que por la firma la declaración funda una institución. Finalmente, este golpe de fuerza, este golpe de derecho, este golpe de firma y de escritura, también es un golpe de fuerza interpretativo [coup de force de l’interprétation] [Derrida 2005a: 25] que está llamado a construir los modelos hermenéuticos que, après-coup, dotarán de sentido, inteligibilidad y legibilidad a los sucesos ocurridos en el momento de la fundación.
Esta legibilidad, por tanto, será tan poco neutra como no-violenta. Una revolución “lograda” [réussie], la fundación de un Estado “lograda” (un poco en el sentido en que se habla de un “felicitous” “performative speech acte”) producirá en retroactivo lo que estaba de antemano destinada a producir, a saber modelos interpretativos propios para leer retroactivamente, para dar sentido, necesidad y sobre todo legitimidad a la violencia que ha producido, entre otras cosas, el modelo interpretativo en cuestión […]. [Derrida 2005b: 90]
Esta violencia que da a luz a las instituciones como a la interpretación de su fundación, que se convierte, cuando ello tiene lugar, en instituciones que paradójica y sorprendentemente combatirían la violencia que les da nacimiento y que buscan monopolizar, esta violencia, pues, tiene el aire de permanecer absorta en ella misma, como en su propio suelo, en su propio fundamento, aunque difiriéndose a sí misma y difiriendo de ella misma. Incluso, una violencia semejante puede considerarse una violencia trascendental en la medida en que está incluida y excluida a la vez de aquello que hace posible. Está excluida de lo que hace posible: el derecho, la ley, el Estado, la Constitución; instituciones que tendrían como objetivo, en principio, combatirla, o estabilizarla al menos; y al mismo tiempo está incluida como una excepción en la serie que hace posible.
Esta primera violencia no tiene prioridad alguna porque está “ya siempre diferida, siempre ya borrada como la huella que ella no es”. Es así una violencia sin origen en absoluto, precisamente porque la falta de origen es la primera violencia. Esta violencia, entonces, no puede arrancarse ni eliminarse sino sobre un “fondo de violencia ya” y un “ya sin fondo de la violencia”. [Malabou 1990: 304] Este fondo de violencia ya [fond de violence déjà] y este ya sin fondo de la violencia [déjà sans fond de la violence] anuncian que sólo hay que batirse en y contra la violencia con otra violencia, tendiendo hacia la menor violencia posible en una economía de la violencia. En esta economía de la violencia, entonces, a la peor violencia hay que oponer una violencia menor.19 [Derrida 1989: 157]
Ciertamente, queda por determinar esta violencia menor y precisar, entre otras cuestiones, por qué esa violencia menor es una y de igual modo cabe interrogar los dos polos de esa violencia, peor y menor. No pudiendo llevar a cabo esa tarea aquí, se procede ahora a concluir estas reflexiones sobre la violencia en tanto Gewalt, y lamentablemente no podría hacerse sino dejando que esa misma Gewalt, enraizada como está en un campo semántico y diferencial de fuerzas, poderes y violencias, llegue a su límite, es decir ninguno, o al menos a uno.
MÁS VIOLENTO QUE LO VIOLENTO
En su último seminario, La bestia y el soberano, Derrida hace un seguimiento muy atento de los pasajes de las obras de Martin Heidegger en los que aparece la palabra Walten. Se trata de Los conceptos fundamentales de la metafísica, Introducción a la metafísica y de un ensayo dedicado a Hegel, “La constitución onto-teo-lógica de la metafísica”, incluido en Identidad y diferencia. En ese recorrido, el interés de Derrida es determinar el uso que hace Heidegger de esa palabra y de la red semántica en que está enraizada para subrayar las diferencias, desde un punto de vista ontológico, entre el ente llamado dasein, que ilustran los seres humanos, y lo que el pensamiento filosófico, y lo que éste determina como saberes ónticos, denominan violentamente el animal.
No pudiendo reconstruir ese recorrido aquí, se expone, no obstante, de manera sumamente concisa y hasta limitada el interés que Derrida dedica a la articulación entre Walten y Gewalt, específicamente en lo que concierne a la violencia en Introducción a la metafísica, ya que de aquella se desprende una grave consecuencia para ésta y lo que en ella existe. De manera sucinta, Walten puede ser comprendido como una fuerza archi-originaria, un poder, una violencia que existen incluso antes de cualquier determinación física, psíquica, teológica, política, óntica u ontológica, lo que significa que se sustrae por ello a las determinaciones antropológicas, naturales, divinas y a la que concierne a la diferencia entre el ser y el ente. De este modo, entonces, Walten designaría un poder y una violencia que no se corresponderían con lo que los hombres llaman violencia y poder, porque es anterior a éstos: al ser una fuerza archi-originaria antecede los dominios de la naturaleza, lo humano y lo divino.
Por otra parte, hay que señalar que la familia de esta palabra, Walten, está dominada -podría decirse que contrafirmada por aquello que ella firma- por el léxico y la semántica de la dominación -el predominar y neologismos como el perdominar y el circundominar, en la traducción francesa, y por imperar en la traducción al castellano- así como por el léxico del poder -en francés, lo potente, lo prepotente, la prepotencia [de donde la perdominancia prepotente (la perdominance prépotente)], y lo que somete, en castellano-.20 En particular, la traducción aproximada al francés de Walten por el neologismo perdominar, vierte dominar de parte a parte, absolutamente, extenderse soberanamente, reinar. Este reparo en la traducción es importante porque hacer surgir el motivo y la cuestión de la soberanía, y del exceso de soberanía, siendo este exceso aquí importante para lo que se viene desarrollando en relación con la violencia y la crueldad.
Ahora bien, es cierto que por sustraerse a lo humano, a lo teológico y a lo político a este Walten no le convendría de ninguna manera el léxico teológico-político de la soberanía, dada la preeminencia de archi-originaria del Walten, pero además, justo porque es tan soberano que en su exceso excede la soberanía, el Walten no requiere de esos predicados. “El Walten sería demasiado soberano para seguir siendo soberano, en cierto modo, dentro de los límites de lo teológico-político Y el exceso de soberanía anularía el sentido de la soberanía”. [Derrida 2011: 338]
No obstante, por otra parte, si se deja de lado esta cuestión del léxico que le conviene y se considera el exceso de soberanía, ¿no es acaso este exceso lo que la caracteriza de mejor manera, sobre todo considerando que su estructura está habitada precisamente por el abuso normal, por lo que excede toda medida determinable? “¿Acaso hay un exceso de soberanía o, por el contrario, esta hipótesis es absurda?”. Por ello, de hecho y de derecho, en este caso, son el sentido y la ley quienes comparecen ante el soberano y no a la inversa. [Derrida 2011: 338]
Este exceso en el Walten se deja traducir a su vez en una proposición que desemboca en una sobrepuja de violencia y de (pre)dominio soberano: lo violento, lo más que violento, es el carácter de esencia del Walten mismo. Derrida traduce directamente del alemán de este modo: “El Gewalt, lo violento, lo más que violento, Überwältigende, lo prepotente, más que potente, lo superpotente, es el carácter de esencia del Walten mismo. Dicho de otro modo, el “más” es el carácter esencial del Walten”. [Derrida 2011: 345n54]21
Si lo violento como lo más que violento, lo superlativamente más violento, lo predominante en la violencia, es esencialmente constitutivo de una predominancia que domina de un extremo a otro, ¿qué oportunidad tiene alguna política que se recoja en ese nombre?22
Estas consideraciones sobre la violencia como lo más que violento encuentran su punto decisivo en relación no sólo con la política sino con la crueldad, que ha sido caracterizada también hasta aquí por el exceso, la hipérbole y la sobrepuja. Ya sea que la violencia se transforme en violencia por la violencia y de ésta manera en crueldad, o ya sea que la crueldad se constituya en el instrumento de una violencia extrema o absoluta, o incluso, como el suplemento de una violencia fundadora del poder soberano, cuando se piensa la violencia como constitutivamente hiper o ultraviolenta, difícilmente se la puede disociar de la crueldad.
Se había establecido previamente que en el origen de la violencia se sitúa la idealización, una idealización que le confiere su carácter filosófico, ahora, si se la articula con la soberanía, con esa soberanía que es esencialmente excesiva y hace de lo violento lo más que violento, la crueldad adquiere un componente político. No es solamente que se haga un uso político de la crueldad, sino que ella misma comporta un revestimiento político. ¿Qué autoriza y permite dar ese paso en la delimitación política de la crueldad? El que es inherente a una pulsión de dominio soberano.
En su lectura de Freud llevada a cabo en Estados de ánimo del psicoanálisis, Derrida destaca las diferentes pulsiones que concurren en el desencadenamiento de la crueldad: pulsión de muerte, de destrucción, de aniquilamiento, de agresividad, y también una pulsión de soberanía, específicamente de dominio soberano. Esta economía pulsional enraizada en lo viviente es también irreductible y indestructible y sin término, tiene término oponible: mediante un sistema de plazos y relevos se la puede desviar, diferir. Mas es indesarraigable; forma parte de la vida de la vida. Esta pulsión de crueldad que habita lo viviente es una crueldad psíquica empecinada en gozar del sufrimiento, busca hacer sufrir por el placer del sufrimiento, o dejar sufrir por placer. Llega incluso a adquirir varias formas reflejas: hacerse sufrir cruelmente por el placer del sufrimiento, o dejar(se) hacer sufrir por el mismo placer. Desde luego, una complicación se desprende de esta distinción, ¿se puede distinguir con rigor entre el hacer y dejar sufrir, y entre el hacerse y dejarse sufrir cruelmente, por placer?
SOBREVIDA
A diferencia de la crueldad sangrienta, que comporta el derramamiento de sangre, esta crueldad de la psyché es una crueldad exangüe, aunque no por ello es menos cruel y feroz. Crueldad, en su acepción latina, cruor, crudus, crudelitas, remite a una historia de la sangre derramada, al crimen de sangre. La crueldad psíquica remite, por su parte, al sufrimiento, al placer obtenido por el sufrimiento infligido, a sí mismo o a otro. Es también el mal por el mal y, en no menor medida, hacer el mal por el bien, con su cuota de placer en todos estos casos.
La crueldad, también, puede revestir el aspecto de una violencia ultraobjetiva y una violencia ultrasubjetiva. La primera es la que produce, por ejemplo, en los ámbitos de la economía y en los límites de la vida, hombres desechables, aquellos condenados al exterminio por sobreexplotación y exposición a epidemias. La segunda se despliega en el crimen, la eliminación, la depuración, el racismo. [Balibar 2005, 2010; Ogilvie 2013] En ambos casos, a priori no se descarta la presencia de una pulsión de dominio soberano, es decir una pulsión de crueldad desplegándose por placer.
En todos estos sufrimientos, lo viviente, humano y no humano, encara la muerte. Es cierto, Heidegger establecía que sólo el dasein, es decir el ente cuyo ejemplo es el ser humano, muere, pero más allá de la violencia de semejante filosofema, hay que decir, para desplazarlo, que la muerte que se hace o la que se permite o deja que ocurra no es la muerte de esto o aquello, de este o aquella, de quién o de qué en el mundo. Es el fin del mundo. “Cada vez que eso muere [ça meurt] es el fin del mundo. No de un mundo, sino del mundo, del todo del mundo, de la apertura infinita del mundo. Y ya se trate del viviente de que se trate, del árbol al protozoario, del mosquito al hombre, la muerte es infinita, ella es el fin de lo infinito. Lo finito de lo infinito. [Derrida 2005: 118-119] Este fin del mundo no tiene equivalente y es inconmensurable.
Por otra parte, ya en Introducción a la metafísica, Heidegger había señalado que “Para los cabezotas [entêtés], la vida no es más que vida. La muerte es muerte para ellos, y nada más. Pero el ser de la vida es al mismo tiempo muerte. Todo lo que entra en vida ya empieza también por ello a morir, a ir hacia su muerte, y la muerte es al mismo tiempo vida”. [Heidegger 1967: 139] De este modo, si la vida no es sólo la vida, ni la muerte no es sólo la muerte, si lo que constituye el ser de la vida es lo que suele oponérsele, la muerte, si la muerte es lo que hace que la vida sea lo que es, pues constituye su ser, entonces no se puede ya sin más ni oponerlas ni ponerlas una frente a la otra, la vida la muerte. De algún modo, la vida es muerte y a la inversa, o mejor, para evitar también la lógica de la identidad (la vida es la muerte, o la muerte es la vida), habría que decir que hay algo de la muerte en la vida y algo de la vida en la muerte. Por todo ello, lo así relacionado reclama otra lógica distinta a la de la posición, la oposición y la identificación (S es P).
También, ya Hegel había escrito en el “Prefacio” a la Fenomenología del espíritu que la vida que soporta la muerte y se mantiene en ella, es la vida del espíritu [Hegel 2006: 80]. De igual modo, en la Ciencia de la Lógica,23 en particular en el gran silogismo de la vida, se desprende que ésta es esencialmente una posición, posición de la Idea que se plantea ella misma a través de sus tres oposiciones: el individuo viviente; el proceso de vida y el género, para reapropiarse ella misma como vida a través de la oposición de la muerte, naciendo como vida del espíritu en la muerte natural. Al recordarnos este pasaje de la obra de Hegel, Derrida ha querido mostrar en primer lugar -y es la razón por la que se decidió volcar hacia ahí la atención- que una “lógica” distinta a la de la oposición “vida y muerte” debe ser pensada de otra manera. Se trata entonces de «la vida la muerte» como lógica que incluso pre-existe y construye la posición, la oposición, y también la yuxtaposición y la contradicción de la vida y la muerte. Así, no sólo cabe preguntarse si,
[…] las relaciones del ser y la muerte proceden de lo que se llama la oposición o la contradicción, sino, más radicalmente, si lo que se cree comprender bajo el concepto de posición, de o-posición o de yuxta-posición., incluso de contradicción, no estaba construido por una lógica de «la vida la muerte» que se disimularía -en vista de qué interés, esa es la cuestión- bajo un esquema posicional (oposicional, yuxtaposicional o dialéctico), como si […] toda la lógica de la oposición fuera una astucia [ruse], puesta de antemano, por «la vida la muerte» para disimular, guardar, abrigar, alojar u olvidar -alguna cosa. ¿Qué? Un qué en todo caso que no se plantea ya ni se opone ya que no sería ya alguna cosa en este sentido de la posición. [Derrida 2019a: 20]
Ahora bien, si atiende esa figura de la fenomenología de la crueldad que es la pena capital, si se mira con atención la vida y la muerte desde el ángulo que ella abre al respecto, y no es cualquier ángulo, hay que estar en el lugar del sentenciado, la deconstrucción de la pena de muerte pone en cuestión la existencia de un supuesto instante objetivable que separa un estado de vida de un estado de muerte, separación calculada y decidida por un tercero, por un otro, y sustentada en un saber que pretende calcular y controlar el instante de la muerte. Para Derrida, hoy día ese saber es sumamente cuestionable, frágil, deconstruible. Quizá, incluso, ese instante no es decidible ni calculable, y por ende, entonces, no permite identificar y encerrar algo como la muerte en una supuesta unidad. “Si la muerte no es una, si no hay nada claramente identificable y localizable con ese nombre, si incluso hay más de una, si se puede sufrir mil muertes, por ejemplo debido a la enfermedad, al amor, o a la enfermedad del amor, entonces la muerte, la muerte en singular ya no existe. [Derrida 20017: 204].
Si se piensa desde este ángulo la pena de muerte como efecto de una decisión maquínica,24 pues involucra el derecho, un estado del desarrollo tecnológico así como saberes, y además una decisión calculada y calculable, se puede apreciar por qué para Derrida la pena de muerte así como la puesta a muerte, la voluntad o el deseo y la pulsión muerte resultan intolerables.
De nuevo, la pena de muerte tiene mucho que enseñar sobre la vida como sobre la muerte. Si se sigue un cierto sentido común, puede establecerse una diferencia entre el estar condenado a morir y el estar condenado a muerte. Se está condenado a morir, por ejemplo, por una enfermedad, o de manera natural, como se afirma tan tranquilamente, y morir entonces así por causas naturales. Pero en estos casos no se está condenado a muerte. Se está condenado a muerte cuando un tercero decide cuándo un viviente debe morir. El tiempo, aquí el cuándo, es crucial. En ese sentido, la pena de muerte resulta intolerable porque busca ponerle fin a la vida mediante un cálculo. Y la paradoja suprema de la paradoja es que la pena capital le pone fin no a la infinidad o a la inmortalidad de la vida, sino a la finitud de « mi vida ».
El insulto, la injuria, la injusticia fundamental que dentro de mí se le hace a la vida, al principio de vida que hay dentro de mí, no es la muerte misma […] es más bien la interrupción del principio de indeterminación, el final impuesto a la apertura de las incalculables vicisitudes que hacen que un ser vivo tenga una relación con lo que viene, con el por-venir […] Porque mi vida en cierto modo es «finita» conservo esa relación de incalculabilidad e indecidibilidad con respecto al instante de mi muerte. [Derrida 2017: 217]
Ahora bien, si a la vida le pertenece no el ser inmortal sino el tener un por venir, y en verdad un por venir sólo ahí donde el instante de la muerte no es calculable, entonces esta exposición a lo otro, a lo que viene, al acontecimiento, a lo incalculable y a lo indecidible se ve amenazada cada que se calcula y se decide el instante de la muerte de un ser vivo… incluso si no se trata sólo de la pena capital. Por ello, apartándose un poco de letra que no del espíritu de Derrida a este respecto, cabe desplazar y extender a otros dominios, con la debida prudencia, la afirmación de Derrida y sostener que hay crueldad ahí donde se busca decidir y calcular el instante de la muerte de cualquier ser vivo, cancelándole de este modo todo por venir.
Por ello, hay que distinguir dos incalculables. Por una parte, se dice a menudo lo «incalculable» para hablar de un número grande o de una cantidad que rebasa, de hecho, los medios finitos de contar, pero ello no significa que lo que es in-calculable para un poder finito de contar sea por esencia extraño o heterogéneo al cálculo y a lo calculable. Para una razón contingente, la de un ser finito, alguna cosa calculable puede serle provisional o indefinidamente incalculable, pero en este caso lo in-calculable sigue siendo homogéneo respecto de lo calculable. Ahora bien, a diferencia de lo in-calculable, lo no-calculable sería de una naturaleza y una cualidad tales, de una «cualidad justamente cualitativa, puramente cualitativa», que es, para un ser finito o infinito en su poder de contar, reacio a toda calculabilidad y a toda contabilidad, a toda cuenta dada o cuenta que dar. Lo no-calculable se sustrae, para siempre, a lo calculable y a lo in-calculable. [Derrida 2015: 189-190]
Finalmente, en el teatro de la vida la muerte, en los escenarios de la violencia en que la vida está permanentemente amenazada, la distinción entre el hacer morir y el dejar morir [Derrida 2015: 114] se vuelve cada vez más complicada. Ciertamente, como ejemplo el dejar morir, de hambre o por alguna enfermedad a una persona, o a cientos o a miles de ellas, no es punible, en muchos casos y en principio. Pero hacer morir, deliberadamente, calculadamente, lo es, en principio. Así, si desde las políticas intraestatales como interestatales, distinción también ella sumamente problemática, se deja morir, a niños, mujeres, pueblos enteros o a seres vivos no humanos, ¿cómo sostener que este dejar morir no roza y no se asemeja a un hacer morir?
Ahí están las políticas de la crueldad, las que de ella se sirven, las que la ejecutan, las que a ella responden, y también las políticas que permitan la posibilidad de afirmar la vida la muerte. Una vida más valiosa que la vida misma, pero siempre en la vida. Por ello, ¿cabría hablar todavía de política?
No solamente cabe la inquietud de una política semejante, sino que hay que enfrentar las aporías resultantes de considerar que la crueldad no tiene contrario y que todo lo que se le opone desemboca en un plus y una sobrepuja de crueldad. Además, hay que tener en cuenta que la crueldad se caracteriza por ser inherente al despliegue de una pulsión de soberanía, de dominio soberano, y si por lo expuesto se sabe que la soberanía es por naturaleza indivisible e incondicional, cabría entonces oponerle a la crueldad ciertas figuras de la incondicionalidad: el secreto, el perdón, la hospitalidad, la responsabilidad.
También, cabría explorar la propuesta de Etienne Balibar, quien siguiendo a Norbert Elias, dibuja y construye como civilidad, la civilidad de las costumbres, como una alternativa a la crueldad. O la estrategia del desvío indicada aquí a propósito de lo esbozado sobre Freud. Finalmente, podría pensarse en la posibilidad de una política o hiperpolítica que considere esa curvatura heteronómica y disimétrica del espacio social anterior a todo socius organizado, toda politeia, todo gobierno organizado y antes de toda ley, pero no antes de la ley en general, y en la que Derrida insiste en Politiques de l’amitié.
Con todo, ya se ha comenzado a responder.
CONCLUSIÓN
«Aimer-vivre. Aimer: vivre» (Amar-vivir. Amar: vivir). A pesar de su extrañeza, semejante formulación podría significar en principio que alguien “ama alguna cosa que se llama la vida”, que ama algo distinto de él, algo llamado la vida. Y no obstante, con ello a lo que se apunta es a una cuestión distinta. “La vida ama la vida de la vida […] La vida se ama a ella misma en lo viviente […] ella ama viviendo, ella se ama viviendo” [Derrida 2015: 121]. Así, para quien ama la vida, ésta vale la pena ser vivida; hay algo en la vida que vale la pena vivir y es la vida misma. Una vida por encima de la vida, una sobrevida [survie].
A menudo, una crueldad psíquica es el relevo de una crueldad sangrienta. Sería posible abolir por todas partes la pena de muerte y aún así los Estados seguirán disponiendo de la vida y la muerte de sus súbditos. Puede ocurrir que los llamados animales adquieran derechos que los protejan del sufrimiento y crueldades de que son objeto y de ese modo prolonguen su esperanza de vida, como se suele decir. Y aún así los vivientes humanos difícilmente se abstendrán del consumo de esos otros más otros que cualquier otro. Dicho de otro modo, la crueldad muta, resiste, insiste.
Finalmente, ¿con qué ideas combatir la crueldad, si la idea, la idealidad, lo ideal constituyen la razón de ser de la crueldad? ¿Qué idea oponer a la crueldad, si la crueldad comienza por la idea?
Justamente por ello, hay que preferir la vida y afirmar sin cesar la sobrevida. Incluso, si hay crueldad en no dar muerte.