- 1 Posgrado Historia y Etnohistoria. Escuela Nacional de Antropología e Historia, Instituto Nacional de Antropología e Historia. México. vico.c.11@hotmail.com
Solange Alberro. Movilidad social y sociedades indígenas de Nueva España: las élites, siglos XVI-XVIII. El Colegio de México. México. 2019.
Existen diversas formas de llegar a la lectura de un libro en específico, para los historiadores una de las más comunes es a través de la investigación. Fue de este modo que di con el más reciente libro de la historiadora, mientras realizaba pesquisas bibliográficas para mi tesis de maestría, en la que pretendía acercarme a las prácticas cotidianas de dos indios caciques, a su cultura material y a su posición privilegiada en el mundo novohispano. Para quienes se dedican al estudio de las elites indígenas es difícil encontrar obras de consulta que sirvan de referencia general sobre el tema, y que vayan más allá del análisis de casos regionales. Para mi fortuna, el libro del cual reseño a continuación, algunos de sus principales aportes fue de gran utilidad para consolidar el planteamiento y organización de mi tesis, pues además que la autora logró condensar en un brillante e interesante ensayo distintos aspectos de las élites indígenas novohispanas, propuso reflexiones que van más allá de una simple recapitulación de este tema predilecto de la etnohistoria mexicana.
Tres aspectos del título de esta obra reflejan perfectamente las reflexiones en torno a las cuales se centran sus páginas. En primer lugar, la “movilidad social”, concepto al que se hace referencia en casi todo el libro, le sirvió a la autora para denunciar que a pesar de la amplia historiografía que hasta la fecha se ha producido sobre el devenir histórico de los pueblos mesoamericanos durante y después de la conquista, aún prevalece sobre ellos el estigma de un sector económica y culturalmente atrasado, estático y victimizado. ¿Por qué perviven estos prejuicios y estereotipos? se pregunta Alberro, quien propone dos factores, entre muchos otros, que pueden guiarnos para explicar esta situación: por un lado la idea de la destrucción absoluta del mundo indígena a raíz del proceso de conquista, que niega la capacidad de los pueblos mesoamericanos a la superación de circunstancias adversas y su evolución, y por otro lado la desaparición del concepto de clase en los estudios indigenistas a partir de los años ochenta, lo cual reforzó la visión de las sociedades indígenas como igualitarias y sin estratificación interna.
En segundo lugar, el hecho de hablar de “sociedades indígenas” y no del genérico “indios” le permitió a Alberro poner sobre la mesa la gran diversidad cultural, política, lingüística y étnica que distingue a estos grupos hasta la fecha, así como reflexionar sobre su estratificación social alejada totalmente de un comunismo igualitario que no se dio ni antes ni después de la Conquista. El asunto tiene trascendencia para quienes en serio buscan comprender la complejidad y diversidad de todos aquellos a quienes desde la Conquista se les clasificó con el término de indios. En tercer lugar, uno de los aspectos más innovadores de la obra es la utilización del término “élites” en lugar de “nobleza”. La ventaja reside en que, mientras este último hace más referencia a la articulación entre los vínculos dinásticos y las altas esferas del poder político, aquél permite abarcar a un abanico más amplio de personajes que, unos más que otros, estuvieron por encima de los indios del común, generalmente debido a su conversión en funcionarios de la corona y de la Iglesia, y que en su mayoría carecían de una gota de sangre noble en sus venas.
La autora reflexiona en torno a dos categorías: la del indio y su pobreza. Tratar de definir al primero se vuelve un asunto difícil y estéril, si consideramos la amplia movilidad social que imperó durante la dominación española, en la cual las fronteras entre las distintas “calidades” no eran de ningún modo rígidas, y a menudo eran cruzadas con base en los beneficios que esto podía traer. Alberro refiere la pobreza material que históricamente se ha considerado inherente a las poblaciones indígenas, con lo cual proporciona elementos para entender la representación que personajes como
Juan de Palafox y Alejandro de Humboldt tuvieron de los indios, incluso de la nobleza indígena, como “pobres por elección”. Con base en lo anterior, señala que el binomio riqueza/pobreza es insuficiente para comprender los códigos y valores de las sociedades indígenas, cuyos ideales tenían fuertes contrastes con las directrices del pensamiento ilustrado occidental. Si bien su observación es pertinente, la autora no parece ser tan crítica con las visiones del prelado y del viajero alemán, ni con la intencionalidad que había detrás de sus textos, pues aunque hayan sido muy perspicaces no dejan de ser parciales y enunciadas desde un posicionamiento hegemónico. Por otro lado, son sumamente interesantes sus comparaciones entre las visiones que distintos observadores tuvieron sobre los indios novohispanos y los campesinos franceses del siglo XVII y del norte de Europa a inicios del XIX.
Uno de los puntos en los que reside una de las aportaciones más originales de esta obra es la reflexión de Alberro sobre a qué nos referimos cuando hablamos de élites indígenas. El hecho en sí de reconocer la existencia de élites al interior de los pueblos de indios, es decir, de grupos selectos y dominantes frente a los macehuales o indios del común, es un primer paso para entender la presencia de conflictos, divisiones, rivalidades, movilidad social, en fin, toda una dinámica que nos aleja de la visión estática y armónica que se tiene hasta la fecha de los pueblos indígenas. Una vez que tenemos consciencia de estos grupos privilegiados, es preciso preguntarse qué tuvieron en común todos ellos dentro del orden colonial. Si bien muchos de ellos fueron descendientes directos o indirectos de las noblezas prehispánicas, esto no siempre fue así, por lo que, como señala la autora, el elemento fundamental para comprender su permanencia y transformación durante los tres siglos virreinales fue su colaboración con las autoridades coloniales al convertirse en funcionarios de la Corona. Es decir, así como ya pasaba en la península desde el siglo XV con el ennoblecimiento a través de la ocupación de puestos municipales, los indios que deseaban conservar sus posiciones privilegiadas y los que querían ascender a ellas se vieron obligados a unirse al ejército de gobernadores, alcaldes, regidores, alguaciles, topiles, escribanos, fiscales, cantores, entre otros, encargados del gobierno y organización local.
En un brillante ejercicio de síntesis, la historiadora muestra el profundo impacto que el proceso de conquista trajo a las sociedades indígenas, desde la catástrofe demográfica, hasta la destrucción del complejo cosmogónico prehispánico, así como la pérdida de conocimientos milenarios trasmitidos durante generaciones, entre otros. La catástrofe para el mundo indígena fue sin duda aplastante, lo cual no impidió que los pueblos desarrollaran estrategias de adaptación que les permitieron superar la adversidad. Las élites jugaron un papel de primera importancia en estos cambios, convirtiéndose en intermediarios entre las autoridades coloniales y los indios macehuales. Aunque la observación de Alberro es acertada pues señala la capacidad de superación y evolución de las poblaciones indígenas ante la Conquista, olvida señalar que gran parte de los antiguos altépetl participaron activamente en ella pues buscaban acabar con la supremacía mexica. Estos pueblos recibieron privilegios por su ayuda prestada a Cortés, por lo que contaron con medios más favorables para adaptarse al nuevo orden colonial. Como haya sido, la autora está segura de que aun en los pueblos más afectados por las epidemias, la guerra y la desarticulación del antiguo orden, surgieron élites provenientes tanto de los estratos nobles como de los macehuales. El problema que se enfrenta el historiador es cómo identificar a estos grupos en las fuentes de la época. La cuestión es importante sobre todo cuando se trata de pueblos en los que las élites tenían poco o ningún vínculo con la nobleza prehispánica. Para el siglo XVIII el “don” se usaba indistintamente para referirse a los pocos descendientes de algún tlatoani o pilli o a los indios acomodados que ocupaban algún puesto en el cabildo. Si el status jurídico de estos grupos se nos hace dudoso o no es del todo claro, Alberro señala que es válido considerar como miembro de la élite a cualquier indio que así fuera considerado por sus coetáneos.
Ante tal ambigüedad en la terminología de las fuentes para designar a las élites indígenas, la autora reflexiona sobre un aspecto para reconocerlas mejor: su situación socioeconómica. Como bien señala, la riqueza de caciques y cacicas que se ve reflejada en sus testamentos e inventarios revela la gran capacidad que tuvieron para hacer negocios, mismos que incluían la venta de productos al menudeo, la ganadería, la agricultura comercial, entre otros. Asimismo la presencia de libros, instrumentos musicales, objetos de devoción, ropa de estilo europeo y joyas muestra la amplia cultura de estos personajes, además de su inclusión activa en las redes comerciales novohispanas. La autora plantea que también los indios que destacaron en actividades como la pintura, la escultura y la música formaban parte de las élites, pues sus conocimientos especializados los diferenciaron del resto de los macehuales tributarios dedicados a la labranza.
Al hablar de las élites en una sociedad sacralizada como la novohispana no podía faltar un apartado sobre la movilidad social en el universo religioso. A pesar de las restricciones impuestas a la incorporación de los indios al sacerdocio, Alberro muestra cómo el ingreso de algunos naturales a la filas de párrocos, catedráticos, jueces eclesiásticos, vicarios, misioneros, frailes, comisarios del Santo Oficio y demás, es un claro ejemplo de cómo se aplicaba la famosa fórmula “acátese pero no se cumpla”. Es interesante la
distinción entre los indios de la élite que llegaron formar parte del alto clero y los que no salieron del ámbito parroquial, a menudo macehuales en busca de ascenso social. Las indias cacicas y algunas otras de bajo rango también encontraron cabida como monjas y donadas en los conventos femeninos, incluso antes de la fundación del convento de Corpus Christi en 1724.
Si bien existe una amplia bibliografía sobre la movilidad social a través de la ocupación de puestos en los cabildos, la autora señala la presencia de otros grupos de indios que se posicionaron dentro de las élites por medio de dos actividades: como intermediarios ante la justicia y como comerciantes. Los primeros a quienes Alberro llama, retomando a Woodrow Borah, “los de medio real”, aprovecharon su conocimiento del sistema judicial para ejercer labores como escribanos, intérpretes, “coyotes”, procuradores y demás cargos con el fin de defender los intereses de los pueblos, pero también los suyos. La autora destaca no sólo su actividad formal como funcionarios, sino su interacción cotidiana con distintos personajes de las capitales con quienes intercambiaban noticias y conocimientos. La hispanización de estos intermediarios fue una herramienta importante para ascender socialmente. Lo mismo puede decirse de los indios comerciantes, pues en el intercambio de mercancías y dinero, y en los traslados a distintos lugares se hacían tratos, se entablaban pláticas, se establecían contactos y redes, y por supuesto se generaban riquezas.
Aprovechando la amplitud del concepto de élites para incluir a diversos grupos de poder, el libro de Solange Alberro también reflexiona sobre el papel de los indios poseedores de conocimientos provenientes de las religiones y creencias prehispánicas, consideradas por la Iglesia como idolatrías. A menudo ocultos detrás del disfraz de quien ocupaba un cargo como cantor, alguacil, gobernador o fiscal, estos personajes fungieron como puentes hacia lo sobrenatural pues ofrecían soluciones prácticas a problemas cotidianos que el catolicismo no tenía. La autora plantea que estos caciques, a quienes llama “ministros de las sombras”, fueron la élite indígena más poderosa de su tiempo pues gozaban de un doble poder proveniente, por un lado, de su función como intermediarios entre la corona y los indios del común, por el otro, de su papel como guardianes de creencias y prácticas heredadas de sus antepasados, que a pesar de los intentos de la Iglesia por extirparlas siguieron presentes detrás del velo de la religiosidad católica.
El libro cierra con un epílogo en el que la autora hace reflexiones interesantes sobre las estrategias que usaron las élites indígenas para conservar el poder a lo largo del periodo novohispano. Como todo buen ensayo está escrito en una cautivante prosa escasa en tecnicismos pero con argumentos propositivos. Sus páginas plantean más preguntas que respuestas, si bien se proponen algunos caminos para una mejor comprensión de la movilidad social en el mundo indígena. Sumamente rescatable es la intención constante de la autora por aportar a la erradicación del racismo y discriminación actual contra los pueblos indígenas a través de repensar su historia, tema que hoy está presente en movimientos sociales de todo el mundo.
Reservé la explicación del título de esta reseña para el final. Cuando el lector recorra las páginas de este libro encontrará, ya sea en sus párrafos o en los pies de página, numerosos ejemplos de cómo en distintas latitudes y épocas ha prevalecido la presencia de élites en su sentido más amplio; élites intelectuales, económicas, del deporte, del ámbito artístico, y por supuesto de la política, entre otros. Por ello no debe pensarse que Alberro cae en anacronismos si llega a hacer referencia a los Beatles, a la princesa de Mónaco o a la carrera actoral de Ronald Reagan en un libro sobre historia indígena. Todo lo contrario; si Brigitte Bardot fue condecorada por el gobierno francés, y si doña Isabel de Moctezuma recibió encomiendas de la corona española, ambos casos, lejanos en espacio y tiempo, no hacen más que confirmar la tesis de la autora en su ensayo: que las élites, como las sociedades, cambian a través del tiempo y que la movilidad social es una parte inherente de estas transformaciones. Considero que al igual que yo, las futuras generaciones de historiadores se verán beneficiadas con esta interesante obra que, lejos de agotar un tema explorado desde hace tiempo, demuestra que aún faltan interrogantes por hacer sobre el pasado indígena.