n68a2

Entre lo local y lo universal. Miradas en torno a la cultura olmeca

Haydeé López Hernández
Dirección de Estudios Históricos, INAH.


Resumen

El presente texto analiza diversas imágenes de las piezas que hoy consideramos olmecas, creadas entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas de la siguiente centuria. Al haber sido producidas en o para el espacio científico, tales imágenes no se engendraron como parte de la creatividad artística subjetiva y personal, sino que se observaron y usaron como testigos objetivos —testimonios que podían fundamentar el discurso sobre el otro: la presencia de los negros en el continente, o la existencia de una cultura engendradora de la civilización mesoamericana. Así, a través de este análisis y a lo largo de un siglo, es posible observar los cambios ocurridos no sólo en el espacio estético, sino también en la narrativa histórica del México prehispánico y en los tópicos que dieron vida a la arqueología como disciplina científica.

Palabras clave: olmeca; primitivo; civilización; historia de la arqueología; nacionalismo


Abstract

This paper discusses various images of the pieces today regarded as Olmec, created between the second half of the nineteenth century and the first decades of the next century. Having been produced in or for scientific contexts, such images did not arise from subjective and personal artistic creativity, but were seen and used as objective witnesses —evidence— that could substantiate the discourse on the other: the presence of blacks on the continent, or the existence of a mother culture for Mesoamerican civilization. Thus, through this analysis and over the course of a century, we can see the changes not only in the aesthetic space, but also in the historical narrative of ancient Mexico and the topics that gave birth to archaeology as a scientific discipline.

Keywords: Olmecs; primitive; civilization; history of archaeology; nationalism


Las imágenes son —en palabras de algunos autores— nuevos caminos que se abren al historiador. Por excelencia constituyen ventanas hacia las concepciones del mundo pasado. En el campo científico, algunas veces acompañan a los textos. En otras ocasiones son en sí mismas textos en solitario. En ambos casos constituyen discursos que evidencian parte de la actividad científica, de su quehacer y también de su ideal sobre el mundo y la ciencia. Son intentos por reproducir la realidad, pero entre su gama de colores y su juego de luces, casi como una traición, siempre muestran la mano y los secretos de su alquimista, sea éste un dibujante, científico, fotógrafo o artista.

Casi todos los estudiosos del pasado las utilizaron para ilustrar sus ideas y recrear su tiempo. También las usaron como testimonios, verdaderos testigos de su actividad y verdad, que pudieran brindar un apoyo sólido a la voz del expedicionario que no siempre puede llevar consigo y de regreso a casa los tesoros "descubiertos".

En numerosas ocasiones, las piezas arqueológicas sirvieron de modelo para la creación de testigos que pudiesen verificar el relato de los expedicionarios. Estas imágenes muestran el tránsito por las diversas resignificaciones que adquirió el discurso autorizado para describir lo otro, lo ajeno, lo primitivo.

He escogido una pequeña muestra de estos testimonios para tratar de develar a sus creadores y las historias que testifican. La intención colonialista y de poder que ofrecen estos trazos al evocar, definir y apoderarse del otro tienen una multiplicidad de facetas. La complejidad del estatuto de la imagen como testigo, como objeto; el turismo, como la continuación masificada de los relatos de viaje antes limitados a la elite, que intentan adentrarse en los remotos confines de la contraparte del mundo civilizado; y la inquisitiva mirada que busca encontrar en la imagen del primitivo una propia. Tan sólo brindo una aproximación a la compleja tarea que representa el pensar y montar un discurso sobre quienes hablaron de los otros.

Lo humano y lo primitivo

La mirada occidental buscó afanosamente, al menos desde sus primeros encuentros con América, su propio reconocimiento y definición. En la figura del hombre "salvaje y primitivo", Occidente pretendió observar fuera de sus fronteras los primeros pasos de la humanidad en el camino del progreso, así como sus miedos más profundos.[1]

La intelectualidad mexicana no estuvo exenta de esta fascinación por lo primitivo, sino que en buena medida buscó la solución a estas interrogantes, sobre todo a partir del siglo XIX. La búsqueda, en este caso, estaba acotada por las fronteras nacionales o incluso americanas. Varios autores han sugerido que este afán desató sentimientos casi esquizofrénicos entre la comunidad de estudiosos, quienes preocupados por el status de una nación que quería proyectarse a la modernidad, crearon discursos defensivos y poco afortunados para desterrar las imágenes de menosprecio que acompañaban a lo "primitivo".[2]

Se ha dicho también que, como parte de esta misma estrategia defensiva, los estudiosos mexicanos imitaron los parámetros occidentales de valoración y representación del pasado, instaurando con ello cierta tradición que aspiraba equiparar las antigüedades mexicanas con los prototipos de las culturas clásicas de Occidente (estilos clásico y neoclásico).[3]

El ambiente cosmopolita de la Ciudad de México en las últimas décadas del siglo XIX y su referente ideal en Francia sin duda alcanzó a las representaciones del mundo prehispánico. Los anhelos de esta modernidad puedan observarse con claridad en las propuestas artísticas que pretendieron impulsar la integración de lo prehispánico a la vida moderna, su urbe y arte. En este tenor, la historia, como un punto de anclaje para proyectar el futuro de la nación, también se esforzó por emular a Occidente y su civilización.

No obstante, cabría considerar que estas nociones fueron ideales compartidos por todo el mundo, incluyendo a París, y no realidades concretas localizadas en un centro geográfico. La representación del arte y del pasado clásico en Europa también fue un largo proceso de construcción que sólo a la distancia se observa como una idealización totalizante que el mundo periférico se esforzaba por alcanzar. Desde este punto de vista, tanto París como México trataron de concretar el ideal de Occidente y su modernidad y ciencia, y de la humanidad, su pasado e historia.[4]

Las piezas, hoy identificadas como olmecas, procedentes de la Costa del Golfo, fueron representadas para probar parte de este ideal. Los estudiosos que creyeron encontrar en estas piezas un valor histórico profundo y original, se esforzaron por presentar tales pruebas a sus pares para ganar así una posición en el discurso histórico universal.

Las representaciones más antiguas con las que contamos proceden de los escritos de José María Melgar y Serrano.[5] Representó la Cabeza de Hueyapan en dos grabados: en el primero de estos la pieza se encuentra sola sobre una base; mientras que en el segundo la escultura aparece junto a otras, presumiblemente localizadas en la misma región, y sobre una mesa, elemento que disminuye considerablemente su tamaño (figuras 1 y 2).[6] Pese a la diferencia de proporción que ofrecen los grabados, ambos muestran una representación similar de la cabeza.

La primera de estas imágenes fue la que Alfredo Chavero retomó para mostrar la posibilidad de la ocurrencia de la raza negra en el continente. La figura, en México a través de los siglos, fue denominada como "Cabeza gigantesca de Hueyapan". Es un grabado que, sin duda, difiere de las representaciones que actualmente conocemos de esta pieza (figura 3). La cabeza, de casi metro y medio de altura, se presenta de tres cuartos; el contorno redondeado le resta presencia al rostro y lo torna más alargado dando la impresión de una coronilla más pronunciada; el contorno de las cejas, más inclinado y los ojos almendrados y simétricos le restan sobriedad y dureza; las sombras que caen sobre el maxilar ocultan el adorno que cubre desde la sien hasta la oreja; y los labios más delgados y simétricos, así como la aparente flacidez de las mejillas le confieren una expresión contrita.

Una representación similar de este tipo de piezas es la que presentó varios años después Ramón Mena. Cuando el profesor viajó a Huimanguillo, Tabasco, en 1916, regresó a la capital con un reporte sobre la existencia en este lugar de esculturas "tipo negroide". A su reporte anexó el dibujo de una de estas piezas. Dice el profesor que "Este coloso […] mide 1'35 ctms, de altura, teniendo una cabeza de 0'65 ctms de long, y un ancho de espaldas de 1'00 mtro."[7] Hoy a esta escultura se le conoce localmente como Juchimán.

El dibujo es por demás esquemático y carente de simetría. Destaca los rasgos del rostro por encima de los del cuerpo (figura 4). Se muestra una figura humana masculina sedente con las piernas cruzadas al frente (en flor de loto), con los hombros caídos y los brazos extendidos al frente, de tal manera que la palma de la mano derecha sujeta el tobillo de la pierna izquierda. El brazo izquierdo guarda la

posición inversa, pero la pieza está rota a la altura del antebrazo, por lo cual no se observa la mano de este lado. Es una figura robusta, que se muestra de forma erguida, pero el dibujo carece de detalles (en manos y pies, por ejemplo), salvo cuando sugiere la posición de los pectorales. El rostro, en cambio, está mejor definido por el trazo. Este mira al frente, pero sin mostrar el cuello. La cabeza es alargada y casi rectangular. La nariz es abultada y chata, y deja a la vista las cavidades nasales; las mejillas se muestran flácidas y las arrugas alrededor de las comisuras de los labios gruesos sugieren una sonrisa. Las cuencas de los ojos están oscurecidas y se revelan arrugas debajo de éstos y en la frente apuntando la ubicación de los parietales. A cada lado del cráneo se muestran unas salientes, refiriendo unas orejas largas y gruesas.

En conjunto, Mena nos presenta una figura humanizada. A ello ayuda lo esquemático del dibujo. Es posible que la sencillez en el trazo se debiera a las limitaciones impuestas por el estado de deterioro y erosión de la pieza, o por el poco tiempo del que disponía el inspector para realizar su visita. Un primer acercamiento al dibujo podría sugerir que quizás por ello Mena se abstuvo de delinear la cavidad de los ojos y los detalles que debieron acompañar al cuerpo.

La escultura, que actualmente se encuentra en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, sin duda se encuentra erosionada. Empero su deterioro, es posible observar muchos rasgos que el profesor del Museo Nacional omitió en su dibujo. En efecto, la escultura está en posición sedente con las piernas cruzadas al frente y tiene una faja a la altura de la cintura que apenas se alcanza a distinguir. Es perfectamente simétrica y de aspecto cuadrangular. El torso, sin embargo, está inclinado hacia adelante y extiende los brazos frente a las piernas, sosteniendo con el puño derecho una barra, de la que sólo queda el extremo de este mismo lado. La pieza está rota en el brazo izquierdo y le falta la mano. La barra sobre el piso es paralela a las piernas del personaje, y las oculta. De hecho, es posible observar que la pieza carece de detalles en los pies, pues originalmente la barra cubría por completo esta área.

La cabeza mira, en efecto, hacia el frente; el cuello tan sólo es un poco más estrecho que el ancho de la cabeza, por lo que resulta casi imperceptible. El cráneo es grueso pero no rectangular, pues su aparente alargamiento es consecuencia de un casco que le cubre la totalidad de la coronilla y hasta la frente, con dos prolongaciones que le envuelven los pómulos y los parietales hasta la base del cráneo, dejando descubiertas las orejas. El casco tiene, al frente, una gruesa cinta protuberante con un nudo al centro que oculta la parte superior de las cuencas. Es por ello que los ojos se ven oscurecidos, pero estos se alcanzan a observar en el fondo: son pequeños, almendrados y se encuentran muy cerca de la nariz. La mandíbula es fuerte, pero se nota más endurecida por el grosor del casco. La nariz es protuberante y chata y permite observar las fosas; mientras que los labios son gruesos, anchos y abultados (figura 5).

El rictus de la boca confiere una actitud adusta al personaje, mientras que la expresión, la fuerza y el rigor del cuerpo son casi amenazantes. Ello contrasta ostensiblemente con la representación de Mena. Él dibujó una figura que, pese a su grosor, resulta amable. La posición de los brazos es de relajamiento pues mantiene los hombros caídos y el torso, descentrado y asimétrico, vence el rigor de lo estático confiriendo una agradable sensación de movimiento. Esta "relajación" lo desprende de su composición pétrea y lo humaniza.

Tanto el dibujo presentado por Mena como los grabados de Melgar no intentan copiar los estándares del estilo clásico occidental. Las imágenes no suavizan las esculturas ni elaboran una visión "fantástica" de éstas. Por el contrario, subrayan su dureza y calidad pétrea, al mismo tiempo que la "humanizan". Los autores representaron las cabezas de los personajes "alargadas", cuando, en general, las esculturas de esta zona no presentan esos rasgos, y ello pudo responder a sus posturas monogenistas. Todos ellos, Ramón Mena, Alfredo Chavero y José M. Melgar, abrazaron la idea de un origen único para la humanidad y propusieron la presencia de la raza negra en el continente así como sus vínculos con las poblaciones indias, pero sin que ello implicara simpatizar con la inferioridad racial sostenida por el eurocentrismo dominante.[8]

De hecho, los mexicanos se esforzaron por justificar un juicio que no denigrara el pasado prehispánico de México, incluso en los estudios de medición somática.[9] La demostración de la no inferioridad racial de las poblaciones aborígenes y prehispánicas era la defensa del futuro de un país que se perfilaba hacia el mestizaje en el universalismo occidental.[10] Son éstas las consideraciones que parecen estar en las representaciones gráficas de la Cabeza de Hueyapan y de Juchimán: sus cráneos alargados reclaman el origen de una sola humanidad, así como la igualdad a ambos lados del océano.

En otro sentido, el énfasis en la humanización de las piezas de la Costa del Golfo presentado por Melgar, Chavero y Mena, omite cualquier presencia iconográfica. Tales representaciones aspiraban a la demostración de cierto naturalismo que justificara la existencia de un tipo racial y, con ello, también se limitó la posibilidad de relacionar los elementos de las piezas con características simbólicas o míticas.

Tal postura constituía una excepción en los estudios de la época, en los cuales se enfatizaban las relaciones con el espacio sagrado y cosmogónico, sobre todo tratándose de los pueblos del Centro de México y de la zona maya. Sin embargo, los restos de la Costa diferían completamente de aquéllos. Si constituían una muestra de la presencia de la raza negra en el territorio y de los contactos interoceánicos —tal como fue considerado en la época—, tenían una gran antigüedad y eran representantes de los estadios más primitivos del género humano. Como tales, no podían manifestar una práctica religiosa sólida, como sí lo demostraban las sociedades civilizadas (mexica o maya, por ejemplo) que tenían un cuerpo religioso institucionalizado y formalizado que era poseedor de un código de escritura manifiesto en los códices, esculturas y relieves. En los tiempos primitivos, por el contrario, no era posible encontrar tales características.

Esta apreciación también dominó la representación de las hachas de jade localizadas en aquellos momentos. Por ejemplo, el hacha mostrada en México a través de los siglos fue descrita por Chavero como un "hacha gigantesca de granito", de 55.5 cm de altura, procedente de la costa de Veracruz (figura 6). A diferencia de las piezas descritas arriba, me parece que el grabado de esta hacha no modificó sustancialmente los rasgos de la pieza. Por el contrario, la representación manifiesta la dureza de los rasgos faciales: ojos almendrados ligeramente elevados hacia los parietales, la nariz tosca y ancha que deja observar claramente las cavidades nasales, y la boca abierta con las comisuras hacia abajo que permite observar el grosor de los belfos y dos colmillos largos y curveados.[11]

Sin embargo, Chavero no identificó "símbolo" alguno en la pieza, sino que la relacionó con los rasgos somáticos de la Cabeza de Hueyapan. Refiere que:

Viendo su tamaño y su peso, se comprende difícilmente cómo podían utilizarla. La parte superior del hacha es una cabeza de hombre parecida á la de Hueyapan; el tocado es semejante; en la parte posterior tiene la incisión cuneiforme; pero el tipo negro es más marcado, más claro lo chato de la nariz y más pronunciados los salientes belfos.[12]

En buena medida sus apreciaciones coinciden con las hechas antes por Melgar y posteriormente por Mena, ya que ninguno de estos autores hizo un análisis icónico de las piezas ni trató de aislar sus elementos comunes. Sólo años más tarde, Saville se encontraría sumamente interesado en demostrar el carácter ritual de las mismas piezas y, por ello, las identificaría con el jaguar y con el culto mexica a Tezcatlipoca.[13]

Ninguna de estas apreciaciones tuvo éxito en los siguientes años. La identificación de estas piezas con elementos de carácter simbólico propios de una civilización y con rasgos netamente humanos sólo tuvo cabida varias décadas después, cuando la cultura de lo "primitivo" incluso sobrepasó los cánones de la estética y las esculturas de la Costa del Golfo fueron denominadas como la "cultura madre" en 1942.[14]

Testimonios y viajes

La comparación entre las representaciones descritas arriba y las realizadas en los siguientes años brinda una excelente oportunidad para destacar parte de los cambios ocurridos en la construcción de los datos y de los testimonios al interior del discurso arqueológico. En general, los registros de estos años muestran una transformación paulatina en el ideal de objetividad que acompaña una nueva forma de escritura.

Quizás unos de los trabajos que muestran de forma más clara este cambio sean los realizados por la expedición comandada por Frans Blom a mediados de la década de los años veinte y, posteriormente, los del Smithsonian Institution. Poco a poco, la narrativa colorida y romántica del explorador decimonónico dejó paso al nuevo lenguaje de una disciplina que cada vez adquirió mayor independencia. En este tránsito ganaron terreno los tecnicismos formales en la descripción; el uso de medidas estandarizadas y de equipos de mayor precisión; los registros con escala; la ubicación geográfica precisa de los monumentos, etcétera.[15]

Por ejemplo, en el prefacio de Tribus y templos, Blom y La Farge aclaran a sus lectores su forma de registrar:

Para medir los edificios, se empleó una cinta métrica de 25 metros, y las distancias más grandes se midieron por pasos. Todos los planos de las ruinas se hicieron a escala. Descripciones más amplias de distribuciones y dimensiones de edificios son cansadas y no dan al lector una imagen de su esquema. Quienes deseen estudiar los dibujos con más detalle, fácilmente pueden comprobar las dimensiones con una regla graduada. Los hodómetros no son confiables, por lo tanto, al medir con pasos, cada cinco se marcaba en el registro.[16]

Con estos parámetros, nuevos objetos del conocimiento ingresaron al campo de la arqueología. La artificialidad de los instrumentos científicos, lejos de ser objetos independientes al sujeto científico, constituyen una extensión de su razonamiento y de su práctica, es decir, una realidad artificial.[17] En el campo arqueológico la dimensión exacta de los espacios se tornó de capital importancia, al igual que la distribución métrica de los edificios en el conjunto, o la comparación (igualmente métrica) de sus componentes arquitectónicos, el grosor de los estratos, las medidas de cada uno de los objetos obtenidos en las exploraciones, el color exacto de las piezas cerámicas y sus motivos, etcétera.[18]

En estos años, por ejemplo, los tiestos cerámicos adquirieron una relevancia cada vez más contundente. En cada una de las exploraciones emprendidas se hicieron pozos para colectar el material cerámico, aun cuando no se tratara de piezas completas o figurillas, como antaño. Los tiestos se estudiaban minuciosamente para establecer cuadros tipológicos y, con ello, cronologías relativas que pudieran definir "culturas".[19] En buena medida, en estos nuevos objetos se basaron las polémicas sobre la ubicación de la Tollan y, después, las de los restos del Golfo.

La aparición y construcción de nuevos objetos en los campos científicos han sido temas comunes en el debate sobre el estatuto de las ciencias naturales. Tal campo, sin duda, ha sido tradicionalmente el centro de las polémicas sobre la veracidad y la objetividad del conocimiento. Por el contrario, las llamadas ciencias sociales no suelen abordarse desde tales posturas. Pareciera que al llevar desde su origen como disciplinas profesionales la "subjetividad", hubiesen escapado a la reflexión sobre su quehacer, amparadas en una evidente carga ideológica que no amerita discusión.[20]

No obstante, en las últimas décadas las nociones básicas que sostuvieron el andamiaje de los estudios sociales, como "cultura" por citar una de las primordiales, han propiciado extensas reflexiones. En el caso de la arqueología, empero, la discusión sobre la construcción de sus datos y objetividad no ha sido aún un tema de análisis, al menos, no en el caso mexicano.[21]

Los registros gráficos de la primera mitad del siglo XX pueden ofrecer una ventana para tal análisis pues imponen un orden artificial a los objetos en un intento por mostrar, de manera ideal, la realidad.[22] En todas las exploraciones realizadas a partir de la década de los años veinte en la Costa se hicieron numerosos registros gráficos de las zonas, de los viajes y, sobre todo, de las esculturas en piedra y jade.

La mayor parte de estos registros son fotográficos. Para este momento, en el ámbito arqueológico, esta técnica prácticamente había sustituido al dibujo como el mejor registro para "capturar" la realidad. La excepción, sin duda, la constituyó el análisis realizado por Miguel Covarrubias para trazar la genealogía del simbolismo de las piezas de La Venta. Su esquema gráfico, presentado en la Segunda Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología en 1942, fue un elemento fundamental para definir estas piezas como el origen del resto de las civilizaciones hasta entonces conocidas[23] (figura 7).

No obstante, pareciera que en estos años comienza a abandonarse la confianza en la fidelidad de los dibujos, pues éstos quedaron cada vez más limitados al espacio cartográfico y al epigráfico. Así, se continuaron haciendo planos y mapas de ubicación, y también dibujos y pinturas de los motivos decorativos o de los glifos presentes en murales o cerámica, pero las esculturas pocas veces fueron dibujadas.

En pleno siglo XX, a varias décadas de distancia del surgimiento de la fotografía, es difícil establecer las razones que motivaron este cambio (del registro gráfico al fotográfico), pero es posible que éste haya sido favorecido por las innovaciones en la tecnología fotográfica durante las primeras décadas del siglo.[24] Tal transformación también pudo estar relacionada con la especialización de los saberes, la cual incidió en una separación cada vez más contundente entre el campo científico y el artístico. Con el tiempo, ambos aspectos incidieron en el establecimiento de un criterio de observación y registro radicalmente diferente al del siglo XIX: si las piezas precolombinas habían de ser dibujadas, sólo sería por la mano de artistas especializados quienes harían de sus registros "obras de arte", y no "datos científicos".[25]

Pese a los anhelos de objetividad de los registros, éstos muestran resquicios por los que se cuela el autor y revelan la imaginería que comienza a construirse alrededor de las pieza del Golfo a partir de la década de los años veinte. En su expedición por los Tuxtlas, Frans Blom y Oliver La Farge llevaron consigo dos cámaras fotográficas poco voluminosas para facilitar su traslado en caballo o mula por la selva tropical. Eligieron para el trabajo pesado (es decir, para cuando se encontraban en movimiento, o bien, cuando no tenían oportunidad de montar el trípode o bajar del caballo) una Kodak Autográfica Jr. N° 1-A, con película en rollo y lentes anastigmáticos F. 7.7 de 130 mm, con aditamento para retrato. Con este equipo también realizaron las tomas de objetos a distancia y, pese a que señalaban que les dio buenos resultados, confesaban que la película en rollo resultaba problemática en la humedad de la selva porque podía pegarse por estar fuertemente enrollada. Para las tomas especializadas, usaron una cámara Graphix, de placas sueltas tamaño postal (3 ¼ x 5 ½), con lentes Kodak anastigmáticos F. 4.5, 1 ½".[26] Aunque este equipo no contaba con altas velocidades y en ocasiones tuvieron que usar un trípode para sostenerla, les dio muy buenos resultados con los registros de monumentos y edificios.

Seguramente, el registro de varios de los monumentos no fue una tarea sencilla. Los expedicionarios incluso consideraron que era mucho mejor usar los equipos pequeños, pues aun cuando se sacrificara el tamaño del negativo, permitían mejores ángulos de toma y mayor versatilidad en los trayectos a través de la selva:

Fue muy valioso llevar un instrumento fabricado por Kodak, con el cual se puede inclinar la cámara para obtener el ángulo deseado. Es especialmente útil para fotografiar monumentos muy planos, al ras del suelo, difíciles de levantar.[27]

Y es que, al menos respecto a los objetos que aquí nos interesan, Blom y La Farge prefirieron fotografiar las esculturas y no los edificios. Estaban sumamente interesados en mostrar las grandes dimensiones de las cabezas, y ello era sustancialmente más fácil de conseguir con las cámaras ligeras.

Este interés difiere sustancialmente del que rigió en los registros que previamente había realizado Melgar, y que luego Chavero reprodujera. En aquellos grabados el tamaño de las piezas no constituía un elemento de relevancia: en uno la cabeza aparece sola, y no hay ningún referente métrico que revele su tamaño; mientras que en el otro, la escultura se encuentra sobre una mesa compartiendo la escena con otras piezas que, en realidad, son de menores dimensiones, como hachas y máscaras. Esta última composición incluso minimiza al extremo el tamaño de la cabeza (figuras 1 y 2).

Si bien, Blom y La Farge no tuvieron oportunidad de ver la Cabeza de Hueyapan a su paso por La Venta, localizaron una escultura similar que, aun cuando no la desenterraron, la describieron como el:

[…] monumento más asombroso de todos […], una enorme peña en forma de campana. Al principio nos confundió mucho, pero al excavar un poco, para nuestro beneplácito, vimos que teníamos enfrente la parte superior de una cabeza colosal. […] La parte visible medía 6 metros de circunferencia y sobresalía 1.35 m del suelo.[28]

En la fotografía colocaron al lado de la escultura, con la mano recargada sobre ésta, a uno de los lugareños; sin embargo, la toma es cerrada y no tiene aire. En el margen derecho se observa al individuo hasta el pecho, ocupando una quinta parte del cuadro. En el resto, la cabeza emerge del suelo y constata sus grandes dimensiones (figura 8).

Una toma similar hizo Albert Weyerstall cuando tuvo la oportunidad de conocer la Cabeza de Hueyapan[29] (figura 9). Se fotografió a su lado, sentado con las piernas cruzadas al frente, tomando su sombrero con la mano izquierda y posando la derecha sobre la escultura. Si bien la toma está hecha en picada, la pieza se distingue de forma colosal gracias a que apenas sobresale del sedimento que la cubre y el rostro sólo se alcanza a distinguir desde la altura de la nariz y los pómulos.[30]

Además, ocupa ¾ partes de la fotografía y, a su lado, la figura vestida de blanco de Weyerstall se antoja minúscula.

Durante su expedición Blom y La Farge también pudieron observar una escultura que desde tiempo atrás había sido trasladada a la ciudad de Villahermosa. Los lugareños no pudieron informarles con precisión su procedencia, pues algunos consideraban que provenía de Blasillo, mientras que otros pensaban que era de La Venta. Contaban que dos décadas atrás un tal Policarpo Valenzuela se encontraba cortando madera en el río Tonalá cuando se topó con la escultura. La trasladó de la misma forma que hacía con la madera: por el cauce del río y con la ayuda de unos bueyes. Para cuando Blom pasó por Villahermosa, la pieza se encontraba en el patio del Instituto Juárez. Era la escultura que años atrás el profesor Ramón Mena dibujara.

Blom se limitó a describirla como un "ídolo" que representa "una figura sentada, con ambas manos sobre sus pies". Además aclaraba que el monumento estaba labrado en piedra porosa, "como la mayoría de los que se encuentran en La Venta".[31] A diferencia de Mena, quien no manifestó interés alguno por las dimensiones de las piezas, Blom presentó dos fotografías que la hacen patente: en la primera la escultura aparece de perfil y, en el fondo, a cada uno de sus lados, se encuentran parados dos lugareños que no logran sobrepasar la altura de la pieza. En la segunda el monolito se encuentra de frente, ocupando un segundo plano de lado izquierdo del cuadro, mientras que otra de menor dimensión ocupa el extremo contrario —a la derecha, en la parte inferior y en primer plano (figuras 10 y 11).

El objetivo de resaltar la monumentalidad de las piezas fue continuado por los expedicionarios del Smithsonian Institution durante sus exploraciones, pese a que las fotografías tomadas por el National Geographic Magazine tuvieron un objetivo diferente al del resto de representaciones aquí abordadas, por su carácter no especializado. En general, las fotografías de la revista se enfocaron a mostrar cada una de las piezas desde su ángulo más espectacular y, además, intentaron dejar en claro la proporción de la pieza usando un modelo humano como comparativo. Se muestra así a Matthew Stirling a un lado de la Cabeza de Hueyapan con una cinta métrica

en la mano para constatar el tamaño de la pieza; o un pequeño niño dentro de una zanja que apenas asoma por debajo de una gran estela (figuras 12 y 13).

Por otro lado, las imágenes, a la vez que destacan la belleza, el valor y la magnitud de las piezas, insisten en la emoción y el esfuerzo de la expedición. El fotógrafo de la expedición, Richard H. Stewart, estuvo encargado de hacer las tomas necesarias para la revista. Al registrar la Cabeza de Hueyapan, por ejemplo, la muestra in situ rodeada de un nutrido grupo de gente (presumiblemente los trabajadores y lugareños) para constatar la ubicación del hallazgo y el gran esfuerzo que éste supuso (figura 14).

La mayor parte de las piezas fueron fotografiadas en el lugar del hallazgo y, en general, las imágenes muestran el esfuerzo que significó la exploración. Las tomas son abiertas para incluir en la composición al gran número de trabajadores que intervinieron en la faena; las herramientas de trabajo también se presentan en el cuadro; y se procura abarcar el contorno y la profundidad de la excavación para mostrar su complejidad. Estas características están enfocadas a resaltar el trabajo, el valor, la fuerza, la aventura en la selva, el sudor, el cansancio, lo loable de la empresa, etcétera. Así, varias fotografías muestran las maniobras usadas para remover las grandes estelas y esculturas, y las notas que las acompañan en la publicación hacen énfasis en la dificultad de las labores, como en el caso de la Estela D cuando se advierte que "twenty man power was needed to raise Stela D"[32] (figuras 15 y 16).

Las imágenes estaban dirigidas principalmente al público lego. En tiempos en que la devastación de la Gran Guerra constituía la noticia de mayor trascendencia, el National Geographic Magazine ofrecía a sus lectores experiencias del pasado y presente que, por momentos, lograban suavizar las atrocidades de la guerra y la terrible naturaleza humana.[33] En un sentido claramente político, el discurso construido por estas imágenes presenta a la arqueología como una actividad que, en medio de la aventura y el exotismo, rescata desinteresadamente un patrimonio común: el pasado. El ayer se presenta idílico y majestuoso (fuera de toda dimensión, elegante, refinado), como un legado de América, de la humanidad entera y sin facciones.

El discurso de tales imágenes no estaba limitado al espacio de divulgación. A la par que eran presentadas en la revista se utilizaban en el discurso netamente académico. Aquí las mismas fotografías conformaban parte del registro científico: eran "datos" de investigación. Además de las fotografías de registro de lotes de piezas de menor tamaño (figurillas o tiestos de cerámica),[34] las tomas de Stewart

fueron usadas por los expedicionarios para presentar sus reportes científicos ante las autoridades mexicanas y para ilustrar sus publicaciones especializadas.[35]

En estos últimos espacios, las imágenes se suman a una gran cantidad de datos descriptivos (como medidas, características de tipos cerámicos y de sedimentos, distribuciones espaciales, etc.) y a un discurso seco y sin colorido que aspira a la objetividad científica. Sin embargo, si al público lego se le brindó una imagen majestuosa y exótica de las piezas, la selva y sus habitantes, fue porque esa era la imagen que los expedicionarios construyeron sobre su objeto de estudio.

Lo exótico, lo indígena

La ruptura a la que he hecho alusión, sobre las nuevas estrategias de registro, tan sólo constituye una de las aristas de esta historia y, por lo tanto, es parcial. Si tomamos como punto de referencia la mirada desde Estados Unidos, la historia también nos muestra una fuerte continuidad en el proyecto de representación del pasado "americano". Asimismo, si consideramos las representaciones elaboradas por los estudiosos mexicanos, es posible observar una continuidad parcial en la mirada sobre los pobladores de la Costa.

Cuando los vecinos del norte arribaron a la Costa del Golfo para realizar las exploraciones en Tres Zapotes mantenían la intención de encontrar parte del corredor que ligara a los restos de los Lagos del norte con la zona maya. Este último punto era fundamental para su propia historia debido a la reconocida calidad civilizatoria de esta última área.

Sumándose a aquellos autores que sostuvieron la antigüedad, originalidad, alto grado de civilización y desarrollo artístico de los pueblos americanos,[36] los restos que en la década de 1940 serían denominados "olmecas", constituían parte de su propio origen civilizado, artístico y con escritura.[37] Este interés fue el que propició que la mayor parte de las expediciones que emprendieron los estadounidenses en la primera mitad del siglo XX estuviera enfocada primero a la zona maya y luego a recorrer toda la costa del Golfo mexicano.[38]

A partir de la segunda mitad del siglo XX, las exploraciones estadounidenses en territorio mexicano se multiplicaron con gran rapidez. A la par de las investigaciones estratigráficas realizadas en el Altiplano, tanto la Tulane University como la Carnegie Institution iniciaron recorridos y excavaciones en la zona de Los Tuxtlas con la intención de ubicar la zona de confluencia entre las culturas del centro de México y las de la zona maya. Luego, Stirling iniciaría sus trabajos en Tres Zapotes y Karl Ruppert en Tamaulipas para ubicar la ruta migratoria de las culturas desde el Mississippi.

de la zona maya como civilización y de sus restos como arte no se alcanzó sino hasta que se dieron a conocer los viajes de Stephens y Catherwood. Ambos autores fueron quienes propusieron por vez primera que los restos del sureste eran un "arte" que podía ser comparado con el clásico de Occidente. Además de reconocer la civilización de estos pueblos, Ortega y Medina señala que, desde las publicaciones de Stephens, se observa el interés por fundamentar el valor artístico de tales restos como la única salida para fundamentar un origen inmaculado: "Resucitando, por lo tanto, un pasado histórico-arqueológico que por muerto era aprovechable y, por lo mismo, no peligroso y digno además de inspiradora imitación; y reivindicando el pasado artístico maya y el del resto del continente, la función directora que deseaba angustiosa y perentoriamente asumir Norteamérica, así como la compensación substancial de que estaba tan ayuna serían logradas con creces. Aceptar como suyo el pasado y tomar conciencia artística de él significaba para los Estados Unidos henchir estéticamente su vacío americano […]".

Como señalaran Blom y La Farge, su expedición por el sureste mexicano era relevante porque:

Se conoce algo acerca de los indígenas norteamericanos, pero pocos saben que hace mil quinientos o dos mil años floreció en el continente americano la civilización maya, que puede ser comparada con las del Viejo Mundo, e incluso superarlas en algunos aspectos.[ …]

La historia de Egipto, Grecia y Roma ya ha sido difundida. Pero el pasado de la más notable civilización de la antigua América aún no se escribe, pero pronto llegará el día en que la historia de una raza americana, tan artística, científica y humana como las del Viejo Mundo, se ponga al alcance de quienes se fascinan con los tiempos pasados.[39]

Esta fascinación también dominó, en buena medida, las investigaciones llevadas a cabo por el Smithsonian Institution y, a la vez, las tomas realizadas por el National Geographic Magazine. Si consideramos que uno de los objetivos de esta última publicación estaba centrado en la promoción del turismo, no resulta extraño que las fotografías y los relatos que incluía aludieran a la calidad artística de las piezas y, a la vez, a su exotismo. Durante las primeras décadas del siglo XX existe un marcado interés por la difusión de la actividad arqueológica que favorecía la naciente empresa del turismo masivo. En una imagen idílica de la profesión se incentiva la imaginación de la exploración en lugares ignotos, desconocidos, impresionantes, pintorescos y fuera de los confines del mundo moderno.

El National Geographic Magazine compartía en buena medida tales objetivos. Los títulos de los trabajos, la narrativa de la escritura y la de las imágenes que la acompañan pretenden despertar en el espectador la curiosidad por lugares exóticos, alejados del mundo conocido y moderno, e invitarlos a su "descubrimiento". Es por ello que además de mostrar a los expedicionarios sus trabajos y los hallazgos realizados, se retrata a la población de todas las edades y sus costumbres; los paisajes, la flora y la fauna exótica; las construcciones del centro de los poblados (de la etapa colonial), y también las casas comunes; los medios de transporte y los animales de carga; los caminos, los ríos y la selva en general.

Este tipo de imágenes no constituyen ninguna novedad. Ya antes los viajeros, por ejemplo, habían registrado la vida cotidiana de las poblaciones por las que cruzaban y también describieron sus tradiciones. Los registros que hiciera el National Geographic Magazine constituyen una continuidad de aquellos libros de viajes del siglo XIX, pero con ciertos matices producidos por la especialización de los saberes. Los viajeros presentan testimonios destinados a los patronos de la expedición (gobiernos o particulares) y, luego, a un público de elite reducido, letrado y, hasta cierto punto, especializado en los temas sobre antigüedades y costumbres. Por el contrario, los reportajes de revistas como el National Geographic pretenden abarcar el mayor número de lectores con la finalidad de mostrar fragmentos de la realidad que han sido captados por profesionales y, a la vez, de promocionar el turismo a gran escala.[40]

Uno y otro trabajo, sin embargo, comparten una fascinación por los tesoros arqueológicos y el exotismo de las tierras selváticas y sus habitantes, de la que no estuvieron exentos los investigadores del Smithsonian Institution. En el National Geographic Magazine es posible observar parte del imaginario que acompañó a los expedicionarios. Son cinco las fotografías que, en particular, llaman mi atención. Fueron publicadas entre 1940 y 1941 como resultado de las dos primeras temporadas de campo realizadas por Stirling en Tres Zapotes, Cerro de las Mesas y La Venta.[41] En todas ellas aparece un lugareño junto a una pieza arqueológica, sin que pueda distinguirse con claridad cuál de los dos personajes constituye el tema central de la composición.

En una primera impresión pareciera que el lugareño fotografiado cumple la función de representar una escala. Esta estrategia no tiene nada fuera de lo común: responde a la necesidad de brindar al lector un referente de comparación métrica que revele el tamaño real de la pieza utilizando para ello la figura humana. Sin embargo, observando con mayor cuidado, tal pareciera que la elección de los modelos que acompañan a cada una de las piezas no fue azarosa y que, por el contrario, son parte fundamental del discurso que los expedicionarios querían mostrar sobre sus descubrimientos.

En las dos primeras aparecen dos lugareños: Emilio y Dulce (figuras 17 y 18). A diferencia de la mayor parte de las fotografías que he descrito arriba, éstas no fueron hechas en el sitio de exploración, sino en el pueblo. Al fondo de las escenas se alcanza a percibir parte de los tejados de las casas y, en una de ellas, quizás las cajas de embalaje de las piezas en el campamento. Pero el escenario no es importante. El fotógrafo lo borró de manera intencional al abrir el diafragma y con ello reducir la profundidad de campo en la toma para enfocar la atención en los personajes.

Pero, en realidad, los lugareños no son los únicos personajes de las tomas. En la primera, Emilio, un hombre maduro con sombrero de palma y arrugas pronunciadas alrededor de los ojos fue retratado de frente sosteniendo con sus manos, a la altura del pecho, pero sin cubrirlo, una máscara presuntamente mexica. La segunda es una toma similar: Dulce, con su colorido vestido, fue fotografiada hasta la cintura con el rostro casi de perfil, y sostiene frente a sí, casi a la altura del rostro, una máscara también de perfil del dios Xipe.

Ambas fotografías son equilibradas. En cada una el personaje ocupa la mitad del espacio y la máscara otro tanto, al quedar enmarcada por un vacío visual. Sin embargo, ninguna de las dos piezas requería de la presencia del personaje para presentarse ni para evidenciar su tamaño. Generalmente, las esculturas pequeñas, como éstas, fueron fotografiadas aisladas sobre superficies planas y con iluminación artificial, desprendidas de su contexto de hallazgo, como si se tratase del escaparate de una joyería (figura 19).

Las fotografías de Dulce y Emilio, sin embargo, requieren de estos personajes para estar completas. Como un reflejo imperfecto, cada lugareño se muestra como la continuidad de la pieza, como su extremo extendido hasta el presente. El hombre, con su mirada adusta y las gruesas arrugas bajo los ojos, evoca la mirada de la máscara. Más evidente aún resulta el juego que establecen Dulce y la escultura de Xipe: se encuentran frente a frente, Dulce con la mirada entornada hacia abajo para encontrarse con los ojos del dios tiene una risa juguetona en un intento por mantener arqueadas las cejas e imitar aquella expresión pétrea.

En otra fotografía, un niño, quizás de 12 años, posa al lado de una escultura "baby face" (figura 20). Con el cabello revuelto, el muchacho trata de mantener atenta la mirada ante el objetivo de la cámara, arrugando el entrecejo para evitar que lo lastimen los fuertes rayos del sol. Al igual que la escultura, se encuentra arrodillado, mirando de frente al aparato fotográfico. En esta posición resulta casi de la misma altura que la escultura y, seguramente, por ello Steward lo colocó arrodillado y no de pie.

Unas páginas después en la publicación, aparece la imagen de una cabeza colosal. Fue fotografiada luego de haber sido liberada del sedimento que la cubría, y a su lado se encuentra un hombre de mediana edad, cuya mirada queda oculta por la dura sombra proyectada por su sombrero. La ancha nariz resalta de los rostros de ambos personajes: la del hombre se encuentra en una zona luminosa y altamente contrastada por la sombra del sombrero; mientras que la escultura presenta manchas de humedad en la coronilla y en los ojos, y ello confiere mayor claridad a la parte inferior. La toma, en picada, se concentra en ambos rostros, construyendo una similitud adicional: con la mirada cabizbaja u oculta, ambos personajes parecen observar el suelo (figura 21).

En la última fotografía, una cabeza colosal se presenta de nuevo al lado de un hombre. Es un joven, quizás un adolescente, que desenfadado, recarga el cuerpo sobre la escultura. Los pies cruzados y las manos en los bolsillos, el cabello alborotado y una ligera sonrisa en los labios. Mira de frente a la cámara, al igual que el monolito. El fotógrafo, en este caso, tuvo que colocarse de frente y a la misma altura de la escultura, con el cuerpo ligeramente agachado para con seguir la toma. Fue necesario, porque de otro modo no hubiera podido remarcar la redondez de los rostros de sus personajes, ni las sonrisas juguetonas y juveniles que se dibujan en sus labios (figura 22).

Las imágenes confrontan los rostros del pasado con el presente. En cada una de ellas el fotógrafo escogió entre los pobladores a quienes tuvieran un mayor parecido con las esculturas y construyó composiciones equilibradas para enfatizar la similitud de sus personajes. En la publicación, al pie de la última foto descrita, se deja claro, en palabras, la razón de estas analogías: "This happy, buck-toothed warrior was a dug up at La Venta. It represents a physical type found in southern Mexico during ancient times, and even today".[42]

En parte, tales asociaciones son una muestra del menosprecio hacia el pasado prehispánico y a los pobladores mexicanos propias del centro económico del que provenían los expedicionarios estadounidenses. Desde la cumbre de la ciencia, los estudiosos estaban buscando el origen remoto y el estado primitivo de las sociedades en el pasado, con la convicción de que el proceso evolutivo se había estancado en esas tierras selváticas, y que sus pobladores habían permanecido inmutables en el tiempo, conservando su condición original, inalterada, exótica.

Sin embargo, esta actitud no era un producto exclusivo del centro estadounidense. La fascinación por el "primitivo" era una constante desde hacía varios siglos y fue compartida por todo el mundo occidental e, incluso, por los saberes científicos construidos a partir de la modernidad.[43] En la búsqueda de la "otredad", la antropología configuró los rostros y delineó las historias de aquellas poblaciones que, a sus ojos, se encontraban más distantes de Occidente. Con estos estudios se pretendía subrayar y validar la pluralidad de desarrollos en la humanidad, rompiendo a la vez la terrible línea de progreso que antes había trazado el evolucionismo decimonónico para explicar la civilización.

El afán por demostrar la pluralidad de desarrollos, sin embargo, no pudo escapar de la fascinación por el "primitivo" y su contraste- relación con el mundo moderno. En este sentido, la arqueología constituyó una de las herramientas básicas para extender la explicación hasta el más oscuro pasado, para remontar, sostener y validar la antigüedad y el valor de tales culturas.[44]

La concepción de las sociedades no occidentales como entidades cerradas e inmutables en el tiempo se integró como fundamento de la arqueología y de la antropología en general. Los estudios antropológicos buscaron afanosamente la existencia de poblaciones alejadas de la modernidad, estancadas en su propio tiempo-espacio. La pureza de las sociedades primitivas, la ausencia de Occidente, era uno de sus mayores valores, sobre todo si podía comprobarse una raíz histórica remota. Tales posturas fueron reforzadas por el creciente interés esteticista de las manifestaciones de las poblaciones exóticas o primitivas, y con ello se estableció una nueva universalidad que debía esforzarse en (de)mostrar los matices locales.

Tales ideales no fueron ajenos a la comunidad mexicana. Al menos desde los estudios de Manuel Gamio en el Valle de Teotihuacan, se estableció una estrecha liga entre los restos precolombinos y los indígenas, así como con las poblaciones habitadas por estos últimos. Los indios se consideraban los descendientes directos de los prehispánicos y, por ello, sus vidas y costumbres folclóricas constituían culturas estimadas y dignas de "conservación".[45]

De esta forma se creaba una liga indisoluble entre la arqueología y la antropología: cada una de ellas se enfocaba a uno de los dos extremos de la historia de los pueblos y, con ello, se reforzaba la idea de la inmutabilidad histórica y de la preservación de la diversidad cultural. Tal postura se mantuvo e, incluso, se incrementó con las políticas indigenistas de las décadas de los años treinta y cuarenta, las cuales procuraron mantener la diversidad cultural fuera del alcance de los embates de la modernidad.[46]

En este sentido, al proponer la existencia de la "cultura madre" se establecía la raíz genealógica de todos los pueblos prehispánicos y de sus descendientes, fuesen estos indígenas o mestizos. Pero los estudiosos mexicanos no fueron proclives a las representaciones gráficas que usaron los estadounidenses.[47] El lazo que unía el presente con el pasado prehispánico se simbolizaba haciendo uso de las antigüedades, pero sin relacionar las características físicas de los pobladores, indígenas o mestizos.[48] Con estas representaciones se quería enfatizar una línea cultural y no biológica. Allende a las discusiones sobre el mestizaje, tal pareciera que los mexicanos querían evitar que la historia nacional se vinculase con los rasgos somáticos presentes en las cabezas colosales que, seguramente, resultaban poco atractivos o, incluso, repulsivos para la estética del momento.

Alfonso Caso, principal promotor de la idea de la "cultura madre", guardaba en su archivo una imagen casi como una provocación al cuidadoso y políticamente correcto discurso de la comunidad arqueológica. No fue publicada, estaba resguardada entre diversas notas de investigación sobre la "cultura madre", dibujos de glifos sobre el jaguar y fotografías de piezas olmecas. Sobre una hoja blanca de papel sin fecha, centrado, se encuentra pegado el recorte de periódico en el que se publicaba la fotografía de la cantante Elvira Ríos[49] (figura 23). La toma es de tres cuartos con iluminación suave. Es un retrato que alcanza a registrar el rostro y hasta la parte superior del torso. Ella sostiene un cigarro en la mano derecha, mientras ligeramente apoya su mentón sobre esta misma mano. Tiene el cabello recogido por detrás, lo que enmarca y resalta el rostro. Se observan los labios —gruesos de por sí— resaltados por el maquillaje; la nariz también es gruesa y esto se acentúa por la sombra que cae debajo de ésta; los ojos están ocultos por las sombras del maquillaje y las largas pestañas. Al margen de la fotografía aparece, en la caligrafía pequeña y angulosa de Caso, una nota: "cara olmeca". Elvira Ríos era una intérprete del compositor Agustín Lara y, como tal, era la imagen viva de la tradición mexicana citadina que se construyó a partir de la década de los años treinta. Quizás para Alfonso Caso, interiormente, también representaba el posible rostro —femenino— de la "cultura madre".

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Archivos

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ATA Archivo Técnico de Arqueología, Coordinación Nacional de Arqueología, Instituto Nacional de Antropología e Historia.


[1] Sobre el mito del "salvaje", su continuidad y transformación hasta el siglo XX, cfr. Roger Bartra, El salvaje artificial, 1997, y El salvaje en el espejo, 1992.

[2] Mauricio Tenorio Trillo (Artilugios de la nación moderna. México en las exposiciones universales, 1880-1930, 1998) brinda un análisis sumamente interesante y detallado sobre los afanes del gobierno mexicano por mostrar una imagen civilizada del pasado de la nación en el contexto de las ferias mundiales. Frida Gorbach (El monstruo, objeto imposible. Un estudio sobre teratología mexicana, siglo XIX, 2008) por su parte, lleva la propuesta al extremo, al sugerir que parte de los estudios del siglo XIX mantenían una profunda preocupación por el posible origen teratológico de las razas americanas.

[3] Luisa Fernanda Rico Mansard (Exhibir para educar. Objetos, colecciones y museos de la ciudad de México (1790-1910), 2004, p. 120), por ejemplo, sugiere que los estudiosos decimonónicos, al ordenar las piezas prehispánicas y representarlas, querían ajustar la realidad mexicana y su pasado a los estándares estéticos del otro lado del océano. Señala que la forma en que Fernando Ramírez, en México y sus alrededores, dibujó las piezas prehispánicas era: "[…] fantástica y muy estilizada del mundo prehispánico, al estilo de cómo se presentaban en Europa en muchas de las antigüedades griegas y romanas, pues se seleccionaron distintos ejemplares, muchos de los cuales ni siquiera estaban en el Museo Nacional, para ordenarlos en una especie de miscellanea de objetos atractivos en la que, para beneplácito de cualquier observador, se suavizaban los rasgos prehispánicos rígidos, cambiándolos por rostros sonrientes".

[4] Es cierto que los decimonónicos intentaron en más de una ocasión equiparar su pasado con el de Europa, pero la universalidad que pretendían alcanzar no se manifiesta en una simple imitación del estilo clásico. La "suavidad" que identifica Rico en las representaciones del catálogo de Ramírez podría responder más a la tradición pictórica del momento que a un intento por imitar la estética de Occidente. Me parece que, de hecho, son pocos los casos en los que esta emulación de Occidente (o incluso de Oriente) queda manifiesta en la finura de los trazos. Ejemplos clásicos son los dibujos realizados por Waldeck sobre los murales de Palenque. Ramírez, por otro lado, fue uno de los principales promotores de los contactos entre las poblaciones prehispánicas y las del otro lado del mundo. Para sostener su tesis no utilizó los referentes clásicos de Occidente, sino las piezas que tampoco en Europa tuvieron un lugar en las galerías de arte: las prehistóricas. El contacto que proponía Ramírez data de los primeros años de la humanidad y, por ende, se encontraba completamente alejado de la mirada construida alrededor del mundo clásico. Este origen, el de la humanidad, era una idea de mayor trascendencia para demostrar con hechos el vínculo existente entre ambos continentes, así como la valía de las poblaciones americanas.

[5] José María Melgar y Serrano, "Antigüedades mexicanas", en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística de la República Mexicana, 2a época, 1869, t. I, pp. 292-297; y "Estudio sobre la antigüedad y el origen de la cabeza colosal de tipo etiopico que existen en hueyapam, del Canton de Los Tuxtlas, por el C. José M. Melgar", en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística de la República Mexicana, 2a época, 1871, t. III, pp. 104-118.

[6] De acuerdo con el nombre que aparece en la base agregada a la pieza en el grabado, es posible que este último haya sido realizado por T. de la Peña G.

[7] Archivo Técnico de Arqueología-INAH (en adelante ata), t. CVI, exp. 825, s.f. Es posible que exista un error tipográfico en las medidas reportadas por Mena, pues la escultura mide 1.70 m de altura.

[8] Cabe recordar que los estudios craneométricos desde el siglo XIX consideraban que los cráneos anchos y cortos (braquicéfalos) eran una clara señal biológica de primitivismo e, incluso, de un cerebro más pequeño. Desde una postura claramente eurocentrista, los antropólogos consideraban que, por el contrario, las cabezas alargadas (dolicocéfalas), propias de las razas europeas, tenían una mayor capacidad craneana y, por ende, eran más evolucionadas que el resto. Estos argumentos, provenientes de la craneometría, se usaron en diversas ocasiones para sostener con elementos científicos la inferioridad racial de las poblaciones indias y africanas, eran parte de la tradición de los estudios antropológicos del siglo XIX, en los que se impulsó el estudio somático de los grupos no occidentales, de sus relaciones filiales y consanguíneas, así como de las mezclas raciales. Tales posturas impulsaron el estudio de la aclimatación de las poblaciones europeas en tierras tropicales (consideradas nocivas para la evolución humana), y las mediciones somáticas con las que se apoyaron las explicaciones sobre la diferencia natural entre el progreso de las diversas razas en el mundo. Estos estudios también fueron usados para explicar la criminalidad y/o perversidad de los individuos, así como para realizar las políticas sanitarias y judiciales tendientes al control y homogeneización de la ciudadanía. Un ejemplo del uso de estos criterios somáticos lo constituye el estudio de Julio Guerrero, La génesis del crimen en México, publicado en 1901.

[9] México tuvo una fuerte influencia de la agenda de investigación de la escuela francesa, en particular de la Société d'Anthropologie de París y del ethos de Paul Broca, su fundador. Por ello, los mexicanos asumieron los matices racistas derivados del eurocentrismo y se abocaron al estudio de los grupos indígenas y del pasado prehispánico. La agenda de la Société d'Anthropologie consideraba la investigación de las diferentes regiones del mundo para obtener datos sobre las características físicas de los grupos indígenas, la mezcla racial, la endogamia y consanguinidad, así como la aclimatación de los europeos a regiones tropicales, y los referentes a los restos óseos de pueblos antiguos. María Villanueva et al., "Esbozo histórico", en Cien años de antropología en México. Inventario bibliográfico, 1999, pp. 97-99.

[10] Beatriz Urías sugiere que la tradición antropológica ayudó a la construcción de la figura del "criminal" así como a su relación directa con la noción "indígena". Si bien su propuesta es sumamente interesante, me parece que la generalización que realiza omite la diversidad de los estudiosos e intereses contrarios a su tesis; Beatriz Urías Horcasitas, Indígena y criminal. Interpretaciones del derecho y la antropología en México, 1871-1921, 2000. Un análisis que muestra, por ejemplo, la diversidad de posturas en torno a la capacidad evolutiva del indígena en el siglo XIX, lo constituye el trabajo de Bárbara Cifuentes, "Lenguas e historia en tres obras mexicanas del siglo XIX", en Mechthild Rutsch y Mette Marie Wacher (coords.), Alarifes, amanuenses y evangelistas. Tradiciones, personajes, comunidades y narrativas de la ciencia en México, 2004, pp. 117-139.

[11] El grabado está firmado por "El Fuste".

[12] Alfredo Chavero, "Primera época. Historia antigua", en Vicente Riva Palacio, México a través de los siglos. Historia general y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, científico y literario de México desde la antigüedad más remota hasta la época actual, ts. I y II, ed. facs., 1981 [1889], pp. 64-65.

[13] Cfr. Marshall Saville, "Votives axes from Ancient Mexico", en Indian Notes, vol. VI, núm. 3, s.f., pp. 266-299.

[14] Es en este año cuando, en la Segunda Reunión de Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, tuvo cabida la definición de la "cultura madre". Véase SMA, Mayas y olmecas. Segunda Reunión de Mesa Redonda sobre problemas antropológicos de México y Centroamérica, 1942.

[15] Estos cambios pueden observarse en general en todos los reportes realizados a partir de las primeras décadas del siglo, incluidas las de los mexicanos. Sin embargo, aquí me limitaré a las exploraciones realizadas en la Costa del Golfo.

[16] Frans Blom y Oliver La Farge, Tribus y templos, 1986, p. 23.

[17] Un análisis por demás interesante sobre la construcción de los objetos epistémicos en Jan Golinski, Making Natural Knowledge. Constructivism and the History of Science, 1998; en particular, cap. 5.

[18] Estos parámetros adquirieron mayor relevancia entre la comunidad de Estados Unidos y sólo de manera tardía dominaron el campo mexicano. Este último, si bien también integró eficientemente estos nuevos objetos, en general, mantuvo una tradición más enciclopédica, decimonónica, iconográfica y paisajística. Sólo a partir de las últimas décadas se integraron como parte de los criterios básicos que rigen a la disciplina.

[19] Los exploradores de la Smithsonian Institution, luego de un análisis general de los tiestos en campo, realizaban una selección de piezas para llevarla consigo (en calidad de préstamo) una vez finalizada la temporada de campo y así, poder afinar los estudios. Las listas de materiales trasladados y los permisos, cfr. ata, exp. Smithsonian, 2 leg. s.f. Por otro lado, Luis Vázquez y Mechthild Rutsch ("México en la imagen de la ciencia y las teorías de la historia cultural alemana", en Ludus Vitalis. Revista de Filosofía de las Ciencias de la Vida, vol. V, núm. 8, 1997, pp. 115-178) presentan un análisis sumamente interesante sobre la influencia teórica alemana en los estudios tipológicos en México, y acerca de la relación entre los tipos cerámicos y las "culturas arqueológicas".

[20] Al menos éste no es un campo de estudio común en la Historia de la Ciencia. En ello quizás también se encuentra cierto menosprecio hacia la calidad científica de las disciplinas sociales. Cabe destacar que estas reflexiones sí se encuentran en el seno de la Historia y la Historiografía, por ejemplo, pero sin utilizar las categorías de los análisis de la Historia de la Ciencia.

[21] Un estudio interesante sobre los vacíos epistémicos que toda postura teórica genera, en Alison Wylie, "Mapping Ignorance in Archaeology: the Advantages of Historical Hindsight", en Robert N. Prctor y Londa Schiebinger (eds.), Agnotology. The Making and Unmaking of Ignorance, 2008, pp. 183-205. La autora utiliza como ejemplo de su tesis los estudios arqueológicos de los restos del Mississippi.

[22] Sobre la construcción de las imágenes fotográficas, Golinsky (op. cit., p. 161) señala que: "Rather that presuming that photography serves as an entirely transparent médium of representation, we should ask how its meanings are created by those who produce the images and by those who view them. […] The technologies of representation involved have to be rendered opaque and scrutinized for the part the play in the human labor of making meaning".

[23] El análisis de la relación de estos artistas con la comunidad arqueológica es un tema pendiente para la historia de la arqueología.

[24] La entonces naciente empresa Kodak eliminó, en buena medida, las complicaciones de esta tecnología por medio del lanzamiento al mercado (a principios de siglo) de las cámaras pocket y de los rollos de película fotosensible que prácticamente podían ser usadas por cualquier persona sin necesidad de tener conocimientos en química y óptica.

[25] En el caso de las piezas de la Costa del Golfo destacan los registros hechos por Covarrubias. Parte de éstos pueden consultarse electrónicamente en http://catarina.udlap.mx/u_dl_a/acervos/covarrubias/expedientes.html

[26] Los lentes anastigmáticos son aquellos que eliminan la distorsión dióptrica, es decir, las aberraciones provocadas por el aumento en la lente.

[27] Frans Blom y La Farge, op. cit., 1986, pp. 23-24. Las cámaras de gran o medio formato dificultan la inclinación del ángulo de la toma porque requieren de mayores tiempos de exposición y, por tanto, del soporte de un trípode, y el manejo de éste resulta mucho menos versátil que el soporte manual. En algunos casos, además, en las cámaras de formato medio no réflex (en las que la placa fotográfica se encuentra paralela al visor), la posición del visor obliga al fotógrafo a colocar el aparato a la altura de su estómago o torso, lo que complica aún más la versatilidad de la toma. Es por ello que en el caso de las esculturas que se encontraban sobre el nivel del suelo, resultaba prácticamente imposible hacer acercamientos en diversos ángulos con este tipo de cámaras, y era más sencillo usar una cámara ligera en cualquier posición que eligiera el fotógrafo.

[28] Frans Blom y Oliver La Farge, op. cit., p. 126.

[29] Albert Weyerstall, "Some Observations on Indian Mounds, Idols, and Pottery in the Lower Papaloapan Basin, State of Vera Cruz, Mexico", en Hermann Beyer et al., Middle American Papers: Studies Relating to Research in Mexico, the Central American Republics and the West Indies, 1932, pp. 23-70.

[30] Las tomas en picada (la cámara colocada por encima del sujeto) tienden a empequeñecer a los objetos fotografiados, mientras que las contrarias (contrapicada, la cámara por debajo del punto medio del sujeto) los hacen ver más grandes.

[31] Frans Blom y Oliver La Farge, op. cit., pp. 129-130.

[32] Matthew Stirling, "Discovering the New World's Oldest Dated Work of Man. A Maya Monument Inscribed 291 B. C. is Unearthed Near a Huge Stone Head by a Geographic-Smithsonian Expedition in Mexico", en The National Geographic Magazine, vol. LXXVI, núm. 2, 1939, agosto, p. 198.

[33] En cada uno de los números en los que se presentaron los reportajes de las expediciones en la Costa del Golfo mexicano se encuentran artículos que abordan la situación bélica, sobre todo a raíz de que Estados Unidos ingresara al conflicto. Generalmente, las noticias (sobre las ricas regiones Centroamericanas que estaban aportando insumos para la guerra, o las "amenas" actividades del ejército, por ejemplo) y la publicidad (soldados sonrientes y frescos que sostienen una botella de Coca-Cola) relacionada con este tema mantienen un cariz optimista y, sobre todo, un profundo nacionalismo bélico.

[34] Estas generalmente eran tomadas en grupos y sobre mesas, organizadas de acuerdo con el tipo de material o a su forma o tipo. Cfr. por ej. "Lista del material arqueológico de la Venta Tab. que el Dr. Phillip Drucker solicita al Museo Nacional de Antropología, para el Smithsonian Institution Washington, D.C.", ATA, exp. Smithsonian, leg. 2, mes, 2 pp. 12 fotografías b/n, s.f.

[35] Cfr. ATA, Smithsonian reportes, t. CLXXII, exp. 31; Matthew Stirling, Stone Monuments of Southern Mexico, 1943.

[36] Me refiero a personajes como William Prescott (History of Conquest of Mexico, 1843), John Lloyd Stephens (Incidents of Travel in Central America, 1845), Benjamín Norman (Rambles in Yucatán, 1843) y Brantz Mayer (México, lo que fue y lo que es, 1844; El México azteca, español y republicano, 1853, y Observaciones acerca de la historia y arqueología mexicanas, 1856). A decir de Juan Ortega y Medina ("Las culturas prehispánicas en la historiografía anglosajona", en Álvaro Matute (ed.), Historiografía española y norteamericana sobre México, 1992, p. 119), la apreciación 37 Durante el siglo XIX se consideraba que la zona maya era la única que tenía restos con escritura, signo indiscutible de alta civilización de acuerdo con esta tradición. Quizás fuera por ello que, además de escribir sobre la calidad artística de los restos, los estudiosos de Estados Unidos se enfocaron con ahínco a la epigrafía.

[38] Aunado a estos intereses, también existían los de carácter político y de dominio y extensión territorial. La intención del país del norte por extender su poderío hasta la América Central se hizo más patente con las guerras mundiales. En este periodo se incrementó el interés económico por las tierras del sureste mexicano y Centro América, tanto por las comunicaciones como por las materias primas que estas ofrecían. Algunos autores han enfatizado las razones políticas y económicas que albergaron buena parte de los estudios de la zona maya. El espionaje militar fue uno de los objetivos que tuvieron buena parte de estos proyectos estadounidenses, tanto antropológicos como arqueológicos.
Sobre las exploraciones de Morley en Centro América y su relación con el espionaje durante la Primera Guerra Mundial, cfr. Robert Brunhouse, Sylvanus G. Morley y el mundo de los antiguos mayas, 1971. Un análisis por demás interesante y más detallado sobre el espionaje y los proyectos arqueológicos, en Quetzil E. Castañeda, "'They Only Export Facts': Gamio, Boas, Kidder, Merriam and Archaeological Espionaje During wwi", mecanoescrito, 20 pp., proporcionado por el autor.

[39] Frans Blom y Oliver La Farge, op. cit., pp. 19 y 20.

[40] Para Eric Hobsbawm (Historia del siglo XX, 2007, p. 196ss.), tras los años de la Gran Guerra, el reportaje fotográfico adquirió una importancia desmedida entre la población. La creencia ilusoria en la "verdad" captada por la cámara fotográfica fue apoyada por la confianza que generaron las imágenes de celuloide, ante el crecimiento de la industria cinematográfica y su predominio universal, pues "[t]todo el mundo aprendió a ver la realidad a través del objetivo de la cámara". Las consecuencias producidas por la difusión de la National Geographic, sin embargo, quedan fuera de los objetivos del presente estudio.

[41] Richard Stewart, "Treasure-trove of Old Mexican Jade", en The National Geographic Magazine, vol. LXXX, núm. 3, septiembre, 1941, pp. I-XVI; Matthew W. Stirling, "Great Stone Faces of Mexico", op. cit., y "Expedition Unearths Buried Masterpieces", op. cit.

[42] Matthew W. Stirling, "Great Stone…", op. cit. (pie de foto), p. 331.

[43] Como señala Roger Bartra (El salvaje artificial…, op. cit., p. 231): "Los europeos, a lo largo del siglo XIX, todavía buscaban en todos los rincones del mundo los testimonios de seres malignos ubicados a medio camino entre el hombre y la bestia. […] Los antropólogos del siglo XX no están tan lejos como quisieran de este tipo de construcciones imaginarias, especialmente sobre la existencia de una entidad única denominada "sociedad primitiva" o "salvaje".

[44] Al respecto, James Clifford (Dilemas de la cultura…, op. cit., p. 323) considera que la antropología relativista se basó en los mismos principios que el evolucionismo del siglo XIX "Rechazando tanto al evolucionismo como a las entidades excesivamente amplias de raza y civilización, la idea de cultura postuló la existencia de unidades locales, funcionalmente integradas. Para este supuesto relativismo, empero, el modelo totalizador del concepto, de estructura básicamente orgánica, no era distinto del concepto del siglo XIX al que reemplazaba. Sólo su pluralidad era nueva."

[45] La propuesta de Gamio era sumamente ambigua, al igual que la de varios de los intelectuales de la educación de aquella época y, en general, pretendía conservar sólo los aspectos folclóricos de los pueblos. El resto de las costumbres indígenas serían modificadas por medio de la educación, sobre todo aquellas que, consideraban, eran paganas o precientíficas, como las prácticas religiosas y curativas. Fue así que se introdujeron diversas estrategias para que los pobladores del Valle aprendieran obras de teatro y música clásicos (para sustituir sus bailes profanos), y aprendieran las nociones básicas de la higiene médica (en lugar de acudir con los curanderos), por ejemplo. No obstante, en el discurso —ampliamente difundido por el sector educativo— se afirmaba que la cultura indígena tenía un alto valor derivado de sus raíces prehispánicas.

[46] En algunos casos, incluso, se impulsó la recreación de "costumbres" y artesanías para enfatizar la pluralidad de los poblados indígenas. Por otro lado, el ideal sobre la inmutabilidad de los pueblos no fue un parámetro exclusivo para las poblaciones indígenas, sino que también incluyó la imagen del mestizo. Un ejemplo al respecto puede observarse en uno de los pabellones expuestos en la Feria de Chicago de 1933, en la que algunos empresarios montaron un "Mexican Village". En ésta podían observarse, además de las artesanías e industrias de la nación, a los charros y chinas poblanas, a los burros y hasta a las mujeres elaborando tortillas sobre comales, sin faltar las bandas de música y los bailarines que mostraban las tradicionales fiestas mexicanas (Cheryl Ganz, The 1933 Chicago World's Fair. A Century of Progress, 2008, p. 131). Tales imágenes también fueron ampliamente difundidas por el cine, la literatura y la música mexicana de estas décadas.

[47] Además de las asociaciones referidas arriba, cabe destacar las propuestas por Morley. En sus trabajos sobre la zona maya, por ejemplo, presentó algunas recreaciones somáticas de los antiguos mayas (realizadas por Luis Marden), seguramente tomando como base los rasgos físicos de los pobladores indígenas y las representaciones arqueológicas. Cfr. p. ej. Sylvanus Morley, "Yucatán, Home of the Girted Maya. Two Thousand Years of History Reach Back to Early American Temple Builders, Corn Cultivators and Pioneers in Mathematics", en The National Geographic Magazine, vol. LXX, núm. 5, noviembre, 1936, pp. XVII-XXIV.

[48] Desde el siglo XIX era común presentar pobladores indígenas al lado de las construcciones preshipánicas, estableciendo con ello un lazo de continuidad histórica. En su estudio sobre el acervo fotográfico del Archivo "México Indígena" (1946), Deborah Dorotinsky sostiene que "[…] los viajeros que concentraron su trabajo en describir las ruinas y hacer un récord visual de las mismas utilizaron la figura india dentro de sus trabajos básicamente para dos cosas; por un lado para establecer una escala humana, por otro para hacer hincapié en la semejanza de los rasgos físicos de los antiguos indios con los indios vivos del siglo XIX"; cfr. Deborah Dorotinsky Alperstein, "La vida de un archivo. 'México indígena' y la fotografía etnográfica de los años cuarenta en México", disertación doctoral en Historia del Arte, 2003, p. 125 ss. / Cabe destacar, sin embargo, que la semejanza establecida por los viajeros —descritas por Dorotinsky— no tiene como base las características somáticas de los indígenas (como sí lo hiciera el fotógrafo de la expedición del Smithsonian en la Costa del Golfo), sino la asociación espacial de edificios e indígenas. La misma situación se presenta en la exposición "México indígena" (1946) (descrita por la autora), en la que el México prehispánico únicamente aparece al inicio del recorrido museográfico y por medio de fotografías de monumentos y esculturas (cf. Dorotinsky, "La vida de un archivo…", op. cit., láms. I-7).
Actualmente, cuando la reconstrucción facial escultórica de cráneos es un estudio común en el campo de la antropología física (los primeros trabajos datan de la década de los años setenta del siglo pasado), no deja de sorprender que las investigaciones mexicanas prescindan casi por completo de estas estrategias. Las primeras, y al parecer únicas, investigaciones realizadas datan del año 2000, cuando el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, como parte del proyecto de antropología forense "La cara del mexicano", realizó la reconstrucción de seis cráneos prehispánicos (dos de San Juan Teotihuacán, dos procedentes de Yucatán —uno de éstos del Cenote Sagrado de San Antonio—, dos de Nativitas, Tlaxcala, y el de la "Mujer del Peñón"). En el caso de los restos de San Juan Teotihuacán y de Yucatán, se usaron como referencia los datos somáticos de pobladores actuales. Cfr. María Villanueva Sagrado, "Reconstrucción facial escultórica de cráneos prehispánicos", en Arqueología Mexicana, vol. XI, núm. 65, 2004, pp. 48-53; Linda Manzanilla y Edgar Gaytán, "La cara del teotihuacano", en Actualidades Arqueológicas. Pasado y Presente, revista electrónica consultada el día 19 de enero de 2010, en http://www.morgan.iia.unam.mx/usr/Actualidades/proytras.html

[49] Cantante reconocida en la época, cuyo verdadero nombre era Elvira Gallegos Cerda, nació el 16 de noviembre de 1913 en la Ciudad de México. Sus interpretaciones de las composiciones de Agustín Lara le valieron el éxito en el medio radiofónico y fílmico.