Dimensión Antropológica |
Reseña
Eduard Seler, Inventario de las colecciones arqueológicas del Museo
Nacional, 1907, Bertina Olmedo y Miruna Achim (ed. y est. prel.),
México, INAH, 2018.
Haydeé López Hernández
Dirección de Estudios Históricos, INAH.
En Las ciudades invisibles, Italo Calvino escribía: "Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe", pues hasta la descripción más detallada siempre ocultará algo importante, aunque —como agrega Calvino— "la mentira no está en el discurso, está en las cosas".[1]
La sentencia del Calvino, sin duda, la conocen bien —y algunas veces la padecen— quienes se ocupan de hablar y describir el pasado, sobre todo aquellos que sólo cuentan con algunos fragmentos materiales —monumentos, códices, tiestos y estratos— como únicos testigos de las historias pasadas. Visitando estos objetos, traduciendo sus significados a nuestro lenguaje, la arqueología ha intentado describir una y otra vez esas ciudades invisibles de las que alguna vez formaron parte.
El Inventario de las colecciones arqueológicas escrito por el americanista alemán Eduard Seler (1849-1922) en 1907 a solicitud del director del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología de México, Genaro García (1867-1920), da cuenta de uno de estos intentos de traducción-descripción. Publicado por primera vez por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, a través del Museo Nacional de Antropología (INAH-MNA), esta obra nos presenta una detallada descripción escrita y, algunas veces, gráfica, de 10 122 piezas arqueológicas —o antigüedades, como se les llamó en su momento— que integraron las salas de Arqueología del viejo Museo Nacional, antecesor del actual MNA. Podemos así, a lo largo de la atenta lectura de 343 páginas que constituyen la reproducción facsimilar de aquel catálogo entregado por Seler a las autoridades del Museo, vislumbrar parte del interés de principios del siglo XX en el estudio y la conservación del pasado prehispánico, por lo que el lector interesado encontrará en esta obra datos sumamente valiosos sobre las piezas, su conformación como colecciones y la arqueología.
Pero además de esa valiosa información, el Inventario nos acerca a una parte de la conformación de la disciplina arqueológica y sus avatares, dilemas, preguntas, presupuestos, teorías y constructos, en los primeros años del siglo pasado. Los detallados estudios introductorios de Miruna Achim y Bertina Olmedo, que anteceden a la edición facsimilar de esta valiosa fuente documental, nos brindan un puntual y erudito análisis que contextualiza el trabajo de Seler en la trayectoria de los estudios arqueológicos y de la conformación de las colecciones en el siglo XIX y primera década del XX, en la dinámica de los trabajos del Museo Nacional y su comunidad de estudiosos, y de la disciplina arqueológica misma.
En ese sentido, Miruna Achim presenta el trabajo de Seler como un eslabón de la cadena de empeños en la integración de las colecciones en México y en el mundo, recordándonos la importancia que guardan estos documentos —pese a que pocas veces han sido considerados en el estudio de las disciplinas— dado que sus listados —aparentemente tediosos— comprenden también los supuestos y conjeturas de los principios taxonómicos de las ciencias para interpretar y nombrar las cosas; es decir, que las listas dan visibilidad a los objetos y densidad ontológica de acuerdo con los fines de sus creadores, ya sean científicos, comerciales, artísticos o coleccionistas (p. 15). Así, el Inventario de Seler constituye un eslabón de la cadena del coleccionismo en México, que fue precedido por otros esfuerzos en el mismo sentido.
Achim, en su texto "Los empeños de una lista. El Museo Nacional de México en sus inventarios (1825-1907)" de la sección "El orden de las cosas", nos ofrece un recuento crítico e histórico que abarca desde prácticamente la apertura del Museo y a lo largo del todo el siglo XIX: el primer inventario realizado en 1828 por Isidro Icaza e Ignacio Cubas; el álbum de dibujos de antigüedades de Maxiliene Franck donado al British Museum a mediados del siglo XIX por el coleccionista Henry Christy; la edición de la Historia de la Conquista de William Prescott publicada por la casa editorial de Ignacio Cumplido, en cuyo segundo volumen Isidro Gondra integró a manera de ilustración 71 imágenes de códices, documentos coloniales, pinturas y antigüedades Procedentes del Museo a manera de ilustración —así como una narrativa a veces alterna a la de Prescott—; el Catálogo de las colecciones histórica y arqueológica del Museo Nacional elaborado por Gumesindo Mendoza y Jesús Sánchez con la colaboración de Alfredo Chavero en 1882; los catálogos de Historia y Arqueología, y el de la Galería de Monolitos, hechos por el profesor de arqueología Jesús Galindo y Villa para la celebración del Congreso de Americanistas que tuvo lugar en México en 1895, y, finalmente, el Inventario de Seler.
Este largo recuento no representa una historia acumulativa ni progresiva del conocimiento. Por el contrario, el análisis de estas sucesivas listas y catálogos sirve a la autora para ahondar en una reflexión histórico-epistemológica acerca del "orden de las cosas" y sus implicaciones. De tal suerte, Achim no sólo nos permite observar el crecimiento del Museo a través de sus colecciones —que pasó de 300 objetos en los primeros años de vida del Museo, a 10 000 en el cambio de siglo — y las diferentes formas de confeccionar listados de objetos, sino que a través de su análisis nos presenta el complejo y largo proceso de transformación de las prácticas de observación, interpretación, estudio y representación de las antigüedades y, con ello, el de construcción de la disciplina que —nos dice — va de la mano de los "esfuerzos por conferir y dar sentido a un bazar de objetos para transformarlo en la colección del pasado de la nación" (p. 50).
La profundidad histórica y reflexiva de Achim se complementa con el detallado y erudito análisis de Bertina Olmedo en su texto "El inventario de Eduard Seler". Aquí Olmedo da cuenta no sólo de la trayectoria de Seler en México y del estudio de sus antigüedades, sino también de las complejidades, intereses y anhelos insertos en las gestiones llevadas a cabo por el director del establecimiento, Genaro García, aspectos en cuyo análisis el lector puede ahondar gracias a la incorporación de un "anexo", que reproduce la correspondencia de García con el secretario de Instrucción Pública, Justo Sierra (1848-1912), y con Seler. Olmedo también nos describe y analiza, desde su proyección, la elaboración del Inventario: los cambios en su planificación, los criterios solicitados por el director y aquellos que fueron agregados por el americanista, los avatares presupuestales, los tiempos de elaboración y los personajes involucrados.
Porque pese a los numerosos intentos emprendidos en el siglo XIX —relatados por Achim—, lo cierto era que para principios del siglo XX el catálogo de las piezas arqueológicas no estaba terminado y —como refería García a Sierra— "las innumerables piezas arqueológicas que forman la principal riqueza de nuestro Museo Nacional […] hasta ahora han sido exhibidas como simples curiosidades, sin sujetarlas a clasificación alguna y sin que produzcan, por lo mismo, los resultados docentes que deben de constituir el objeto y fin esencial del Museo" (García a Sierra, 27 de abril de 1907, p. 85).
Sin duda, como refiere Olmedo, el ordenamiento de los objetos en aquellos años era sumamente complejo por la ausencia de estratigrafía, por la falta de una terminología estandarizada, por el precario conocimiento de la época en torno a las diferentes culturas arqueológicas existentes en el territorio, y por la falta de ubicación precisa de los objetos dado que varios de éstos procedían de colecciones particulares. Tanto García como Seler —y seguramente otros investigadores de la época — tenían claro que la ubicación precisa de los materiales era una tarea urgente para la arqueología en México.
En este sentido, el Inventario, destaca Olmedo, es un reflejo del limitado conocimientos de las civilizaciones y del pasado prehispánico en la época —sólo perceptible desde nuestro presente—: se confundía lo teotihuacano y lo tolteca, se desconocía la procedencia de varios objetos, y era somera la descripción de la cerámica (a diferencia de la de los códices), aspectos que en la actualidad tornan una tarea sumamente difícil la identificación de las piezas descritas en este documento.
Quizá fueron algunos de estos aspectos los que también suscitaron críticas al poco tiempo de que fue concluido el Inventario, provocando que el director Genaro García García encomendara la tarea de su corrección a Ramón Mena (1874-1957), profesor del Museo, y a Leopoldo Batres (1852-1926), inspector de Monumentos. Porque el relato que nos ofrece Olmedo no termina —como podría esperarse — con la culminación de esa obra, pues como muchos documentos, ésta ha tenido una vida que rebasa la fecha de su escritura. Así, la autora también ahonda en las críticas posteriores que recibió el Inventario, las adendas y correcciones que tuvieron que introducirse, y su posterior integración a los acervos históricos del Museo, avatares cuyo análisis podría arrojar momentos interesantes que enriquecerían la historia de nuestra disciplina, aunque lamentablemente desconocemos el paradero de los documentos que debieron escribir Batres y Mena.
No obstante, el Inventario de Seler en sí mismo constituye una fuente documental de enorme valor, que nos permite explorar aspectos de relevancia tanto para la disciplina de la arqueología como para su historia. En este sentido, parecería vano referir (por simple) que la lectura de esta publicación nos permite observar la distancia que media entre aquellos años y nuestro presente; es decir, que entre un momento y otro se distinguen distintos criterios de observación, registro y sistematización de datos. Tan diferentes que no es difícil percibir que muchos de los registros de Seler carecen de los elementos que hoy consideramos esenciales en la práctica de registro arqueológico; por ejemplo, la composición precisa del material (pues en la mayoría de los casos sólo se identifica como "roca volcánica" de un determinado color), un sistema de medidas estandarizadas (en general sólo se registra la altura), la posición anatómica en el caso de las representaciones humanas (sedente, de pie, etcétera) y la técnica de manufactura, aspecto que no es registrado en ningún caso.
Pero destacar esas ausencias en el registro del germano no enmascara ninguna simplicidad, al menos no, para la historia de la disciplina, pues cabría preguntarnos: ¿acaso tales omisiones responden al poco tiempo que Seler tuvo para poner en marcha esta gran empresa? Sabemos, por ejemplo, que el americanista tuvo presiones de tiempo para terminar la tarea y que, ello aunado al alto salario que percibió por la encomienda, le ocasionó la enemistad con algunos profesores mexicanos.
Allende a tales cuestionamientos que revelan parte de la sociología de la disciplina, cabría considerar que las ausencias en el Inventario enmascaran un problema de envergadura epistemológica. En ese sentido, cabe preguntarse si además de los problemas de tiempo del alemán, sus omisiones en su registro respondían a la práctica común en otras latitudes. Es decir, a inicios del siglo pasado, ¿la mensurabilidad de los objetos era un aspecto relevante en su análisis?, ¿por qué no resultaba importante preguntarse cómo se elaboró un objeto (su técnica de manufactura) y con qué materia prima? Es decir, ¿cuál era la norma —adecuada— para describir un objeto a principios del siglo?, ¿cuáles eran los aspectos que merecían la atención del estudioso? Porque resulta claro, al leer las 10 122 entradas del listado, que para Seler no tenía relevancia describir cada uno de los elementos de la forma que tenía enfrente. La mirada del americanista sólo se centró en aquellas formas que lo remitían a las deidades, la cosmogonía, las fechas calendáricas, la cosmovisión, los ritos, las festividades, etcétera. Es decir, Seler no describió las piezas (en el sentido actual de esta acción) sino que las "identificó" a partir de la presencia-ausencia de ciertos atributos iconográficos, como cuando describe al objeto del inventario identificado con el número 10: "En la circunferencia lateral es muy verosímil que hubo cuatro figuras de dioses sacrificándose de las orejas (como se ve en los cuatro lados de las cajas de piedra) y que representan los cuatro puntos cardinales. No más que una de estas figuras ahora se ve en esta piedra (las otras se encontraban en la parte rompida)".
Además de la presencia-ausencia, Seler apeló a su autoridad en la materia porque, a diferencia de sus predecesores, prácticamente no refirió interpretaciones o fuentes alternas, como cuando aseguró que el objeto con el número 4 es la cabeza de la Coyolxauhqui y que: "No hay duda que esta cabeza tenía su lugar en el alto del templo mayor de Uitzilopochtli […]", aunque los datos sobre la ubicación de la pieza al momento de su hallazgo no permitían realizar tal precisión.
Como es bien sabido, los intereses de Seler se encontraban en la americanística alemana, en el desciframiento de la cosmovisión de los pueblos y la epigrafía, inclinaciones que se observan con claridad en el Inventario, al grado de que sus descripciones no permiten forjarse una imagen del objeto detallado, como cuando apunta que la pieza 21 es un "Asiento de juncos (tolicpalli) de piedra, asiento sagrado del dios Tezcatlipoca. Lleva en la superficie cilíndrica en un rectángulo una calavera, el distintivo de dicho dios. / Longitud 41 cm / Diámetro 15 cm".
Pese a ello, las editoras del trabajo completan la publicación de la obra con un anexo, que integra la identificación de 21 piezas, acompañadas con fotografías a color, aclarando los problemas insertos en la identificación de cada una.
Sin duda, estas aparentes ausencias, como en Las ciudades invisibles de Calvino, no hacen más que despertar la sospecha de la presencia de elementos ocultos. Porque es obvio que la precisión y la objetividad que aspiran reflejar la realidad es un anhelo posterior, y también lo es que Seler no pretendía retratar la realidad, sino descubrirla, enunciarla, referirla, encontrar los símbolos ocultos de las antigüedades que observaba.
Por ello me parece que no es ocioso preguntarse, ¿cuál es el significado de "describir" a principios del siglo XX?, ¿cuáles son las características "observables" en una pieza y qué información se obtiene de ésta?, ¿qué datos se construyen? Además cabría analizar ¿cuáles fueron las fuentes usadas por Seler?, ¿cómo fueron leídas las fuentes documentales —que sirvieron de base a estos estudios— y luego trasladadas a las antigüedades?, ¿a cuáles preguntas y presupuestos teóricos respondió la mirada del alemán?, ¿éstas eran compatibles bajo otro cobijo o tradición teórica?, ¿fueron estos aspectos teóricos la base de las críticas de los mexicanos?
En los sesgos del alemán pareciera asomarse —además de los presupuestos de la americanística alemana— el ideal filológico que acompañó los afanes previos a la lectura de las Sagradas Escrituras, y que suponía que la lectura del pasaje implicaba su traducción simbólica. Y de ser cierto, quizá la arqueología en México abreva de una fuente más en su conformación como saber especializado, que no hemos analizado con puntualidad. Pero esto, sin duda, sólo responde a los sesgos de mi lectura del Inventario.
Lo cierto es que la tarea de observar el pasado es un acto de traducción, es decir, hermenéutico, porque toda descripción (pasada o presente) precisa un lenguaje previo y consensuado, y al tiempo, construye un nuevo objeto, una nueva ciudad, un nuevo lenguaje. Y hoy la arqueología —inmersa en el lenguaje de la tecnificación, precisión y objetividad— ha perdido aquél usado por Seler y sus contemporáneos en aquellos años.
Sin embargo la disciplina no puede obviar su necesidad de traducción, sea con el pasado remoto o con el reciente, con el escrito por los "otros" o por los propios. En este sentido, emprender el ejercicio historiográfico —de comprensión- traducción— de fuentes como la que ofrece el Inventario de las colecciones arqueológicas se torna primordial para la disciplina arqueológica y para su historia. En el camino, y con la intención de apreciar la riqueza de estas fuentes, será menester recordar, como Kublai, que: "los signos forman una lengua pero no la que cree[mo]s conocer", y comprender, como él, que debemos librarnos "de las imágenes que hasta entonces [nos han] anunciado las cosas que [buscamos]", y sólo entonces lograremos "entender el lenguaje de Ipazia", el de Las ciudades invisibles.[2]
Citas
[1] Italo Calvino, Las ciudades invisibles, México, Minotauro, 1991, p. 73. [2] Calvino, op. cit., p. 60.