El performance de la memoria histórica en el norte de Guerrero

Dimensión Antropológica
Año 27, vol. 80, México,
septiembre-diciembre, 2020, pp. 37-67.
ISSN 1405-776X

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Artículo

El performance de la memoria histórica
en el norte de Guerrero

Anne W. Johnson
Departamento de Ciencias Sociales y Políticas, Universidad Iberoamericana.


Resumen

En este texto examinaré algunos de los nexos entre la historia y la memoria en México, para luego poner a consideración las representaciones de esta memoria histórica en el norte del estado de Guerrero como eje de identidades y de relaciones locales y nacionales. Me concentraré en la noción de la memoria como un performance, un acto de repetición-con-diferencia que, aunque hace referencia al pasado, se realiza en el contexto concreto del presente.
Palabras clave: memoria histórica, conmemoración, performance, Guerra de Independencia, estado de Guerrero.


Abstract

In this article, I examine some of the links between history and memory in Mexico, and then consider the representations of this historical memory that are presented in the northern region of the state of Guerrero and contribute to local and national identities and relations. I concentrate on the notion of memory as performance, an act of repetition-with-difference that, although it references the past, takes place in the concrete context of the present.
Keywords: Historical memory, commemoration, performance, Mexican War for Independence, Guerrero State.


Introducción

Platican los señores grandes de Alahuixtlán que cuando el insurgente indígena Pedro Ascencio era un niño, una vez encontró a una serpiente herida. Le habló la serpiente, diciéndole, “Ayúdame, Pedrito”. Pero Pedro le dijo, “No te voy a tocar, porque me muerdes”. La serpiente le contestó, “No te muerdo, Pedrito. Llévame a aquella cueva, y recibirás tu recompensa”. Pedro hizo como le pidió la serpiente, y cuando llegó a la cueva que había señalado (que aún hoy tiene el nombre de “Cueva de la culebra”), encontró a un señor, el padre de la serpiente, quien le regaló una varita que estaba en una mesa. Dijo, “Ten, Pedrito. Cuando te amenazan, esta varita se convertirá en chicote, y podrás vencer a tus enemigos”. Cuando Pedro creció llegó a ser el lugarteniente de Vicente Guerrero en la Guerra de Independencia. Desde el comienzo de la guerra en 1810 hasta que terminó en 1821, Pedro Ascencio de Alquisiras fue el terror de los realistas, quienes nunca lograron vencerlo.[1]

Si bien Pedro Ascencio de Alquisiras fue un personaje histórico, esta explicación del modo como llegó a tener la capacidad de derrotar múltiples veces a un enemigo mejor entrenado y equipado podría parecer espuria. También llama la atención que Alahuixtlán, pequeño pueblo ubicado en la frontera entre Guerrero y el Estado de México donde se registró este cuento, no fue la cuna de su protagonista. Sin embargo, los vecinos de Alahuixtlán (entre muchos otros pueblos de la región) consideran a Pedro Ascencio como un antepasado.[2]

La consideración de esta narrativa muestra la riqueza de los relatos y la de diversas representaciones en torno a la Guerra de Independencia en la región norte del estado de Guerrero, y nos permite un acercamiento a la fuerza de la memoria colectiva como fuente de conocimiento y de reflexión. Pero la memoria colectiva no evidencia esta fuerza a pesar de su ambigüedad histórica, sino gracias a ella. Al respecto, en este texto examinaré algunos de los nexos entre la historia y la memoria en México, para luego poner a consideración las representaciones de esta memoria histórica en el norte de Guerrero, como eje de identidades y de relaciones locales y nacionales. Me concentraré en la noción de la memoria como un performance, un acto de repetición-con-diferencia que, aunque hace referencia al pasado, se realiza en el contexto concreto del presente.

Historia y memoria: sombras y espejos

No es posible hacer una revisión completa de todo lo que se ha escrito acerca de la relación entre memoria e historia en unas cuantas cuartillas, pero remarcaré algunos aspectos que son clave para el análisis de la memoria histórica en Guerrero.

En gran parte de la discusión teórica, la memoria aparece como el lado opuesto de la historia. Se trata de aquella parte experiencial, subjetiva, fluida, no-confiable de la conciencia temporal humana, mientras que la historia se refiere a “lo que realmente pasó”, a la acumulación de acontecimientos que arraiga al ser humano en el tiempo. De igual forma, la representación de la historia —es decir, la historiografía— se entiende comúnmente como la forma de plasmar (más o menos) objetivamente esta sucesión de eventos y de analizar sus causas y consecuencias. Las representaciones de la memoria —narrativas, conmemoraciones y otros performances— suelen oponerse a las historiografías hegemónicas. Historia y memoria son términos en constante tensión; se han constituido mutuamente en una especie de espejismo. Y estos conceptos y sus interrelaciones tienen su devenir.

Para los antiguos griegos, la memoria se personificaba en Mnemosina, hija de Gea y de Urano y hermana de Kronos y de Okeanos. La titánide poseía a los poetas y reyes permitiéndoles hablar con autoridad. En esta encarnación, junto con Zeus, el líder de los dioses olímpicos, Mnemosina engendró a las nueve musas, incluyendo a Clío, la musa de la historia. El ejercicio de todas las artes y las ciencias requería de la inspiración y de las técnicas que provenían de la memoria.

La separación entre arte y ciencia, que nació durante la Ilustración, provocó también la división discursiva entre memoria e historia, vistas por muchos autores como formas opuestas de relacionar el pasado y el presente. Después de este periodo, la memoria empezó a entenderse en términos de los procesos populares, subjetivos y afectivos mediante los cuales los individuos y las colectividades “recuerdan” el pasado. La historia, por su parte, se consolidó como la disciplina dedicada a la preservación y a la narración “objetiva” de los acontecimientos pasados. Según el historiador Geoffrey Cubitt, esta división revela dos maneras distintas de entender las complejas relaciones entre pasado y presente. En la primera, el pasado se entiende como “todo lo que ha precedido al presente, y que se considera, a través de un conjunto infinitamente complejo de conexiones e interrelaciones, de haber contribuido […] a la construcción de este presente en vez de otro”.[3] El pasado existe independientemente de nuestra conciencia y de nuestras representaciones de él. Para los proponentes de esta visión del pasado, la memoria se constituye como el “otro determinante” de la historia.[4]

Pero bajo la segunda perspectiva, la relación es al revés: no es el pasado el que produce el presente, sino el presente el que produce el pasado. La historia no se trata de “todo lo que pasó”, sino de todo lo que pasó y que percibimos de manera particular; los hechos que consideramos significativos, que construimos mediante “una mezcla compleja de reflexión y recolección, investigación y representación imaginativa”.[5] Memoria e historia se mezclan. Las dos perspectivas están íntimamente relacionadas ya que cualquier representación en el presente es parte de los procesos históricos, y cualquier proceso histórico sólo puede ser captado en el presente a través de un proceso de selección y significación.

Múltiples han sido los intentos por defender a una de las dos perspectivas: la continuación o la distinción entre memoria e historia. Según el hermenéutico Wilhelm Dilthey, la memoria autobiográfica constituye una especie de entrenamiento mental para el pensamiento histórico, ya que la actitud mental frente al pasado personal implica una selección de momentos significativos, y por lo tanto es parte fundamental de la narración de un pasado coherente, tarea esencial del historiador.[6] Dilthey propuso establecer una ciencia subjetiva del espíritu, distinta a la ciencia natural, donde tendrían cabida tanto memoria como historia.

Pero mantener la división entre ambos ámbitos ha sido mucho más común, si bien algunos privilegian un lado u otro. El filósofo e historiador británico Robin George Collingwood, por ejemplo, diferenció la memoria de la historia a partir de la metodología analítica, sobre todo la necesidad de citar evidencias, que requiere la conceptualización historiográfica.[7] De modo similar, Paul Ricoeur analizó la memoria como asunto fenomenológico, mientras que, para este filósofo, la historia pertenece al ámbito de la epistemología.[8] Para Jacques Le Goff, la memoria es “la materia cruda de la historia”, la “fuente viva” que nutre a los historiadores.[9] Y según Maurice Halbwachs, uno de los fundadores de los estudios sobre la memoria colectiva, la historia, entendida como un récord escrito del pasado y que pertenece sólo a los académicos, comienza donde termina la memoria, que es trasmitida oralmente. Constituye una especie de sustituto artificial de la memoria cuando ésta no es posible. La historia aspira a ser universal, el pasado visto desde afuera, pero las memorias del pasado vistas desde dentro son múltiples por definición.[10] Pierre Nora concuerda con Halbwachs al distinguir la memoria de la historia a partir de su conexión con la experiencia “auténtica”. La memoria está viva y se renueva constantemente. La historia está muerta, desacralizada, y siempre incompleta.[11]

Según una versión más política de esta perspectiva, la historia se reduce a “una visión construida y supuestamente autoritativa del pasado que le sirve al interés de una élite mediante la exclusión o marginación de otras experiencias”, mientras que la memoria se realza como “las voces múltiples y desorganizadas, pero siempre potencialmente resurgente, de los marginados o excluidos”.[12] El trabajo del Popular Memory Group en la década de los ochenta ejemplifica esta perspectiva, ya que dicho colectivo insistió en la necesidad de rescatar y de estimular las memorias y las voces de los grupos oprimidos como una manera de confrontar a las “memorias dominantes” o hegemónicas promovidas por los historiadores al servicio de las instituciones, a través de “la formación de una memoria popular socialista, feminista y anti-racista”.[13] George Lipsitz señala las “contramemorias” como “una manera de recordar y olvidar que empieza con lo local, lo inmediato y lo personal” y que “mira hacia el pasado para las historias escondidas que se excluyen de las narrativas dominantes”.[14] Sin embargo, desatar las “contramemorias” de las “memorias oficiales” no siempre es una tarea sencilla. Regresaremos más adelante a este punto.

En algunos casos, la historia se ha utilizado como sinónimo de la memoria colectiva de un grupo o de una nación, y también como su principal fuente de identidad. Pero para algunos historiadores, la construcción de una memoria-historia que “sabe olvidar”, que se “reorganiza, distorsiona y omite todo lo necesario para asegurar que nuestras autoimágenes sean agradables”, va en contra de la tarea principal de la historia, que debería ser el análisis de las experiencias del pasado de una sociedad, con la finalidad de “poner en sus manos herramientas funcionales para el desempeño de ciertas tareas”,[15] entre ellas, confrontar las memorias cuando no son adecuadas. En todo caso, todas estas perspectivas demuestran que el discurso de la memoria es sombra y espejo del discurso de la historia, pues a veces se ofrece como su fuente, su complexión y su refuerzo, a veces como su antídoto, capaz de “exponer sus insuficiencias y frágiles pretensiones”.[16]

En las últimas décadas, la memoria se ha convertido en uno de los temas predilectos en la historiografía debido a una serie de nuevas preocupaciones por parte de los historiadores: los aspectos experienciales de los procesos sociales, las dinámicas mentales y sociales de la memoria, las relaciones entre la oralidad y la escritura, las representaciones del pasado vinculadas el ejercicio del poder, la construcción social de la realidad, los traumas provocados por la guerra y el genocidio, y el impulso de recuperar historias regionales y locales suprimidas bajo regímenes totalitarias.[17] Si entienden el estudio de la memoria como una subdisciplina de la historia, Jan Assman propone el análisis de la “mnemohistoria”, por ejemplo, o el trabajo histórico como un arte de la memoria, como sugiere Patrick Hutton.[18] En todo caso, el giro hacia la memoria entre los historiadores revindica los compromisos morales que los científicos sociales tienen con el pasado.

La memoria colectiva

Ciertamente, historiadores y antropólogos, pero también psicólogos, literatos, sociólogos, museógrafos, musicólogos, historiadores de arte y muchos otros han empezado a matizar la distinción tajante entre memoria e historia al ampliar la definición de la memoria para incluir una amplia gama de fenómenos que establecen vínculos entre el pasado y el presente. Cubitt analiza la memoria como la manera de describir “las relaciones con el pasado aterrizadas en la conciencia humana”. El estudio de la memoria se refiere, entonces, a “las maneras mediante las cuales un sentido consciente del pasado, como algo conectado significativamente al presente, se mantiene y desarrolla entre los individuos y las culturas humanas”.[19] Para este historiador, la memoria tiene que ver con la valoración explícita del pasado en los procesos mentales y sociales y, por lo tanto, la historia, como “la disciplina intelectual orientada a la producción y extensión” de estos procesos, es necesariamente uno de los ejes de la memoria social.[20]

De manera parecida, para Astrid Erll, estudiosa de la relación memoria y literatura, la memoria consiste en “todos aquellos procesos de naturaleza biológica, mediática o social que vinculan el pasado y el presente (y el futuro) en contextos socioculturales”.[21] Se trata de una definición amplia e incluyente que permite visualizar una serie de dimensiones y características pertinentes para el estudio de la memoria colectiva. Erll menciona cuatro elementos que son esenciales para entender este fenómeno. En primer lugar, la memoria siempre tiene una relación con el presente; la anamnesis o el acto de recordar ocurre en el ahora, si bien el contenido de las memorias ostensiblemente proviene del pasado. Segundo, se trata de una construcción o reconstrucción del pasado, y no una imagen objetiva del pasado; la memoria forma parte de procesos sociales e implica la construcción de mundos significativos para sus portadores; sin embargo, las memorias suelen construirse alrededor de un discurso de “verdad” o de “lo que realmente pasó”.

En tercer lugar, el olvido es la condición del recuerdo, y la memoria se caracteriza no sólo por lo que se expresa acerca del pasado, sino también por los huecos, vacíos y silencios que no se narran. Y, finalmente, no podemos observar ni la memoria ni el olvido, sino las manifestaciones y los huecos que dejan en las prácticas sociales y en los productos culturales de los grupos humanos. Según esta definición de la memoria y la enumeración de sus características, la historiografía, las prácticas y discursos de “tradición” y “autenticidad” y los procesos de construcción identitaria estarían incluidos como manifestaciones mnemónicas.

Si bien algunos autores distinguen todavía entre la memoria individual, por un lado, y las representaciones colectivas del pasado, por el otro,[22] otros insisten en la imposibilidad de separar el ámbito personal y el ámbito social. La obra de Maurice Halbwachs es primordial en este sentido, ya que este sociólogo insistió en el carácter colectivo de cualquier memoria al analizar “los marcos sociales de la memoria” en sus trabajos fundadores sobre los estudios modernos de la memoria.[23] Y según Edward Shils, “la memoria es más que el acto de recolección de parte de personas que recuerdan”, pues “la memoria deja un depósito objetivo en la tradición”.[24] Enfatizar la dimensión social de la memoria no implica, sin embargo, que las sociedades se deban considerar como “agentes mnemónicos” en sí, sino que los individuos que recuerdan lo hacen necesariamente como seres sociales.[25]

Memoria comunicativa y cultural

Jan Assman hace una distinción entre la “memoria comunicativa” (también llamada la memoria vivida, memoria popular, memoria autobiográfica o memoria vernácula, ligada a los milieux de memoire de Pierre Nora), que hace referencia a las memorias trasmitidas directamente entre los actores sociales, y la “memoria cultural” (memoria oficial, memoria institucional, memoria distante, memoria histórica o lieux de memoire) que caracteriza a las relaciones sociales menos íntimas. Esta diferenciación es importante en el análisis de la memoria histórica ya que permite entrever las instituciones y prácticas que sostienen la memoria colectiva de acontecimientos que ocurrieron en el pasado más o menos remoto, de los cuales ya no existen testigos.

Según el esquema de Assman, la memoria comunicativa se caracteriza por contener las experiencias históricas dentro del marco de las biografías individuales. Se trata de la “memoria viva” en las mentes de los individuos, trasmitida de manera informal por la interacción y la experiencia cotidiana. Los medios de trasmisión de estas memorias suelen ser narrativas, aunque también están presente en formas de comunicación como el rumor y el chisme. Las y los portadores de estas memorias, que tienen una edad de entre ochenta y cien años, no son especialistas sino testigos oculares o auditorios (“vi” o “escuché que…”). Son los miembros de una “comunidad de memoria” que tienen experiencias en común, y la perdurabilidad de la memoria comunicativa depende de la perdurabilidad de las relaciones sociales que la subyacen.[26]

En cambio, la memoria cultural contiene los recuerdos colectivos de un pasado mítico-histórico más antiguo. Se trasmite por medio de formas de comunicación establecidas de modo consciente, como la ceremonia, el ritual o la fiesta. No se refiere a los recuerdos de los individuos, sino a una serie de objetivaciones exteriorizadas, códigos simbólicos tradicionales y puestas en escena que incorporan palabras, imágenes y cuerpos. El recuerdo “cultural” se extiende hacia atrás en tanto ese pasado puede ser reclamado como “nuestro”.[27] Los transmisores de estas memorias, que se remontan a pasados absolutos, son especialistas mnemónicos definidos institucionalmente. Sin embargo, las memorias culturales también pueden ser recuperadas por distintos actores, con finalidades diversas. Un político podría, por ejemplo, utilizar una narrativa mnemónica oficial a partir de la “maestría” cognitiva del discurso para manipular las emociones de un público, mientras que un líder social podría utilizar el mismo discurso a partir de la “apropiación” identitiaria, un ancla para su sentido de formar parte de un grupo.[28]

Siguiendo los pasos de Jan Assman, Astrid Erll propone una conceptualización de lo que denomina “memoria cultural”, que busca conjuntar los procesos mnemónicos individuales con los colectivos. Divide la memoria en dos esferas: la cognitiva y la colectiva. En el ámbito cognitivo ubica la memoria “recolectada”. Se trata del proceso de recordar individualmente dentro de un contexto sociocultural. Aquí podríamos señalar cómo funciona la construcción de las memorias de largo plazo en el cerebro: las categorías de memoria declarativa (dividida en la memoria “episódica” de los acontecimientos y la memoria “semántica” de los códigos y de las categorías organizativas, propias de un contexto cultural) y memoria “procedimental” (que incluye la memoria implícita, las destrezas motoras y el condicionamiento mental y corporal). Los campos de estudio que incorporan el análisis del nivel individual de los procesos de la memoria incluyen las neurociencias, la psicología social y la historia oral (aunque esta última también vincula las memorias individuales con el ámbito social y cultural comunitario).[29]

Por otra parte, Erll define el ámbito de la memoria colectiva o cultural como el nivel social y mediático de los procesos mnemónicos estudiados desde las disciplinas de la sociología, la antropología, la historia y los estudios culturales, entre otros. Se refiere al orden social, los medios y las instituciones por los cuales los grupos sociales y las sociedades establecen sus sistemas de conocimiento y sus versiones del pasado. Señala la presencia de sistemas colectivos de memorias semánticas, autobiográficas (o episódicas) y procedimentales, análogos a los sistemas memorísticos individuales.[30] Erll profundiza en la esfera de la memoria colectiva al presentar una caracterización analítica de la “cultura de la memoria” en términos de sus tres dimensiones: la mental, la social y la material. La dimensión mental incluye a los esquemas, los conceptos y los códigos compartidos por una comunidad mnemónica; toma en cuenta los valores y las normas, las concepciones, las autopercepciones y los estereotipos presentes en una comunidad. La dimensión social hace referencia a los portadores y a las prácticas de la memoria; es decir, se trata del conjunto de expertos religiosos, iglesias, instituciones educativas y disciplinas académicas, instituciones políticas, rituales conmemorativos, etc. Y la dimensión material incluye los artefactos mnemónicos, los medios y las tecnologías de la memoria: los símbolos, los paisajes, la arquitectura, los documentos escritos, las imágenes, etcétera.[31]

Para algunos autores, sin embargo, designar “memoria cultural” sólo a las representaciones institucionales del pasado resulta problemática a la hora de hablar de las dimensiones culturales de la memoria comunicativa. Por esta razón, y también para poder reflexionar sobre las interrelaciones entre memorias de individuos y de grupos, prefieren hablar de “memoria social” en vez de “memoria colectiva” o “memoria cultural”. Fentress y Wickham, por ejemplo, atribuyen lo social a la memoria en tanto estas memorias están vinculadas a la membresía de la persona que recuerda a algún tipo de grupo social.[32] Cubitt también retoma el concepto de memoria social como el término que describe los procesos mediante los cuales: “El conocimiento o la conciencia de los acontecimientos y las condiciones del pasado se desarrolla y sostiene dentro de las sociedades humanas, y que otorga a los individuos que forman parte de estas sociedades la sensación de un pasado que se extiende más allá de lo que ellos mismos recuerdan personalmente”.[33]

Para Cubitt, la memoria social designa a los procesos de la memoria de individuos y de grupos necesarios para el intercambio, la cooperación y la planificación de proyectos colectivos,[34] la cual se distingue de la “memoria colectiva”, análoga a la “memoria cultural” de Assman, que Cubitt define como el conjunto de “ficciones ideológicas” que justifican la construcción de un grupo mnemónico estable identificado como poseedor de un pasado común.[35] Siguiendo a Roger Bastide, Cubitt concluye que es necesario atender las dinámicas sociales específicas de las prácticas de la memoria, y la relación entre estas dinámicas y la estructuración de la vida social más amplia.[36]

En la práctica, la memoria comunicativa y la memoria cultural están interrelacionadas. El ámbito colectivo está formado por un conjunto de memorias individuales que, a su vez, son actualizadas por medio de su conexión con el campo sociocultural más amplio. Jan Assman argumenta que lo que tienen en común, aparte de una orientación temporal, es la orientación de la memoria hacia lo local y el grupo y sus valores. La memoria es específica, mientras que el “conocimiento” (y, por ende, la “historia”) tiene pretensiones universalistas, con tendencias hacia la generalización y la estandarización.[37] No es lo mismo, señala Cubitt, recordar un acontecimiento en general que recordar un acontecimiento como miembro de un grupo social.[38]

Canon y archivo

Aleida Assman hace una distinción diferente entre los niveles de la memoria cultural, al dividir la memoria cultural, o canon, de la memoria cultural pasiva, o archivo. Para esta autora, el canon se refiere a las formas de memoria cultural, como el arte, la religión y la historia nacional, que “preservan el pasado como presente”; mientras las instituciones de la memoria cultural pasiva, como las políticas e historiográficas, “preservan el pasado como pasado”, al almacenar el conocimiento remoto en los archivos.[39] La memoria cultural activa se mantiene viva, y los acontecimientos y actores históricos se imbuyen con una especie de aura, a través de espacios memoriales, estilos arquitectónicos, iconografía, rituales y prácticas que se repiten periódicamente. Enrique Florescano compara el canon a “un cofre precioso” cuyo “interior contiene la sustancia que le infunde vida a la nación y los resortes que la impulsan hacia el futuro”.[40] En este sentido, Cubitt habla de las prácticas de memorialización cuya función es “mantener las cosas que hay que recordar cerca de la superficie de la conciencia y del núcleo de las percepciones morales”.[41]

Desde el punto de vista del archivo, “el pasado está hecho de papel”.[42] Los archivos emergieron en el mundo antiguo, recuerda la autora, al lado de los sistemas de escritura y de las estructuras burocráticas de organización. Fueron desarrollados para proporcionar a las élites información suficiente para salvaguardar sus intereses, además de legitimar el poder y de disciplinar a la población. El archivo siempre les pertenece a las instituciones de poder: el Estado, la Iglesia, la policía, la ley, etc.[43] El archivo histórico, distinto del archivo político, es una invención más reciente que sirve como receptáculo para los datos cuyos usos no son inmediatos. Datan de la Revolución francesa, que tuvo como una de sus consecuencias la emergencia de una nueva conciencia histórica, ya que implicó una ruptura radical con el pasado. Los objetos del archivo histórico “han perdido su lugar original en la vida”[44] y han entrado a un nuevo contexto que les proporciona la posibilidad de una vida distinta a través de reinterpretaciones futuras. Según Cubitt, los archivos permiten “aplazar los encuentros con el pasado”.[45] Son “pura potencial”, y existen en la frontera entre la memoria y el olvido. También separan el conocimiento del conocedor, en tiempo o espacio, o en ambos.[46]

Evidentemente, la división entre la memoria operativa (el canon) y la memoria referencial (el archivo) no es absoluta, sino porosa: elementos del canon pueden deslizarse al archivo, pero también pueden ser revividos por medio de nuevos marcos interpretativos que provengan del archivo.[47] Por otra parte, varios autores han señalado la importancia de considerar los vínculos entre los archivos y las instituciones de poder. Esta corriente es particularmente evidente en el postestructuralismo francés, sobre todo en las obras de Michel Foucault y Jacques Derrida, quienes caracterizaron al archivo como “la memoria de la dominación y el poder”.[48]

Repertorio y conmemoración

Sin embargo, la memoria cultural activa no solamente se escribe, sino que también reside en los cuerpos de las personas. Enfatizando este punto, Diana Taylor distingue entre el archivo, definido como el conjunto de “materiales que perduran (i. e., textos, documentos, edificios, huesos)”, que parecen resistir el cambio; y repertorio, una colección “efímera de prácticas y conocimientos en-corporados (i. e., lenguaje hablado, danza, deportes, ritual)”.[49] En vez de situar las diferencias entre los dos ámbitos en términos de memorias “pasivas” y “activas”, según el lenguaje de Aleida Assman, Taylor las ubica en términos de modos de trasmisión de la memoria. El archivo depende de la estabilidad, de la palabra escrita y de la materialidad de los objetos. El repertorio es fundamentalmente inestable, sujeto a cambios, y dependiente de la presencia corpórea de los actores humanos. De alguna manera, Taylor hace eco de la obra de Paul Connerton, cuyo libro clásico Cómo recuerdan las sociedades subraya los aspectos prácticos de la memoria de individuos y de grupos en contextos sociales. Este autor distingue entre: 1) la memoria inscrita (escrita) y 2) la memoria en-corporada (corpórea), argumentando que la mayoría de los estudios sobre la memoria están enfocados en la primera, la memoria como texto que requiere de un análisis hermenéutico.[50] Ambos autores insisten en la importancia de la memoria en-corporada: para Connerton, los hábitos corpóreos y las acciones repetidas, “performances más o menos rituales” que permiten trasmitir y sostener la memoria social,[51] o para Taylor, los “performances, gestos, oralidad, movimiento, danza, canto”, que constituyen las formas de transmisión del conocimiento de los actores sociales.[52]

Para Connerton y Taylor es primordial el concepto performance, un término con una larga trayectoria etimológica que hace problemática su traducción al español. Si bien se puede argumentar su relación con “representación” o “puesta en escena”, más bien implica una serie de prácticas más amplias. El performance es la unión de la praxis y la poiesis, la política y la estética; performances son acciones que construyen a la vez relaciones sociales y semióticas.[53] Los hay en la vida cotidiana, como el performance de género o la presentación del “yo” en distintos contextos. También son performances las prácticas extracotidianas: rituales religiosos o cívicos, puestas en escena de obras teatrales, etc. En ambos casos, las claves son el cuerpo y la repetición, lo cual liga el performance con la idea de la memoria, pero no con la memoria archivística o inscrita, sino con la memoria en-corporada practicada. Es importante notar que el performance de la memoria no sólo pertenece a los marginados, sino también puede ser un instrumento de las instituciones del poder. El repertorio “subyace las ‘estrategias’ al igual que las ‘tácticas’ de Certeau, el ‘banquete’ al igual que el ‘carnaval’ de Bajtin”.[54]

A continuación parafraseo a Víctor y Edith Turner, e intentaré cubrir estos huesos cognitivos con un poco de carne (más) experiencial.[55] Contextualizaré las nociones de memoria colectiva en distintos ámbitos y niveles, y el performance conmemorativo en las prácticas y los discursos mnemónico-históricos en México, específicamente en la región norte de Guerrero.

Memoria e historia en México

Memoria e historia

Según el historiador Enrique Florescano, “México es un país memorioso”.[56] Pero hay de memorias a memorias. Para el caso de la nación mexicana actual, es posible distinguir por lo menos cinco perspectivas o “cánones” desde los cuales es posible pensar el pasado compartido: lo sagrado, lo académico, lo nacional, lo municipal y lo popular. Estas perspectivas, que han gozado de o perdido prestigio en distintos momentos, y que a veces se mezclan en la práctica, se pueden caracterizar en términos de una serie de parámetros: las características del pensamiento histórico, la distancia percibida entre el pasado y el presente, los productos de estas memorias, los personajes que las pueblan, las referencias geográficas, la autoridad que sustenta la narrativa, las fuentes del discurso, la vinculación institucional, los productores y los consumidores de las memorias.

La memoria sagrada, condensada en el mito, resalta la importancia de los orígenes. Los tiempos sagrados son cíclicos, ya que se postulan los acontecimientos humanos dentro de un orden cósmico, y los acontecimientos narrados van más allá de la experiencia humana. Por lo tanto, los personajes tienden a ser entes sobrenaturales y antepasados primordiales. El espacio también es cósmico, y el orden geográfico profano se imagina como una copia de la geografía sagrada. Los productores de estas memorias son especialistas religiosos, y sus consumidores son los creyentes que acceden a las narraciones a través de relatos orales, arte, textos y rituales, productos de los textos sagrados o de la revelación de la voz divina. Se justifica la aceptación de la memoria sagrada por la autoridad que le confiere la divinidad o la tradición. Tanto los antiguos mexicanos como los evangelistas propagaron esta visión del pasado desde diferentes puntos de vista. La memoria sagrada se trasmite mediante textos religiosos, pero también por el performance de rituales colectivos.

La historiografía académica es distinta. Si bien se puede hablar de un sinfín de perspectivas y paradigmas de la disciplina académica de la historia, en general los historiadores procuran crear narrativas historiográficas que se asemejan lo más posible a los acontecimientos “reales” del pasado mediante la rigurosa aplicación de teorías y metodologías científico-sociales. La disciplina histórica en México cobró fuerza en el siglo XX después de la Revolución. Desde esta perspectiva se busca mantener una juiciosa distancia entre la investigadora y el pasado como objeto de estudio. El espacio también es neutro, y es entendido simplemente como el lugar de los acontecimientos o un espacio humano universal. Los personajes de las narraciones historiográficas son “actores sociales” o “figuras históricas”, que no implican una relación personal con el historiador. Las fuentes pueden ser primarias o secundarias; los productos varían, pero suelen ser textos escritos. La historia académica está vinculada con las instituciones educativas y, a veces, con el Estado. Es producida por académicos profesionales con una formación superior y dirigida en general a otros académicos o a un público letrado más amplio. La autoridad de la memoria académica deviene de su relación con la ciencia, con la comprobación de sus planteamientos por medio del manejo de evidencias citables, y con la coherencia lógica de sus argumentos. La escritura es fundamental en este ámbito.

La memoria histórica nacional no es sinónimo de la memoria académica, aunque los dos tipos de historiografía pueden mezclarse. Si bien las fuentes muchas veces son las mismas que la historia académica, el pensamiento histórico nacional implica relaciones temporales, espaciales e identitarias distintas. En México fue producto de los intentos de los intelectuales del siglo XIX de producir un pasado colectivo para los ciudadanos de la nueva nación. En la creación de los productos de la memoria nacional —textos escritos y performances en-corporados que incluyen libros de texto, programas de divulgación y difusión, monumentos, exhibiciones museográficas, rituales conmemorativos— se supone una coherencia y una continuidad entre el pasado y el presente, o bien, una evolución desde el pasado hacia el presente. El espacio de la patria o la nación actual es congruente con el espacio primordial, y los personajes son los actores sociales o las figuras históricas que se consideran forman parte del panteón nacional (designación que puede cambiar en distintos momentos). Las memorias nacionales son producidas por académicos, educadores o funcionarios vinculados a las instituciones estatales y a los medios de comunicación, y dirigidas al público nacional en general, aunque también las pueden consumir ciertos extranjeros, turistas, por ejemplo.

Quizá, las memorias construidas a nivel municipal podrían considerarse memorias nacionales escritas en miniatura. De nuevo, se trata de productos como textos, monumentos y rituales conmemorativos, pero ahora difundidos y consumidos localmente. En vez de efectuar la construcción de una comunidad nacional imaginada, las memorias municipales buscan consolidar la comunidad (quizá menos imaginada) constituida por los habitantes de una unidad administrativa menor, vinculada a la identidad y a las instituciones políticas locales y regionales. En los textos y producciones materiales de políticos, maestros y cronistas figuran los héroes locales o los héroes nacionales que tuvieron alguna presencia local. El tiempo y el espacio constituyen puntos de confluencia con el aquí y el ahora. Y las fuentes de autoridad y de percepción del pasado suelen ser múltiples y contradictorias, mezclando textos científicos, elementos de la tradición y preocupaciones políticas actuales. Dicho esto, existen diversas corrientes de pensamiento entre los productores de estas memorias, ya que algunos cronistas, o “microhistoriadores,”[57] promueven la formación histórica académica del historiador local, mientras otros insisten en la importancia de la memoria popular local como fuente de autoridad y de autenticidad. Pero como es el caso de la historia académica, el producto principal de las memorias municipales o regionales —las crónicas— depende de la escritura.

Las memorias populares se vinculan con las memorias municipales por su vínculo con el terruño, pero no necesariamente con las instituciones que respaldan la producción historiográfica municipal. De alguna forma hacen puente entre lo que Assman denominaba la memoria comunicativa y la memoria cultural. Los productores y consumidores de estas memorias suelen ser los mismos actores sociales: habitantes de la comunidad, familiares o descendientes de los actores históricos, o a veces testigos de los acontecimientos, miembros de grupos sociales definidos (trabajadores, indígenas, ancianos, campesinos, mujeres, migrantes, artesanos, etc.). El espacio donde se producen y reproducen estas memorias es la “matria”, la localidad, la comunidad, o hasta la casa, y se entiende el pasado como un periodo muy cercano al presente. El repertorio mnemónico popular incluye los relatos orales, el teatro y el arte popular, cuyos personajes suelen ser héroes locales, seres sobrenaturales o míticos, vecinos y antepasados, entre otros. La memoria popular se caracteriza por ser experiencial, práctica, y cíclica; suele presentar visiones ambiguas o de crítica social. Sus productores son bricoleurs que combinan textos, objetos y prácticas para producir narraciones performativas que, si no necesariamente implican una metodología científica que garantice la congruencia lógica, sí subrayan una coherencia moral que se basa en la autoridad de la tradición, de las relaciones sociales y de la experiencia. Las memorias populares no están desligadas del poder; mas no dependen del poder institucional sino de las relaciones e intereses locales.

Es evidente que las representaciones de la memoria histórica de la región norte de Guerrero se ubican principalmente en la esfera de la memoria popular; sin embargo, como se verá, no están desligadas de los demás ámbitos de la producción historiográfica y mnemónica, sobre todo el nacional. Antes de entrar de lleno en la descripción de estas representaciones locales, creo importante reflexionar un poco más sobre la forma que adquiere el pasado a partir de la historia nacional mexicana.

Conmemorogramas: la historia nacional mexicana toma forma

Eviatar Zerubavel insiste en destacar la importancia de prestar atención a las formas y figuras alrededor de las cuales se organiza la memoria colectiva y la conmemoración del pasado. ¿Pensamos en la relación entre pasado y presente en términos de líneas rectas? ¿Son horizontales o diagonales? ¿Hacia arriba o abajo? ¿Son más bien zigzags? ¿O se entiende la relación entre pasado y presente como un círculo o como una espiral? ¿El pasado se vuelve presente a través de un proceso temporal legato que implica continuidad? ¿O está dividido en periodos stacatos que implican grandes rupturas? En la mayoría de los casos, los “mapas del tiempo” combinan distintas figuras: líneas progresivas, círculos repetitivos, periodos legatos y rupturas stacatos.[58] Una mirada al calendario conmemorativo de cualquier país es ilustrativa en este sentido, pues el “conmemorograma” nacional evidencia “las montañas sagradas y valles profanos” de la historia. La repetición de festejos anuales acerca el tiempo linear histórico al tiempo cíclico sagrado. También, señala Zerubavel, debe examinarse “la densidad” de ciertos periodos históricos en contextos particulares.

Si revisamos el calendario cívico mexicano encontramos una serie de días feriados oficiales que conmemoran: el inicio de la Guerra de Independencia en 1810 (16 de septiembre), la promulgación de las constituciones en 1857 y 1917 (5 de febrero), el natalicio de Benito Juárez en 1806 (21 de marzo), el inicio de la Revolución mexicana (20 de noviembre), el Día del Trabajo (1 de mayo), el Año Nuevo (1 enero) y la Navidad (25 diciembre). Están más o menos distribuidas estas fechas en términos del calendario anual y de los periodos de la historia nacional. Pero el calendario cívico oficial también marca las fechas que, si bien no son feriadas, sí forman parte de los días recordados en el ámbito nacional. A las fechas arriba mencionadas se añade un conjunto de días conmemorativos que pueden categorizarse en seis rubros: 1) natalicios y fallecimientos de los héroes nacionales; 2) promulgación de juntas insurgentes y “planes” militares; 3) batallas significativas; 4) tragedias nacionales, y 5) festejo de instituciones militares y gubernamentales.

En el primer rubro, aparte del natalicio de Juárez antes mencionado se encuentran los nacimientos y fallecimientos de cuatro héroes del periodo de la Independencia (Hidalgo, Morelos, Allende y Guerrero) y cinco héroes de la Revolución (Zapata, Madero, Carranza y Obregón, así como el senador y mártir Belisario Domínguez), además de la muerte de los pilotos (sin nombre) de la Fuerza Aérea en 1945, durante la Segunda Guerra Mundial. Las juntas y “planes” hacen referencia, de igual modo, a la Independencia (la constitución del Ejército Insurgente Libertador en 1810, la instalación de la Suprema Junta Nacional Americana de Zitácuaro en 1811 y el Primer Congreso de Anáhuac de 1813), la derrota del Primer Imperio (la incorporación del estado de Chiapas al Pacto Federal en 1824), la Reforma (el Plan de Ayutla de 1854) y la Revolución (el Plan de Guadalupe de 1913). Entre las victorias evocadas pueden citarse la Consumación de la Independencia en 1821, la victoria sobre España en Tampico en 1829, varias batallas relacionadas con la Intervención francesa (Batalla de Puebla de 1862, las tomas de Querétaro y de Puebla en 1867 y la victoria de las armas nacionales sobre el Imperio, también en 1867), y la heroica defensa del puerto de Veracruz contra la ocupación estadounidense en 1914. De alguna manera podría ubicarse también la conmemoración de la expropiación petrolera de 1938 como una victoria nacional contra los extranjeros.

John A. Ochoa argumenta que México se caracteriza por erigir monumentos al fracaso y a la derrota.[59] También, ciertamente, el calendario marca la conmemoración de una serie de batallas que no fueron victorias, sino “sacrificios”: la caída de Tenochtitlan de 1521, que junto con el festejo del Día de la Raza (antes Descubrimiento de América de 1492) constituyen las únicas referencias a la Conquista en el calendario cívico; además de dos derrotas relacionadas con la intervención estadounidense (la gesta heroica del Batallón de San Patricio y el sacrificio de los Niños Héroes de Chapultepec). En adición se rememoran dos tragedias nacionales más: el aniversario de la masacre de Tlatelolco en 1968 y la muerte de 29 niños en el incendio de la Guardería ABC en 2009, la adición más reciente al calendario oficial. En el último rubro se festeja a las instituciones militares (el Día de la Marina, el Día Nacional de la Aviación y el Día de la Armada) y gubernamentales (el Día de las Naciones Unidas, las fechas del inicio y cierre de las sesiones ordinarias del Congreso de la Unión).

Este calendario presenta una historia nacional marcada por una serie de acontecimientos stacatos (la Conquista, la Independencia, las intervenciones estadounidenses y francesas, la Revolución) que segmentan varios periodos legatos (la Colonia, México independiente, la Reforma, México posrevolucionario). Obviamente, esta conmemorograma deja fuera un sinfín de personajes (Iturbide, Villa, así como a todos los líderes prehispánicos) mientras incluye a otros en un panteón compartido cuando en realidad podían haber sido enemigos (Zapata y Carranza). Recordando el señalamiento de Erll de que el olvido es condición del recuerdo, el calendario cívico mexicano también omite u “olvida” acontecimientos que podrían incluirse en el rubro de “tragedias nacionales” (Aguas Blancas, Acteal, Tlatlaya, Iguala, y muchos más), cuya memoria sería políticamente contraproducente, ya que el Estado es el que finalmente determina qué y a quiénes incluir en este mapa del pasado. A diferencia de algunos otros países que han instalado comisiones de verdad y de reconciliación para revisar los crímenes históricos de sus gobiernos, México parece todavía operar en un estado de amnesia oficial en relación con la responsabilidad del gobierno en la larga lista de actos de violencia en contra de sus ciudadanos, sobre todo a partir de la “guerra sucia” de la década de los setentas.

Lo que realmente define la forma de la memoria histórica mexicana parece ser la repetición, el recuerdo, una y otra vez, de la defensa nacional contra el extranjero (estadounidense o europeo). La historia nacional está marcada por la creación de un “nosotros” que se constituye a partir de sus enfrentamientos con “los otros”. Los desafíos del David mexicano al Goliat extranjero constituyen el hilo conductor que estructura las narrativas históricas nacionales y proporciona una especie de guion para la realización de sus performances.

La defensa de lo propio también informa la representación de la memoria histórica en el estado de Guerrero, donde el periodo de 1810 a 1821 es de particular importancia ya que abarca la Guerra de Independencia contra España, acontecimiento prolongado que ha funcionado como una segunda fundación nacional (después de la Conquista). Pero si en la República, en general, la Independencia comparte el espacio conmemorativo nacional con distintos periodos, principalmente la Reforma, las intervenciones y la Revolución mexicana, en Guerrero, la Independencia revela una particular densidad mnemónica. Esto se debe a la importancia que adquirió la lucha insurgente en el territorio que posteriormente tomará el nombre de uno de sus líderes más importantes, sobre todo después de la derrota de Hidalgo y de Morelos en la primera fase de la guerra. Ahora, para poder enfocarme en las representaciones guerrerenses de la Guerra de Independencia, me permito incluir un último apartado sobre la historia nacional.

Conmemoración: las fiestas patrias en México

La Independencia de México se celebra en todo el país a través del Grito de Independencia, representación que conmemora el levantamiento de los insurgentes que respondieron a la llamada del cura Miguel Hidalgo y Costilla convocada en Dolores, el 16 de septiembre del 1810. Cada año, en la víspera de este aniversario, todos los mandatarios encargados de una entidad política, desde el presidente de la República hasta los comisarios de rancho, se paran ante sus compatriotras para recordar aquel acontecimiento proclamando Viva México (“Viva Hidalgo, Morelos, Allende, Abasolo, la Virgen de Guadalupe, el PRI, el PAN o el PRD), y Muera el Mal Gobierno (los gachupines, los franceses, los americanos, el PRI, el PAN o el PRD). El rito cívico vincula pasado y presente, centro y margen, a través de la práctica conmemorativa colectiva y permite que los representantes del Estado declaren la unidad de todos los ciudadanos, a pesar de su condición étnica, geográfica, económica o lingüística.

Como fue el caso para muchas de las naciones que declararon su independencia en los siglos XVIII y XIX, la consolidación de la República mexicana fue efectuada, en parte, por medio de la institución de ritos cívico-nacionales. En el Estado liberal y secular del siglo XIX, las ceremonias cívicas reemplazaron a las celebraciones católicas del siglo pasado, aunque, de hecho, su espíritu era bastante religioso. Gran parte de la resistencia local ante los nuevos rituales surgió como una manera de defender las creencias religiosas. La creación de ceremonias cívicas fue acompañada por la fundación de un nuevo panteón de héroes cívicos, quienes habían peleado para establecer la patria: Miguel Hidalgo, José María Morelos, Vicente Guerrero, etc. Hasta guerreros indígenas como Cuitláhuac y Cuauhtémoc fueron incluidos.

La elección de la fecha en la que se celebraría la Independencia de México causó un gran conflicto en los círculos políticos y culturales del siglo XIX, centuria entera marcada por disputas entre políticos liberales y conservadores, quienes encontraron en la festividad cívica una salida para la expresión de sus ideologías. Los conservadores abogaban por la fecha del 27 de septiembre de 1821, cuando Iturbide entró en la Ciudad de México a la cabeza de su Ejército Trigarante y consumó la independencia del país. Esa posición reflejaba la creencia que la nación se fundó en los tiempos de la Conquista y que la identidad mexicana fue forjada como resultado de su experiencia como colonia española durante trescientos años. Por otro lado, los liberales creían que la independencia se inició el 16 de septiembre del 1810, en el momento del Grito de Dolores. Según esta perspectiva, la Colonia representaba más una interrupción histórica que una experiencia fundacional: la historiografía liberal consideraba que la nación mexicana se fundó antes de la Conquista y tenía sus raíces en la identidad prehispánica (y por ende, noeuropea). Así, Hidalgo representaba “la recuperación del destino providencial mexicano”. La visión liberal prevalecería, aunque los debates no terminaron.

Las fiestas patrias tuvieron su apogeo en la celebración del primer centenario de la Independencia, durante la presidencia de Porfirio Díaz, quien, famosamente, cambió la fecha del Grito del 16 de septiembre a su víspera, para que coincidiera con su cumpleaños. Según Alan Knight, la ideología de las fiestas patrias durante el porfiriato “tenía una atracción popular. Capturaba y daba un significado específico a las experiencias políticas de las guerras civiles del siglo XIX, y contribuía a una ideología oposicional que alimentó la Revolución de 1910”.[60] En las décadas sucesivas, las fiestas patrias fueron impulsadas por los esfuerzos de los maestros locales bajo el mandato de la Secretaría de Educación Pública, como un medio de consolidar la hegemonía política del PRI y de una ideología nacionalista que giraba en torno al concepto de un México popular, multiétnico e industrializado. El Grito tenía lugar como una reafirmación del Estado-nación, una práctica que vinculaba lo nacional con lo local, en la que el presidente de la República, los gobernadores estatales y presidentes municipales se exhiben en los balcones de sus edificios administrativos para repetir la llamada a la rebelión que prorrumpió Miguel Hidalgo en 1810 en Dolores, todos en el mismo momento. Dicho ritual ocurre en lo que Geertz denomina “los centros ejemplares” de la nación,[61] en este caso, las plazas cívicas de las cuales irradian los pueblos mexicanos y que Alonso llama “metonimias del orden nacional político”.[62] Sin embargo, como argumenta Vaughan, la fiesta patriótica no sólo servía para justificar las estructuras nacionales y estatales de poder, sino también para “legitimar las estructuras locales de poder, confirmar la cohesión social y aumentar la identidad colectiva en relación a las comunidades circundantes y el Estado”.[63] Las fiestas patrias funcionaban como una manera de negociar las relaciones de poder en distintas escalas.

Y con esto por fin llegamos a Guerrero y a sus memorias históricas locales, sus densidades mnemónicas y sus prácticas conmemorativas, justamente para poder reflexionar sobre el poder del pasado en la construcción de las relaciones locales, estatales y nacionales. Lo que nos interesa aquí no es la celebración hegemónica de las fiestas patrias por parte de las autoridades establecidas, sino las versiones alternativas de las fiestas patrias que se celebran en el norte de Guerrero. Estas conmemoraciones no siempre ocurren el 15 de septiembre, ni en capitales o cabeceras, sino en varias fechas y en diversas comisarías de la región.

Memoria e historia en el norte de Guerrero

Las fiestas patrias alternativas

Las fiestas patrias en la región de Teloloapan se celebran como parte de un ciclo que asemeja a la estructura de un ciclo festival religioso, con un festejo por semana durante un mes en un pueblo distinto. En 2000, las fiestas patrias fueron celebradas en El Calvario el 27 de septiembre, en Coatepec Costales el 4 de octubre, en Chilacachapa el 8 de octubre y en Apetlanca el 18 de octubre. Se proporcionan diversas explicaciones para justificar la diferencia en fechas. Algunos cuentan que la noticia de la guerra no llegó a Guerrero sino hasta mucho después de su inicio, y por eso lo celebran en diferentes fechas. Unos más dicen que conmemoran la Independencia en octubre porque la guerra debió de haberse iniciado en ese mes, pero que fue adelantada porque Hidalgo fue traicionado y tuvo que levantar a su gente precipitadamente. También es posible que las fechas tienen que ver más con la memoria local de los antiguos días de mercado y de la celebración en torno a San Francisco, festejado el 4 de octubre.

Aparte de las fechas, se presentan grandes y diversas diferencias entre estas celebraciones y las fiestas patrias tradicionales mexicanas. Por un lado, los políticos locales tienen poca participación dado que las fiestas patrias en estos pueblos son organizadas por mayordomos, quienes las patrocinan por un compromiso establecido con la sociedad. Como también se ha reportado para las fiestas religiosas, es considerado de mala suerte que se rechace una invitación para participar como mayordomo de las fiestas patrias, y la persona que toma la decisión de no apoyar será mal vista por sus vecinos. También, a diferencia del Grito oficial, las fiestas patrias en este ciclo no ocupan sólo la plaza cívica, sino implican acciones llevadas a cabo en distintos lugares del pueblo y en sus alrededores, a veces simultáneamente. Su referente espacial no es el centro simbólico del poder nacional, sino el entorno comunitario extendido.

Pero lo más llamativo de estas celebraciones es que no toman la forma de actos protocolarios, sino que son simulacros, o recreaciones, de la guerra misma. En cada caso, los personajes principales son los mismos: Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Mariano Abasolo, Ignacio Aldama y Josefa Ortiz de Domínguez. En general, los simulacros incluyen los siguientes momentos: un encuentro entre Hidalgo, Allende, Abasolo y Aldama, quienes planearon la rebelión; la aparición de jinetes mandados por doña Josefa para advertir a los conspiradores que su plan había sido descubierto; el encarcelamiento de doña Josefa; el Grito de Dolores; diversas luchas montadas entre los realistas y los insurgentes, y, finalmente, la captura y ejecución de Hidalgo.

En estos performances conmemorativos, cuyos personajes principales figuran en el escenario histórico nacional, los insurgentes históricos están acompañados por dos grupos: los apaches salvajes y los “mecos” campesinos, quienes luchan a lado de los héroes de la historia patria. Claramente no hay razón histórica para incluir a los apaches en estas representaciones, pero su fuerza como íconos de lo “salvaje” y de la indomabilidad del espíritu indígena funciona como una fuente de poder para el lado insurgente, y sirven también como un medio para combatir el olvido institucional respecto a los indígenas en la historia nacional. Los “mecos”, menos espectaculares, representan a los campesinos locales que constituyeron la masa de apoyo para Hidalgo y sus seguidores. Sin embargo, también se dice que los mecos, que tiznan sus caras de carbón, representan a los afrodescendientes que también participaron en la lucha de independencia.

En algunos poblados donde se realizan recreaciones de la guerra como parte de la celebración de las fiestas patrias participan ciertos personajes que, al igual que los apaches, no tendrían cabida en una narrativa estrictamente historiográfica, como el insurgente indígena Pedro Ascencio, referenciado al principio de este texto, que si bien provino de esta región y luchó con los insurgentes, se unió a la guerra en su segunda fase, y por lo tanto, nunca peleó al lado de Hidalgo. En algunos casos, la figura que alienta a los insurgentes a lanzar tamales envenenados a los realistas es la Malinche, la traductora de Hernán Cortés. Y en otros pueblos, la narración de la conjura de la lucha es acompañada por la historia de dos jóvenes de la comunidad, cuyo amor es puesto a prueba por las exigencias de la guerra.[64]

Las diferencias en las celebraciones le dan a cada una un sabor particular. Pero para ilustrar el proceso del simulacro, aquí describo como ejemplar el festejo que se realizó en Chilacachapa en 2000, pueblo que organiza una de las celebraciones más elaboradas de la región. Empezó con la captura de doña Josefa, una joven del pueblo que aceptó el papel de la Corregidora, como una promesa. Los “soldados de línea” la arrestaron en la casa de sus padres y la llevaron a la comisaría, donde la interrogaron acerca de su papel en el complot. En el trayecto de su casa a la comisaría, los soldados la maltratan con sus espadas; una anciana me comentó que “sí, la golpean duro todos los años”.

Mientras tanto, en una casa diferente, Hidalgo se reunió con los demás generales insurgentes, todos vestidos con uniformes de época. Recibió la carta que le escribió doña Josefa, advirtiéndole del descubrimiento de sus planes, y dio el Grito en la plaza central. De allí fue con sus seguidores a la iglesia del pueblo donde oró delante del ícono de la Virgen de Guadalupe como si estuviera dando una misa. Seguido, la guerra inició con los realistas, de un lado, y los insurgentes, los mecos y los apaches, del otro. A diferencia de otros pueblos, en Chilacachapa hubo dos grupos de mecos: los “mecos verdaderos”, quienes portaban sombreros grandes de hoja de plátano decorados con cruces, y los “otros mecos”, un grupo compuesto por los chilacachapenses radicados en la Ciudad de México. Estos últimos llevaban sombreros parecidos a los que se venden a los turistas, con las palabras “Viva México” bordadas, y trajes de manta. Se notaba cierta ambivalencia afectiva en las relaciones entre lugareños y migrantes, ya que estos últimos invierten cada año los recursos necesarios para la realización del evento, pero su estatus ya no es de verdaderos vecinos de la comunidad.

Los “apaches” evidenciaban dos estilos de vestuario: unos, los más “auténticos” según algunos miembros del público, portaban tocados de plumas. Otros llevaban máscaras de Halloween, acentuando la sensación de que estos personajes existen en la trama no sólo como guerreros, sino también como figuras de relajo. Tanto los apaches como los mecos peleaban de pie en vez de montar un caballo como los demás insurgentes.

De lado de los realistas también se apreciaba una mezcla de uniformes: algunos portaban prendas históricamente auténticas del ejército español, mientras que otros vestían de policías municipales o de federales, lo cual demuestra una desconfianza perdurable frente a las instituciones estatales de administración de justicia.

Durante varias horas la batalla encendió las calles de Chilacachapa. Entre el ruido de las descargas de múltiples armas de fuego y de cañones, el sonido de decenas de caballos, el choque de espadas y los gritos de los apaches, el caos reinó en el pueblo y los miembros del público tenían que cuidarse mucho para evitar ser aplastados por los caballos. Los soldados de línea merodeaban entre los espectadores, agarrando a los “borrachos” y encerrándolos en “el castillo”, una jaula hecha de ramas y decorada con banderas amarillas y rojas (como la bandera de España). Pero en general, los insurgentes y sus aliados tenían ventaja.

Finalmente, hubo una pausa en la guerra y los participantes se retiraron para descansar. Al siguiente día la batalla reinició. En esta ocasión, las cosas no les fueron tan bien a los insurgentes: después de una larga batalla, ésta terminó cuando los realistas capturaron a Hidalgo y a sus hombres y “colgaron” a los apaches.

El tercer y último día del simulacro hubo un desfile con la participación de todas las escuelas locales y de las tres reinas de las fiestas patrias, aquí llamadas “Las Américas”. Éstas vestían de negro, ya que guardaban luto porque Hidalgo sería fusilado en la tarde. Los demás participantes en el desfile llevaban banderas de papel de china negro. Al final de la procesión marchaban los soldados de línea con sus prisioneros: Hidalgo, Josefa, Abasolo, Allende y Aldama. Se paraban de vez en cuando para leer “el diálogo”: la orden de muerte y la respuesta de los protagonistas, quienes declamaban acerca de la libertad y de la patria. Periódicamente los insurgentes gritaban: “¡Viva México! ¡Viva la libertad! ¡Viva Hidalgo! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el comandante Garrido! ¡Muera el mal gobierno! ¡Mueran los gachupines!”. Los realistas contestaban: “¡Viva la Colonia! ¡Viva el Rey! ¡Viva el comandante Garrido! ¡Muera Hidalgo! ¡Muera doña Josefa Ortiz de Domínguez! ¡Muera México!”. Al lado de los marchantes caminaban algunas mujeres que ofrecían un trago a los espectadores, acompañadas por algunos diablos cuya función consistía en anotar en un papel los nombres de los miembros del público que irían al infierno después de la muerte.

Cuando la procesión llegó a la comisaría empezó el simulacro de la muerte de los héroes. Primero, los soldados de línea fusilaron a Aldama, a Allende y a Josefa. Cuando cayeron, los ciudadanos notables llevaron sus cuerpos para sepultarlos. Al final, sentaron a Hidalgo en una silla y lo fusilaron también. Su cuerpo fue exhibido en una mesa frente a la comisaría y los espectadores y participantes pasaban a honrarlo, como si se tratase de un familiar fallecido. Por último, los presidentes de las fiestas patrias agradecieron a todos, y el público se dispersó para disfrutar de mole y tamales en casas particulares.

Al finalizar, el ánimo del público no era precisamente de júbilo. Regresando a la noción del festejo de los fracasos y de las derrotas, estas fiestas patrias terminan mal para México con la muerte de algunas de sus más célebres figuras. ¿Será que la promesa del México glorioso e independiente nunca fue totalmente cumplida para los indígenas y los campesinos de Guerrero? Tal vez esto explicaría la ambivalencia presente en estas conmemoraciones del inicio de la patria. Sin embargo, los participantes y espectadores en El Calvario, Coatepec Costales y Chilacachapa no solamente conocen la historia de su país; la reviven en cuerpo, mente y alma, año con año.

Reflexiones finales

Abundan los performances de la memoria histórica regional alrededor de la Guerra de Independencia en la región norte de Guerrero. Aparte de las “fiestas patrias alternativas” descritas, en Teloloapan se celebra el 15 de septiembre con un concurso de máscaras de diablo, ya que se dice que los seguidores del insurgente Pedro Ascencio de Alquisiras se disfrazaron de demonios una vez para espantar a los realistas y romper el sitio de ese poblado. Y en Acatempan, cada 10 de enero se realiza un simulacro del famoso y debatido encuentro entre Guerrero e Iturbide que selló el pacto de la unión de las fuerzas insurgentes y realistas.[65]

En todos estos casos, las conmemoraciones regionales evidencian cómo se constituye la memoria histórica mediante la repetición corpórea. Los participantes en estas tradiciones no fueron, evidentemente, testigos de los acontecimientos ocurridos a principios del siglo XIX en México, sino que basan sus recuerdos en la trasmisión de las memorias de las conmemoraciones mismas. Cada representación se convierte en fuente para los recuerdos futuros. Los rituales conmemorativos y las prácticas corpóreas no reflejan simplemente la memoria colectiva, sino que constituyen la memoria colectiva al constituir el sujeto que recuerda y que olvida.

En palabras de Walter Benjamin, “cada imagen del pasado que no es reconocida por el presente como una de sus propias preocupaciones amenaza con desaparecer irreversiblemente”.[66] La recreación mimética año con año de la Guerra de Independencia demuestra que el pasado nunca concluye.[67] Si bien no sería correcto hablar del performance de la memoria histórica como “resistencia” (una palabra sobre utilizada, creo), sí funciona como un reto para la historiografía nacional y las instituciones del poder.

La estructura narrativa de estas representaciones se mantiene estable y refleja el armazón mismo de la historia nacionalista: la defensa de lo propio (en victoria y derrota) contra lo ajeno. Pero lo hace en un contexto local donde “lo nuestro” no necesariamente significa “lo mexicano”, en general, y “lo ajeno” puede ser representado por agentes internos; estos elementos cambian año con año. Por ejemplo, en 2012 algunos apaches se vistieron de “caballeros tigre” y “caballeros águila”, estilo azteca, mientras algunos de los realistas fueron identificados no sólo con las fuerzas de seguridad estatal, sino también con los narcotraficantes que han plagado la región. La memoria ocurre en el presente y refleja sus necesidades, a la vez que orienta los proyectos del presente hacia el futuro. La memoria colectiva implica un proceso de bricolaje que puede horrorizar al historiador formal (¿la Malinche envenena a los enemigos de Hidalgo?), pero a su manera atenta en contra del olvido institucional que relega ciertas figuras al archivo (o de plano al olvido) como es el caso de Pedro Ascencio de Alquisiras, al incorporar y en-corporar estas figuras en las narrativas locales, que no dependen del almacenaje archivístico.

Sin embargo, también dependen de la historia canónica, de los contenidos seleccionados por los historiadores académicos o nacionalistas para que formen parte de la memoria colectiva de la nación. La nación y la localidad, la historia y la memoria se producen y se sostienen mutuamente.[68] El performance conmemorativo permite evitar las limitaciones de las formas “lineales” y “circulares” del pasado al imaginar la historia mexicana como una espiral que regresa siempre, aunque el punto de llegada nunca es exactamente igual.

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Citas

[1]Narrativa recopilada en 2000 en Alahuixtlán, municipio de Teloloapan, Guerrero, por Fidel de la Puente Basabe.

[2]Anne W. Johnson, Diablos, insurgentes e indios: política y poética de la historia en el norte de Guerrero, 2016.

[3]Geoffrey Cubitt, History and Memory, 2007, p. 206.

[4]Ibidem, p. 30.

[5]Ibidem, p. 27.

[6]Ibidem, p. 34.

[7]Ibidem, p. 33.

[8]Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, 2000, p. 33.

[9]Citado en Astrid Erll, Memory and Culture, 2011, p. 41.

[10]Maurice Halbwachs, La memoria colectiva, 2004a, p. 84.

[11]Pierre Nora, Les lieux de mémoire, 2009, p. 21.

[12]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 36.

[13]Popular Memory Group, “Popular Memory: Theory, Politics, Method”, en Richard Johnson et al. (eds.), Making Histories: Studies in History-Writing and Politics, 1982, p. 214.

[14]Citado en Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 226.

[15]Hofstadter, citado en Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 41.

[16]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 28.

[17]Ibidem, p. 1.

[18]Citado en Astrid Erll, op. cit., p. 40.

[19]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 9.

[20]Ibidem, p. 26.

[21]Astrid Erll, op. cit., p. 6.

[22]Véase por ejemplo a Foot, citado en Geoffrey Cubitt, op. cit., pp. 8-9.

[23]Maurice Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, 2004b.

[24]Citado en Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 10.

[25]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 118.

[26]Jan Assman, “Communicative and Cultural Memory”, en Astrid Erll, Ansgar Nünning y Sara B. Young (eds.), Cultural Memory Studies: An International and Interdisciplinary Handbook, 2008, p. 111.

[27]Ibidem, p. 113.

[28]James V. Wertsch, citado en Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 231.

[29]Astrid Erll, op. cit., p. 108.

[30]Idem.

[31]Ibidem, p. 103.

[32]Citado en Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 13.

[33]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 15.

[34]Ibidem, p. 119.

[35]Ibidem, p. 18.

[36]Ibidem, p. 167.

[37]Jan Assman, op. cit., p. 114.

[38]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 231.

[39]Aleida Assman, “Canon and Archive”, en Astrid Erll, Ansgar Nünning y Sara B. Young (eds.), Cultural Memory Studies: An International and Interdisciplinary Handbook, 2008, p. 98.

[40]Enrique Florescano, Historia de las historias de la nación mexicana, 2002, p. 16.

[41]Geoffrey Cubitt, op. cit., p. 144.

[42]Atwood citado en Aleida Assman, op. cit. , p. 103.

[43]Aleida Assman, op. cit., p. 102.

[44]Ibidem, p. 103.

[45]Geoffrey Cubitt, op. cit. , p. 144.

[46]Diana Taylor, The Archive and the Repertoire, 2003, p. 19.

[47]Aleida Assman, op. cit., p. 104.

[48]Citado en Astrid Erll, op. cit., p. 50.

[49]Diana Taylor, op. cit., p. 19.

[50]Paul Connerton, How Societies Remember, 1989, p. 4.

[51]Idem.

[52]Diana Taylor, op. cit., p. 19.

[53]Anne W. Johnson, “‘¿Qué hay en un nombre?’: una apología del performance”, Alteridades, vol. 24, núm. 48, 2014, pp. 9-21.

[54]Diana Taylor, op. cit., p. 22.

[55]Victor Turner y Edith Turner, “Performing Ethnography”, The Drama Review, vol. 26, núm. 2, 1982, p. 41.

[56]Enrique Florescano, op. cit., p. 15.

[57]Luis González y González, Invitación a la microhistoria, 1997.

[58]Eviatar Zerubavel, Time Maps: Collective Memory and the Social Shape of the Past, 2003, p. 24.

[59]John A. Ochoa, The Uses of Failure in Mexican Literature and Identity, 2004.

[60]Citado en Mary Kay Vaughan, “The Construction of the Patriotic Festival in Tecamachalco, Puebla, 1900-1946”, en William H. Beezley et al. (eds.), Rituals of Rule, Rituals of Resistance: Public Celebrations and Popular Culture in Mexico, 1994, p. 215.

[61]Citado en Ana Alonso, “Conforming Disconformity: ‘Mestizaje,’ Hybridity, and the Aesthetics of Mexican Nationalism”, Cultural Anthropology, vol. 19, núm. 4, 2004, p. 470.

[62]Ibidem, p. 470.

[63]Mary Kay Vaughn, op. cit., pp. 215-216.

[64]Samuel Villela y Nélida Ocampo, Fiestas patrias: memoria y tradición en el norte de Guerrero, 2012.

[65]Anne W. Johnson, op. cit., 2016.

[66]Walter Benjamin, “Theses on the Philosophy of History”, en Illuminations, 1968, pp. 253-264.

[67]Véase, por ejemplo, el comentario que uno de los participantes sureños en las recreaciones de las batallas de la Guerra Civil de Estados Unidos le hizo a la antropóloga Rebecca Schneider para explicar por qué todavía se realizan los simulacros, más de siglo y medio después de la conclusión del conflicto: “La Guerra Civil no se acabó, y por eso luchamos”. Rebecca Schneider, Performing Remains: Art and War in Times of Theatrical Reenactment, 2011, p. 32.

[68]Diana Taylor, op. cit., p. 35.