La configuración de la memoria a través de la narrativa. Una exploración etnográfica a partir del caso de los “dueños” entre los nahuas de Pahuatlán

Dimensión Antropológica
Año 27, vol. 80, México,
septiembre-diciembre, 2020, pp. 68-88.
ISSN 1405-776X

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Artículo

La configuración de la memoria a través de la narrativa.
Una exploración etnográfica a partir del caso de los “dueños”
entre los nahuas de Pahuatlán

Eliana Acosta Márquez
Dirección de Etnología y Antropología Social, INAH.


Resumen

Centrado en los nahuas de Pahuatlán de la Sierra Norte de Puebla, el artículo explora la configuración de la memoria a través de la narrativa. Ligando la etnografía con el enfoque dialógico de Mijail Bajtin y tomando como eje dos entidades extrahumanas, la Sowapili y el Nahpateko —conocidas localmente como dueños y en su lengua originaria como itekome—, aborda dos problemas primordiales: la narrativa como expresión de una memoria localizada en el espacio, en lugares que los nahuas identifican como parte sustancial de su cosmología y, por otro, la conformación de la memoria desde el pasado y a partir del presente, a saber, desde un pasado remoto, en gran medida inconsciente para los actores, y a partir del contexto actual vivido por los serranos.
Palabras clave: memoria, narrativa, dueños, itekome, Sowapili, Nahpateko.


Abstract

Focused on the Nahuas of Pahuatlán de la Sierra Norte de Puebla, the article explores the configuration of memory through narrative. Linking ethnography with the dialogical approach of Mikhail Bakhtin and taking as an axis two extrahuman entities, the Sowapili and the Nahpateko —known locally as owners and in their original language as itekome—, addresses two fundamental problems: the narrative as an expression of a localized memory in space, in places that the Nahuas identify as a substantial part of their cosmology and, on the other, the conformation of memory from the past and from the present, namely, from a remote past, largely unconscious for the actors, and from the current context lived by the mountain people.
Keywords: Memory, narrative, owners, itekome, Sowapili, Nahpateko.


Ante las múltiples disciplinas y perspectivas que convoca el estudio de la memoria, la antropología se distingue por dar cuenta de los diversos usos y las expresiones que ésta presenta en diferentes sociedades, la cual no se ha dudado, paradójicamente, en tomarla como habilidad innata y universal en el ser humano.

Convencida de la potencialidad que guarda la perspectiva antropológica para el esclarecimiento de la diversidad en el marco de la condición humana, y con base en el trabajo de campo que he llevado a cabo por cerca de 15 años entre los nahuas de Pahuatlán, quisiera explorar el vínculo entre memoria y narrativa, y abordar un problema en particular: la configuración de la memoria a través de la narrativa.

Al ligar la etnografía con el enfoque dialógico de Mijail Bajtin y centrándome en dos géneros narrativos, los wewetlahtoli y los melawaktlahtoli (‘las palabras de los ancianos’ y ‘las palabras ciertas’, respectivamente), pretendo dar cuenta de la interrelación entre las narraciones míticas y las historias personales como un medio por el cual se configura la memoria colectiva. ‘Los dueños’,[1] itekome, en náhuatl, agentes centrales de la cosmología de los nahuas de Pahuatlán, serán el eje rector desde el cual abordaré dos problemas esenciales: por un lado, como expresión de una memoria localizada en el espacio, en lugares que los nahuas identifican como parte sustancial de su cosmología; y por otro, la conformación de la memoria desde el pasado y a partir del presente, a saber, desde un pasado remoto, en gran medida inconsciente para los actores, y a partir del contexto actual vivido por los nahuas de Pahuatlán.

El caso de la Sowapili, una suerte de entidad tutelar asociada al bordado y a la figura de las parteras, será el punto de partida para abordar la memoria sobre los orígenes, pero también nos abre la posibilidad de pensar en una memoria del futuro en el que se contempla el fin del mundo; en tanto que el Nahpateko, existente vinculado a la riqueza y actualmente identificado con el diablo, será el punto desde el cual problematizaré “la memoria como presente del pasado”,[2] y con lo cual mostraré “la actualidad del pasado en el presente”.[3]

La narrativa: contenedora y constituyente
de la memoria

A partir de un equívoco, partiendo de un pensamiento negativo, quisiera hacer una primera delimitación de la memoria, no por empezar a preguntar qué es o qué implica su presencia, sino preguntar qué es la desmemoria y considerar qué dimensiones constituye su ausencia. Hipotéticamente, alguien sin memoria no tiene la posibilidad de identificar qué hizo ayer, dónde estuvo hace una hora o qué hará al día siguiente; es alguien que vive en un presente continuo sin reconocerse en el pasado o sin proyectarse en un futuro posible; su existencia se reduce a la inmediatez y su ser responde al apremio del instante. Si ese supuesto lo llevamos más allá de lo individual y lo extendemos a un marco social, se puede afirmar que un grupo sin memoria no sabe de sus orígenes ni de su devenir, pero también le tiene sin cuidado su porvenir.

Desde la desmemoria y la ausencia, me parece, es posible reflexionar con mayor hondura sobre el lugar que ocupa la memoria en la condición humana, y tal vez así sea posible llegar a atisbar finalmente qué es. La memoria, como sugiere Joël Candau, a la par que facilita la ubicación del ‘sí mismo’ y la constitución de la identidad, ofrece un marco para identificar a los otros y vincularnos con ‘lo otro’.[4] ‘Lo que soy o no soy’ se construye rememorando, incrustando en el cuerpo y manteniendo en la conciencia la experiencia vivida, experiencia que se comunica y transmite, configurando así la idea de continuidad pero también de discontinuidad entre lo que fue, es y será.[5]

Cualquier vía puede ser un vehículo de la memoria: un libro, una canción, un glifo, una carta, un monumento; en sí, las posibilidades resultan innumerables. Y de la misma forma, los soportes a través de los que se fija son incontables: una piedra tallada, un muro pintado, un papel escrito, una hoja electrónica, un cartel o un conjunto de palabras hechas canción o historia contada. Desde aquello que se modela con las manos y que es visto, hasta aquello que se articula con las cuerdas vocales y se encuentra con el oído, son formas de incrustar la memoria y estrechar vínculos.

La palabra se distingue en ese contexto incalculable de posibilidades por ser contenedora y trasmisora de la memoria en una doble faz: al fijarse a través de la escritura o al grabarse por medio de la voz, al cobrar sentido por la lectura o al pasar de boca en boca y de oído en oído. Entre las numerosas expresiones de la palabra se encuentra la narrativa en su condición de nombrar y dar sentido, y más aún, en su cualidad de crear historias de todo cuanto existe, ya sea como hecho o como posibilidad. Es extraordinaria ‘la fuerza expansiva de la palabra’, como alguna vez declarará Eduardo Nicol, y asombrosa es la evidencia de las diversas historias que el ser humano se ha contado y ha declarado en todo lugar y tiempo en que ha existido y ha brotado su decir.[6] Sin ser la palabra y la narrativa patrimonio y derecho exclusivo de nadie, las formas de dar voz y otorgar sentido a lo nombrado se expresan de manera única y diferente.

Un legado invaluable de sonoridades, sentidos y saberes se escuchan en las cerca de siete mil lenguas que presumiblemente se hablan hoy día en el mundo; y si partimos del planteamiento de Leopoldo Valiñas de que en cada comunidad se encuentra un comunalecto, esto es, una lengua propia vinculada a un conjunto distintivo de significaciones y valores, de prácticas e interacciones, entonces, a la vez que se expande, la diversidad se torna más compleja.[7]

La narrativa es una de las formas por la cual se configura la memoria, la cual tiene la particularidad de otorgar un orden, una coherencia, lógica y un relato a la experiencia vivida. En ese marco, justamente una de las aportaciones de la antropología en el ámbito multidisciplinario que centra su interés en el estudio de la memoria, es dar cuenta de la diversidad y en específico de los diversos usos y expresiones de la memoria.[8] Ante dicha facultad, que desde la perspectiva de las ciencias naturales corresponde a una habilidad innata y universal en el ser humano, la antropología pone el acento en los múltiples puntos de vista que se encuentran en torno al recuerdo, el olvido y la interpretación del pasado. La antropología destaca el lugar que ocupa la memoria en las diferentes sociedades, y la aborda como historia vivida con formas, contenidos y contextos que responden a marcos sociales específicos.[9]

El tema en contexto

En medio de la cordillera de la Sierra Madre Oriental, y entre un bosque tropical de clima cálido y húmedo a unos 1 200 msnm, se encuentra en un accidentado relieve en las faldas de los cerros Ahila y del Señor Santiago el municipio de Pahuatlán. Ubicado en la parte occidental de la región conocida genéricamente como la Sierra Norte de Puebla, e identificado como el límite sur de la Huasteca, es uno de los 32 municipios pertenecientes a la región socioeconómica de Huauchinango, que colinda al norte y noroeste con los municipios hidalguenses de Tenango de Doria y San Nicolás; al noreste con el municipio poblano de Tlacuilotepec; al suroeste con Honey, y al sureste con Naupan, municipios del estado de Puebla.

Desde la época prehispánica hasta nuestros días, el ahora municipio de Pahuatlán ha sido un espacio multiétnico y un lugar de tránsito entre la Cuenca de México y el Golfo. En la actualidad se encuentra población mestiza, nahua y otomí, y es conocido popularmente por haber sido recién nombrado Pueblo Mágico, por el huapango y la feria que se lleva a cabo en la cabecera municipal en el marco de la celebración de Semana Santa y por el arte en papel amate que realizan los otomíes del pueblo de San Pablito. Menos populares y conocidas son las comunidades nahuas que se localizan en cuatro localidades del municipio: Atla, Xolotla, Mamiquetla y Atlantongo.

De las 34 localidades que actualmente se ubican en el municipio, donde habita un poco más de veinte mil habitantes, cerca de seis mil se encuentran distribuidos en los cuatro pueblos nahuas, concentrándose mayoritariamente en Xolotla y Atla, y en menor medida en Atlantongo y Mamiquetla.[10] Las localidades más pobladas, Atla y Xolotla, miran de frente y al norte para Pahuatlán y al río San Marcos; en tanto que al otro lado de la cordillera, Mamiquetla y Atlantongo miran hacia el sur, rumbo a Naupan.

Si bien la mayor parte de la población habla fluidamente náhuatl y español, prefieren la lengua originaria como la principal lengua de interacción. Niños, jóvenes, adultos y ancianos se comunican en náhuatl, y entre los habitantes de las cuatro comunidades se presenta un intenso intercambio: se casan entre sí, trabajan de manera conjunta, entre ellos venden y compran lo que producen y distribuyen, participan de las mismas fiestas y, sin mucha dificultad, se comunican con sus respectivos comunalectos; aunque ellos suelen destacar las distintas palabras y las diferencias de ‘tono’ o ‘pronunciación’, las cuales atribuyen a la distinta agua que beben debido a la diferente altura donde brotan los manantiales que proveen el líquido vital.[11] En un lugar donde la distinción entre arriba y abajo es uno de los principales indicadores espaciales, donde lo que llamamos “naturaleza” está habitado por múltiples seres sobrenaturales con distintos dominios y potencias, y donde el agua es mucho más que un recurso y tiene su dueño, no es extraño que este elemento y la altura sean de los principales marcadores de diferenciación.[12]

Las cuatro comunidades nahuas de Pahuatlán comparten también una cosmología de la que forman parte diversos agentes, entre los cuales, además de los dueños, se encuentran los aires, los santos, los muertos o los nahuales. En la vida cotidiana se expresan de variadas maneras en el trabajo agrícola, en la recolección de leña o en la cacería, pero también en los sueños, en las enfermedades y en las prácticas curativas. Si bien es habitual su presencia, destacan la actividad ritual y la narrativa por ser los medios primordiales por los cuales, aparte de asignarles un conjunto de condiciones, atributos y cualidades, se les delimita una serie de acciones y formas de interacción.

La narrativa es un medio privilegiado para conocer la cosmología, no sólo por la concepción del mundo que expresa, sino también por ser una práctica especialmente viva en numerosos pueblos indígenas, entre ellos los nahuas de Pahuatlán. En esta población, asentada en el área occidental de la Sierra Norte de Puebla, la narrativa —y en general la tradición oral— sorprende por su profusión, avivada no sólo por los ancianos sino también por los más pequeños de la comunidad. Ahí, el oído del investigador es atrapado, irremediablemente, por los más variados ámbitos de la vida cotidiana y del ritual convertidos en relato.

Entre las distintas formas narrativas destacan las wewetlahtoli y las melawatlahtoli; mientras que las primeras, las ‘palabras de los ancianos’, aluden generalmente a relatos de carácter mítico en las cuales se recrea un tiempo y un espacio originarios, o bien, a los eventos sucedidos a las entidades sobrenaturales fuera del ámbito de los ‘cristianos’, las segundas, las ‘palabras ciertas’, refieren a las experiencias vividas por uno mismo, algún familiar o alguien conocido, ya sea ‘a mi abuelo’, ‘a mi comadre’ o ‘a mi hijo’; es decir, se cuentan experiencias que generalmente acontecieron a cualquiera del pueblo o de alguna comunidad vecina, y se consideran historias ‘claras’ o ‘ciertas’. No obstante esta distinción, encontramos una relación estrecha entre ambos tipos de narrativa, ya que es posible constatar los mismos temas o motivos expuestos en las narraciones míticas y en las historias propias de los amo cristianos (‘no cristianos’ que habitan en el okse tlaltikpak ‘otra tierra’), en los relatos acerca de las experiencias y sucesos de ‘esta tierra’.

Al narrar las historias de los “aires”, los “dueños” o los santos, esos seres que pueblan su mundo y con los cuales es necesario mantener un estrecho vínculo, los nahuas trasmiten un conocimiento y van constituyendo su memoria y su cosmología. En la voz y en los puntos de vista condensados en los relatos se tejen personajes y tramas, y en el acto de narrar no sólo se fija un discurso y un dominio de aquello que se hace preciso pensar y recordar, sino también se instituye una puesta en relación con el mundo. Cualidad de la narrativa que veremos a continuación a través del caso de dos ‘dueños’.

La Sowapili: sobre el origen y el fin del mundo

En el paisaje serrano de Atla destaca un cerro, no por su tamaño como en otras regiones, sino por su forma redondeada, y al que llaman indistintamente Cerro Boludo o Cerro de la Mujer, pero en náhuatl se le conoce como el Sowapiltepetl. Su presencia no sólo es contundente en el paisaje, sino también en la vida de los atecos, y desde luego en su narrativa, por la que es posible constatar que en este cerro habita la Sowapili, una entidad de género femenino, la cual es considerada una suerte de potencia tutelar de las parteras y el bordado.

Especialmente, a partir del diálogo con las mujeres de tres generaciones de la familia Pérez, he escuchado varias historias sobre esa entidad y el Cerro Boludo; por ejemplo, de que se le puede encontrar vestida con la indumentaria tradicional, tal cual se vestían las antiguas, y de los hilos para bordar que nacen del cerro o sobre la tradición de ofrecer a la Sowapili el primer bordado que teje una niña; historias que narran cómo en el interior del cerro se encuentran las brujas difuntas haciendo tortillas y bordando, y sobre la práctica de los tetlachihke y los tlamatkime, “los brujos” y “los adivinos”, de acudir a este cerro para llevar a cabo la costumbre.

Entre las narraciones hay una que me impactó en particular, contada por Ofelia Pérez, la cual habla sobre la Sowapili, pero aludiendo al fin del mundo y al fundamento que lo sostiene. Ésta es la narración:

Antes, antes de nuestra era, según que lo soñaban y según que hablaba, decían que el Sowapili que ella es una mujer, y por eso aquí es en toda la región, porque en otro lado no bordan, sino que bordan aquí lo que es alrededor de ese cerro, como Xolotla, aquí Atla, Atlantongo y Mamiquetla, que están aquí atrás. Que ellos decían que sí bordaban y… ¿cómo se llama?; que el cerro del Santiaguito, le dicen el Santiagotepetl; él es hombre y le decía: —Ya nos vamos a ir porque ya se cansó, y contestaba el Sowapili: —No se va a ir porque tiene muchos hijos y tiene mucho hilo para bordar, tiene suficiente tela e hilo para bordar. Entonces sí se van a ir pero hasta que se acaben todos sus hilos y sus bordados, entonces sí podía irse.
Es que cuando irse es cuando el pueblo se va a deshacer… va a dar como el fin del mundo, ¿no? Entonces, la gente así se escuchaba todo; entonces, al escuchar eso, la gente se reunía, llevaban mucho a los brujos, se reunían todos a los brujos, se irían allá, se hincaban, mataban guajolote, ofrecían allá, porque ellos, bueno, ellos adoraban, y al adorarse ahí … El cerro del Santiago, que dicen Santiagotepetl, por más le exigía —nos vamos a ir— y éste el Sowapili, ella no quería, ella dijo que no: —Porque tiene muchos hijos, mucho bordado, tiene mucho trabajo que hacer.
Y así se escapó la gente, porque antes se dice, así temblaba pero no temblaba, sino que antes pasaban muchas cosas terribles aquí en el pueblito, así todo el pueblito, como en Atlantongo, Mamiquetla, Xolotla, porque al mediodía eran como eclipse, pero no era eclipse; ¿porque como puede ser que las ollas de barro, como aquí que nosotros los tiznamos, se vuelven, se convierten en tigres y los lazos se convierten en víboras?; es un terrible que pasaba porque las antigüedades ya no sabían por dónde se van a esconder.
Y entonces, al adorarse mucho, le dicen por mexicano tlachiwake…; así se dice en náhuatl, tlachiwake; se juntan muchas gentes y se van todos ahí, y los principalmente a los brujos, a los tlamatkime; ellos se juntan y le dicen que, como que se nos proteja, que nos defienda, y así mucho; bueno, se van seguidito, se irían seguidito, y así ya no pasó nada. Ya se decidió el Sowapili que a lo mejor ya no se van a ir ningún lado pues tiene muchos hijos, tiene mucho hilo, tiene mucho trabajo, buscaba el pretexto. Y así, ya bueno, ya no, hasta todavía vivimos, si no quién sabe cómo vamos a estar, tal vez a lo mejor no va a existir este pueblo (Atla, abril de 2009).

Esta historia me la contó Ofelia después de haber subido con ella y sus dos hijas al Sowapiltepetl, momento en el que pude constatar que en el cerro se encuentran diferentes rastros del costumbre que se lleva a cabo en este lugar habitado por la “Mujer que tiene hijos”, como nombran en castellano a la Sowapili, entre los cuales se encontraban bordados, velas, muñequitos, listones, papeles, flores secas, vasos; es decir, expresiones de la rica actividad ritual que ahí se realiza.

En ese momento tenía claro que la Sowapili estaba vinculada al bordado y al tlachiwake, sobre todo en relación con las parteras; más al escuchar esta historia pude constatar que además era la entidad que sostenía el mundo y lo mantenía a partir del bordado; el fin del mundo no había acontecido porque como declara Ofelia: la Sowapili “tiene muchos hijos, tiene mucho hilo, tiene mucho trabajo”, contraviniendo a su esposo, el Santiagotepetl, que “está cansado y ya quiere irse”.

Diversos aspectos contenidos en esta narración se podrían interpretar; no obstante, quisiera destacar dos aspectos esenciales: por una parte, la asociación entre una entidad femenina, el bordado y el nacimiento, y por otra, la forma en que la narrativa entreteje el tiempo mítico con el presente, y cómo lo viven los nahuas de Pahuatlán; y junto con ello, considerar las referencias del fin del mundo a partir de un eclipse.

Sin duda, llama la atención las semejanzas que se pueden establecer entre los atributos y los dominios que los nahuas de Pahuatlán atribuyen a la Sowapili en relación con las deidades femeninas propias de los nahuas antiguos. Especialmente destaca el parecido con Tlazolteotl, deidad que Félix Báez-Jorge ha identificado con las parteras, magos y hechiceras, médicos, parturientas, labradores, recién nacidos e hilanderas. Dicha entidad, de manera semejante a la Sowapili, se considera patrona de los recién nacidos, del parto, del algodón y del tejido. Además, Báez-Jorge ha ubicado su origen en la Huasteca, particularmente, en la región norte del Golfo, región con la que nahuas de Pahuatlán han mantenido un intenso contacto desde la época prehispánica.[13]

A partir de esta perspectiva cabe preguntarse: ¿hasta qué punto la semejanza que en el presente podemos establecer entre Sowapili y Tlazolteotl nos habla de una memoria que los nahuas de Pahuatlán han depositado y recreado en el presente a través de la narrativa y la acción ritual? Me refiero a una memoria inconsciente para los actores, inconsciente no en el sentido psicológico, sino más bien en cuanto a no tener registro y conocimiento de la profundidad histórica y de la circulación de las ideas y de las prácticas entre los pueblos de la región.

Ésa podría ser una manera de responder a la configuración de la memoria, pero es externa y ajena a los actores, y responde a las relaciones históricas y afinidades culturales que los estudiosos pueden encontrar a partir de la asociación entre fuentes históricas y datos etnográficos. Hay otra posibilidad, más próxima a los actores, la cual, desde una perspectiva etic estaría dentro del ámbito del mito pero que, desde un enfoque emic, forma parte de su historia, de su historia melawak, “cierta y verdadera”, la cual ha sido transmitida por los ancianos a través de las wewetlahtoli, “palabras de los viejos”. Esta manera de configurar la memoria nos conduce a pensar que en el origen está un ser como la Sowapili, forjando y sosteniendo el mundo a través del bordado, y que al dejar de hilar sobrevendrá el final del tiempo. Fin que los nahuas, a su vez, asocian con el acaecimiento de un eclipse y la inexorable inversión del mundo.

Este aspecto nos conduce al segundo punto que quisiera tratar respecto de la narración, el cual abordo a partir de la siguiente pregunta: ¿por qué a partir de un eclipse, cuando sea el fin del mundo, las ollas se transformarán en tigres y los lazos en víboras? Para esclarecer la interrogante habrá que considerar qué implica para los nahuas este fenómeno. María Andrade declara al respecto: “Si gana la luna, oscurece, llueve, se inunda, con tormentas… Si gana el sol vamos a seguir de día” (Atla, 18 de junio de 2011). Para los nahuas un eclipse implica la derrota del sol por la luna, momento en que predominará un tiempo de frío, de oscuridad y de tormentas; con el eclipse se produce un mopatla, un cambio en el tiempo, pero también del orden de las cosas; de modo que aquello que resulta de uso doméstico, controlado y confiable, cambia a los seres más temidos, amenazantes y predadores, al trocarse las ollas en tigres y los lazos en víboras.[14]

Cuando Ofelia me contó esta historia enseguida hizo referencia al peligro constante de que se acabe el mundo, y sobre todo, a partir de los diferentes diluvios habidos, de los cuales, habrá que decir, los nahuas recuerdan no sólo como un tiempo mítico sino como una amenaza recurrente de la que tienen memoria. Al momento de compartir el relato, esta mujer campesina y bordadora rememora que hace 50 años hubo uno muy fuerte; 12 años atrás cayó un “pequeño diluvio” y en el año 2010 se registró una lluvia que puso en riesgo la continuidad del mundo. En abril de ese año, en plena celebración de Semana Santa, no dejaba de llover y el agua ascendió a tal grado que los cerros estuvieron a punto de juntarse, signo del fin de los tiempos; un signo más fue la aparición de San Antonio en el cielo, con su corona y su hijo en brazos.

Ante tal amenaza, el presidente auxiliar, máxima autoridad de la comunidad, tuvo que acudir a los ‘brujos’ y, de manera semejante al diluvio de hace 50 años, fueron al Sowapiltepetl y a otros puntos como el Xochitepetl, para que hicieran un tlachiwake. Los tlamatkime hicieron su trabajo, realizaron ‘el costumbre’: llevaron comida, flores, papeles de china, velas, guajolote, y con xochisones, bajo la música de violín y guitarra, bailaron por cuatro días y cuatro noches para ayudar a la Sowapili a sostener el mundo.[15]

El Nahpateko: la creatividad del pasado en el presente

Los nahuas de Pahuatlán asimilan al Nahpateko con el diablo y lo identifican como una entidad que otorga riquezas a cambio de la entrega del cuerpo y del alma. Para obtener los caudales que otorga este ser hay que acudir a su residencia, la cual se localiza en el interior de una cueva en el Cerro del Águila, cerca de la ciudad de Tulancingo. Después de pasar con valentía siete puertas, que están resguardadas cada una por una serpiente, el Nahpateko espera al final sentado en una silla y frente a una mesa, desde la cual despacha los asuntos que quieran tratar con él. Quienes pactan con el diablo, en efecto, gozan en vida de riqueza y bienes materiales, pero al morir los vuelve sus esclavos.

Para la comprensión del Nahpateko, al igual que la de Sowapili, no puede ser indiferente la similitud con una deidad prehispánica y, específicamente, la referencia a un ser con prácticamente el mismo nombre a la época del contacto registrado por Sahagún,[16] Nappatecuhtli, nombre que se deriva de tecutli, ‘señor’ y nappa, ‘cuatro veces’, término que encontramos entre los nahuas de Pahuatlán con la misma composición sustantiva pero sin el absolutivo -tli. De la descripción que ofrece Sahagún destaca la asociación entre este ser y la riqueza, valor que sin duda encontrarnos en el presente, pero sin la presencia de atributos asociados al dios prehispánico, como lo es el arte de hacer esteras y la producción de lluvias. Por otra parte, habrá que advertir la asociación que hace Guilhem Olivier entre Nappatecuhtli y Tezcatlipoca, deidad que también se le asocia con el color negro, y además de distinguirse por su poder y don de ubicuidad, se le atribuía la donación de riquezas. Sostiene Olivier que entre los nahuas antiguos se llegaba a atribuir cualidades a Tezcatlipoca que generalmente se vinculan a Tláloc, e incluso se adoraba a un dios llamado Tezcatlipoca Nappatecuhtli.[17]

En la actualidad, “el cuatro veces señor” se personifica como un hombre a caballo vestido de charro negro y bien arreglado con apariencia de mestizo. Además del Nahpateko, cuentan los nahuas que los muertos que pactaron con él, a los cuales conocen como sus “peones”, se les puede ver no sólo en los cerros sino también en los pueblos, quienes bajo la apariencia de xinolas y coyome —de mujeres y hombres mestizos, respectivamente— van ofreciendo a los cristianos dinero o animales.

Se destaca, especialmente, el hecho de que quienes pactaron con el Nahpateko, por recibir riquezas en vida se endeudan con él, y éste se cobra apropiándose del alma y del cuerpo de los difuntos. Existen relatos que expresan este hecho, los cuales, por una parte, describen cómo desaparece el cuerpo ya muerto de aquellos que lo tenían por “patrón”.[18] A tal grado que ante su ausencia, relata Juan Domínguez:

“Hubo una vez una familia para que no piensen mal, pusieron cosas pesadas para la hora del entierro sientan algo pesado y mucha gente dice: —Pero el señor estaba bien gordo, tiene que pesar, iba medio raro; dice: —No se siente pesado; luego se dieron cuenta, el señor estaba bien gordo y no pesaba. Dicen que lo sacaron de noche: el señor, quien sabe cómo desapareció, quedó vacía la caja, así es no más eso” (Atla, noviembre de 2008).

Y Guillermo Hernández da cuenta de lo que el “Cuatro veces señor” hace con sus cuerpos: “Lo tiene que colgar el diablo y ponerle lumbre abajo donde esté colgado y tiene que escurrir su sudor, tiene que llenar un cazo y éste hasta que lo llene lo deja libre, pues ya después de eso se va su alma, pero para llenar el cazo es bastante difícil porque en medio día no sale una gota y yo creo que se ha de tardar bastante para llenar ese cazo” (5 de noviembre de 2008).

Por otra parte, se debe considerar el que se hable de manteca, alusión que no es casual sino propia de la imagen del mestizo, pero también del rico. El consumo de carne de puerco y de manteca en la comunidad, a la vez que da cuenta de la introducción de un consumo mestizo, ya que su crianza entre los nahuas está asociada con los que cuentan con mayores recursos, también por cierto, sirve para identificar a los “peones” del Nahpateko.

En este sentido, al encontrar palabras como “peón” o “patrón”, en el marco de una totalidad verbal constituida por las narraciones, se alude al contexto propio de los nahuas de Pahuatlán. En particular, expresa un tipo de trabajo y de una clase de riqueza que, además de no ajustarse a lo establecido, responde a la relación que se mantiene con un ser que se ha asimilado con el diablo, quien, entre otras cosas, se distingue por favorecer una acumulación y un beneficio individual en detrimento de un orden social.[19]

En sí, la riqueza que se obtiene por trabajar con el Nahpateko, el rico y mestizo por excelencia, implica obtener bienes que a base de esfuerzo y de las actividades productivas tradicionales difícilmente se conseguirían. Más aún, esos “peones”, a la vez que constituyen un “otro” al interior de la comunidad al romper con lo prescrito, son quienes mejor expresan la asimilación de nuevas prácticas; son los que cuentan con casas amplias y bien construidas, los que gozan de grandes extensiones de tierra y de mayor número de animales, los que poseen automóviles o propiedades en renta. En fin, ostentan lo que la mayoría no posee y evocan un contexto en principio ajeno: el mundo mestizo.

Báez-Jorge,[20] desde un enfoque histórico y etnográfico, da cuenta no sólo del Nahpateko sino de otros seres, entre ellos Tlahualilok o Tlacatecolotl, asimilados a la imagen cristiana, pero que en el contexto del contacto y del dominio colonial adquirieron una connotación adicional a la contenida en el sentido europeo. De manera que, afirma Báez-Jorge, en el imaginario colectivo de los pueblos indígenas, “los disfraces del diablo” deben ubicarse tanto en relación con dinámicas de poder como en el marco de relaciones interétnicas. En otras latitudes, el antropólogo italiano Carlos Severi,[21] al hacer un estudio etnográfico particularmente acucioso entre los kuna de Panamá, muestra la forma en que este pueblo ha construido una imagen del blanco a través del ritual. Justo a partir de la acción ritual se ha condensado una memoria de un largo conflicto que, si bien expresa una representación del otro, ésta no se agota en la imagen del blanco, sino que abarca una suerte de otredad interior caracterizada por la locura y por el “jaguar celeste”; es decir, por un comportamiento patológico y un existente no humano propio de los kuna.

Apropiación del mundo mestizo que se expresa en las narraciones y que también deja ver la actualidad del contexto, de manera que si bien hoy día son constantes los relatos en los cuales se identifica al Nahpateko como un mestizo vestido de charro negro y a caballo que vive en el interior de un cerro, se encuentran otros textos que muestran a esta entidad más acorde con los nuevos tiempos. Existen narraciones como la que a continuación relata Juan Domínguez, en las que el Nahpateko sigue siendo un mestizo, pero en lugar de andar a caballo ahora maneja un carro; en vez de vestir de charro, porta un traje, y de vivir en el interior de un cerro con diferentes cuevas, habita en la ciudad en una casa con múltiples departamentos y viviendo del negocio de las rentas.

Dicen que salió una muchacha, pero fue a la ciudad de Tulancingo; resulta que siempre se ponía bien guapa, se quería casar o conseguir un amigo, un novio o algo así, pero resulta que la muchacha no tenía suerte.
Y se fue a Tulancingo, y ahí de repente sale un muchacho bien vestido que iba en un carro, pero éste, pues, le dice: —¿Para dónde vas?, y le dice a la muchacha: —Pues yo voy al centro, y le dice: —Vamos. Y ahí le empieza a platicar, le dice: —Yo te conozco, tú siempre quieres conseguir un novio pero no puedes conseguirlo; ya somos dos; yo también quiero conseguir una novia, una amiga, este, si quieres vamos, le dice a la muchacha. Como que se sorprendió la muchacha, pues éste, él se la llevo y pues ahí la convenció: —Si quieres yo te llevo a mi casa, te voy a enseñar mi casa.
Se la lleva y le enseña su mansión, su casa: —Pues es ahí donde yo vivo, todo eso que ves es mío. A la muchacha le gustó, a la muchacha le dice: —Nomás te voy a dar la llave de seis casas, la otra casa es privada, sólo es para mí. Y le dice la muchacha: —Cómo si tú eres mi esposo, no debes desconfiar, yo puedo tener la llave.
No quería darle la llave el muchacho, hasta después lo convenció, sí este, —Te voy a dar la llave, vamos, te voy a enseñar. Y que se la lleva, que abre el otro departamento, y vio a un señor que estaba ahí colgado, un señor grandote, güero, y dice la muchacha: —No, esta persona no es persona, es el mal; por qué lo tienes; ese señor había muerto hace un mes, dice, había muerto, y porqué está colgado y está vivo.
Entonces la muchacha se acordó de Dios, la muchacha dice: —Que Dios me acompañe, dice, por qué pasa esto. De repente, la muchacha como que se despertó y estaba en un lugar donde hay puro nopales, una huerta de nopales. Después la muchacha regresó a su casa y les contó a su familia: —No, que me pasó esto y esto, el señor que se había muerto era de aquí de Pahuatlán, este, yo sé ahí donde está; ese señor se lo llevó el mal. Como ese señor se dice que trabajaba mucho, era de dinero, se decía que trabajaba con el mero rico.
La muchacha no tardó y después falleció; falleció porque se encontró con el mal, con el diablo; dicen que no tardó mucho tiempo, antes de un año falleció (Atla, noviembre de 2008).

Esta narración muestra la apropiación de un nuevo contexto, que se ve expresado no sólo en las condiciones materiales de existencia, por ejemplo, en relación con la residencia del Nahpateko en la ciudad y dedicado al negocio de las rentas, sino también con diversos aspectos de la vida social, a partir de la actitud de complacencia de la muchacha ante el mestizo, especialmente por sus propiedades. Mención que refleja un hecho: el mayor número de matrimonios entre indígenas y mestizos, pero particularmente de mujeres nahuas con hombres mestizos, quienes generalmente salen de su pueblo para vivir en la ciudad. No obstante estos cambios, el Nahpateko actual es mestizo, sigue viviendo en Tulancingo y no ha dejado de producir manteca con el cuerpo de sus peones.

El locus del tiempo

A partir de los dos casos expuestos, quisiera terminar el texto formulando una reflexión sobre el modo como se configura la memoria a través de la narrativa. En particular, me interesaría poner el acento en un recurso que aparece en el relato: la posibilidad de situar el tiempo en el territorio y, junto con ello, de contener y transmitir una memoria que de manera simultánea nos remite al pasado, al presente y al porvenir, y que se muestra a la vez como un acto individual y uno colectivo.[22]

Es posible, ciertamente, reconocer constantes discursivas, como se deja ver en los relatos acerca del Nahpateko y la Sowapili que, aun dentro de la diferencia, dejan ver motivos, temas y argumentos que destacan por su poca invariabilidad. Esa constante, que bien podemos identificar como sujet —siguiendo un término que utilizara Iuri Lotman— no se reduce a imponer un orden y un sentido a los relatos, a sus personajes, tramas y acontecimientos, sino que se prolonga a la vida al constituir un medio por el cual se interpreta la vivencia misma y la experiencia cotidiana.[23] Aquéllos acontecimientos que se cuentan en los relatos son parte de la vida, de lo que le aconteció al narrador, a un pariente o a un vecino; por eso la pertinencia misma del término melawak, palabra náhuatl que designa a aquellas historias que son “ciertas” o “claras”, en contraste con la wewetlahtoli, ‘palabra de los ancianos’, que generalmente está asociada a narraciones míticas. No obstante tal distinción, lo que encontramos es una estrecha relación entre ambos tipos de narrativa, puesto que los mismos sujet de los relatos míticos, los cuales refieren a los tiempos originarios y de los antiguos, se encuentran en los relatos propios de experiencias y de sucesos de la vida cotidiana.

No obstante esta invariabilidad, el cambio y la innovación trastocan al relato de modo tal que, aquello que parece dado por la tradición, es creado también en el presente y desde el contexto actual. Por eso la pertinencia de aquel principio que planteara Mijail Bajtin acerca de ‘lo dado y lo creado’ en el enunciado: ‘lo dado se transforma en lo creado’ y ‘lo creado se crea de lo dado’.[24] Esta potencialidad del enunciado que es posible entrever en la narrativa nos remite a otro concepto de Bajtin: la voz y su punto de vista.[25]

Tatiana Bubnova[26] ha advertido en el pensamiento de Bajtin la relación entre voz y sentido, relación que ofrece una imagen del mundo poblada por múltiples voces propias a diferentes orientaciones ideológicas. “El sentido suena”, diría Bubnova, aseveración que nos lleva a uno de los planteamientos más sugerentes del pensador ruso en torno a la “voz”, desarrollado ampliamente por Pierrette Malcuzynski.[27] Esta autora considera la importancia que tiene la música para comprender a cabalidad la propuesta bajtiniana: no sólo por los conceptos empleados, como puede ser el tono o polifonía, sino por el hecho mismo de la enunciación. Deja ver cómo a través del acto de la voz, con su resonancia, su ritmo y su entonación, se encuentra el proceso de textualización, “mise en texte” o puesta en texto, la cual refiere a la creación de sentido a través de la enunciación.

Desde esta perspectiva, no sólo en el enunciado y, por tanto, en la narrativa, resuena una voz y se expresa un punto de vista, sino que también se crea el sentido, y más aún, se localiza el tiempo y se configura la memoria. Con otras palabras, diría que el tiempo vive en la narrativa, el tiempo como lo viven los nahuas de Pahuatlán, en el que el pasado contiene el porvenir; y en el presente, en cualquier momento, puede acontecer el fin del mundo.

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Citas

[1] ‘Los dueños’ son entidades asociadas a un poder y a un dominio específico, generalmente vinculados a los mantenimientos, como es el agua, la mazorca o los animales. Aunque su presencia se puede encontrar en distintas partes, se les asocia con lugares definidos e incluso se suele afirmar que habitan en espacios bien delimitados. La palabra dueño parece designar lo que designa; no obstante, en náhuatl apunta a un sentido distinto; el vocablo iteko está constituido por un sustantivo compuesto con el término tekuhtli que significa ‘señor’ y la marca del pronombre posesivo en tercera persona i-. En ese sentido, iteko, más que remitir a un poseedor, en el sentido de propietario, apunta al mando o la regulación sobre un dominio que generalmente es compartido y utilizado por los miembros de la comunidad y que, precisamente, el iteko se encarga de regular su aprovechamiento. El beneficio se obtiene, pero siempre y cuando haya algo a cambio, y si no se cumple con la vuelta o in kuepa, en náhuatl, sobreviene el daño, especialmente, la carencia o la enfermedad.

[2]Joël Candau, Antropología de la memoria, 2002.

[3]Mijail M. Bajtin, Estética de la creación verbal, 2003.

[4]Joël Candau, Antropología de la memoria, 2002, pp. 5-7.

[5]David Berliner ha dejado ver, al respecto, que desde hace veinte años han florecido los estudios acerca de la memoria. En torno a estos estudios, el autor encuentra un riesgo en la sobre extensión del concepto, sobre todo por el hecho de considerarlo asimilable a la noción de cultura o identidad (“Social Thought & Commentary: The Abuses of Memory: Reflections on the Memory Boom in Anthropology”, Anthropological Quarterly, vol. 78, núm. 1, invierno de 2005, pp. 197-198).

[6]En su libro Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, Eduardo Nicol invita en múltiples sentidos a pensar en las potencialidades de la palabra y de la relación, utilizando los propios términos de este filósofo, entre el logos y el ser.

[7] Leopoldo Valiñas, “Historia lingüística: migraciones y asentamientos. Relaciones entre pueblos y lenguas”, en Rebeca Barriga Villanueva y Pedro Martín Butrageño (coords.), Historia sociolingüística de México, vol. 1, 2010, p. 126.

[8] Joël Candau, Antropología de la memoria, 2002; David Berliner, “Social Thought & Commentary: The Abuses of Memory: Reflections on the Memory Boom in Anthropology”, Anthropological Quarterly, vol. 78, núm. 1, invierno de 2005.

[9] Los marcos sociales desde los cuales se configura la memoria fungen como convenciones al encerrar y relacionar los recuerdos y al ofrecer una orientación desde la cual se constituye la memoria individual. Sobre esto, afirma Joël Candau, retomando a Maurice Halbwachs: “[…] existen configuraciones de la memoria características de cada sociedad humana pero que, al fin de cuentas, en el interior de estas configuraciones cada individuo impone su propio estilo, estrechamente dependiente por una parte de su historia, y por otra, de la organización de su propio cerebro […]” (Joël Candau, Antropología de la memoria, 2002, p. 63).

[10] El Instituto Nacional de Estadística y Geografía registra 2 770 habitantes en Xolotla para el 2010, en Atla 2 172, en Atlantongo 906 y en Mamiquetla 309 (“Principales resultados por localidad [iter]”, en Censo de Población y Vivienda 2010).

[11] Retomo el planteamiento de Leopoldo Valiñas de que en cada comunidad se encuentra un comunalecto; esto es, una propia lengua vinculada a un conjunto distintivo de significaciones y de valores, de prácticas e interacciones; entonces, a la vez que la diversidad se expande se torna más compleja (Leopoldo Valiñas, Historia lingüística: migraciones y asentamientos. Relaciones entre pueblos y lenguas”, en Rebeca Barriga Villanueva y Pedro Martín Butrageño (coords.), Historia sociolingüística de México, vol. 1, 2010, p. 126).

[12] Entre los primeros en hacer un registro de la variante dialectal se encuentra Lombardo Toledano (quien subrayara la semejanza de esta variante con el llamado náhuatl clásico, a diferencia del náhuat que se habla en la zona oriental y que ubicó como náhuat u olmecamexicano).

[13] Félix Báez-Jorge, Los disfraces del diablo (ensayo sobre la reinterpretación de la noción cristiana del mal en Mesoamérica), 2003, p. 235.

[14] Retomando el vocabulario de Molina, encontramos el verbo patla. Nite como sustituir alguno en lugar de otro (Alonso de Molina, Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana y castellana, 2001, p. 80); y en el de Siméon encontramos cambiar, intercambiar, trocar, fundir, diluir una cosa (Rémi Siméon, Diccionario de la lengua náhuatl o mexicana, 2006, p. 376). Al presentarse entre los nahuas de Pahuatlán con el prefijo reflexivo –mo, el significado de mopatla sería “cambiarse”, al recaer la acción sobre el sujeto, aunque los nahuas optan por traducir este vocablo como “al revés”. La noción de mopatla refiere a una suerte de mundo al revés: si aquí los pobres sufren, allá quienes padecen son los ricos; si aquí son las 12 del día, allá son las 12 de la noche; si aquí transcurre un año, allá transcurre un día; si aquí los cristianos comen tortillas de maíz, allá comen tortillas de ceniza; si aquí los vivos tienen una temperatura caliente, allá la de los muertos es fría.

[15] Tanto la narración como la actividad ritual en torno a la Sowapili nos invitan a pensar en la relación entre tiempo y espacio y, en especial, a considerar el concepto de cronotopo propuesto por Mijail Bajtin. La manera en que “el tiempo se revela en el espacio y el espacio es medido y entendido como tiempo” (Mijail Bajtin, Teoría y estética de la novela, 1989, p. 238); además de mostrar el carácter indisoluble entre tiempo y espacio, da cuenta de cómo se constituye la forma y el contenido de la literatura. En particular, el relato sobre la Sowapili deja ver la manera en que el tiempo habita en el Cerro de la Mujer o Sowapiltepetl, lugar donde reside esta entidad, la cual, además de ser responsable del origen y del sostenimiento del mundo, es agente del final de los tiempos.

[16] Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, 2000, p. 105-106.

[17] Guilhem Olivier, Tezcatlipoca. Burlas y metamorfosis de un dios azteca, 2004, pp. 179-181.

[18] Por una parte, es importante advertir que en un relato y otro se hable del cuerpo y del alma; el Nahpateko literalmente se lleva el cuerpo de la persona, del cual extrae su sudor para obtener manteca, pero al poseerlo, a su vez, tiene presa su alma. Si bien el alma, itonal en náhuatl, tiene la cualidad de contar con una materia “finísima” que le permite entrar y salir, es inherente al cuerpo, o mejor dicho, a un cuerpo vivo. Lo que sucede con los peones del Nahpateko es que están en un tránsito entre estar vivos y muertos, y al no poderse llevar a cabo la actividad ritual (la levantada de cruz) que precisamente separa al cuerpo del itonal, no pueden estar en el “lugar de los muertos”. Hasta no tener cuerpo, hasta que produzcan la mayor manteca posible, su alma se podrá ir.

[19] Selección de ciertas palabras que, como bien sugiere Voloshinov, son un medio para conocer el punto de vista y, junto con ello, la valoración propia de los hablantes, que incluye tanto un horizonte espacial compartido como la comprensión de una situación generalmente no explícita (Valentin Voloshinov, “La palabra en la vida y la palabra en la poesía. Hacia una poética sociológica”, en Mijail Bajtin, Hacia una filosofía del acto ético. De los borradores y otros escritos, 1997, p. 118.). Igualmente, como también sugiere Bajtin, el sentido no se agota en las palabras mismas, sino va más allá de las fronteras verbales, al conducir a las esferas de praxis; es decir, a determinados campos de la actividad humana (Mijail Bajtin, Estética de la creación verbal, 2003, p. 248).

[20] Félix Báez-Jorge, Los disfraces del diablo (ensayo sobre la reinterpretación de la noción cristiana del mal en Mesoamérica), 2003.

[21] Carlo Severi, La memoria ritual. Locura e imagen del blanco en una tradición chamánica amerindia, 1996.

[22] Al respecto, me parece pertinente el concepto locus, vocablo que deviene del latín y que se traduce literalmente como “lugar”, pero que desde la psicología se le ha otorgado un sentido que me parece sugerente: la percepción que las personas tienen de lugar donde se localiza el agente causal de los acontecimientos de su vida cotidiana, los cuales pueden ser de origen interno o externo (Laura Beatriz Oros, “Locus de control: evolución de su concepto y operacionalización”, Revista de Psicología de la Universidad de Chile, vol. XIV, núm. 1, 2005).

[23] Este término procedente del francés, que en principio designa un tema o asunto, en el marco de los estudios literarios y de la semiótica, se ha utilizado para referir a una configuración estructural dentro de los relatos. Lotman ahonda al respecto: “Sólo como resultado del surgimiento de las formas narrativas del arte, el hombre aprendió a distinguir el aspecto del sujet de la realidad; es decir, dividir el torrente no discreto de los acontecimientos en ciertas unidades discretas, a unirlas a algunos significados (es decir, a interpretar semánticamente) y a organizarlas en cadenas ordenadas (a interpretar sintagmáticamente). Distinguir los acontecimientos —las unidades discretas del sujet— y dotarlos por una parte, de un determinado sentido, pero también, por otra, de una determinada ordenación temporal, causa y efecto o cualquier otra, constituye la esencia del sujet” (Iuri M. Lotman, La semiosfera II. Semiótica de la cultura, del texto, de la conducta y del espacio, 1998, p. 211).

[24] Mijail M. Bajtin, Estética de la creación verbal, 2003, p. 312.

[25] La relación entre voz y sentido, Bajtín la plantea desde las nociones de puntos de vista o visiones del mundo tanto en Estética de la creación verbal como en Problemas de la poética de Dostoievski. Relación que, como él mismo declarará, sólo es posible llegar “[…] mediante un enfoque translingüístico, sólo cuando se los vea como ‘visiones del mundo’ o como un cierto sentimiento del mundo realizado a través de la lengua o más bien a través del discurso, ‘puntos de vista’, ‘voces sociales’” (ibidem, p. 311).

[26] Tatiana Bubnova (ed.), Acta Poética, núm. 27-1, primavera de 2006.

[27] Pierrette Malcuzynski. “Musical Theory and Mikhail Bakhtin: Towards a Dialectics of Listening”, Dialogue. Karnaval. Knronotope, vol. 1, 1999, pp. 94-133.