María del Carmen Vázquez Mantecón, Cohetes de regocijo. Una interpretación de la fiesta mexicana, México, IIH-UNAM, 2017, 260 pp. e ils.

Dimensión Antropológica
Año 27, vol. 80, México,
septiembre-diciembre, 2020, pp. 168-173.
ISSN 1405-776X

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Reseña

María del Carmen Vázquez Mantecón,
Cohetes de regocijo. Una interpretación de la fiesta mexicana,
México, IIH-UNAM, 2017, 260 pp. e ils.

Tomás Jalpa
Dirección de Etnohistoria, INAH.


El libro que el lector tiene en sus manos huele a pólvora y respira algarabía. En él se aborda un tema inusual en la investigación histórica: el arte de la pirotecnia y su empleo en la guerra y las festividades. La obra tiene el acierto de despertar el interés y la imaginación en cada una de sus páginas merced a la conjunción de una acuciosa investigación y la reflexión acerca del uso de la pirotecnia en las celebraciones tanto religiosas como profanas. La autora recorre un periodo muy amplio que va desde finales del siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XIX. En ese trayecto pasa revista a una serie de asuntos donde analiza la evolución de las técnicas de la pirotecnia gracias al empleo de nuevos materiales para su elaboración y la creación de novedosos artificios que alegraron las festividades, sorprendiendo cada vez más a los espectadores.

       Pero a la vez que el arte de la cohetería fue evolucionando e inspirando la creación de nuevos elementos visuales, su uso se fue ampliando y pasó del ámbito religioso y cortesano al de la fiesta popular, donde el pueblo hizo suyos los fuegos artificiales y los popularizó echando raíces en los cimientos de la sociedad para constituir el alma festiva de los eventos masivos. En este trayecto, la pirotecnia jugó un papel importante en la evolución de las costumbres, lo que permite entender algunos de los aspectos del sentir festivo en la cultura popular que han identificado a la sociedad mexicana.

     El despliegue de luces constituía el centro de atención de la fiesta popular e implicaba gastos excesivos en los que no reparaban los organizadores. Tal aspecto fue criticado por Max Weber, quien señaló que a diferencia de la ética protestante, la católica fomentó una cultura del despilfarro. Sin embargo, la autora explora una parte de la práctica cultural que es el concepto de regocijo y el valor que tiene exaltar la exuberancia de la festividad en ambientes de pobreza. Podríamos señalar que estas emociones pocas veces han sido historiadas y analizadas a la luz de otros conceptos, por lo que al destacar sus motivaciones adquieren una dimensión que pocos autores aceptan filosóficamente. En el gozo es, entonces, cuando los objetos adquieren un sentido distinto y los valores se imponen por encima de la parte material. Las raíces de este comportamiento se entienden a partir de la revisión que la autora hace a través del tiempo, enmarcando las diferentes funciones de la fiesta y de la forma de celebrarla. Los motivos de los festejos y los resultados del arte efímero, que al estallar en luces multicolores, en un instante, embelesan al espectador y lo motivan a pensar que su contribución, para tal efecto, bien valió la pena, son uno de los motores que han fortalecido los cimientos del arte de la pirotecnia.

     El libro está dividido en trece capítulos y un epílogo, en los que van aflorando las luces para iluminar el ambiente historiado. Fue concebido como una obra en eclosión donde convergen tradiciones originadas en el mundo antiguo, con los aportes de las diferentes civilizaciones, para culminar en la historia de la pirotecnia en México a partir del contacto con los españoles hasta el siglo XIX. Por él transita un conjunto de prácticas que fue incorporando la cohetería a la vida popular. Destacaremos ciertas ideas extraídas de algunos de los trece apartados, invitando al lector a continuar por ese viaje de regocijo no sin antes señalar que una obra de estas características, escrita con rigor, posee el soporte documental que abre líneas de investigación y sugiere abordar la fiesta desde diferentes ángulos. A ello se agrega un extra que es la amenidad en la redacción, pues escribir sobre dicha festividad sin diversión no tiene sentido, y la lectura de este libro nos deja un grato sabor de boca al concluirla.

     Es de conocimiento general que el origen de la pólvora se atribuye a los chinos, pero es poco conocido su trayecto hacia Europa y el papel del mundo árabe. Vázquez Mantecón señala la ruta del explosivo a través de Asia Menor, llegando a su perfeccionamiento en el mundo clásico y después resguardada la técnica por los árabes, quienes la trasladaron a España y la aplicaron en los primeros combates, uno de ellos durante el cerco de Algeciras. Los árabes la utilizaron para conmemorar sus festejos, formando parte del bagaje cultural introducido en España. Señala la escritora que la segunda etapa de la alquimia, que superó los conocimientos de los griegos, la encontramos en el mundo musulmán en los textos de Jabir Ibn Hayyan, utilizados por alquimistas famosos como Roger Bacon y Ramón Llull. De ahí pasó a Italia donde adquirió carta de ciudadanía, popularizándose en las girándulas, juegos de luces mejorados por Miguel Ángel Buontalentti, conocido como Bernardo delle Girándole. El trabajo de los maestros alquimistas fue conocido en Europa y la pirotecnia italiana llegó a las fiestas cortesanas en Versalles, donde maravilló a propios y extraños con la imaginería que construyó.

     La pólvora revolucionó las tácticas de guerra pero también el ambiente festivo. La pirotecnia en la guerra y en las festividades fueron de la mano. Vázquez Mantecón destaca una serie de puntos en común en las acciones y anota que, además del empleo de la pólvora para las armas, su uso en las festividades sirvió para reforzar la forma de hacer las conmemoraciones, pues la quema de cohetes fue una metáfora de la guerra. Celebraciones como las naumaquias (combates navales) y la morisma reavivaron en la diversión popular las acciones bélicas de los escenarios, culminando en juegos de luces; eran recursos didácticos para reforzar en el imaginario popular los eventos históricos. Pero además de estas escenificaciones, la pirotecnia fue construyendo ambientes con fines políticos y de diversión. Cámaras, salvas de cohetes y quema de artificios fueron frecuentes en los festejos religiosos y civiles. Los estruendos sirvieron para romper la rutina, pero también para recrear en la memoria los triunfos de uno u otro bando. En este sentido, dos acciones antagónicas como la guerra y la fiesta se conjugaron y fueron construyendo un escenario de regocijo que alimentó el imaginario popular.

     Los ambientes festivos fomentaron la imaginación y establecieron una relación con los prodigios naturales. La bóveda celeste sirvió de inspiración a los artífices de la pirotecnia para elaborar sus obras. Vázquez Mantecón señala que las figuras recrearon los fenómenos naturales para ofrecer el despliegue de luces durante la noche y apunta que la pirotecnia no es otra cosa que la emulación de un cielo diurno y nocturno mirado a simple vista. Del cielo diurno los artífices de la pirotecnia recrearon el arcoíris, el halón o corona del sol, las auroras boreales, “los juegos de los distintos tipos de nubes y sus diversos matices, los atardeceres y amaneceres con sus magníficos colores, la lluvia, la tempestad, las culebras de agua, las nieblas, el rayo, el relámpago, el trueno, la nieve, el granizo y los vientos furiosos”. Estos fenómenos estuvieron presentes como metáforas en los “fuegos de alegría”. Para corroborar dichas inspiraciones retoma varias opiniones de autores de época que exaltaron los juegos de luces y se valieron de metáforas tomando como referencia los fenómenos naturales. Baste señalar como ejemplo, durante la canonización de San Pascual Bailón, que los festejos nocturnos fueron bautizados como “La competición entre las luces artificiales y las estrellas”. Los cohetes que explotaban produciendo astros fueron ideados para los festejos y desde el siglo XVI se inventaron en Italia las girándulas, definidas como “ciertas ruedas de cohetes que dando vueltas a la redonda y girándose despiden de sí rayos de fuego a modo de cometas con muy grandes tronidos”. Los manuales instruían a sus lectores sobre el modo de fabricar todo tipo de soles, lunas, estrellas y cometas, que se constituyeron en las figuras protagónicas. En las máquinas de artificios, señala Vázquez Mantecón que: “el sol de fuego jugó el simbólico papel principal en los festejos cortesanos de Versalles con ciertos tintes de propaganda política”. En el siglo XIX hubo innovaciones en la elaboración de los fuegos artificiales. Se introdujo el color gracias al empleo de clorato de potasio y el azotato de estronciana que a decir de la autora, “abrió una nueva época en el arte de la pirotecnia y apasionó al público por las estrellas brillantes que salían de los cohetes y por las bombas ardiendo en el espacio con una luz igual a la de los meteoros luminosos”. Se desarrollaron varias figuras producto de la imaginación. En México, por ejemplo, Genaro Vergara creó en 1903 el sol endiablado, que consistía en ruedas giratorias. Los informes sobre los espectáculos bautizaron los efectos recurriendo a lo que estaba a su vista y buscaron un paralelo con la naturaleza; las luces parecían bandadas de luciérnagas, girones de estrellas o fragmentos de sol.

     La importancia del fuego en las culturas y la forma en que lo divinizaron y encontraron su explicación en la naturaleza, se remonta a prácticas ancestrales. Como lo señala Vázquez Mantecón, las nociones e importancia de los fuegos sagrados con las hogueras prendidas en el día de San Juan subsisten todavía en Europa, como puede apreciarse en las celebraciones en Portugal y en Cataluña, España; un ejemplo de esta costumbre lo tenemos en la célebre canción de Joan Manuel Serrat titulada La Fiesta. En el centro de México, los pueblos mesoamericanos daban un lugar importante al fuego y, en sus mitos, uno de los soles estaba relacionado con este elemento y el tlacuache, el Prometeo mesoamericano lo había robado a los dioses, fijando el mito con un sello particular en la bóveda celeste, pues el mamalhuaztli, instrumento para su elaboración, se asociaba con una constelación del Cinturón de Orión. El fuego tenía en general una función en los ritos de purificación y en los fuegos artificiales no hubo excepción. Tales visiones se plasmaron en el arte de la orfebrería.

     Este trayecto le sirve de pretexto a la autora para introducir el trabajo de los artífices, demostrando cómo a través del lenguaje surgieron términos que fueron definiendo las actividades. En ese sentido, los artífices de la pirotecnia llegaron a dominar el arte de la cohetería. Explica, Vázquez Mantecón, tres términos que dan cuenta de ese trabajo peculiar: arte, artificio y artificial. Unidos a la pirotecnia, se entienden como el arte que trata de todo género de invenciones de fuego, tanto en máquinas militares como en distintos artificios. Señala que en Europa, el término “artificiero” era empleado para todos aquellos que fabricaban artillería y poco a poco a los que se encargaban de los espectáculos celebrativos de los monarcas. El discurso ilustrado novohispano prefirió llamar artífices a los que elaboraban fuegos de artificio, aunque también encontramos que fueron mentados —en pocas ocasiones— como maestros coheteros, demeritando su obra. Los funcionarios virreinales nunca permitieron que los artífices de cohetería formaran un gremio, y paralelamente empezó a utilizarse la palabra juego para referirse a la pirotécnia. Tales artificios fueron llamados juguetes de pólvora, como en España, o más nacionalmente, juguetes de carrizo. Se utilizó también el término “invenciones” o “ingenios” para designar los productos u otros como gusto e invención. En el siglo XVIII, con el desarrollo científico cambió la concepción de las artes mecánicas; los términos —ingenio e invención— pasaron de moda en el lenguaje pirotécnico. No obstante, como señala Vázquez Mantecón: “los fuegos artificiales festivos a lo largo del siglo XIX no perdieron su buena dosis de perspicacia y su carácter innovador, ligado a partir de entonces a otros imaginarios no menos religiosos ni imaginativos, aunque románticos y promotores de la modernidad, de las naciones y de sus nuevos caudillos”.

     La autora explora un ámbito diferente de la cohetería analizando el uso y significado de la pólvora en sus diferentes motivaciones. Este elemento jugó un papel importante en la Conquista. No sólo por su fuerza destructora sino por los estridentes truenos de las armas que dan pie a la reflexión sobre la relación entre las acciones de los rayos y el papel del complejo de deidades pluviales. Los españoles buscaron fuentes para abastecerse de dicho producto e hicieron incursiones en busca de azufre para elaborarla. Los sitios donde incursionaron fueron el Popocatépetl y el Pico de Orizaba. Cuatro fueron las expediciones, llegando una hasta donde había unos cúes dedicados a los dioses de la lluvia. Consolidado el poder colonial, el producto fue clave para el avance colonizador. El estanco de la pólvora estuvo controlado por la Corona. Primero se estableció el asiento en las Casas Reales, donde se manufacturaba en las azoteas; luego se trasladó a Chapultepec. En 1780 fue inaugurada una nueva fábrica en las lomas de Santa Fe. La venta no pudo controlarse y hubo producción sin licencia. El gobierno se dio a la tarea de regular su fabricación, pero el contrabando fue parte de la práctica cotidiana. Varias denuncias dan cuenta de las fórmulas utilizadas para la producción, así como las fuentes de abasto. La pólvora se forjaba con salitre, azufre y carbón. El azufre se obtenía de las minas de Taximaroa. Se trató de reglamentar el trabajo y los productos, imponiendo sanciones a quienes no hicieran los cohetes y las ruedas a la medida y el grosor estipulado. La quema llevaba implícito el peligro y se trató de proteger a la población prohibiendo los cohetes voladores, pero esto era lo que atraía a la gente. La Iglesia defendió a ultranzas la quema dado que aseguraban que eso fomentaba la devoción, pero como lo señalaba un funcionario público: “no conducían ni al culto ni a la devoción, como debiera presumirse, sino a una breve diversión de la gente ignorante del vulgo, que lejos de moverse a los actos de piedad a que la Iglesia santa dirige sus solemnidades, las profanan, quebrantan y convierten en usos inicuos”. Los permisos para ser maestro cohetero se solicitaban al virrey, quien a su vez pedía informes al director de la pólvora. Se impusieron castigos a quienes utilizaban explosivo de contrabando. En la Ciudad de México, los barrios de Acatlán y San Antonio eran los sitios donde había el mayor número de coheteros. En 1842, el Estanco de la Pólvora quedó agregado al Estanco del Tabaco, pero como en ese entonces ocasionaba pérdidas considerables al erario, en 1846 se declaró que su elaboración y venta eran libres en toda la República. En 1869, la Fábrica Nacional de Pólvora estaba situada en el ex convento de Belén de los Padres. Surgió posteriormente el proyecto de rehabilitar el edificio de Santa Fe. En el porfiriato ya estaba establecida en ese lugar y seguía dependiendo del Departamento de Artillería de la Secretaría de Guerra y Marina, siendo reformada en 1907 por la casa alemana Krupp, con el propósito de elaborar la moderna pólvora sin humo para la carga de los cartuchos Mausser.

     La cohetería tiene una historia que ofrece ricas vetas para la investigación, que hace de este libro un ejercicio de imaginación y de reflexión, que invita a los lectores a adentrarse en la historia de esta práctica festiva y la forma en que se utilizó para construir el mundo de la diversión, donde una pléyade de formas trasladó la cotidianeidad a la pirotécnia. En este recorrido, Vázquez Mantecón no deja títere sin cabeza y nos ofrece un amplio panorama del empleo de la pirotecnia en todos los ámbitos. Por este mundo fascinante desfilan todas las forma inimaginables, en las que los fuegos de artificio recrearon la realidad, remontándose al medievo y el asalto a las ciudades, que culminaron en la construcción de los famosos castillos, o las prácticas ganaderas con las corridas de toros y las callejoneadas traducidas en la construcción de los “toritos”, o bien, los castigos punitivos llevados a cabo por la Inquisición, hasta la crítica severa a todos aquellos traidores “a la religión y la patria” que se concretaron en los judas. En todos estuvo presente el hallazgo de los chinos que ha cautivado a propios y extraños, y hasta aquellas sociedades más austeras no han podido evitar caer en el embeleso de lo efímero.