Dos miradas al mundo indígena y sus lenguas en el México del siglo XIX. Francisco Pimentel y Manuel Altamirano

Dimensión Antropológica
Año 28, vol. 82, México,
mayo-agosto, 2021, pp. 83-102.
ISSN 1405-776X

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Artículo

Dos miradas al mundo indígena y sus lenguas en el México del siglo XIX.
Francisco Pimentel y Manuel Altamirano

Dora Pellicer
Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH.


Resumen

La intención de este artículo es abrir una reflexión sobre dos concepciones del mundo indígena y su diversidad lingüística frente a la edificación de un Estado-nación homogéneo en el siglo XIX. En sus páginas se exponen los criterios que sostuvieron dos intelectuales decimonónicos para la castellanización de la población indomexicana.
Palabras clave: lenguas indomexicanas, hablantes indígenas, castellanización.


Abstract

The intention of this article is to reflect upon about two conceptions of the indigenous world and its linguistic diversity abreast an homogeneous nation-state building in 19th century. Here I expose two intellectuals criteria of the century in order to castilianize the indomexican population.
Keywords: indomexican languages, indigenous speakers, castellanization.


La explicación más inmediata al enfoque contradictorio que recibieron las lenguas indomexicanas en nuestro primer siglo independiente, nos lleva a reconocer la apertura de un momento histórico de la civilización occidental. En el tránsito del siglo XVIII al XIX, los pueblos europeos pasaron a ser naciones y los pueblos americanos que se independizaron de esas naciones siguieron el ejemplo para constituirse en estados nacionales. En lo que se refiere al lenguaje hubo un cambio en su tratamiento tanto científico como político.

   El texto da inicio señalando brevemente una línea clasificatoria que fue determinante en los estudios de la lingüística comparada de ese siglo, y a continuación ofrece ejemplos de la impronta de esta vertiente en el estudio de nuestras lenguas nativas y en la apreciación de sus pueblos hablantes. Interesa señalar la concepción que permeó esos estudios al vincular los resultados lingüísticos con un ordenamiento de grados de civilización. Esta posición se entretejió con el momento social, económico y político del incipiente Estado-nación. Con este propósito se analizan las ideas de dos intelectuales sobre nuestro pasado indígena y sobre su introducción al Estado nacional tal como fue concebido en la centuria que nos ocupa.

Estudios comparatistas de las lenguas indomexicanas

Durante el siglo XIX se desarrollaron y perfeccionaron los estudios comparatistas. Las tesis sobre los principios progresivos del lenguaje se fueron sustituyendo y se planteó una clasificación de acuerdo con la estructura morfológica de las lenguas:

        1) Lenguas aislantes o monosilábicas.
        2) Lenguas aglutinantes o afijantes.
        3) Lenguas de flexión sintéticas o analíticas (raíces con vida orgánica).

   Esta tipología lingüística dio lugar implícitamente a una tipología de estatus civilizatorio conforme con el lugar que en ella ocupaba una lengua como indican los epítetos que a menudo acompañaron la clasificación. Para las primeras se hacía hincapié en sus raíces estériles, las segundas eran señaladas como lenguas carentes de estructura. Estos dos grupos abarcaban lenguas ajenas a la familia indoeuropea, las cuales formaban parte del tercer grupo clasificatorio.

   Los estudiosos decimonónicos de las lenguas indomexicanas se acogieron a esta clasificación que de manera implícita o explícita se vinculó a estadios de civilización. De esta suerte, el otomí, que recibió la atención de fray Crisóstomo Nájera en su reconocida Disertación sobre la lengua otomí (1845), se ubicó entre las lenguas de raíces estériles al ser descrita como monosilábica. Orozco y Berra en su Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México (1864) estableció un vínculo entre la clasificación comparativa de las lenguas y el grado de evolución de las civilizaciones prehispánicas. Desde esta perspectiva, las lenguas evolucionaban del estado monosilábico al de la flexión sintética y su estado de evolución revelaba el grado de civilización de sus hablantes. En su ordenamiento, la lengua mexicana de la familia náhuatl ocupó el primer lugar, y la otomí de la familia otomí-mazahua, el último. Sobre el mexicano señaló: “De todo esto [las características lingüísticas de la familia náhuatl] podemos inferir que el mexicano es el habla de un pueblo adelantado en la civilización guerrero, conquistador e inquieto […]”.[1] Acerca del otomí postuló: “[…] sus palabras se componen cuando más de dos sílabas y en muy raros casos de tres; aunque es probable que éstas se han introducido a la lengua por el contacto que ha tenido con otras hablas del país […] Los otomíes pues son un pueblo muy antiguo que conserva su primitiva rustiquez […]”.[2]

   El lugar clasificatorio de la lengua y la civilización otomí fue reiterado en el Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México de Francisco Pimentel. Profundo conocedor y estudioso de las lenguas se pronunció sobre su inalterabilidad, haciendo acopio de las características silábicas y morfológicas de idiomas como el huasteco, el mexicano, el ópata y el otomí, entre otras. Sus acuciosas reflexiones determinaron que los rasgos lingüísticos de estas lenguas marcaban su estatus civilizatorio inamovible, por lo que al referirse a la última postuló: “Ahora bien, el othomí rodeado de lenguas polisilábicas, estrechado por ellas, dominado por una civilización más adelantada, atraído por la perfección del tarasco, por la riqueza del mexicano, pobre en medio de la abundancia: el otomí no ha cambiado nunca, es lo mismo que el primer día, monosilábico y rudo”.[3]

   El incipiente Estado-nación mexicano, que precisaba tener datos confiables demográficos y etnográficos sobre su heterogénea población original, encontró un apoyo invaluable en la información que podían aportarle los estudios de las lenguas nativas a lo largo de la época colonial. De esta suerte, los eruditos de ese siglo emprendieron una activa labor de rescate de las artes, vocabularios y textos religiosos de las lenguas nativas que, a lo largo de la Colonia, habían sido objeto de estudios gramaticales rigurosos. Sustentados en ellos, el trabajo científico sobre las categorías lingüísticas de las lenguas, que en este artículo son llamadas indomexicanas, se colocó a la altura de las nuevas corrientes lingüísticas en el marco de asociaciones científicas como la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. En esta institución se creó en 1851 la Comisión de Idiomas y Dialectos Aborígenes, abocada al estudio de los orígenes y parentescos de los pueblos nativos y a la clasificación tipológica de sus lenguas.[4]

   Como hemos señalado al inicio de este texto, la labor académica sobre la diversidad idiomática no fue coincidente con el interés de un Estado, apenas en creación, que tenía interés en acercarse a las nacientes sociedades industriales del siglo XIX con una carta de presentación a la altura de otros estados nacionales. Para ello necesitaba que el conjunto de sus individuos fueran depositarios de una mano de obra culturalmente uniforme, y de una lengua común: el español. Con ella se fortalecería, entre otras características propias, la distinción de su amplia frontera con el país del norte cuya Declaración de Independencia había sido reconocida por Inglaterra desde 1783, junto con el uso del inglés como lengua común.[5]

Estado-nación y diversidad lingüística

La paradoja que destaco en estas líneas es la de una política del lenguaje que se dedicó al estudio prolífico de los idiomas del universo indígena, como muestran los ejemplos esbozados anteriormente, al lado de una política nacional que colocó el acento en crear un Estado-nación siguiendo las reglas que permeaban el mundo occidental: una lengua nacional. La consecuencia de este requisito fue el surgimiento de dos vertientes: una de ellas se enfocó a forjar el español mexicano; la otra, se orientó a la recuperación del pasado cultural prehispánico para desvincular, en lo posible, la cultura nacional de tres siglos de colonización. Las lenguas indomexicanas eran parte constitutiva de ese pasado, por lo que los intelectuales se abocaron a ellas con el interés de un objeto de estudio, pero lo emanciparon de sus hablantes, quienes debían integrarse al conocimiento y uso de la lengua nacional. Esta contradicción, entre el interés por el conocimiento de la diversidad y el desinterés por quienes participaban de ella, condujo en ese siglo a ignorar que las lenguas que se estudiaban eran lenguas que se hablaban y cumplían funciones sociales, culturales y de identidad para quienes hacían uso de ellas.[6]

   El trabajo de los estudiosos en el México independiente fue lingüístico y político a la vez, dando lugar a una paradoja: el conocimiento del saber sobre las lenguas indomexicanas se desligó de sus hablantes, con el objeto de responder a la formación de un Estado-nación monolingüe tal como era concebido en ese momento histórico. En los siguientes apartados me aproximo a los malabares intelectuales que ofrece la lectura de una Memoria y de tres artículos de prensa. Estos textos son producto del conocimiento y de la ideología de dos personalidades contrastantes en el espacio de la erudición decimonónica: Francisco Pimentel e Ignacio Manuel Altamirano. Ambos analizaron la problemática de la diversidad indígena en el México del XIX desde perspectivas diferentes pero encaminadas a un mismo objetivo lingüístico: fincar la identidad del Estado-nación en una sola lengua nacional.

Francisco Pimentel y la transformación del “otro”

La Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y los medios de remediarla fue escrita por Francisco Javier Pimentel en 1864, dos años después de la publicación del primer tomo de su Cuadro descriptivo y comparativo… (1862), obra fundacional que ha sido profusamente estudiada con el rigor con el que organizó y sistematizó el conocimiento sobre nuestra diversidad lingüística. La Memoria a la que haré referencia nos aproxima a las ideas del autor sobre la población que hablaba las lenguas objeto de su estudio. Estuvo dedicada a Maximiliano I, quien, como sabemos, se convirtió en emperador de México en 1864 apoyado por la opinión católica y conservadora que se enfrentaba al liberalismo de Benito Juárez. El texto presenta, en su primera parte, una amplia y bien documentada relación de temas relativos al desarrollo cultural prehispánico como: la religión, las formas de gobierno, la educación, los conocimientos astronómicos, aritméticos y, entre otros, la escritura jeroglífica de la cual destaca su función cultural y social: “A pesar de la imperfección de la escritura mexicana, suplía bastante bien la falta de caracteres alfabéticos, pues vemos que servía para asentar los acontecimientos más notables de la historia, la mitología, la liturgia, leyes, tributos, representaciones astrológicas, astronómicas, cosmogónicas procesos, catastros, calendarios y genealogías”.[7]

   Siguiendo el vínculo lengua/civilización, el reconocimiento de “la imperfección” de una escritura no alfabética fue relacionado con el de una civilización igualmente imperfecta, tal como esboza el siguiente comentario: “Con lo que hemos dicho acerca de la civilización de los antiguos mexicanos, podrá conocer el lector á primera vista que esa civilización presenta contrastes chocantes contradicciones manifiestas”.[8]

   Pimentel definió las civilizaciones como producto de un largo proceso de perfección del espíritu. Por lo tanto, reconoció que las contradicciones y errores de los mexicanos y otros grupos indígenas, que enumeró y analizó acuciosamente, estuvieron igualmente presentes en otros procesos civilizatorios como fueron los caldeos, los asirios, los griegos o los romanos. Lamentablemente, a su juicio, nuestro mundo indígena fue conquistado antes de lograr el tránsito que les permitiera superar los “errores” de su primitiva civilización:

Creemos haber dado á conocer, con bastante claridad nuestro intento, reducido á demostrar que no debe culparse á la raza indígena de México de errores que fueron universales, mas no por eso hemos pretendido, en manera alguna, que un error por ser universal deje de ser malo y, por el contrario, opinamos que la causa primera de la degradación de los indios se encuentra en los defectos de su antigua civilización…[9]

   Pimentel, quien compartía las posturas del romanticismo alemán de Wilhelm von Humboldt (1822), en el sentido de que el espíritu de la nación es artífice de la lengua, señaló en su Memoria que el despotismo característico de las altas autoridades indígenas incidió en el servilismo de sus gobernados, el cual, a su vez, se encontraba reflejado en sus idiomas: “[…] si como lo han observado varios autores, y lo confirma la experiencia, el idioma pinta el carácter de un pueblo, encontraremos en las lenguas de los indios señales evidentes de su servilismo”.[10] Esta afirmación fue sustentada con ejemplos de las formas reverenciales que contenía su Cuadro descriptivo… mencionado anteriormente:

[…] en el idioma azteca hay un modo particular de hablar con las personas de elevada condición […] agregando á los nombres, pronombres, verbos, preposiciones y muchos adverbios, terminaciones especiales. En el otomí encontramos las partículas go, sa, y otras varias para expresar respeto, reverencia, humildad […] En el zapoteco vemos un pronombre particular para hablar con los superiores. Pero donde llega al colmo la expresión de servilismo es en el mixteco, pues, entre otras formas para manifestar respeto […] las cosas pertenecientes a un noble se dicen de una manera diferente á las de un plebeyo.[11]

   En las partes segunda y tercera de la Memoria, Pimentel se internó doctamente en la historia colonial haciendo apreciaciones elogiosas a la tarea evangelizadora misionera, pero duras críticas a la Inquisición y a las autoridades civiles, por su errática y desigual forma de tratamiento para los indios dentro del sistema civil, político y administrativo. Alabó, en los misioneros, su loable empeño por el conocimiento y estudio de las lenguas indígenas: “[…] los misioneros con una constancia y una dedicación sin ejemplo se dieron tal traza para aprender el idioma de los indios que en seis meses llegaron a comprenderle y hablarle los más de ellos […]”.[12]

   Reprochó, sin embargo, la ausencia de una religión ilustrada susceptible de incidir en la moral verdadera y desterrar las prácticas idolátricas. Estas sentencias las sustentó Pimentel en numerosas citas que dan cuenta de sus vastas lecturas sobre las centurias coloniales, seguidas de las opiniones expresadas por frailes, padres y curas de aldea, ya en los albores del siglo XIX.

Pero á la verdad lo que encontramos es que los indios son idólatras […] los misioneros se alucinaron creyendo católicos a los indios, pero el tiempo, el tiempo, conducto seguro de tantos desengaños, ha venido á demostrar esta triste verdad: los indios no tienen de católicos más que ciertas formas externas.[13]

   Al exponer, en la cuarta parte de su Memoria, la situación de la población indígena en el primer siglo de la Independencia, Pimentel llamó la atención de la persistencia del estado de degradación de los grupos indomexicanos a pesar del reconocimiento de derechos de igualdad proclamados a raíz de la Independencia. Ésta se manifestaba, a sus ojos y oídos, en la práctica de sus antiguas formas de vida, y en el uso de sus lenguas originarias: “Otra de las circunstancias que prueban la tenacidad del indio es el apego a su idioma: no habla castellano sino por necesidad, y entre sí nunca usan sino su lengua nativa, hablándose todavía en México más de cien idiomas”.[14]

   Sin embargo, la diversidad de lenguas no era el único impasse para abrir la entrada del heterogéneo conjunto de grupos indígenas al proyecto nacional. En este sentido habían sido propuestas otras acciones que conformaban un programa político-social susceptible de confluir en lo que la sociedad no indígena llamaba civilización del indio. Para lograrla se proponían entre otras acciones: otorgamiento de tierras, acercamiento de las poblaciones no indígenas (consideradas blancas) e indígena, reforma del clero conducente a una religión ilustrada, que alejara al indio de prácticas falsamente cristianas, y cambios lingüísticos y culturales. Estas propuestas civilizatorias tendían a dar respuesta a la sentencia de Pimentel: “Mientras los naturales guarden el estado que hoy tienen, México no puede aspirar al rango de nación, propiamente dicha. Nación es una reunión de hombres que profesan ideas comunes y que tienden a un mismo fin”.[15] Lograr la igualdad de ideas y fines exigía un drástico cambio al interior de los grupos indomexicanos que implicaba, de acuerdo con Pimentel “[…] que los indios olviden sus costumbres y hasta su idioma mismo, si fuere posible. Sólo de este modo perderán sus preocupaciones, y formarán con los blancos una masa homogénea, una nación verdadera”.[16]

   Ahora bien, el mismo Pimentel advirtió sobre posibles resultados adversos de esta tarea civilizatoria, la cual podía dar lugar a la insubordinación, a caciquismos y a divisiones políticas por parte de la población indígena una vez civilizada. Advirtió igualmente sobre la prolongada temporalidad que requería, con tal proceso civilizatorio, para lograr la homogeneidad de la nación: “¿Cómo será posible, sino después de muchos siglos, hacer olvidar al indio su idioma nativo, mejorarle el carácter, quitarle tanto error y tanta preocupación que le domina”?[17] Frente a las dificultades e incertidumbres de las acciones civilizatorias, Pimentel esbozó una serie de reflexiones y justificaciones que proponían, a cambio, la transformación del indio, con la participación de la inmigración europea, para lograr un mestizaje de transición en que los inmigrantes se mezclarían con los indios y con los mestizos que ya formaban una buena parte de la población.

   La propuesta de transformación de Pimentel descartaba perentoriamente la disyuntiva “norte-americana” de desaparición de la raza indígena y al mismo tiempo buscaba evitar los avatares que enfrentaba el proceso civilizatorio. En sus consideraciones enumeró elogiosamente los rasgos de carácter de la población mestiza, aunque sin desconocer sus defectos, los cuales consideraba, sin embargo, de más fácil corrección que aquéllos de las razas indígenas. Igualmente enumeró reflexivamente los posibles resultados del mestizaje con el europeo como una indudable solución para la transformación del indígena: “Si se quiere dudar de la posibilidad de mezclar los indios con los blancos, diremos que los hechos muestran que es fácil […] ¿De dónde han venido los cuatro millones de mestizos que existen en el país si no es de la unión de los europeos con los indios?”[18]

   Pimentel postuló que esta transformación era un cambio para el país en general porque implicaba que la raza indígena dejaría de ser un absoluto diferente de la raza blanca y a través del mestizaje se lograría la unión y homogeneidad que requería la nación: “Queremos pues que el nombre de raza desaparezca de entre nosotros, no sólo de derecho sino, de hecho; queremos que en el país no haya más que unas mismas costumbres é iguales intereses. Ya hemos indicado el medio: la inmigración”.[19]

   A pesar de ser un erudito conocedor de los rasgos lingüísticos de las lenguas indomexicanas —pronunciación, acentuación, silabismo, léxico, composición gramatical—, conocimiento del que daba fe su copiosa producción en sociedades científicas como la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, Pimentel no hizo referencia, en esta Memoria donde propone la transformación de los pueblos indígenas, al devenir de la diversidad de las lenguas que habían sido su objeto de estudio ni al proceso de tránsito de sus hablantes hacia otro idioma de composición diferente, como el castellano. Los comentarios que expuso sobre los idiomas hablados en el país se limitaron a destacar el problema que generaban para la unidad de la nación. Una explicación que puede deducirse de esta ausencia es que, a su juicio, la inmigración europea iba a contribuir a la apropiación de una nueva identidad laboral, cultural y lingüística. Así concebida la transformación de los pueblos indomexicanos, conducirían irremediablemente al abandono de su lengua nativa.

Ignacio Manuel Altamirano: la educación para la civilización de los grupos indígenas

Ignacio Manuel Altamirano, intelectual y político liberal de origen indígena náhuatl, aprendió el español en su temprana adolescencia y fue posteriormente reconocido como uno de los grandes novelistas mexicanos del siglo XIX. En consonancia con la intención de este artículo, no hablaré del hombre de letras sino del político y del educador. Cuando en 1867 se restauró en México la República, al caer el Imperio de Maximiliano, Altamirano, desde su tribuna en el Congreso de la Unión, orientó gran parte de su labor legislativa en favor de la educación y, en esta vertiente, participó y actuó como puente de comunicación entre dos generaciones de especialistas: la de los ya consagrados como Ignacio Ramírez, su antecesor inmediato, y la de los jóvenes que iniciaban sus pasos en esta vertiente, como Joaquín Baranda y Justo Sierra, quienes siempre se refirieron a él como “el Maestro Altamirano”. Sus ideas y acciones sobre el mundo indígena fueron concebidas en el marco de su ideario civilizatorio sustentado en la educación escolar. En sus escritos periodísticos ocupó un lugar primordial la educación del indígena y su inserción en la vida activa de la nación mexicana. Para lograr este propósito estimó la castellanización escolar como una acción necesaria. Consideró igualmente el mestizaje como una política de igualdad que favorecería el uso generalizado del español. En este artículo se comentan los escritos que publicó en El Federalista, bajo el título “Bosquejos”, del 30 de enero al 27 de febrero de 1871, y el publicado en El Diario del Hogar con el nombre “Instrucción Pública. Generalización del Idioma Castellano” el 25 de octubre de 1882.[20] En el primer artículo de “Bosquejos”, la escuela del campo se hace presente y, al igual que Pimentel, acusó el menguado interés de la Colonia hacia los súbditos indígenas no sólo en materia educativa sino también cristianizadora. Sin desconocer el esfuerzo de los primeros misioneros, acusó una total ausencia de instrucción fuera de una catequización plagada de fanatismos. Esta inculpación no la limitó a la larga etapa colonial, sino que denunció su prolongación después de la Independencia:

Los esfuerzos del benemérito padre Las Casas para levantar estas razas desdichadas a la altura que merecían, fueron inútiles. Tal fue en compendio la historia de la instrucción popular, en tiempo de la Conquista y en los posteriores. De ahí es, que, prolongándose semejante situación, vino la Independencia y después la República y encontraron a las razas conquistadas en un estado próximo al idiotismo.[21]

   Era en el campo donde se concentraba más de 90% de la población indígena; Altamirano denunció en la prensa las condiciones de pobreza e incomodidad de las aulas y la ausencia de materiales de enseñanza, fuera de algunos textos religiosos que testimoniaban de la continuidad de las escuelas catequizadoras de la Colonia, donde privaba la repetición oral de rezos y cánticos religiosos que se imponían a los saberes propiamente escolares. La continuidad de la pobreza educativa se vinculó en el siglo XIX al racismo que se hacía presente en las escuelas de pueblos que concentraban a los grupos indígenas. Esta situación había sido vivida por el propio Altamirano y no había cambiado con la Reforma de acuerdo con lo que en sus visitas al campo había constatado:

[…] en los pueblos […] particularmente en los que había indígenas, que son los más […] dividíanse los alumnos por castas, y ocupaban dos bancos diferentes. En unos se sentaban los niños de razón, y en el otro los niños indios, a quienes no se enseñaba más que la doctrina en malísimo castellano y de voz viva, pues no se les permitía leer. A menos así pasaba en mi pueblo, entonces perteneciente al Estado de México.[22]

   El respeto que Altamirano acordaba a la docencia, que había ejercido durante varios años, explica en gran medida su reconocimiento por el papel que la escuela rural debía tener asignado en la educación de los grupos indomexicanos: “hagamos justicia a los instintos de la raza indígena: aunque enervada, aunque oprimida, aunque vista con desprecio, ella, lejos de rechazar la instrucción, la busca, y la acepta con gusto”.[23] Sin embargo, sus constataciones vertidas en la prensa de la octava década del siglo mostraban que los niños indígenas eran discriminados en el contexto de la escuela, entre otras razones por el desconocimiento del castellano. En este sentido, Altamirano, que había vivido de niño la experiencia de desconocer la lengua nacional, reprochaba que los maestros rurales tuvieran un desconocimiento de los idiomas de su país, pero al mismo tiempo y sin considerar que sus posturas pudieran ser contradictorias, se inclinaba por la necesidad de enseñar formalmente el castellano en la escuela para lograr la “civilización de la raza indígena” y evitar su discriminación: “[…] si en esas poblaciones [rurales] hay, como es regular, clases indígenas, éstas no reciben instrucción igual a la que se da a las que hablan castellano porque las autoridades no ponen cuidado en ello ni tienen empeño en que vaya desapareciendo la distinción de razas creada por la Conquista respecto de la instrucción”.[24]

   A 50 años de consumada la Independencia, el maestro del campo era generalmente, de acuerdo con Altamirano, un mestizo pobre, que había aprendido a leer y a escribir en alguna ciudad, donde había prestado su mano de obra, pero no había recibido otra instrucción que lo capacitara para ofrecer los conocimientos más elementales de materias como la aritmética o la geografía. Ser maestro de un aula indígena era una tarea sin prestigio alguno y por ende remunerada de forma paupérrima. Frente a este escenario, el espíritu magisterial de Altamirano se entretejía con el hombre político que también era y aprovechaba el espacio de la prensa para ofrecer una mirada optimista del poder de la educación para la civilización de la población indígena.

En los pueblos más afortunados, el maestro suele conocer el idioma del país, les da nociones de castellano, les enseña el alfabeto […] y tal vez los inicia en los misterios de la escritura y el cálculo. En un pueblo de esos, puede adivinarse desde luego la mejoría de la instrucción en las conversaciones con los alcaldes, en la vivacidad de los vecinos […] y en la mayor importancia de la agricultura y del mercado. No habría más que mejorar la escuela de los pueblos indígenas, para levantar rápidamente a la mayoría de la nación, del abatimiento en que se encuentra.[25]

   En sus reseñas para El Federalista se puede, adicionalmente, ir reconstruyendo la concepción de enseñanza civilizatoria que postulaba Altamirano para este grupo poblacional. En primer lugar tenía un objetivo castellanizador, aunque favorecía la presencia en el aula de las lenguas nativas de los alumnos, ya que eran éstas el medio de interacción oral en el seno de sus familias y sus comunidades. Esta tarea debía abarcar a todos los grupos indomexicanos para lograr la unidad idiomática del Estado-nación:

[…] no se exige a los maestros que conozcan los idiomas del país, y porque los textos están todos en castellano […] esto es bueno porque tiende a la unidad del idioma, pero es preciso entonces pensar en una cosa importantísima y es la de enseñar el castellano a todas las razas, pero con un empeño tal que no pueda hallarse un indio que no lo comprenda. Mientras esto no se verifique, la civilización de la raza indígena será imposible y nuestra instrucción popular quedará inferior a la de otras naciones que tienen la ventaja de poseer la unidad del idioma […].[26]

   Como ejemplo de esa “unidad del idioma”, Altamirano dirigía la atención al vecino país del norte donde el inglés era la lengua común que empleaban los ciudadanos norteamericanos de procedencia europea: “La superioridad de los Estados Unidos consiste en que allí todo el mundo habla inglés, y la instrucción primaria se difunde fácilmente”.[27] En el México del siglo XIX, los intelectuales eran bilingües y trilingües capaces de mantener largos períodos de intercambio epistolar en inglés, francés y otras lenguas. Dos ejemplos precisos lo ofrecen la traducción del poema “Evangelina” de Henry W. Longfellow, que llevó a cabo Joaquín Demetrio Casasús[28] y el epistolario entre Joaquín García Icazbalceta y el americanista Henry Harrisse.[29] Por ende, hubo un notable acercamiento de los eruditos decimonónicos con sus colegas del norte y de Europa. Francisco Pimentel compartió y argumentó sus conocimientos sobre las lenguas indomexicanas con sus colegas de Europa y de Norteamérica, y Altamirano fue un gran conocedor de la lengua y de la literatura francesa que tuvo marcada influencia en sus novelas.

   Altamirano mantenía vínculos estrechos con la enseñanza y la política, de suerte que su mirada a los pueblos indomexicanos hacía surgir su optimismo hacia un proyecto anclado de manera prioritaria, pero no única, en la enseñanza del español, cuya ejecución se sustentaba en la escuela y el maestro. Desde este punto de inicio, “el maestro” como se le solía llamar, apuntaba a escenarios futuros que permitían contemplar la participación indígena en la vida política de sus pueblos. Sus ideas sobre la necesidad de una Escuela Normal de profesores que tomó varios años en hacerse realidad, empezaron a manifestarse en sus “Bosquejos” publicados en el periódico El Federalista, donde su llamado de atención se orientó primeramente a la escuela. Haciendo uso de una retórica mandatoria, su artículo denominado “Bosquejos. La escuela del campo” hizo explícito su espíritu del liberal republicano anticlerical, a menudo controvertido en sus propuestas de educación:

Instruid a un pueblo de indios, que comprenda que de su seno puede salir el diputado que alzará la voz en la legislatura para favorecer los intereses de su raza o el magistrado que la protegerá en el poder ejecutivo […] ya veréis como ese pueblo en día de elecciones se agita, se conmueve, habla, discute y escoge a uno de sus hijos, el más hábil, el más honrado y el de espíritu más altivo para no dejarse subyugar por los poderosos.[30]

   Con el mismo tono expresó su anticlericalismo ya presente en su literatura pero aún más radical en el campo educativo:

[…] descuídense las funciones religiosas y cuídese la escuela que este no es tiempo de la devoción sino de la ciencia y el del progreso material […] prepárese el terreno con la enseñanza del idioma castellano […] De este modo la escuela de pueblo no será una cárcel sino un arsenal de gloria, y el campo y la ciudad se darán la mano en los trabajos grandiosos del patriotismo.[31]

   En el segundo artículo de esta serie, “Bosquejos. El maestro de escuela”, Altamirano acudió al estilo narrativo, que como escritor manejaba diestramente, para denunciar la opulenta vida del clero frente la mísera vida del maestro de escuela rural:

Luego, cuando el cura después de comer, de saborear el café con su copa de cogñac y de encender su puro, se puso expansivo y alegre, invitó a tomar dulce al pobre maestro, el cual rehusó con timidez. Yo comprendí que entre el eclesiástico y el preceptor no reinaba la menor armonía y lo atribuí naturalmente a ese dominio tiránico que el cura quería ejercer y ejercía en efecto […] En el camino observé, a pesar de la obscuridad, que un hombre me seguía. Era el pobre maestro de escuela. Lo esperé y luego que estuvimos juntos [me enteró] […] Yo soy un pobre maestro de escuela, como usted supondrá no soy de aquí pero la necesidad y el haber adoptado la profesión de mi bueno y pobre padre, que también era preceptor, me ha obligado a buscar mi subsistencia enseñando muchachos”.[32]

   Altamirano finalizó este artículo haciendo uso de un registro descriptivo para proponer los métodos educativos de los cuales se mantenía informado y actualizado al ser parte del círculo que dialogaba epistolarmente con el extranjero. Su intención final fue más allá de la escuela e hizo mención de la tarea de la formación de maestros con un programa institucional para tal fin.

[…] recapitulando y sirviéndonos de norma las disposiciones que rigen en Suiza y Alemania y en los Estados Unidos, nos atrevemos a indicar a los legisladores y a los ayuntamientos, el siguiente programa de estudios de la Escuela Normal de Profesores: lectura, escritura, aritmética, gramática elemental, moral, historia política de México, derecho constitucional, geografía elemental, nociones de botánica y zoología, dibujo y música. Los idiomas constituyen un adorno, y se considerarán de preferencia el inglés y el alemán al francés […]”.[33]

   En el último artículo de la serie “Bosquejos. Las escuelas modelo”, Altamirano expuso su planteamiento sobre la importancia de una Escuela Normal de Profesores, que debía tomar en consideración las materias de enseñanza primaria, y las escuelas rurales.[34] A él se le solicitó justa y acertadamente la preparación del programa de estudios que dicha escuela debía tener. Su creación había sido para él un desiderátum como lo señala en esas mismas páginas, donde igualmente continuó insistiendo en su ideario sobre la castellanización de los hablantes indomexicanos, insistiendo en que era condición indispensable para su civilizacisón. Doce años más tarde justificó la labor castellanizadora en su artículo “Instrucción pública. Generalización del idioma castellano”,[35] señalando que la diversidad y número de dialectos que hablaban los grupos originarios de México eran una de las mayores dificultades en el contexto de la enseñanza pública. Consideraba, en suma, que llevar a cabo una tarea civilizatoria distinta en cada lengua era de tal dificultad que los frailes y curas que la habían emprendido no habían ni remotamente podido completarla:

En nuestro concepto y sin que se sospeche en lo más mínimo que es nuestro ánimo disminuir el mérito que tienen los humanitarios esfuerzos de los padres, creemos que éstos se quedaron a la mitad del camino para completar su obra […] Pero en cambio la civilización habría ganado inmensamente, dando a la pobre raza indígena, con la lengua española, una clave mejor para penetrar en los secretos de la cultura europea, unificando los intereses de la nacionalidad y haciendo posible la homogenización de la raza conquistadora y de la raza vencida, homogeneización que debía constituir fisiológica y políticamente hablando la gran fuerza del pueblo.[36]

   Con el objeto de ofrecer sustento a su postulado castellanizador, llevó a cabo en este artículo un cuidadoso resumen de la obra de Manuel Orozco y Berra (1864), Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México, y a partir de ella ofreció una cuenta por cada estado de la república, que daba un total de cerca de un centenar de lenguas que con sus respectivos dialectos ampliaban esa sumatoria a más de un centenar. El párrafo final del artículo era un urgente llamado a generalizar el español hermanando su propuesta a la de Pimentel:

Se formará idea por esta enumeración, de la cantidad y diversidad que hablan las razas indígenas de nuestra República, y se comprenderá cuán difícil es la unificación de ellas si no se generaliza, como lengua nacional la española […] Ya antes que nosotros, varios escritores habían instado porque esta empresa se realizase, y últimamente un publicista ilustrado que ha pulsado más que ninguno las dificultades que ofrece la diversidad de lenguas, el señor don Francisco Pimentel ha creído que es el medio principal de sacar de su abatimiento a la raza indígena, la generalización de la lengua española.[37]

   En su artículo “Instrucción Pública”, en el mismo diario, propuso una “nueva materia de estudio” para los profesores formados en las escuelas normales, en cuya localidad se hablará dominantemente alguna lengua indígena. El alcance de los conocimientos de dicha lengua no tenía como objetivo “hacer la enseñanza en el idioma local” y Altamirano fue claro en los modestos alcances de ese conocimiento que sería únicamente un primer paso docente que tendría como meta la enseñanza inmediatamente posterior de la “lengua nacional”:

Esta nueva materia debe entrar en el programa de las escuelas normales o en los reglamentos de Instrucción pública […] El conocimiento del idioma [indígena] debe exigirse no ya para hacer la enseñanza en el idioma local […] En suma no deben exigirse al profesor los profundos conocimientos de la lengua [indígena] […] sino los elementales que basten para dar los equivalentes en las palabras españolas en el idioma indígena cuando se las necesite y las haya, a fin de fijar en la memoria de los niños la significación de las palabras españolas. No hay que perder de vista que se trata de generalizar el español y no de traducir a las lenguas indígenas, los libros ni las explicaciones rudimentarias de la enseñanza […] Importa pues, establecer como base de la enseñanza pública en México la generalización de esta lengua como lengua nacional.[38]

Conclusión

Los textos examinados en este artículo, de acuerdo con el objetivo expresado al inicio, son ejemplo de la concepción indigenista de dos mexicanos decimonónicos de orígenes sociales diferentes. Ambos se expresan a propósito de la diversidad de lenguas de origen prehispánico así como de sus hablantes indomexicanos desde dos perspectivas diferentes: para Francisco Pimentel, la transformación del indígena por medio del mestizaje con el europeo y la desaparición de las lenguas indomexicanas; para Manuel Altamirano, la escuela civilizadora podía ser auxiliada con el conocimiento de la lengua indígena por parte de los maestros mestizos, para apoyar la imperiosa necesidad de enseñar el español, que designó como “la lengua nacional”. El detonador imperioso es la de construir un Estado-nación en concordancia con los dogmas del siglo XIX.

   Es posible encontrar posturas coincidentes entre Pimentel y Altamirano frente al requerimiento de homogeneidad lingüística del Estado-nación y la aspiración postindependentista de igualdad que se enfrentaba a la realidad de una gran diversidad de culturas y lenguas originarias. Ambos censuraron la incipiente y mayormente nula educación del período colonial y compartieron la premisa de la castellanización aunque desde posturas distintas. Pimentel, miembro de las clases criollas nobles,[39] recuperó reflexivamente el pasado colonial indígena así como su situación en el siglo XIX, pero su visión de conjunto fue esencialmente académica, de suerte que su acucioso estudio de las lenguas indomexicanas estuvo alejado de la presencia de sus hablantes. El postulado reiterado en su Memoria fue: transformar al indio. Por su parte, Altamirano era de origen indígena, vivió su infancia desconociendo el idioma español y había trabajado como maestro. Conoció a fondo la situación de la escuela y el valor de la educación que, a su juicio, era el instrumento destinado a lograr la homogeneización lingüística de la población mexicana. Concibió la tarea castellanizadora como parte esencial para civilizar e integrar al indio, sosteniendo, de esta suerte, una visión supraétnica del Estado-nación mexicano.

Bibliografía

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Evangelina, poema de Henry W. Longfellow, Joaquín Demetrio Casasús (trad.), México, Tipografía de Mena y Villaseca, 1885.

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Nájera, fray Manuel de San Juan Crisóstomo, Disertación sobre la lengua othomí, México, Imprenta del Águila, 1845.

Orozco y Berra, Manuel, Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México, México, Imprenta de J.M. Andrade y F. Escalante, 1864.

Pellicer, Dora, “La gestión de la diversidad”, en Language and Power, Sberro Stephan y Donald Marpelle (eds.), Ontario, Canadá, Lakehead Unversity Northern and Regional Studies Series, 22, 2013, pp. 81-98.

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Pimentel, Francisco, Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México, México, Imprenta de J.M. Andrade y F. Escalante, 1864.

____________, Memorias sobre las cosas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios de remediarla, México, Imprenta de J.M. Andrade y Escalante, 1864.


Citas

[1]Manuel Orozco y Berra, Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México, 1864, p. 15.

[2]Ibidem, p. 17.

[3]Francisco Pimentel, Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México, 1889, p. 552.

[4]Bárbara Cifuentes, “Las lenguas amerindias en las Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (1833-1874)”, Dimensión Antropológica, año 9, vol. 24, enero-abril de 2002, pp. 113-138.

[5]Dora Pellicer, “La gestión de la diversidad”, en Language and Power, Sberro Stephan y Donald Marpelle (eds.), 2013, pp. 81-98.

[6]Las políticas del Estado-nación se comprometieron a la institucionalización de una sola lengua, el español, haciendo de lado las funciones culturales y comunicativas de las lenguas indomexicanas. Este desbalance lingüístico ocasionó y sigue ocasionando bilingüismos de corta duración que inclinan la balanza hacia el monolingüismo en español indígena. Dora Pellicer, UniverSOS. Revista de Lenguas Indígenas y Universos Culturales, 2016, núm. 13, pp. 169-192.

[7]Francisco Pimentel, Memorias sobre las cosas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios de remediarla, 1864, p. 49.

[8]Ibidem, p. 67.

[9]Ibidem, p. 74.

[10]Ibidem, p. 82 Aquí llama la atención que un ilustre lingüista como Pimentel haya propuesto como ejemplo de servilismo datos de orden gramatical como son los pronombres, los morfemas reverenciales y el léxico mismos, que existen en menor o mayor medida en idiomas de diferentes linajes lingüísticos. Ejemplo de ello es el empleo de pronombres personales del español, en uso en el siglo XIX, no como servilismo sino como deferencia: usted/vos, ustedes/vosotros.

[11]Idem.

[12]Ibidem, p. 121.

[13]Ibidem, pp. 130-131.

[14]Ibidem, p. 201. De nuevo surge el asombro del lector ante la crítica de Pimentel al empleo de las lenguas que eran parte constitutiva de las culturas prehispánicas y que por ende eran el sustento de su magno Cuadro descriptivo de las lenguas indígenas de México.

[15]Ibidem, p. 217.

[16]Ibidem, p. 226.

[17]Ibidem, p. 232.

[18]Ibidem, p. 238.

[19]Ibidem, p. 240.

[20]No debemos olvidar que la prensa de ese siglo fue instrumento fundamental de la expresión del pensamiento político y social que colaboró en la conformación la nación mexicana. Los artículos de Altamirano sobre educación tuvieron cabida también, en La República, La Libertad, El Diario del Hogar, entre otros. Al respecto, véase a Concepción Jiménez Alarcón, Ignacio Manuel Altamirano. Escritos sobre educación I, 1989. Por añadidura, fue el primero que tomó de los escritores franceses el género de la novela y escribió novelas como Clemencia, Navidad en las montañas, El Zarco y otras que fueron reseñando en varias revistas orientadas a difundir la producción literaria de los escritores mexicanos.

[21]Ignacio Manuel Altamirano. El Federalista, 13 de febrero de1871, en Concepción Jiménez Alarcón, Ignacio Manuel Altamirano…, op. cit., p. 82. Las páginas que se indican de aquí en adelante corresponden a la recopilación de artículos llevada a cabo por Concepción Jiménez Alarcón.

[22]Ibidem, 30 de enero de 1871, p. 69.

[23]Idem.

[24]Ibidem, p. 87.

[25]Ibidem, 13 de febrero, p. 85.

[26]Ibidem, p. 88.

[27]Idem.

[28]Evangelina, poema de Henry W. Longfellow, 1885.

[29]Entre sabios: Joaquín García Icazbalceta y Henry Harrisse. Epistolario1865-1878, editado por Rodrigo Martínez Baracs y Emma Rivas Mata con fecha de 2016, ha recuperado la extensa documentación epistolar entre ambos intelectuales.

[30]El Federalista, 13 de febrero de 1871, p. 91.

[31]Ibidem, p. 93.

[32]Ibidem, 20 de febrero de 1871, pp. 102 y 105.

[33]Ibidem, 20 de febrero de 1871, p. 114.

[34]Ibidem, 27 de febrero de 1871, p. 123.

[35]El Diario del Hogar, 25 de octubre de 1882, p. 200.

[36]Ibidem, p. 202.

[37]Ibidem, 31 de octubre de 1882, p. 209.

[38]Ibidem, p. 227.

[39]Francisco Javier Pimentel, IV Conde de Heras y IV Vizconde de Queréndaro, recuperado de: , consultada el 10 de octubre de 2019.