ANDRÉS MEDINA, FOTOETNÓGRAFO

Dimensión Antropológica
Año 28, vol. 82, México,
mayo-agosto, 2021, pp. 173-196.
ISSN 1405-776X

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Cristal Bruñido
Fotografía histórica

ANDRÉS MEDINA, FOTOETNÓGRAFO

Samuel Villela[*]
Dirección de Etnología y Antropología Social, INAH.


La antropología mexicana cuenta con una rica tradición audiovisual: desde el registro pionero de antropólogos y fotógrafos viajeros del siglo XIX, pasando por los nuevos enfoques y miradas emanados de la Revolución Mexicana y del indigenismo que produjo notables fotógrafos, como Julio de la Fuente y Alfonso Fabila, hasta llegar a los efectos modernizadores de la segunda mitad del siglo XX con el cine etnográfico (Warman, Bonfil, Alfonso Muñoz) y la fotografía antropológica tomada muchas veces por fotógrafos profesionales (Nacho López, Discua y Hernández).

   En esta imbricación antropológica, tomada con el uso de medios y herramientas audiovisuales, sobre todo la fotografía, tenemos la presencia de Andrés Medina, quien se inició en estos menesteres en la década de los años sesenta del siglo pasado. Dentro de su vasta producción académica, por todos, conocida, retomamos sus aportaciones y reflexiones respecto del tema que nos ocupa a partir de su artículo “Etnografía y fotografía. Experiencias con la cámara en el trabajo de campo”,[1] así como de una entrevista que le hizo el colega Eduardo González[2] en la revista Ruta Antropológica, en su número temático sobre “Antropología visual”.[3]

   Así mismo, haremos mención de algunas de sus exposiciones fotográficas[4] (pocas, para el tamaño de su acervo).

En los inicios

A la manera del estudio de las mitologías, comencemos con su propia versión de los orígenes:

Cuando yo empecé a tomar fotografías no tenía una intención técnica teórica, simplemente me parecía que había que dar cuenta de lo que estaba viendo, pero no había una pregunta específica, etnográfica, que yo quisiera contestar con la fotografía, sino creo que era más profunda la cosa, de otro orden más existencial […] No pensando en documentar algo particular sino como que había algo más general, dentro de la gente, sobre el entorno […] muchas situaciones que eran muy interesantes, como el carnaval.

   Desde ahí, en su trabajo conjunto con el Proyecto Harvard, en Chiapas, se inicia una trayectoria en la que, al lado del estudio de parentesco, la religiosidad indígena y sus incipientes pero célebres críticas a la política indigenista, se lleva a cabo un registro espontáneo de la vida comunitaria y de múltiples aspectos culturales en Los Altos de Chiapas. De esos inicios no asume mayor conciencia respecto de la trascendencia cognitiva y calidad técnica de sus imágenes:

El punto de partida es que mis fotos las vio un fotógrafo que era Vicente Kramsky, un fotógrafo profesional que estaba en San Cristóbal y cuando vio mis fotos me dijo que eran muy buenas […] eso fue muy importante porque empecé a tomar fotos de todo […] empecé a tomar fotos más allá de cualquier pregunta técnica, más bien a las personas, mis amigos, las fiestas, las borracheras, cosas que son mucho más generales […] yo creo que mis mejores fotos son de esa primera época, cuando estuve en Chiapas en el 61.

   Cabe señalar que, al lado de esa influencia, en esa época formativa conoció a célebres fotógrafos como Alfonso Muñoz y Juan Guzmán.

   Después de estos orígenes, siguió su registro foto-etnográfico en Chiapas, con personal del Museo Nacional de Antropología, y en el Soconusco, y de ahí pasó a Guatemala y Yucatán: “En el Soconusco (viví en Tuzaltán, la Sierra) cuando fui con Otto Schuman, viajamos, ahí hicimos nuestra amistad porque viajamos juntos, caminamos […] Viví un año en Yucatán”.

   En esta etapa formativa produce básicamente fotografía en blanco y negro. También visualiza el uso del instrumento mecánico como una herramienta necesaria en el trabajo de campo y con un rango semejante al diario de campo[5] que, además, permite una vinculación más cercana con la gente al compartir las imágenes (algo ya improbable en los actuales tiempos, dado el generalizado uso de los teléfonos inteligentes aún en los lugares más recónditos): “La cámara es algo más que una máquina para tomar fotografía; en el trabajo de campo es un instrumento versátil para el establecimiento de relaciones amistosas”.[6] Y ello es muy patente en la frescura que se advierte en las imágenes mostradas en la exposición que se presentó en su homenaje;[7] vemos naturalidad y familiaridad en los retratados; Andrés Medina se mueve entre ellos como pez en el agua (foto 1).

   El registro foto-etnográfico, además de permitir esta vinculación con la comunidad, fue más allá de su proyección inmediata y trascendió el binomio fotógrafo-fotografiado para permitir la difusión del producto fotográfico: “la fotografía más bien configura una puesta en escena para situar al lector y transmitirle algo de la atmósfera tanto del fotógrafo como del espacio en que ubicará su narración”.[8]

   Ahora bien, este interés en el registro no parece haber sido compartido por muchos colegas de su tiempo. En este sentido, el etnógrafo afirma: “De cualquier manera, una y otra [fotografía y etnografía] parten de la misma preocupación por establecer y perfeccionar técnicas de investigación de campo que permitan un mayor rigor y un adecuado control de los registros; en éstos, la fotografía tiene un lugar destacado, indudablemente, pero me parece que el sentido con el que se usan las fotografías es muy diferente”. Volveremos sobre esto más adelante.

   Parece interesante que Andrés Medina identifique a esta fase de inicios en su manejo de la cámara con un proceso identitario, de reconocimiento personal en su encuentro con la otredad. Es una cuestión que comparte con muchos de nosotros, pero que en él va a derivar en la reflexión etnográfica acerca del uso del instrumento y de sus implicaciones epistemológicas: “la fotografía uno puede usarla como una técnica complementaria pero creo que es el uso más pobre de la fotografía […] cuando uno está preguntando algo más allá, con tu subjetividad, en esa medida la haces más profunda, más rica, más diversa, pero es algo que uno tiene que asumir, un espacio de significaciones mucho más complejo”.

   De vuelta al tema de las relaciones personales que es posible establecer con miembros de la comunidad, es también sugerente la reflexión de Andrés Medina respecto a la fotografía de los ladinos, que insertos en las comunidades indígenas establecían relaciones asimétricas. Las simpatías del etnógrafo, como en muchos de nosotros, estaban con los indígenas, y circunstancialmente se vio empujado a tomar fotos del sector dominante. Ello le permitió tener un registro de un conjunto humano poco estudiado, lo cual espera retomar para un análisis posterior, a partir de ese material fotográfico ya histórico:

Yo simpatizaba con los indios y sentía rechazo por los que me parecían rancheros torvos, violentos y prepotentes. Sin embargo tenía que tratarlos, comprar en sus tiendas, comer en sus fondas […] y ocasionalmente conversar con maestros y autoridades […] registraría así a grupos familiares, hombres orgullosos a caballo; en algunas fotos se incluía a las niñas indias que tenían de sirvientas […] Posteriormente advertí que hay muy poco trabajo etnográfico acerca de la población ladina que vive en los pueblos de indios […] Mi material tiene ahora gran valor testimonial y es referencia sugerente de una faceta cultural, que ya está desapareciendo, sobre una población que en su momento tendría un papel importante en el funcionamiento de un sistema social de raíz profundamente colonial.

   Aquí tenemos una demostración palpable de las posibilidades semánticas de la fotografía, ya que tienen un continente de información que va más allá de lo inmediato, de lo que en primera instancia percibe o quiere registrar el fotógrafo, en consonancia con lo fotografiado. En este sentido, la fotografía puede adquirir múltiples lecturas y relecturas, pasando a convertirse de un registro foto-etnográfico en un documento histórico.

   En la misma perspectiva, Medina recuerda aquella foto panorámica de Tenejapa, pueblo que para entonces se hallaba dividido en dos partes, a la manera de las moieties comunales, sólo que ahora una parte era ocupada por una etnia, y la otra, por los ladinos. El foto-etnógrafo reflexiona sobre dicha imagen, atribuyéndole ahora un carácter documental histórico:

Recién yo llego a Tenejapa, el pueblo estaba dividido en dos partes, una parte ladina y una parte india […] cuando yo llego, los tenejapanecos, los dirigentes y líderes y ellos comenzaron a comprar propiedades de los ladinos […] y comenzó a cambiar el panorama en Tenejapa […] Yo tengo una foto muy bonita de Tenejapa desde el cerro, donde se ven las dos partes de la población, ya cambió ahora, está pavimentada, ya hay menos ladinos, prácticamente las casas de mampostería son indígenas también […] esa foto del paisaje […] es un dato histórico.

Las imágenes etnográficas

En este punto retomaremos una breve descripción de algunas de las imágenes presentadas por Medina en su Exposición-homenaje, exhibidas en Querétaro. Para ello, nos basaremos en las fotos del catálogo.

   Una cuestión que resalta inmediatamente es la omnipresencia de la música, de los instrumentos musicales y sus ejecutantes (fotos 2 y 3).[9] Tambores, arpas, pitos, flautas, trompetas, guitarrones, tunkul, acordeones; armonizando con los chamarros rayados y los sombreros de tzeltzales, tzotziles, tojolabales, mayas, sobre todo. Dentro de ese grupo de imágenes con un referente musical llama la atención la frecuente presencia de tambores, una recurrencia que requeriría de una explicación por parte de los etnomusicólogos[10] (foto 5).

   Una imagen más que llama particularmente la atención es la del enorme tunkul[11] —nombre maya para designar a lo que en otras zonas del país se conoce como teponaxtli —, cuyas dimensiones parecen mayores a los de los instrumentos de su categoría conocidos[12] (foto 6). Y relacionada con esta fotografía tenemos una segunda donde un ejecutante produce sonidos soplando sobre una hoja,[13] práctica que ya ha desaparecido, por lo cual esta imagen permite el conocimiento de una pauta cultural extinta (foto 7).

   Un aspecto relevante es que las imágenes muestran —como ya se había adelantado— la espontaneidad y naturalidad de los retratados en su actividad. No hay la pose y, suponemos, la presencia del fotoetnógrafo era permitida a raíz de su estancia notoria en el lugar y región (foto 8). No se percibe una actitud reacia y mercantilizada como la que se manifestaría posteriormente en la región de Los Altos, en razón de la presencia de fotógrafos-cazadores cuya perspectiva manifiesta era la toma de personajes y costumbres exóticos.

   Las festividades y rituales, uno de los temas privilegiados en la etnografía de mediados del siglo pasado, aparece en varias imágenes donde, nuevamente, la naturalidad de danzantes y espectadores es evidente (foto 9).

   La estética y composición fotográficas, no ausentes en el registro foto-etnográfico, se evidencian en la foto de un grupo ejecutante de marimba (foto 10). Del lado izquierdo y en perspectiva, cuatro de los ejecutantes se perfilan hacia un punto de fuga en el punto áureo superior derecho; mientras que, en contrapunto y armonizando la composición, la marimba se nos muestra, desde su parte ancha —partiendo un poco abajo del punto áureo citado— hacia su parte angosta, perfilándose en un punto de fuga hacia la parte centro-baja de la imagen.

El retrato de personajes

En otra de las ocupaciones posteriores de su quehacer fotográfico, Medina refiere el registro, el retrato de personajes, tanto en las comunidades indígenas como entre la comunidad académica. El recuento de esta tarea, por cierto, le ha resultado personalmente grato, lo cual nos permite ver la empatía del fotoetnógrafo con las labores de registro: “Una de las sorpresas más agradables al hacer el recuento del material obtenido en el trabajo de campo fue el conformar un conjunto de fotografías de personalidades de la antropología, en su mayoría captados durante el trabajo de campo”.[14]

   Al respecto, retomo una de mis vivencias personales. Hará unos diez años que le oí platicar que él tenía un archivo fotográfico con retratos de connotados antropólogos y colegas. A partir de esa comunicación me propuse hacer algo similar, aunque creo que mi archivo no se equipara al de Andrés. También, en este sentido lamento no haber tenido la intuición ni el equipo a la mano (hace 40 años no había teléfonos inteligentes que te permitieran tomar una foto al instante o una selfie) cuando, saliendo de un convivio de la American Anthropological Association en un hotel de Paseo de la Reforma, se abrieron las puertas del elevador y tuve frente a mí a Margaret Mead. Pero en aquel entonces, como se dice coloquialmente, no me cayó el veinte y no di mayor importancia al suceso.

   Entre los personajes que Andrés Medina retrató en Los Altos se encuentran Manuel Arias Sojom, el informante-filósofo de Calixta Guiteras para su libro Los peligros del alma; y Miguel Ordóñez, cacique de Cancuc (foto 11).

   Entre la comunidad académica refiere que retrató a “los investigadores extranjeros Julián Pitt Rivers, Norman A. McQwon, Esther Hermitte, Eva Hunt, Calixta Guiteras [foto 12], y entre los mexicanos [a] Evangelina Arana […] Marcelo Díaz de Salas […] Manuel Zabala, entre otros”.[15] Retrataría, después, a César Huerta, Gabriel Moedano, José de J. Montoya (foto 13), Carlos Navarrete y Lorenzo Ochoa (foto 14) y varias veces más a Otto Schumann (foto 15). Atestiguamos, por tanto, que Andrés Medina tuvo la temprana intuición de retratar a los personajes con quienes mantuvo contacto personal y profesional.

Corolario

Para terminar con estas reflexiones sobre la trayectoria foto-etnográfica de Andrés Medina, habrá que tratar un asunto medular, dejando de lado algunos tópicos más, imposibles de abordar por las limitaciones de espacio.

   A propósito de su recuento de la obra de connotados antropólogos, nuestro autor refiere el caso de la obra fotográfica de dos distinguidos indigenistas, Julio de la Fuente y Alfonso Fabila:

Hay un libro sobre 100 años de fotografía indígena en México … y ahí hay dos fotos, una de Julio de la Fuente y otra de Alfonso Fabila, no se dice que son ni antropólogos, están como fotógrafos, las fotos muy bellas […] están ahí por su calidad plástica y un mensaje también del momento en que la tomaron […] yo les doy más sentido en la medida en que yo sé quién las tomó […] la foto trasciende al fotógrafo, de alguna manera, y los contextos […] pues hablan mucho de esos diferentes sentidos de esas fotografías. Dos antropólogos, muy buenos, con sus fotografías, que tomaron para fines etnográficos […] de pronto aparecen ahí como fotos artísticas y lo son, pero la intención […] no era hacer una obra de arte, era más bien dar testimonio […] una reflexión [en el caso de De la Fuente] sobre la educación indígena.

   Sobre el mismo caso, Medina percibe la dificultad de una apreciación integral de la obra de esos dos etnógrafos. Si bien De la Fuente tenía una veta artística, pues había sido grabador y sus fotografías han sido bien valoradas estéticamente, lo que le importaba a don Julio era documentar la educación indígena dentro de la política indigenista.

   En este sentido, para poder entender como un conjunto a ambas esferas de su quehacer, Medina propone: “habría que hacer investigaciones paralelas del acervo fotográfico y de la obra de ese autor y preguntarse sobre su recorrido y el paralelismo que hay en esas fotos y preguntarse: ¿qué dicen esas fotos?, lo que el autor pensaba y quería de esas fotografías, si es posible hacerlo. No ha habido preocupación seria por articular fotografía y etnografía a partir de revisar la obra de esos autores”.

   Vinculada a esta argumentación contamos con su afirmación de que “una gran parte [de los antropólogos] toman fotografías, pero tienen poca conciencia de la importancia de ese material”. En este sentido, podremos derivar la importancia y la necesidad de que el etnógrafo se capacite sobre el manejo instrumental de los media y de su lenguaje, en momentos en que la era digital nos inunda de imágenes, y miles y millones de ellas circulan cada segundo por el ciberespacio.

   Las reflexiones de nuestro autor, maduradas durante un largo tiempo, nos invitan a considerar el papel de la fotografía: “Creo que la fotografía tiene su propio código y puede complementar al etnográfico, pero no necesariamente; es más, pienso que en la medida en que es más subjetiva dice más cosas que simplemente complementar el discurso etnográfico”.

   Las posibilidades de conocimiento permisibles a partir de la comprensión del lenguaje fotográfico, y de sus implicaciones, nos permiten reconocer en la trayectoria de Andrés Medina cómo se va gestando una inquietud para capacitarse y poder acoplar el recurso instrumental a un discurso etnográfico, donde no es suficiente el registro sino que puedan interpretarse las posibilidades semánticas:

[…] hemos sido muy espontáneos en tomar fotografías, lo hacemos con mucho gusto pero me falta mucha elaboración […] hay espacios de significación y que la fotografía dé cuenta de eso es algo que hay que trabajar realmente. Aquí añadiré algo de lo que poco se dice, y es la posibilidad de recuperar valiosa información al repasar el material fotográfico, pues aquí no sólo se hace el reconocimiento de detalles no apreciados en el momento de la toma, sino sobre todo se recuperan impresiones, intuiciones y ocurrencias no consignadas en las notas de campo.[16]

   A este respecto, hay que mencionar cómo las posibilidades semánticas de la imagen y su papel como reservorio mnemotécnico sirven también para coadyuvar en la reconstrucción histórica de pautas culturales. Tal como ocurrió con el

[…] reconocimiento de algunas técnicas en el manejo de fibras duras mediante el registro fotográfico. Esto surgió con la investigación que realicé en el Valle del Mezquital, donde una de las más importantes y características artesanías de la región es una amplia gama de productos hechos con la fibra del maguey, el ixtle […] en uno de los recorridos que hacíamos Noemí Quezada y yo, encontramos a una familia que, cerca de su casa, despulpaba pencas de maguey para obtener la fibra, la cual, una vez lavada y puesta a secar, servía para la elaboración de recipientes, en combinación con manojos de palma seca; se empleaba la técnica de enrollado. La fotografía que tomé del hombre despulpando la penca y en la que se ve tanto el instrumento usado como la manera de manejarlo, sirvió a los arqueólogos para reconocer el uso de cierto tipo de navajas de piedra entre los testimonios registrados en una antigua población ribereña, del Preclásico, en el antiguo lago de Chalco, donde hacían un amplio uso de las fibras obtenidas de agaves y del izote.[17]

   Si bien en el acto fotográfico el etnógrafo no pudo o no quiso registrar una fotosecuencia, que quizá nos hubiese documentado mayormente sobre esa práctica técnica, tenemos esta amplia referencia —que hemos transcrito para comprender el sentido de la recuperación histórica de una pauta instrumental — que nos ilustra sobre la comparación de una pauta vigente con una prehispánica. Esto fue posible tanto por la perspicacia del fotoetnógrafo para documentar esa práctica, como por el análisis comparativo de los arqueólogos que pudieron contrastar el testimonio visual con sus referentes antiguos.

   A propósito del diario de campo y de su relación con la fotografía, Medina refiere el caso de una alumna que no había realizado su diario con las formalidades técnicas requeridas. Al serle solicitado por el profesor, ella

[…] pudo rehacerlo con una impresionante riqueza de detalles gracias a las fotos tomadas[18] y al material registrado en su grabadora. El resultado fue un grueso volumen de notas, pero sobre todo un diario bellamente acompañado de numerosas fotografías de una calidad excelente en su mayoría. Esto es a la vez un buen ejemplo de la capacidad testimonial de la fotografía y uno de los pocos diarios que se apoyan explícitamente en un rico y sugerente material gráfico.[19]

   En este sentido, cabe hacer la acotación acerca de la necesidad de que los etnógrafos elaborasen también un “álbum fotográfico de campo”, a la par de su diario de campo. Algo como lo que hizo Bárbara Dahlgren en su recorrido por la mixteca oaxaqueña, en el año de 1952, notable por la acuciosa mirada y el esmero en que se ordenan las fotografías tomadas a múltiples elementos de la cultura material e inmaterial en la región (templos, detalles constructivos, festividades).[20]

   Finalmente, cabe señalar la necesidad de retomar algunos temas desde las reflexiones y del quehacer del fotoetnógrafo. En momentos en que el ciberespacio se satura de imágenes y es posible hacer una etnografía no presencial a través de Internet, los problemas metodológicos y de sentido que Medina ha planteado siguen vigentes, por lo cual es necesario su reconsideración.


Citas

[*]Artículo presentado originalmente como ponencia en el Homenaje a Andrés Medina en el marco del IV Congreso Mexicano de Antropología Social y Etnología (Querétaro, Qro., octubre de 2016). Agradezco a Carlos Ruiz el haberme facilitado el texto de su ponencia para precisar algunas cuestiones etnomusicológicas; así como al homenajeado, por autorizar la publicación de las fotografías que acompañan este documento, con sus correspondientes pies de foto.

[1]Andrés Medina, “Etnografía y fotografía. Experiencias con la cámara en el trabajo de campo”, Cuicuilco, vol. 5, núm. 13, ENAH, mayo-agosto de 1998, pp. 205-229.

[2]Eduardo González, “Andrés Medina, etnólogo y fotógrafo”, Ruta Antropológica. Revista Electrónica, número temático sobre Antropología visual, año 2, núm. 3, Posgrado en Antropología-UNAM, 2015.

[3]En este sentido, las referencias textuales de esta entrevista aparecen sin la mención específica.

[4]Exposición “Sesgos de la mirada etnográfica. Los Altos de Chiapas”, en Segundo Encuentro Académico de Antropología Audiovisual, Red Mexicana de Antropología Visual, IIA-Proimmse-UNAM, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 17 de octubre de 2014; y “Etnografía, imagen y sonido”, exposición fotográfica en el homenaje citado.

[5]Véase la nota 20 de este artículo.

[6]Andrés Medina, op. cit., p. 205.

[7]Véase la nota 5 de este artículo.

[8]Andrés Medina, op. cit., p. 206.

[9]De ahí que la Exposición-homenaje se haya intitulado “Etnografía, imagen y sonido” (foto 4).

[10]Durante el homenaje referido hubo una ponencia sobre esta cuestión por parte de Carlos Ruiz: “Entre la estética y el documento: un vistazo a la mirada fotográfica de Andrés Medina en torno a temáticas musicales”, publicada después en IV Congreso Mexicano de Antropología Social y Etnología, Santiago de Querétaro, Querétaro, Centro Cultural Manuel Gómez Morín, octubre de 2016.

[11] “La del tunkul es probablemente una de las primeras fotos de este tronco ranurado maya”, Carlos Ruiz, op. cit.

[12]Actualmente, y según nuestras propias indagaciones etnográficas, el estado de Guerrero es donde se conserva mayormente el uso ritual de dicho instrumento musical de percusión.

[13] “Hay imágenes de instrumentos que probablemente sean por primera vez documentados, como en el caso de la hoja de árbol insuflada”, idem.

[14]Andrés Medina, op. cit., p. 219.

[15]Ibidem, p. 220.

[16]Ibidem, p. 222. Bronislaw Malinowski señalaba, en cuanto a esto, que “Las fotografías ayudan a controlar las notas de campo”. Véase esta aseveración en “Confesiones de ignorancia y fracaso, 1939”, en José Llobera (ed.), La antropología como ciencia, Barcelona, Anagrama, 1975.

[17]Andrés Medina, op. cit., p. 219.

[18]Esta posibilidad de recuperar datos etnográficos a partir de la revisión del material fotográfico registrado ya estaba apuntado en Malinowski (op. cit., p. 139) quien, en una reflexión autocrítica sobre el poco peso que había concedido a la imagen fotográfica dentro del registro etnográfico, declaraba: “Me dediqué a la fotografía como una ocupación secundaria y un sistema poco importante de recoger datos. Esto fue un serio error […] he cometido uno o dos pecados mortales contra el método de trabajo de campo. En concreto, me dejé llevar por el principio de lo que podríamos llamar el pintoresquismo y la accesibilidad. Siempre que iba a pasar algo importante, llevaba conmigo la cámara. Si el cuadro me parecía bonito y encajaba bien, lo retrataba […] Así, en vez de redactar una lista de ceremonias que a cualquier precio debían estar documentadas con fotografías y, luego, asegurarme de tomar cada una de esas fotografías, puse la fotografía al mismo nivel que la recolección de curiosidades. Casi como un pasatiempo accesorio del trabajo de campo […] lo único que ocurría es que muchas veces perdí incluso buenas oportunidades”.

[19]Ibidem, loc. cit.

[20]El álbum puede consultarse en el Fondo Bárbara Dahlgren del IIA-UNAM. Para más detalles sobre sus implicaciones foto-etnográficas, véase Blanca Jiménez Padilla y Samuel Villela F., “En Imágenes. La mirada etno-fotográfica de Barbro Dahlgren”, Diario de Campo. Boletín interno de los investigadores del área de antropología, núm. 46, CNA-INAH, agosto de 2002, pp. 2-4.