Enrique Tovar Esquivel, Malos olores. Aromas corruptos, malsanos hedores y otros virulentos humores en la historia de los regiomontanos, México, UANL / INAH / Editorial Universitaria UANL (Documentos), 2019.

Dimensión Antropológica
Año 28, vol. 83, México,
septiembre-diciembre, 2021, pp. 173-178.
ISSN 1405-776X

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RESEÑA



Enrique Tovar Esquivel,
Malos olores. Aromas
corruptos, malsanos hedores
y otros virulentos humores
en la historia de los
regiomontanos,

México, UANL / INAH / Editorial
Universitaria UANL
(Documentos), 2019.


El 20 de noviembre del 2019, la Ciudad de México vivió una experiencia particular. Para conmemorar el aniversario de la Revolución Mexicana llegaron a la ciudad agrupaciones ecuestres que invadieron el Centro Histórico. Los caballos se veían por todos lados y estaban concentrados hacia la parte sur, en lo que era la antigua periferia de la ciudad, donde se ubicaba en la época colonial el rastro, es decir, hacia la porción que constituían las parcialidades de San Pablo, Santa Cruz Acatlán y San Miguel. A medida que avanzaron las horas el aroma del campo invadió la ciudad. El estiércol de los caballos empezó a fermentar y el olor se propagó en las principales calles y las avenidas 20 de Noviembre y Pino Suarez. Fue interesante ver la reacción de la gente y la forma en que respondió a un aroma desconocido para muchos. La mayoría reaccionó de manera negativa, con el típico rechazo y gesto de desagrado, evitando transitar por esas calles o colocándose cubrebocas. Al término del festejo el servicio de limpieza cerró el desfile atrás de la última agrupación ecuestre para recoger las heces y dejar a la ciudad nuevamente con sus olores particulares. Los negocios sacaron detergentes y aromatizantes para atacar el mal olor. Sin embargo, éste siguió por varios días hasta que se fue diluyendo en la contaminada atmósfera citadina. Esas horas en que entró en contacto el campo con la ciudad fueron claves para reflexionar acerca de la importancia de los olores y la cultura olfativa.

       Por azares del destino llegó a mis manos el libro de Enrique Tovar Esquivel, Malos olores. Aromas corruptos, malsanos hedores y otros virulentos humores en la historia de los regiomontanos, publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León y el Instituto Nacional de Antropología e Historia. El título despertó mi curiosidad y recordé otras lecturas sobre el tema: la obra clásica de Alain Corbin, El perfume o el miasma, sobre la historia de los olores,[1] y el sugerente trabajo de Marcela Dávalos sobre la Ciudad de México, Los letrados interpretan la ciudad.[2]

       El libro de Enrique Tovar se agrega a esa literatura histórica y lo hace con gran tino, pues despierta en el lector la curiosidad por internarse en el mundo de los aromas corruptos, aquéllos de los que todos somos generadores y partícipes, pero de los que nadie quiere acordarse ni mencionar. Historia de los olores transita por el tiempo y los lugares, los individuos y los grupos a lo largo de la construcción urbana de Monterrey. Por sus páginas los aromas recorren las calles, las casas, los espacios íntimos delimitando un territorio que los identifica y clasifica. La aprehensión de los olores forma parte de un proceso de construcción de ambientes que tienden a pensar los espacios a partir de sus aromas. En este trabajo, Tovar Esquivel nos ofrece una reflexión acerca de la historia de los aromas que han permeado la cultura olfativa a lo largo del tiempo en un ámbito alejado del centro de México: la región nororiental, centrando su interés en la historia urbana de Monterrey. En esta obra caemos en cuenta de que el ser humano es un ente olfativo que va clasificando los olores y construyendo una cultura de los sentidos. Lo que para algunos puede ser el proceso educativo de los sentidos, para otros es el ejercicio cotidiano de aprender y aprehender los aromas que impregnan el ambiente y de construir un mapa mental sobre el espacio a partir de uno de los sentidos: el olfativo.

       La obra está dividida en dos partes. La primera, “De aromas corruptos, malsanos hedores y otros virulentos humores corporales en la historia de los regiomontanos”, donde pasa revista al origen de los olores, desde los corporales a los espacios propagadores de tales aromas. Dentro de esta sección se encuentran los siguientes subtítulos: 1) “¡Cada quien su aroma!”, 2) “¡Dónde lo pongo! Las nauseabundas materias fecales”, 3) “La cárcel: los aromas del encierro”, 4) “De excluidos y apestados: las enfermedades de los aires malsanos”, 5) “Los entierros: las exhalaciones fétidas de los cuerpos”, y 6) “Las protecciones divinas contra los malos aires”.

       La segunda parte, “De los indeseables fétidos y corrompidos miasmas urbanos que afectaron la geografía del Monterrey decimonónico”, centra su atención en el espacio urbano y las políticas de saneamiento. Consta de las siguientes secciones: 1) “El aire de Monterrey: ese fluido vivificante”, 2) “La basura: los excrementos de Monterrey”, 3) “El agua del arroyo de Santa Lucía y las acequias: ese bien que hizo tanto mal”, 4) “La matanza de animales: del placer gustativo al asco”, y termina con 5) “Miscelánea de lo pútrido”.

       Es un libro que invita a la reflexión sobre lo trivial e imperceptible y a que nos asomemos a la historia de las vivencias dentro del caleidoscopio humano. Historiar los aromas no es nada fácil, pues para ello es preciso hurgar en los archivos y encontrar las fuentes adecuadas que permitan trazar los nodos para construir un discurso a lo largo de un espacio temporal preciso. Esto lo hace el autor con gran tino, mostrándonos una veta de fuentes que, analizadas con el cuidado meticuloso de todo buen historiador, permiten acercarse a las diferentes formas de percibir los olores a lo largo de la historia de la urbe regiomontana. Va desde las percepciones que tuvieron los primeros colonos al entrar en contacto con los grupos nómadas y construir una clasificación que difícilmente podría erradicarse: para ellos, los grupos chichimecas eran considerados como puercos, valores que paulatinamente se propagarían a otros sectores a lo largo de la historia. Se trata de la clasificación de los olores asociado a los grupos, e incluso, dentro del grupo a un sector en especial.

       La forma en que son interpretadas las secreciones y excreciones corporales está definida por complejos sistemas culturales y sociales de significados, como puede apreciarse en la vida cotidiana en las ciudades novohispanas, donde la cultura de los olores estaba relacionada con la convivencia entre hombres y animales, entre espacios urbanos y rurales, hábitos alimenticios, de sanidad e ideales de belleza muy lejanos a nuestras percepciones. Los olores novohispanos definían las ciudades y sus aromas, pero dentro de los mismos espacios existían rutas de olores, asociadas con las actividades cotidianas, con los productos existentes y los hábitos de los grupos. Las ciudades eran verdaderos mosaicos de olores que sólo un foráneo atento a estas sensaciones podía percibir, dado que el habitante estaba impregnado y acostumbrado a ellos.

       Este libro tiene la fascinación de hurgar en los diferentes espacios de la ciudad regiomontana y mostrarnos sus calles, las costumbres de sus habitantes, los espacios malsanos y las medidas que tomaron las autoridades para erradicar los malos olores. Es una radiografía de lo putrefacto, que va desde los hábitos corporales hasta las medidas sanitarias para hacer de estos espacios, áreas de convivencia en aras de las nuevas formas de vida que se fueron impulsando desde la época colonial hasta el siglo XIX. En esa trasformación de la vida hacia la “urbanidad”, los malos olores trataron de erradicarse, y cuando no fue posible, de disfrazarse.

       Y si había que erradicar los olores era necesario empezar por limpiar el cuerpo y la casa. Antes, el olor humano era una parte importante en el ambiente citadino. Era el distintivo de las urbes. En el siglo XIX era costumbre cagar en cuclillas y también se acostumbraba defecar en la vía pública sin el menor recato. Las necesidades corporales no tenían freno en ciudades como Monterrey, que tenían una íntima relación con el campo. En la época colonial, las casas tenían sus patios donde coexistían las heces de humanos y animales, donde puercos, gallinas y perros se alimentaban con ellas. Con el tiempo se construyeron letrinas, pero los hedores inundaban la ciudad en noches calurosas. Calles sin empedrar, lodazales, animales muertos y heces humanas corrían por las calles. En el siglo XVIII se tomaron algunas medidas, empedrando las calles, construyendo canales para la circulación del agua e implementando algunas medidas sanitarias que no mitigaron los olores. Esto empezó a regularizarse en el siglo XIX. En 1865 las autoridades municipales propusieron el establecimiento de meaderos en diferentes lugares, pues muchos de los multados por el abuso de hacer aguas en las calles o plazas, se excusaban por la falta de esos meaderos en los puntos céntricos de la ciudad. Por las mañanas, la gente salía a depositar los desechos humanos en el canal del agua en medio de la calle.

       Era costumbre no sólo de los regiomontanos, sino de toda la sociedad colonial, cagar y orinar dentro de la habitación durante la noche. Para ello tenían objetos donde depositar las necesidades; el bacín o necesario se colocaba dentro de esos muebles conocidos como excusados de cajón, secretas, necesarias y oficio humilde. Al orinal, por pudor, se le decía el compadre o la comadre; las frases en el interior y exterior del bacín le conferían una personalidad y lo dotaban de una fuerza animista que establecía un diálogo permanente con sus usuarios. En el siglo XIX, los bacines de barro y porcelana fueron sustituidos por los de peltre, que evitaban se impregnara el olor. El autor señala que una revolución fue el sacar los malos olores de la habitación, “lo que huele mal, lo que hiede, lo que apesta, debe estar fuera de las habitaciones de la casa”.

       La limpieza de las letrinas se hacía por la noche, inundando el espacio; la gente sacaba los botes tirando los excrementos a la calle. Se introdujeron métodos modernos para desalojar las inmundicias, utilizando carretones que pasaban por la noche a recoger los desechos para llevarlos al campo, algo muy común en diversas ciudades, como lo describe Emile Zolá en su clásica novela el Vientre de París. Pero a pesar de estas medidas, la ciudad quedaba impregnada del olor nauseabundo a determinadas horas. Los interiores de las casas, por otro lado, estaban cargadas de un olor peculiar; algunas habitaciones eran verdaderos laboratorios donde convergían los tufos de las heces con los de las comidas. Y no se diga de las habitaciones. En las casas pudientes, los orinales fueron evolucionando, pero en los hogares pobres, la mezcla de olores corporales se incrementaba por la falta de higiene, pues el baño no era acostumbrado.

       La concentración humana trae consigo consecuencias y los olores de los cuerpos construyen verdaderas cárceles que van creando una cultura olfativa a la que se acostumbran los residentes. Tal es el caso de las prisiones, los conventos, los mercados o todos los sitios donde la concentración de un elemento se hace imperceptible para los que conviven con él. La ciudad de Monterrey experimentó en su historia varios momentos de encierro. Uno de ellos fueron las grandes epidemias, que infestaron la ciudad, que enfrentaron las autoridades y la población de diferente manera. Se intentó implementar varios métodos para purificar el aire, como incendiar fogatas en la entrada de los pueblos. En el siglo XIX, la ciudad de Monterrey sirvió como cementerio durante la intervención norteamericana, fenómeno traducido en un ambiente odorífero peculiar, pues los cadáveres estaban esparcidos por las calles y los malos olores se propagaban por todas partes; los animales infestaban la ciudad: muchos caballos y perros muertos eran devorados por animales carroñeros, incrementándose los aires pestilentes. Tanto en la época colonial como el siglo XIX, la sociedad recurrió a medidas prácticas y milagrosas: un conjunto de santos pestíferos hizo su aparición para remediar los males.

       La ciudad se enfrentaba a muchos otros problemas de sanidad pública. Uno de ellos era el abasto de agua, pues los pozos eran espacios de contaminación debido a la insalubridad de los predios; para resolver el problema de la expulsión de los desechos se construyó una atarjea que pasaba por la calle principal y resultó contraproducente, ya que los olores se propagaron por las casas. Vivir un día en la ciudad regiomontana, en temporada de estío, era toda una experiencia: a la hora de la comida los olores de la calle eran insoportables. Era como si volvieran los métodos de limpieza del siglo XVIII, cuando los carretones pasaban a recoger los excrementos a las casas. Uno de los focos de contaminación eran los mataderos ubicados dentro de la ciudad debido a que todos los desperdicios se acumulaban en terrenos cercanos y los aires esparcían los olores por las principales calles. Por este recorrido, el autor nos lleva por el parián, que era el expendio de carne, cuya construcción data de la época porfirista. Pese a ser un emblema de la modernidad, pues era similar al de Chalchihuites, Zacatecas, no dejaba de tener un peculiar aroma. A él se agregan los detallados estudios de las carnicerías, el rastro y las tenerías.

       Hablar de la ciudad y de su gente, de sus olores y sus fragancias, obliga a mirar el espejo de ambos lados. De los malos olores había que echar la culpa a los indígenas, a los animales, a los grupos menesterosos y luego a los chinos. La crítica de la sociedad de las buenas costumbres se ha impuesto para construir una cultura de la discriminación, y en este libro, el autor atinadamente pasa revista a estas acciones de la cultura dominante, para la cual todo aquello que va contra las reglas de las buenas costumbres es culpa de los grupos marginados. Tanto las viviendas de los grupos menesterosos como las de los chinos, indígenas, negros, eran sinónimo de pecado, inmoralidad, maldad y muerte, traducidos en olores pestilentes. Son arquetipos que continúan funcionando en la sociedad mundial, pues en todos lados se cuecen las habas, como dice un refrán popular.

       Pensar los olores sin reflexionar en nuestro cuerpo como parte de ese universo olfativo, en el que una serie de esquemas mentales construyen prejuicios acerca del otro, nos impide acercarnos a los procesos de construcción de la memoria colectiva y selectiva, como parte de un complejo proceso del conocimiento histórico de los olores. En este sentido, esta obra se inscribe en esas nuevas propuestas de analizar las experiencias sociales desde la perspectiva histórica y el cuerpo como un espacio de interacción que influye en el comportamiento no sólo de nuestros homólogos, sino de los otros seres vivos. La experiencia de fray Servando Teresa de Mier en un calabozo, que él llamó chinchero, es un claro ejemplo de esa experiencia corporal: “yo sufrí mientras hubo luz, aunque las paredes estaban tapizadas de chinches, y unos grupos de ellas en los rincones. Pero me entró un horror terrible cuando paseándome a obscuras y tropezando en las paredes, comencé a reventarlas con la mano”. Fray Servando consideraba que el olor de su cuerpo atraía las chinches, pero como señala el autor, en realidad esos insectos son atraídos por el calor corporal y por el dióxido de carbono (gas que no tiene olor) exhalado de nuestra respiración. Quien se introduzca en la lectura de este libro encontrará que del otro lado del espejo también hay una historia que contar.

TOMAS JALPA
Biblioteca Nacional de Antropología
e Historia, INAH.


Citas

[1] Alain Corbin, El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX, tr. Carlota Vallée Lazo, México, FCE, 1987, 252 pp.

[2] Dávalos Marcela, Los letrados interpretan la ciudad. Los barrios de indios en el umbral de la Independencia, México, INAH, 2009.



DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA, AÑO 28, Vol. 83, SEPTIEMBRE/DICIEMBRE, 2021.