Dimensión Antropológica
Año 20, vol. 58, México,
mayo-agosto, 2013, pp. 171-181.
ISSN 1405-776X

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Reseña

 

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David Olguín (coord.),

Un siglo de teatro en México,

México, fce, 2011.


Un siglo de teatro en México es parte de la colección Biblioteca Mexicana dirigida por Enrique Flores Cano, colección con la que se quiere seguir los pasos de la vasta obra México a través de los siglos. El libro coordinado por David Olguín pretendió ver la luz durante el año de la celebración del Bicentenario de la Independencia de México, pero no fue sino hasta la segunda mitad de 2011 que se dio a conocer.

El Fondo de Cultura Económica ha publicado la producción dramática de varios autores mexicanos, pero en esta ocasión resulta importante que dedicara espacio al teatro visto con mayor amplitud en cuanto a las partes de que está hecho: dramaturgia, dirección, escenografía, actuación, espectadores, espacios, etcétera, pues —como dice Olguín— “la historia del teatro no es la historia de la dramaturgia”.

No obstante el retraso en la publicación de esta obra, vale la pena conocerla, leerla y estudiarla en sus distintas voces. Me explico. A medida que leía la introducción del libro hecha por el mismo David Olguín, recordaba las palabras de Gustav Links, personaje y voz omnipresente de En busca de Klingsor,1 novela de Jorge Volpi: “Me propongo contar, pues, la trama del siglo. De mi siglo. Mi versión sobre cómo el azar ha gobernado al mundo y sobre cómo los hombres de ciencia tratamos en vano de domesticar su furia”. En el caso del libro coordinado por Olguín no se trata de una novela, pero sí de un libro escrito por hombres y mujeres que mantienen relaciones diversas con el teatro; así como algunos son creadores —dramaturgos, directores—, otros ejercen la crítica teatral y unos más la investigación del fenómeno del teatro en México. Esta pluralidad de oficios y profesiones se ha querido incidan en el resultado de sus escritos “a fin de hacer un libro no sólo fundamentado sino creativo”, según palabras del mismo David Olguín, pero, ¿en qué medida se cumple el axioma pretendido? Si bien no tratan de domesticar los ímpetus del teatro, sí quieren dar cuenta, en conjunto, del teatro extendido a lo largo de un siglo en nuestro país, sujeto en ocasiones a los vaivenes de su propia producción que busca siempre, afanosamente, adherir e interesar a los sujetos sociales como espectadores.

Y sin embargo, en la trama de la historia del teatro en México no ha gobernado el azar, ya que si bien David Olguín menciona que “la historia oculta y legitima […] acomoda las cosas en función de la actualidad y de quienes la nombran”, queriendo evitar los lugares comunes historiográficos del teatro mexicano como lo fueron Contemporáneos, Poesía en Voz alta, Rodolfo Usigli o el realismo tardío, Un siglo de teatro en México retoma varios de esos “grandes mitos fundacionales del teatro mexicano del siglo xx”, además que desde las palabras introductorias al libro se promete “contar la historia de nuestro teatro de arte” como rasgo inédito, pensando quizás en otros textos históricos del teatro mexicano, por lo que hubiera sido importante partir de la noción de teatro de arte, pues el resultado en general no difiere de otros textos ya conocidos.

Por otra parte, si bien el orden de los textos quiere tener un continuo cronológico, lo cierto es que no lo sigue, lo cual no es una anomalía porque algunos textos se entreveran en lo cronológico como en lo temático.

De este modo podemos dividir el libro en dos secciones: una, aquellos textos que dan cuenta históricamente de momentos importantes del teatro en México; y la otra, de los escritos que quieren interpretar el fenómeno teatral en los elementos que lo componen, a saber: la dramaturgia, la dirección escénica, la actuación, la escenografía, así como dar cuenta, sobre todo, del proceso de cambio, ruptura, modificación y construcción de identidad de nuestro teatro durante el siglo xx.

En el primer caso, el texto que abre el libro —y con el que igualmente abre el siglo xx teatral mexicano— es “A caballo entre dos mundos y estilos. Las dramaturgias mexicanas y sus vidas escénicas en los inicios del siglo xx”, de Eduardo Contreras Soto. Contreras Soto toca diferentes ámbitos teatrales de un periodo que abarca los primeros cuarenta años del siglo: describe la preponderancia de compañías comerciales y sus repertorios que se ajustaban a una producción netamente comercial, destacando el caso de Virginia Fábregas; menciona también algunos de los edificios teatrales de mayor importancia como el Principal, el teatro Juárez en Guanajuato, el teatro Peón Contreras en Mérida, entre otros; brevemente apunta el ambiente intelectual de poetas y revistas literarias; no se olvida de algunos de los dramaturgos destacados de las primeras décadas, entre los que menciona a José Peón Contreras, Marcelino Dávalos, Federico Gamboa, Antonio Mediz Bolio, como tampoco de aquellos dramaturgos extranjeros cuyas obras se dieron a conocer y provocaron nuevas perspectivas de escritura dramática: Henrik Ibsen, Jacinto Benavente, Manuel Linares Rivas o Benito Pérez Galdós. Una vez pasado el conflicto bélico revolucionario, Contreras afirma que hubo una nueva relación entre los dramaturgos y la escena, pero que no fue suficiente para que cambiaran los modos de producción y representación heredados de las compañías teatrales, a pesar de los intentos de agrupaciones como los Siete Autores, Teatro Municipal Cooperativo, Pro Arte Nacional, Teatro de Ahora. Así, para Contreras el vigor del teatro mexicano no comienza en la década de los años veinte, sino que señala un proceso de presencias, transformaciones, detenciones del propio acontecer teatral entre ambos siglos.

En “Orígenes y desarrollo del teatro de revista en México (1869-1953)”, Alejandro Ortiz Bullé Goyri nos habla a grandes rasgos de los orígenes de la revista que datan del Siglo de Oro español, de las características propias del género consistentes en cantos, bailes, música, chistes locales, ambientes populares y nacionales; en resumen, la revista daba —escribe Ortiz— “presencia escénica a la vida cotidiana”. Por otro lado, señala la diferencia entre el teatro de carpa y el teatro de revista: el primero es “un teatro ambulante que se monta en espacios públicos y solares con un gran toldo que cubre y protege el tablado y el patio de butacas”, mientras que el segundo se trató de un “género de teatro cómico y musical que desciende de la zarzuela y opereta, y no un tipo de escenario particular”, aunque ambos mantienen “vasos comunicantes”. También hace un repaso general de nombres de autores, actrices, compositores, compañías; señala asimismo la “estructura dramática” de la revista, la cual no es totalmente estable, sino que a partir de un hecho de actualidad se desarrollan cuadros con bailes, con personajes tipo, con canciones, siempre en franca parodia de personajes y hechos de la vida social del momento.

El evento teatral llamado “Teatro de Ulises” es abordado por David Olguín en “El ‘cacharro’ de Mesones 42: Teatro de Ulises”. En este texto señala Olguín la importancia que revistió para el teatro mexicano la aparición de los integrantes del grupo Contemporáneos, a quienes señala como los precursores de la modernidad escénica en nuestro país al presentar obras de autores desconocidos en el desgastado y españolizado ámbito teatral, bajo un espíritu universalista, y cómo un evento privado —declarado en algún momento por Salvador Novo— alcanzó dimensiones nacionales. Del mismo modo, da cuenta de algunas de las obras presentadas en el interior de la casa de Mesones, de las vicisitudes propiamente teatrales vividas dentro y fuera de ese espacio durante el primer semestre de 1928, y de los posteriores logros de algunos de sus integrantes en el desarrollo del teatro desde la instancia cultural del Instituto Nacional de Bellas Artes.

Por su parte Olga Harmony, en “El teatro del Seguro Social”, refiere —además de la labor social del Instituto Mexicano del Seguro Social— que debido a la bonanza económica del país durante el sexenio presidencial de Adolfo López Mateos se construyeron al menos 17 teatros en el territorio mexicano bajo los auspicios de la institución social, y que a través del Patronato de Operación de los teatros se logró producir un teatro de calidad, aunque sin propósitos renovadores o experimentales, más bien de orden conservador, buscando atraer al arte del teatro principalmente a los derechohabientes, de tal suerte que Raúl Lebrija Saavedra —presidente del patronato—, Julio Prieto —escenógrafo— e Ignacio Retes —director artístico— tuvieron a bien dar impulso y vigor a los teatros del imss durante cuatro años con obras de autores clásicos y universales —Sófocles, William Shakespeare, Eugene O’Neill, Jean Anouilh, Jean Giraudoux, Bertolt Brecht entre otros—, así como algunas obras de autores mexicanos —Salvador Novo, Rodolfo Usigli, Ignacio Retes, Manuel Eduardo de Gorostiza, Emilio Carballido, también entre otros. Si bien Olga Harmony registra puntualmente los años de esplendor de los teatros del Seguro Social durante la década de los sesenta, menciona también el segundo aire que tuvieron al final de la siguiente década, pero ahora como Teatro de la Nación coordinado por Carlos Solórzano, con el que se pretendió caracterizar varios de los teatros ubicados en la ciudad de México según el tipo de teatro: clásico para el Hidalgo, mexicano para el Julio Prieto (antes Xola), de América para el Reforma, de búsqueda para el Independencia, y de opereta y zarzuela para el Lírico (este último alquilado). Sin embargo, para Harmony ese segundo aire no obtuvo los mismos logros debido a la falta de unidad artística, ya que intervinieron diferentes directores y escenógrafos durante las temporadas realizadas en el lapso de cuatro años.

Uno de los acontecimientos de mayor relevancia para el teatro de México fue, sin duda, Poesía en Voz Alta, donde coincidieron creadores que más tarde serían parte de la elite intelectual del país, entre escritores, artistas plásticos, dramaturgos, músicos, escenógrafos y directores. Sobre este fenómeno Luz Emilia Aguilar Zinser nos ofrece “La puesta en escena: los nuevos lenguajes, antes y después de ‘Poesía en Voz Alta’”, donde pormenoriza los siete programas efectuados por un grupo de jóvenes que dieron cauce innovador a la puesta en escena, detallando algunos de esos aspectos renovadores escénicos, subrayando además que “Poesía en Voz Alta” fue la línea divisoria entre el antes y el después del desarrollo escénico en México, y que en el primer caso tuvo su génesis con Julio Bracho y Celestino Gorostiza en las instalaciones del teatro Orientación a principio de los años treinta, para que poco más tarde continuaran la búsqueda de nuevos lenguajes interpretativos de la escena directores como Xavier Rojas o José de Jesús Aceves, sin dejar de mencionar la llegada de directores de otras latitudes que dieron impulso al desarrollo actoral desde los años treinta a los cincuenta con las enseñanzas, entre otros, del alemán Fernando Wagner, del japonés Seki Sano o del francés André Moreau. Luego del momento intermedio que significó “Poesía en Voz Alta”, la dirección escénica se diversificó en sus propuestas con Héctor Mendoza y Juan José Gurrola, integrantes del mismo movimiento, sumándose las propuestas teatrales inéditas en los escenarios mexicanos de Alejandro Jodorowsky, Juan Ibáñez, Ludwik Margules, Luis de Tavira y Julio Castillo.

Llama la atención que en el libro se incluya un texto apartado del llamado teatro de arte, teatro que las más de las veces ha sido severamente cuestionado por su condición utilitaria monetaria en detrimento de sus posibles cualidades artísticas, por un lado; porque por otra, el texto de Gonzalo Valdés Medellín “El show business en el teatro mexicano” no sólo hace referencia al teatro llamado comercial, sino que en la parte intermedia incluye el teatro sobre la problemática de género que se aparta de lo comercial, donde las propuestas teatrales del llamado teatro gay buscaban la inclusión y reconocimiento social de la diversidad de género, además de que hubo verdaderas propuestas experimentales, como fue el caso de Nancy Cárdenas. Como quiera que sea Valdés Medellín apunta que toda práctica teatral debería ser rentable hasta para los espectadores, pero lo cierto es que el teatro comercial tiene de suyo una larga historia que viene desde el siglo xix. Así, después de un breve repaso de nombres de las grandes divas del teatro a finales del xix y principios del xx, siempre vinculadas a lo comercial, se da paso a la consolidación de la teatralidad mercantil a mediados del siglo pasado con las compañías de Manolo Fábregas, Enrique Rambal y Salvador Varela, principalmente, hasta llegar al punto del actual consorcio teatral comercial, la Operadora de Centros de Espectáculos, S. A. (OCESA), no sin haber dado cuenta del teatro musical, y algunos nombres empresariales teatrales como Manolo Fábregas, Silvia Pinal, Julissa y la pareja Humberto Zurita-Christian Bach.

Un texto por demás abigarrado es “El complejo mosaico de un mundo en transición (1980-2000)”, escrito por Luz Emilia Aguilar Zinser. Si bien se quiere dar cuenta de los procesos de cambio del teatro en México, se apuntan tenuemente algunas manifestaciones de lo escénico como fuera la búsqueda de nuevas técnicas de lo corporal en escena, el manejo de luz, espacio y tiempo en lo escenográfico o bien la imposibilidad de formar equipos estables de trabajo debido a las crisis económicas. Por lo demás, el texto se llena de nombres de creadores escénicos de estéticas y estilos diversos, señalando algunas de las puestas en escena más significativas de esos creadores

La segunda sección del libro incluye las formas ensayísticas que abordan lo dramatúrgico, lo escénico, la actoralidad, lo espacial escenográfico, así como levemente aspectos de lo social. En el caso de la dramaturgia, Flavio González Mello se enfoca en el tema político-histórico de la producción dramática de Rodolfo Usigli en “Un teatro para caníbales: Rodolfo Usigli y el festín de los demagogos”. La cuestión temática abordada por González Mello parte de El gesticulador, obra considerada cardinal por la crítica y la historia de la dramaturgia en México y aunque el autor llamara a su teatro impolítico o antihistórico, la intención usigliana fue precisamente reflejar el comportamiento de quienes ejercían el poder o bien reconstruir ficcionalmente diferentes momentos de la historia de nuestro país para revelar, en ambos casos, el carácter idiosincrático del mexicano. Si bien González Mello recurre a los comentarios del mismo Rodolfo Usigli sobre su obra, que no eran otra cosa sino respuestas retóricas a la crítica antropofágica que cuestionaba la calidad de sus obras cuando fueron llevadas a escena, lo cierto es que González Mello encuentra el hilo conductor de las comedias impolíticas (Noche de estío, El presidente y el ideal, Estado de secreto y La última puerta) que convergen en El gesticulador y del cual derivan, más tarde, los dramas antihistóricos (Corona de sombra, Corona de luz y Corona de fuego). Siendo así, que Rodolfo Usilgi marcó la pauta a seguir en cuanto a la crítica del poder desde el drama, influencia que se refleja en la obra de varios autores contemporáneos.

Para Bruno Bert los años setenta es un periodo de consolidación de la dramaturgia mexicana, heredera de las dos anteriores décadas. Y aunque sólo dedica las reflexiones de su texto, “Como un río que fluye: el teatro mexicano en los setenta. Nueve obras de otros tantos autores”, al número de autores señalados en el título, perfila un mapa de escritura dramática entre la tradición legada por Rodolfo Usigli, con Emilio Carballido, Hugo Argüelles y Sergio Magaña; la ruptura escritural de aquella práctica generacional en las obras estudiadas de Vicente Leñero y Maruxa Vilalta. Casos aparte parecerían ser las obras de Héctor Azar y Héctor Mendoza, por lo que representaron en la transición renovadora de la dirección escénica hacia finales de los años cincuenta, el primero con “Teatro en Coapa” y el segundo con “Poesía en Voz Alta”; no obstante, Bruno Bert señala en ambos su veta dramatúrgica, que con Azar resulta quizá más apegada a las características propias de un texto dramático, en tanto que con Mendoza el texto final es debido al trabajo con actores. Por último, Bert se ocupa de dos dramaturgos destacando el lenguaje informal de Carlos Olmos y el lenguaje de la región sinaloense de Óscar Liera. La muestra literaria dramática de Bruno Bert resalta el proceso de cambio de temas y formas escriturales en una década también de transición social y teatral.

En “Los cuatro rumbos”, Fernando de Ita alude a la mitología mexica, concretamente a Aztlán como punto de dispersión, para señalar que el desarrollo del teatro en México se ha nutrido de las personalidades nacidas en diferentes puntos de nuestro territorio y que en algún momento confluyeron en el centro del país, citando nombres como los de Salvador Novo, Celestino Gorostiza, Juan Tovar, Dagoberto Guillaumin, Sergio Magaña, Xavier Villaurrutia y varios más. Y si bien en la nomina de nombres que se mencionan la mayoría son dramaturgos, De Ita señala —siempre con un toque de sano humor— que el teatro se ha extendido y se ha desarrollado por los cuatro puntos cardinales de la geografía mexicana, que, conocido bajo el rubro de teatro regional, cada espacio geográfico (norte, centro, trópico) presenta una multiplicidad de enfoques, de temas, de estructuras dramáticas, dando por resultado un universo micropoético multiplicado por cada autor mencionado. Finaliza reconociendo la brevedad del escrito por las omisiones y la falta de conocimiento, con mayor amplitud, de la historia del teatro regional que está aún por escribirse.

Continuando con los textos que refieren la dramaturgia mexicana en el acontecer del sigloxx, José Ramón Enríquez escribió “Los noventa, una década polifónica”. Si bien en la parte introductoria Enríquez apunta la perspectiva de Octavio Paz en cuanto a la ruptura o no dependencia del Estado en materia cultural, y que tras la creación del fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) se tuvo una mayor regulación de una parte de los presupuestos, dado que para su obtención se concursaría con “proyectos lógicos” evaluados por pares “teatristas” para dar a conocer las voces de los creadores dramáticos e inventar otras voces. Señala además que la década de los noventa fue de transición, pues coincidieron al menos tres generaciones de “teatreros” que vinieron a modificar los modos de creación en el terreno de la dirección escénica y la dramaturgia, así como los modos de convivencia entre los creadores; lo cierto es que no se especifica si los concursos del fonca incidieron en la producción artística —y de qué manera— en su transformación para marcar la década de los noventa como un fin y un principio. Aun así, Enríquez reconoce que en la convivencia de tres generaciones en ese lapso temporal la polifonía dramática es lo rescatable del periodo, con la presencia de la tradición en las personas de Emilio Carballido y Hugo Argüelles, principalmente; mientras en la generación siguiente destacaron los nombres de Vicente Leñero, Jesús González Dávila, Víctor Hugo Rascón Banda, Sabina Berman, Juan Tovar, el mismo José Ramón Enríquez, entre tantos otros; por último, en la tercera generación se dieron a conocer Luis Mario Moncada, Estela Leñero, Humberto Leyva, Carmina Narro y varios más para dar cuenta de la polifonía dramática de la década.

“El teatro mexicano entre dos siglos (1990-2005)”, de Lidio Sánchez Caro, es el único texto del libro que se acerca a lo académico en el sentido de enunciar hipótesis y su comprobación mediante ejemplos con obras dramáticas del periodo estudiado. Sánchez Caro se propone emplear una metodología a “partir de los aspectos ideológicos y formales de las obras dramáticas” para encontrar lo que llama tendencias generales, formulando tres grandes tendencias: innovadora, conservadora y renovadora. En el primer caso, la tendencia innovadora se caracteriza por la mezcla de una “mentalidad liberal económica” y de incorporación de innovaciones “técnicas y temáticas”; en la tendencia conservadora se encuentra el teatro que no hace cuestionamientos a las problemáticas sociales; en cuanto a la tendencia renovadora encuentra que en el ámbito de lo teatral dramático existe el interés por modificar los modos de la convivencia social y encuentra tres subtendencias, una radical, otra reformadora y una más de ruptura. La primera se opone a los sistemas económico y político actuales; la segunda busca incidir en lo social y en lo estético; en tanto la tercera rechaza la teatralidad actual en conjunto, ya sea por los temas, las propuestas y/o los lenguajes escénicos.

Un texto sin duda importante es el de Giovanna Recchia S., “Escenarios del siglo xx”, debido a que es el único escrito que se refiere a los hacedores y constructores de espacios escénicos para el desarrollo de acciones dramáticas, la escenografía, ya que es un tema rara vez abordado. Recchia cita a Manuel Gutiérrez Nájera a manera de preámbulo para describir cómo eran las decoraciones entre los siglos xix y xx, para después nombrar a los pioneros de la modernización de la escenografía en el ámbito del teatro llamado de revista, a los hermanos Tarazona, que privilegiaban el efectismo a favor del espectáculo. En cuanto al teatro serio fue Carlos González el artífice de la renovación escenográfica, quien señaló la transición entre los telones pintados y la arquitectura escénica con la puesta en escena de La verdad sospechosa, no sin antes mencionar su paso por el Teatro de Ulises de los Contemporáneos, y de ahí al surgimiento numeroso de creadores de espacios escénicos como Julio Castellanos o Julio Prieto, como Antonio López Mancera, David Antón, Guillermo Barclay o Alejandro Luna. Recchia señala también la práctica teatral conjunta del director de escena y el escenógrafo, especie de simbiosis originada en el teatro universitario de los años setenta y afianzada en las décadas siguientes, como pudo constatarse con la pareja Ludwik Margules-Alejandro Luna. Finaliza la autora acusando las deficiencias de las escuelas de escenografía en cuanto que producen técnicos y no escenógrafos, a pesar de las nuevas tecnologías, y sin embargo —considera—, es sobre el escenario que el oficio de escenógrafo se hace y se consolida, oficio que, por lo demás, está “en rápido proceso de extinción”. Por último, a manera de ilustrar el proceso de cambio en la escena mexicana durante el siglo xx, se incluyen 25 imágenes.

El periodo de bonanza económica conocido como el “milagro mexicano” durante la década de los cincuenta, le sirve a Luis Mario Moncada para ensayar la conjugación del auge modernizador del país con la renovación de las formas escénicas, actorales y de producción teatrales en el mismo periodo en “El milagro teatral mexicano”, bajo tres aspectos primordiales: la llegada de directores de escena extranjeros y su permanencia en México, la creación de instituciones de “promoción artística y formación profesional” y la construcción de teatros de bolsillo. Si bien no se desprende que la llegada de directores teatrales a México —como Seki Sano, André Moreau o Charles Rooner— se debiera al sostenido crecimiento económico de aquellos años, sino a la situación política imperante, sobre todo en Europa debido a la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que el ámbito teatral mexicano despuntó por los tres aspectos señalados y dio pie a una mayor diversidad de voces, llegando a creerse que por fin se tenía un teatro verdaderamente nacional. Moncada apunta algunos ejemplos para señalar el viraje en la construcción dramática que se desprendía finalmente de la tutela de la tradición españolizante. Pero de la misma manera como emergió un nuevo paradigma teatral en medio de la prosperidad monetaria, una vez pasada la euforia financiera, las políticas y producciones teatrales devinieron sectarias por la regencia institucional, declinando la apertura de otras vías de creación teatral.

Buscando conciliar el teatro, la dramaturgia y la puesta en escena con la sociedad, en “La escena intransigente: una nueva manera de experimentar la nación”, Bruce Swansey escribe con estilo literario que el teatro ha tenido incidencia en la conciencia social en cuanto fue cuestionado el orden burgués y político del país en las puestas en escena de Héctor Mendoza, Luis de Tavira, Ludwik Margules, Julio Castillo y Jesusa Rodríguez, y en la dramaturgia de Vicente Leñero, Víctor Hugo Rascón Banda, Jesús González Dávila, Sabina Berman, Óscar Liera y Luis Mario Moncada, principalmente. Si entre la década de los sesenta y los setenta el teatro mexicano había entrado en cierto carácter rutinario, absorto en sus mínimos logros, como afirma Luis Mario Moncada, para Swansey es en la mediación de los años setenta y la década siguiente que la diversidad teatral comienza a manifestarse, y así como se ha dado la multiplicidad dramatúrgica y escénica en el territorio nacional, se esperaría también el alcance pleno de la democracia en nuestro país, que tanta falta le hace.

Para Rodolfo Obregón el teatro en México no ha estado exento de las modas y las innovaciones escénicas ejercidas sobre todo en Europa; sin embargo, esa impronta nunca fue debidamente procesada y asimilada para un pleno desarrollo teatral y auténtico mexicano, sino que la interpolación o la transposición de elementos dramáticos y de escena venidos de fuera nunca fueron suficientes para la atracción de público, en primer lugar, y en segundo, para su madurez como espectador acostumbrado a lo diverso, de ahí el título “México y el mundo, un teatro cosmopolita para un público provinciano”. Al cosmopolitismo teatral en México contribuyeron la intelectualidad de Contemporáneos y Rodolfo Usiligi antes del medio siglo y, posteriormente, la de los integrantes de “Poesía en Voz Alta”, al igual que la llegada de una buena camada de creadores extranjeros como Alejandro Jodorowsky o Ludwik Margules, entre otros. Sin embargo, tras el recorrido histórico de los episodios que dieron pie a la modernización del teatro en México, llama la atención que Obregón no abunde en las razones de la falta de crecimiento del número de espectadores, en un país cada vez más poblado y, sobre todo, en aquellas que consideran al espectador inmaduro y provinciano.

Para Rubén Ortiz la modernización y desarrollo de la actuación en México tiene su punto de arranque con los trabajos ofrecidos por Orientación y su consolidación con “Poesía en Voz Alta”, pasando por la creación de la Escuela de Arte Teatral para la profesionalización del actor y la presencia de Seki Sano en México dando rumbo y método a la actuación. Suma del proceso de arraigo de la profesionalización del actor fue el teatro universitario, con Héctor Mendoza y Luis de Tavira como sus principales exponentes al crear y desarrollar cada uno su propio método actoral. Sin embargo, el ejercicio del poder y la burocratización de los mismos creadores propició que la pedagogía actoral saliera de las instituciones públicas para volverse privada en muchos casos al crearse diversos centros de enseñanza de la actuación, señalado ese momento por Ortiz como “La diáspora”. Para finalizar, Rubén Ortiz menciona la existencia de un espectro actoral diverso pero no totalizante, como podría ser un rasgo de actoralidad mexicana, lo que desde mi punto de vista implicaría cuestiones identitarias y nacionales, estando más de acuerdo con la cita que Ortiz hace de Luis de Tavira acerca de la inexistencia de la articulación de un discurso entre los implicados en el teatro.

El texto que cierra el libro es sumamente crítico, en el sentido de poner énfasis en los malestares que aquejan al teatro en México en los primeros años del siglo xxi. Alberto Villarreal, en “Largo viaje de fin de siglo a inicio del presente”, juega con los conceptos de evolución y virtualidad confrontándolos con el teatro mismo en su aspecto más general, pues el teatro no forma parte de procesos evolutivos al ser una totalidad que traspasa tiempos y espacios; de igual forma en el punto culminante de la modernidad humana, la virtualidad, el teatro se retrae sobre sí a pesar de las tecnologías y la masificación visual, siendo entonces que virtualidad y evolución resultan antagónicos. De esta manera es como Villarreal, más allá de evoluciones y virtualidades, se propone dar a conocer algunos aspectos de la realidad del teatro en México. Primeramente señala que el teatro se particulariza según las coordenadas geográficas observadas del país, por lo que no es posible hablar de un teatro mexicano o nacional y da dos ejemplos iniciales: el teatro producido en la frontera norte, sujeto a la transminación cultural entre ambos países, y el teatro comunitario de las zonas rurales de la región de los volcanes en el centro del país. Por otra parte, la serie de eventos realizados en distintas épocas del año y en distintos lugares del país —como son la Muestra Nacional de Teatro o el Encuentro del Teatro del Cuerpo, entre otros— le parecen aislados y poco efectivos en cuanto a que el teatro se irradie y cobre importancia en los lugares donde se producen esos eventos. Siendo así que el crecimiento del teatro fuera de la capital es mínimo, debido a la falta de redes de coproducción y a la dependencia del centro como referente estético y de financiamiento económico. Sin embargo, es en la capital donde Villarreal pone mayor atención, pues a pesar de la oferta teatral de cada fin de semana “la ciudad de México sigue creando un teatro de autoconsumo, lo que la pone en situación de repetición de formas estéticas conocidas y constante reescritura”; es decir, lo que importa es la asistencia de público a las salas en detrimento de la renovación de las formas estéticas, así como el establecimiento de vínculos con las problemáticas de lo social. En este rubro sobresalen colectivos que por cuenta propia generan estrategias de producción y buscan estar presentes en el ámbito del teatro como lo han sido Telón de Aquiles, Impro, Lagartijas Tiradas al Sol y Teatro de Ciertos Habitantes. No obstante todo lo anterior, para Villarreal el teatro mexicano actual cuenta con potencial suficiente para la constitución de un carácter propio, no sólo en cuanto a los recursos materiales, humanos y artísticos, sino también en cuanto a la comprensión de los tópicos que habitan al país y que éstos se reflejen en el quehacer escénico de los creadores.

Por último el libro presenta una “cronología sintética”, elaborada por Luis Mario Moncada, que da cuenta de la situación del teatro mexicano en relación con el teatro mundial, así como de una bibliografía general.

Para cerrar el recorrido del libro Un siglo de teatro en México, aludo nuevamente a la obra literaria de Jorge Volpi, en la que su personaje Links se propone narrar un siglo desde una visión abarcadora de elementos alternos a la propia guerra, la Segunda Guerra Mundial, pero lo que leemos es un laberinto de dudas, de obsesiones del personaje, de incertidumbres, de fragmentos históricos tratando de encontrar analogías y puntos de unión, de sospechas, de suposiciones sin llegar a afirmar nada en concreto dejando al lector con la sensación de que la búsqueda de Links es la búsqueda de sí mismo. En este sentido, el resultado de la propuesta de Olguín de ofrecernos un “panorama totalizador” del teatro en México durante un siglo, además de proponer ser “fundamentado” y “creativo”, a más de ser ambicioso, es desigual si se considera cada texto en su individualidad, pues en tanto unos buscan tener características del ensayo aportando algo nuevo, los más repiten lo ya leído en otros libros. Nuevamente recurro a las palabras de David Olguín cuando dice que “la historia oculta y legitima […] acomoda las cosas en función de la actualidad y de quienes la nombran.” Esto que puede leerse como un reproche se cumple en Un siglo de teatro en México, quizá queriendo desprenderse de su libro antecesor Escenario de dos mundos. Inventario teatral de Iberoamérica (1988), en el volumen dedicado al teatro en México, el cual es ya un referente para el conocimiento y comprensión de nuestro pasado teatral.

 

Antonio Escobar

Centro de Investigación Teatral
“Rodolfo Usigli”.

 


Citas

1 Jorge Volpi, En busca de Klingsor, México, Planeta, 1999, p. 18.





Dimensión Antropológica, Año 20, Vol. 58, mayo/agosto, 2013.