Ensayo
La escritura-objeto en los museos de historia
Luis Gerardo Morales Moreno
Profesor-investigador del Departamento de Historia de la UAEM
Correspondencia: Luis Gerardo Morales Morenoaldrovandi1572@gmail.com
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Resumen
Reflexión museológica sobre el género de los museos históricos, porque sitúan las observaciones construidas sobre un sistema de referencias que distingue entre lugar de la ciencia y lugar de la cultura, yuxtapone ambos elementos (ciencia y cultura) y los convierte en una distinción entre conciencia y experiencia. En la interrelación entre discurso histórico y museografía histórica resalta la diferencia establecida por una escritura-objeto que, además de producir una experiencia cognitiva, la hace susceptible de ser vivida como una experiencia real del pasado. Si el discurso histórico encontró una más de sus modalidades de expresión en los museos, amén de la escritura, ello no los hace escapar de un vínculo indirecto con la construcción de tramas o relatos, cuyo sentido se transforma al convertirse en cosas-artefactos de la cultura.
Palabras clave:Espacio narrado, escritura-objeto, interferencia museográfica, efectos de presencia, sensación de historia.
Abstract
The present text aproaches a museological critic focused on the genre of the history museum, it locates the attained observations into a reference system that makes a distintion between place of science and place of culture, laying both elements (science and culture) and transform them into a distinction between consciousness and experience. Within the interrelation between historic discourse and museology relies the difference established by an object-writing that, as much as producing a cognitive experience, makes it possible to feel it like a real past experience. If the historic discourse finds one of its modes of expression at the museum, indeed a form of writing, this does not mean that it can escape from an indirect relationship with the construction of narratives and tales, whose meanings are transformed when they become cultural device-things.
Keywords: Narrated space, Object-based writing, Museographic interference, Presence effect, Historical sensation.
Museografía e historiografía
De los enfoques recientes sobre la narratividad historiográfica (Ricoeur 2003; Ankersmit 2004; Vergara 2005) destaca en especial la relación entre la escritura histórica y los museos que escenifican la historia mediante objetos museográficos.1 La discusión que preocupa a algunos historiadores consiste en saber si, a pesar de que la producción del museo como género moderno de escenificación de la experiencia histórica ha sido una posibilidad existente desde hace más de 150 años (Anderson 2004; Knell, MacLeod y Watson 2007; Hill 2005:36-52; Genoways y Andrei 2008), el discurso histórico únicamente cobra sentido pleno con un modo específico del discurso escrito y lineal. La actual proliferación de la imagen mediante la expansión de otros recursos de representación visual, como la fotografía, el cinematógrafo, la televisión, el video, la virtualidad digital e internet, ha venido a radicalizar la preocupación por el discurso histórico como simple escritura (Debray 1994).2 ¿Cómo se enfrenta este asunto desde la reflexión historiadora? Propongo el género de los museos de historia como un modelo ejemplar de esa cuestión. ¿Por qué? Porque el lenguaje museográfico, al comunicarse como un espacio narrado (Certeau 1996) del campo visual, se hace historiable en sí mismo.3 El museo como un lugar situado opera un modo diferente de comunicar la escritura de la historia, lo cual pasa ineludiblemente por las operaciones museográficas que otorgan vida nueva a lo ya acontecido.
En general, la cuestión de la escenificación visual de la historia sirve para el estudio del espacio y de las operaciones museográficas entendidas como estrategias narrativas (hipertextuales e intertextuales) capaces de recrear una sensación de estar-ahí frente a lo real auténtico (evidencia empírica), y la forma en que otorga significado a las cosas se rige por una estructura binaria de sus operaciones comunicativas, que consiste en acciones de ver/no ver, objetividad/subjetividad, presencia/ausencia, conocimiento/rito. Por ejemplo, los monolitos aztecas encontrados en 1790, en el actual Zócalo de la Ciudad de México, adquirieron visibilidad cuando la Corona española evitó su destrucción porque cambió la política científica hacia el mundo americano (Cañizares-Esguerra 2006). Posteriormente, a partir del 16 de septiembre de 1887, una de esas grandes piezas de la civilización mexica, la Piedra del Sol, se exhibió en el Museo Nacional como una pieza emblemática del porfirismo científico, que más tarde heredaría el nacionalismo revolucionario del siglo XX (Morales Moreno 1994, 2001). Desde los escaparates de la hegemonía museográfica se hizo visible una herencia ancestral, al mismo tiempo que los indios de “carne y hueso”, por decirlo de un modo muy concreto, fueron convertidos en espectros por el mundo jurídico del liberalismo y el Estado moderno. La novedad del lenguaje museográfico estableció una ruptura instauradora entre el pasado antiguo y la modernidad del progreso tecnológico y económico. Marcó un antes y un después, porque instauró una lectura diferente del pasado lejano, al mismo tiempo que lo convirtió en una genealogía moderna. Las colecciones de objetos de la Galería de Monolitos situaron la mirada de la objetividad en la presunción de un origen común preexistente, en un más allá, valga la redundancia, trascendente. El conocimiento arqueológico institucional producirá una nueva mitología científica de la grandeza azteca, que culminó con la creación del Museo Nacional de Antropología (MNA), en 1964. Se canonizó un modo del relato museográfico que representa el pasado mitológico como imagen petrificada en el tiempo. Irónicamente, a esa imagen recurrieron los jóvenes estudiantes del verano caliente de 1968 (30 de julio al 2 de octubre) para manifestarse contra la intolerancia policiaca del régimen del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Multitudinarias manifestaciones partieron de la explanada del MNA rumbo al Zócalo, en reclamo del advenimiento de un futuro mejor apoyado en el indigenismo museográfico conservador.
Por otra parte, la institución del museo pone en coexistencia la mirada racional del espacio museográfico con la mirada contemplativa del espacio vivido o existencial. No obstante que, por lo general, el tema de la mirada se sitúa en el mundo de las contemplaciones del arte pictórico o las artes plásticas y decorativas, e incluso la cuestión del goce o disfrute de la exposición suele constreñirse al mundo de la experiencia sensible de los museos de arte,4 deberíamos considerar otros géneros de representación, como son los museos de historia. Porque en estos los visitantes/usuarios se comportan como ciudadanías letradas. Predomina en ellos la épica edificante y aleccionadora que los ha convertido casi en un subgénero de la historiografía de bronce, ya que sigue siendo muy estrecha su relación con el texto escrito, principalmente en razón de su subordinación al sistema público escolar. Este modelo del museo-texto-ritual hace del objeto museográfico una imagen alusiva de la palabra escrita y lo ha transformado en fetiche de un modo de practicar la comunicación cívica. Sabemos que esta forma de operar no es nueva: desde el siglo XIX, la institución museística ha sido una intermediaria privilegiada de la transmisión popular de la historia, porque no se ocupa únicamente del conocimiento erudito y, además, reproduce ritos conmemorativos, sociabilidades ciudadanas y una gran variedad de espacios de opinión pública (en los que incluimos el entretenimiento, el ocio o el tiempo libre).
Veamos más detenidamente la cuestión hasta aquí planteada. En la relación museografía e historiografía aparecen dos planos. Uno de ellos se constituye por los fragmentos de la historia colocados metonímicamente en un espacio determinado, donde se escenifican los fragmentos que operan como los indicios pertinentes que las comunidades científicas han escogido como autoconciencia de la temporalidad, así como parte de una realidad experimentada que existe independientemente de nosotros: la materialidad ontológica del pasado.
La autoconciencia proviene de la observación de objetos que refieren a hechos de una sociedad determinada, los que remiten a su clasificación temporal dividida en:
Sin embargo, este proceso no se limita a una exposición lineal escriturística debido a que la historiografía se despliega también como una escritura-objeto en el ámbito del museo-texto. En este segundo plano, por lo tanto, la historia representada en objetos museográficos no se ciñe únicamente a la cuestión de la temporalidad, sino también comprende la percepción y la construcción del espacio (Zunzunegui 1990).5 Paradójicamente, esa simple cualidad libera al museo de su asidero escriturístico, aunque las prácticas escolares sigan circunscritas a él. Los campos de visión creados por la museografía son específicos de los espacios practicados en que tienen lugar, y plasman la visibilidad (o invisibilidad) social del conocimiento. Como el museo está situado socialmente, eso afecta la vivencia, el recorrido, la mirada, en síntesis, la experiencia museal –toda relación con la memoria– y museográfica (Deloche 2001).6 Como sabemos, las transmisiones de la historia se encuentran en todas partes, en toda clase de huellas, y no únicamente en monumentos, piedras u objetos muebles. La historia habita en prácticas, recuerdos, rituales y tradiciones, aunque el museo moderno las constriñó básicamente a los objetos, a las cosas-artefacto, de manera semejante a lo que hizo el discurso histórico con la escritura: forman caminos diferentes en la hechura de la memoria archivada y el lenguaje simbólico; yuxtaponen, entremezclan y combinan ambas formas de la comunicación.
En síntesis, el museo constituye una forma narrativa diferente de la meramente escriturística, lo que ahonda la discusión sobre la exclusividad de la escritura en el discurso histórico. El relato del museo constituye la particularidad con la que la museografía produce sentido, y lo hace a modo de interferencia.
La interferencia museográfica
¿Esto qué significa? Al menos tres cosas. En primer término, que, si hablamos de escenificaciones, reconocemos la mediación del lenguaje museográfico, lo que preferimos denominar como su interferencia. En principio, sabemos que el vínculo entre museografía e historiografía consiste en que la lejanía o distancia del presente respecto del pasado se haga significativa, ya sea porque la exposición de los objetos nos haga sentir o pensar determinadas certidumbres. De manera semejante al gabinete de historia natural, el museo histórico muestra una autenticidad de los objetos-artefactos. Por lo tanto, objetiva un extrañamiento entre dos temporalidades diferentes. Precisamente por eso, en el terreno de la experiencia el lenguaje museográfico abre la distinción entre vida y muerte. En lo museal habita la vida, porque comprende toda clase de espacios de memoria en uso, en contraste con lo museístico, que se postula como un embellecimiento de la muerte. Al crearse un campo de visión de la vida a la muerte y de ésta a la vida renovada, hablamos de un más allá del lenguaje museográfico que transmuta lo inerte en un mensaje que pertenece a un proceso cognoscitivo –que se hace acompañar de la experiencia sensible que recrean los dispositivos museográficos, así como los “lugares restaurados”– y a una sensación de historia.
En el museo, nuestra relación con los mundos pasados se transmite indirectamente tanto mediante dispositivos y técnicas expositivos como de monumentos conmemorativos, estatuas, cementerios, ceremonias, etc. Algunos reconocidos autores han planteado la importancia del análisis de las tradiciones inventadas, de los lugares de la memoria o de las comunidades imaginadas como formas y prácticas comunicativas donde los museos y los rituales colectivos construyen identidades, fijan memorias o establecen vínculos cohesivos (Hobsbawm y Ranger 1983; Nora 1986; Anderson 1991). Es decir, de unos cuantos pedazos materiales reconstruimos una totalidad imaginaria o aun obtenemos información relevante de los referentes colectivos.
La museografía (la puesta en escena mediática) constituye una forma indirecta de relación con los mundos pasados, de manera semejante a lo que hace el historiador (la escritura de la historia). Ambas formas y sustancias de la representación –la del objeto exhibido mediante dispositivos y la escritura mediante trazos– producen sentido, pero lo hacen de una manera diferenciada. En el museo histórico, por ejemplo, la historia se muestra como “efecto de presencia” del pasado, como cuasi vivencia, porque el observador deambula observando un fragmento auténtico del pasado. Esto significa que la historia se transmite mediante el artefacto museográfico. Ese “efecto de presencia” adquiere sentido porque el objeto museográfico constituye una comunicación. Representa de muchas maneras un querer decir algo para un espectador anónimo. El objeto museográfico produce su propio espectador, se convierte en lo que se conoce como objeto semióforo (Pomian 1987). En efecto, el objeto museográfico no permanece instalado (dispuesto) sin referente alguno, pero su representación es autónoma de cualquier atribución de significado –que dependerá del género de representación museográfica de la que se trate–. Sólo una interferencia museográfica transforma el tránsito del observador de una casi vivencia a una revivencia virtual de la memoria. Por esto, en los museos históricos, a diferencia de los de arte, las atribuciones de significado no pueden ser tan “arbitrarias”.
Por el contrario, en la historiografía la realidad de los mundos pasados se despliega como ausencia susceptible de ser interpretada hermenéutica y paradigmáticamente, ya que el texto histórico pertenece al campo de las atribuciones interpretativas que atañen a una determinada hermenéutica historiográfica. En cambio, en la memoria conmemorativa de los museos esa función interpretativa tiende a expandirse extramuros. En los recintos arqueológicos, los mausoleos o las museografías de la Patria Republicana, una gran variedad de artefactos son apreciados en un sentido afectivo y/o estético. Lo reiteramos: en las museografías de la identidad patriótica o las ruinas de la Antigüedad se produce no únicamente sentido, sino una sensación de historia, una relación de pertenencia.
Así tenemos que la vivencia estética de la observación de objetos museográficos es distinta de la lectura y/o escritura de libros. El museo histórico moderno ha unido ambos modos de la observación empírica, al producir simultáneamente significado y percepción; dispone los objetos museográficos enlazados con la escritura que los descifra, nombra y clasifica y, por ello, el museo constituye un ejemplo problemático de la interferencia entre producción de sentido y producción de presencia bajo la forma del lenguaje museográfico (Gumbrecht 2005).7 Como consecuencia de la interferencia museográfica, los objetos cobran vida dentro del museo, no fuera de él. Los museos históricos reúnen los fragmentos, vestigios, huellas o ruinas de lo acontecido. En el museo la historia ya es otro lugar. Resignifica y presentifica otro espacio.
Una segunda cuestión es que la relación entre las representaciones museográfica e historiográfica obliga a comprender la especificidad de los distintos géneros de museos actualmente en uso, como son los de arte, ciencias o etnología (antropología y arqueología). Las nuevas tecnologías comunicativas o pedagógicas no pueden extrapolarse por la sencilla razón de que los consumidores de arte, tecnología, ciencias o historia no constituyen comunidades homogéneas. La puesta en escena predominante de la historia va desde los santuarios de reliquias seculares y galerías maravillosas de anticuarios, hasta las revivencias turísticas de las visitas in situ o multimedia en Atenas, Roma, Barcelona, Teotihuacan o Machu Pichu. La historia en los museos, o en los sitios de la memoria, a diferencia de los de arte, requiere al mismo tiempo atribuciones de significado precisas y estetizaciones persuasivas. Cuando observamos las imágenes de Simón Bolívar y San Martín, los estandartes de los insurgentes, o las medallas y trajes militares de los héroes republicanos o revolucionarios, no les atribuimos una significación arbitraria (Gutiérrez 2004). Asimismo, cuando visitamos las estremecedoras lápidas verticales que conmemoran el Holocausto judío, en Berlín, o nos compenetramos del delirio persecutorio de lo que pudo ser el Museo de la Memoria de la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, irremediablemente preguntamos: ¿por qué?, ¿quién?, ¿cómo? (Brodsky 2005). Finalmente, la interferencia estética de la museografía sugiere que el museo histórico opera no solamente como yuxtaposición de imagen y referente: objeto y contexto de observación (Karp y Lavine 1991; Karp, Mullen Kreamer y Lavine 1992), sino también como dos tipos de modernidades, en apariencia contrapuestas:
En el primer caso, sabemos de las numerosas historias de la ciencia vinculadas a la evolución de los gabinetes de curiosidades en museos de historia natural. Este tipo de gabinetes marca el tránsito final de las concepciones mitológicas o providencialistas a la construcción de la observación empírica (Daston y Park 2001; Mauries 2002; Beretta 2005). Uno de los trabajos más destacados en la materia ha sido el de la historiadora estadounidense Paula Findlen (1994), quien demuestra cómo en la invención de la curiosidad científica moderna hay una participación crucial del coleccionismo museográfico italiano. Ella nos ofrece una comprensión histórica de la puesta en circulación de la historia natural durante los siglos XVI y XVII, utilizando la noción de paradigma científico (Findlen 1994; Morales Moreno 2006a).
En el segundo caso, contamos con dos ejemplos ilustrativos. Uno proviene del siglo XVII, de la Contrarreforma barroca, cuando los jesuitas, como Emanuele Tesauro y Atanasio Kircher, le otorgaron a los objetos de la naturaleza un significado simbólico trascendente, con lo cual la museografía ya no era sólo metonímica, sino también metafórica. Esto explica por qué en la concepción jesuítica del siglo XVII los gabinetes de curiosidades fueron incorporados dentro de una retórica de la imagen que los concebía como una metáfora del Arca de Noé. Posteriormente, otro proceso semejante ocurrió con los nacionalismos patrióticos del siglo XX, especialmente en lo relativo a los objetos históricos y arqueológicos, cuyo significado preciso no será más producto de una revelación metafísica, sino descifrado por los códigos de la interpretación científica empirista conjuntamente con los afanes patrióticos. De hecho, ni los museos de historia ni los de arte se han desembarazado por completo de su herencia naturalista y esencialista (ontológica).
Esto nos lleva a una tercera cuestión, que se refiere al género de los museos de historia en México y América Latina como predominantemente vinculados al contexto de la formación de sociedades poscoloniales. Este largo proceso cultural ha significado la construcción de identidades e imaginarios colectivos desde las hegemonías intelectuales que orientaron ideológicamente a los Estados nacionales. Construyeron consensos sobre lo que podía considerarse tradicional, a diferencia de lo que poseía el ropaje de la modernidad. De acuerdo con esto, al museo sólo entraba lo que estaba en “desuso”, “pasado de moda” y “fuera del tiempo del transcurso del progreso”. Sin embargo, los museos históricos difícilmente pasan de moda. En muchas partes del mundo han caducado sus interferencias estéticas, y sus transmisiones didácticas siguen operando como la rememoración de los tiempos idos. Y, de todos modos, sobreviven por sus producciones de presencia. ¿Por qué decimos esto? Porque en el campo de la historia importa no únicamente una determinada conciencia moderna de la temporalidad, sino también la presentificación de los mundos pasados. La operación museográfica hace presente una reencarnación de lo vivido. Y con ello nos referimos a las técnicas que producen la ilusión metodológica del contexto (la fantasía historiadora) de que los mundos pasados pueden hacerse tangibles de nuevo (Pappe 2002), como si fuesen un simulacro del estar-ahí.
Es aquí donde el museo histórico tiene un enorme campo por explorar, pues a fin de cuentas nos coloca frente a lo que somos: una cultura histórica. ¿Por qué? Porque anhelamos cruzar la frontera de nuestros mundos originarios yendo hacia el pasado, y el artificio museográfico brinda la posibilidad de “hablar con los muertos” o, más aún, “tocar” los objetos de sus mundos.
Al respecto, resulta intrigante un par de pequeños y modestos museos ubicados en las localidades de Anenecuilco y Tlaltizapán, en el estado de Morelos, en México, donde se rinden sendos homenajes al prócer de la revolución agraria y social de 1910: Emiliano Zapata. En la primera encontramos las ruinas arqueológicas de adobe de su casa paterna, dispuestas como nostalgia de la vida campesina; en la segunda, en una vitrina y de un modo enfático, se exhiben “los pantalones” del caudillo suriano. Todo ello rememora el “sentimiento revolucionario” que, dispuesto en vitrinas, se convierte en una estandarización de la “cultura campesina” y en una generalización simbólica del heroísmo zapatista. Me pregunto: ¿Estamos ante el reto de una nueva “estetización” de la historia y, en consecuencia, en una clara neutralización de las rupturas del pasado, o sólo se trata de aprender de otro modo la complejidad del conocimiento?
Transmisión y persuasión
Los museos de historia constituyen una dimensión escénica de la historiografía, o sea, no sólo de los hechos ocurridos, sino también de sus relatos y prácticas comunicativas: ritos, gramática objetivada, presentificaciones, evocaciones persuasivas. Porque el museo, además de constituir un medio de transmisión de cánones científicos y estéticos, opera como un espacio de sociabilidad. En el caso de los de historia, como ocurre en numerosos museos latinoamericanos del género histórico-arqueológico, la transmisión de saberes sobre el pasado se acompañó de prácticas comunicativas como las del sistema escolar o las de los rituales cívico-políticos. Los procesos de formación de los Estados nacionales hicieron de este tipo de museos espacios de construcción de sociabilidades modernas, como las de la ciudadanía letrada, junto con símbolos de unidad del Estado (Gillis 1994).
Está por verse si en las sociedades poscoloniales resulta viable pensar en un paradigma representacional posnacional. Tampoco sabemos si en los referentes metropolitanos o imperiales será posible la deconstrucción de sus imaginarios impuestos más allá de sus fronteras geográficas y lingüísticas.
Es un hecho la diferente forma de narración de la escritura historiográfica con respecto de la museografía, toda vez que la linealidad y la abstracción del trazo escriturístico no contienen la corporeidad de los objetos museográficos. La lectura de las colecciones museográficas se experimenta en un espacio fragmentario de mirada dirigida. Parece una gramática objetivada, porque su relato se configura también mediante un comienzo, un desarrollo y un final. Sin embargo, la fragmentación del espacio museográfico hace discontinuos los tejidos narrativos, y los significantes del objeto museográfico son irreductibles a un significado preciso. Éste sólo se obtiene mediante los referentes culturales y educativos que producen el sentido de cualquier exposición museográfica. El estudio de los museos históricos requiere nuevas teorías de la referencialidad. En consecuencia, las visitas guiadas, el audioguía, los folletos informativos y todas aquellas herramientas que desarrollan los programas narrativos de las exposiciones tienden a un mejoramiento cualitativo de los mensajes museográficos.
Lejos de imponer el silencio, los museos de historia han requerido el retorno de la oralidad y, en consecuencia, del relato y de la necesidad de contar historias. El giro comunicativo en los museos de las últimas décadas ha puesto en un lugar problemático al gesto museográfico moderno que arranca a fines del siglo XVIII y permanece hasta la década de 1970, en donde se organizaba mediante la acción de exhibir-ocultando (permitir-prohibiendo) y mostrar/representando (Morales Moreno 2006b). El museo-cadáver está en crisis. El retorno de la oralidad y la interacción participativa en los museos históricos implica ese desafío discursivo del modo-de-hacer-hablar los objetos en relación con los sujetos de su significación en el presente inmediato. La actualización de la historia no está entonces en sus colecciones, que seguirán siendo muy viejas, sino en sus observadores, quienes –ante cualquier ruina– tienen muchas preguntas que hacerse. En los museos de historia el pasado requiere ser repasado. Lo que está en conflicto son los modos de transmisión y persuasión.
Consideraciones generales
La actualización de las distintas versiones museográficas no se realiza de manera tan pronta como ocurre en el campo historiográfico. Si hay una museografía histórica longeva en México es justamente la que se sustenta todavía en concepciones historiográficas y pedagógicas provenientes del mundo liberal y positivista de fines del siglo XIX, así como del nacionalismo revolucionario e indigenista. Desde el viejo Museo Nacional decimonónico hasta el actual MNA, en sus diferentes versiones museográficas de 1945, 1982 o 2005, el pasado del país sigue representado bajo un marco referencial empirista casi naturalista. Porque la actual crisis de los museos históricos no es sólo de forma y contenido, sino de sustancia y expresión. Advertimos la necesidad de un cambio en la forma que concebimos al objeto-signo desde un campo no-hermenéutico. El objeto semióforo nos convoca a un distanciamiento crítico con la hipertextualidad de las exhibiciones museográficas, para adentrarnos en un campo fenomenológico y pragmático de la semiosis de los objetos de culto. Tal campo, no exclusivamente hermenéutico, permite vislumbrar las materialidades comunicativas, cuestión que ha sido soslayada o ignorada por completo por el estructuralismo lingüístico y las prácticas disciplinarias aplicadas al análisis discursivo.
A fin de cuentas, lo que ilustra el caso del museo como problema historiográfico consiste en que sitúa las observaciones construidas sobre un sistema de referencias que distingue entre lugar de la ciencia y lugar de la cultura. El concepto de cultura aparece, en efecto, sólo en la modernidad, que la muestra como contingente y susceptible de ser investigada, en este caso, en el reducido espacio de un museo. Al ser reflexionada se puede construir, incluso, como una cosa observable. La cultura del museo forma parte de itinerarios turísticos a veces masivos en varias capitales europeas, estadounidenses y latinoamericanas. El museo yuxtapone ambos elementos (ciencia y cultura), los entrecruza y convierte en una distinción entre conciencia y experiencia. Si pasamos del mundo de la ciencia al de la cultura, lo experimentable depende de las distinciones que hace cada sociedad para observar lo que la parece creíble (Mendiola 2003:138-139).
La experiencia cultural del museo produjo, además de las yuxtaposiciones metafóricas que cambian en el momento de una revolución científica, un laboratorio de intercambios de roles sociales. Si la característica de las revoluciones científicas es su alteración del conocimiento de la naturaleza intrínseco al lenguaje mismo, entonces los gabinetes de historia natural construyeron la posibilidad del museo/paradigma a partir del cual se derivaron posteriormente otros museos, como los de historia y etnología. Esa tradición sigue viva en los museos históricos. Persiste en el naturalismo histórico con que todavía se comportan los modelos vigentes de la representación museográfica, lo que explica su fragmentación narrativa. En síntesis, si el discurso histórico encontró una de sus modalidades de expresión en los museos, y no únicamente en la escritura, ello no los hace escapar de un vínculo indirecto con la construcción de tramas o relatos, cuyo sentido se transforma al convertirse en cosas-artefactos de la cultura.
Veamos un ejemplo de esto último. Si decimos la frase “hace frío”, sabemos qué significa porque conocemos la sensación física causada por un estado climatológico determinado. Sin embargo, también sabemos que esa frase puede referirse a muchas otras experiencias en función de otros contextos de aplicación de su significado. Mediante el contexto de uso y el referente de aplicación es como llegamos al sentido pleno de la frase “hace frío”. Si aplicamos este ejemplo semántico al terreno del lenguaje museográfico, observamos que la misma frase puede querer decir que el clima artificial en las salas de exposición funciona mal o, simplemente, que no hay tal clima ni nada parecido. En consecuencia, el significado de una frase no se define en abstracto, sino en relación con los contextos, códigos y referentes que hacemos diferenciadamente de esa frase.
En los museos, las representaciones se hacen de modo interpretativo conforme a cánones narrativos y paradigmas científicos hegemónicos. Además, en esos lugares cualquier sentido de cualquier frase se complica cuando establecemos categorías estéticas generales, como lo bello y lo no bello; o conceptos historicistas, como lo que fue auténtico y único contra lo falso, o lo común y corriente; o giros psicologistas como lo pasional y lo racional, o frases filosóficas que pretenden hacer la diferencia entre lo sublime y lo grotesco. Pero el lenguaje del museo no es únicamente narrativo, sino que recurre a la escenificación visual para establecer un modo propio de lectura de lo sensible. Ese modo propio, sin embargo, sólo se ha ocupado de las significaciones eruditas, pero no de los sentidos ordinarios. Es decir, en su ruta empirista y elitista, el museo de las ciencias naturales permeó al conjunto de los museos de otras categorías o géneros, como los de historia, antropología, arqueología, etnografía, e incluso de arte. Si para una galería resulta suficiente la exposición de cuadros, para un museo de historia se requieren ambientaciones, recreaciones y virtualizaciones que produzcan verosimilitud. Nada de esto se resuelve sin una teoría del aprendizaje que enfatice los aspectos contextuales, interpretativos y recreativos con los que diferentes comunidades se comunican, y ahí radica el problema: ¿cómo operamos la distinción entre ciencia y cultura desde una perspectiva de las estrategias y tácticas de uso de comunidades interpretativas diferentes, diversas o plurales? ¿No acaso el concepto de comunidades reconoce un círculo homogéneo de identidades cerradas coherentemente?
Las identidades emergen porque alguien decide producirlas y hacerlas valer como una autoridad del saber, mientras que las identificaciones son las tácticas de respuesta a las imposiciones de las hegemonías comunitarias o de clase que imponen determinados sentidos de la identidad. En consecuencia, ¿qué es lo experimentable del espacio museográfico? O, mejor dicho, ¿cómo traducimos al pensamiento lo vivido en el museo? Tal cosa sólo puede hacerse bajo las reglas del propio museo, que consisten en: a) el uso de una trama o un relato; b) el uso de la iluminación y la expresión dramáticas; c) la producción de ambientes escénicos de un modo temático; d) la creación de animaciones, y e) el uso del relato hablado. La respuesta a qué es lo experimentable en un museo depende del género, la forma y el uso de las representaciones, así como de las gestiones o negociaciones para su aceptación y legitimación. En los museos de historia los objetos seguirán mostrándose de modo contextualista o empirista, desde la reliquia hasta el icono popular. Todavía más: siempre habrá una metanarrativa capaz de simbolizar en un solo momento una visita al museo. Ese más allá de lo discursivo convierte las prácticas del museo en un ejercicio de poder y reajuste de las memorias.
El movimiento del 68, abordado en el Memorial de Tlatelolco mediante entrevistas a sus contemporáneos y protagonistas, ha puesto en juego sólo una parte del discurso vivo, vigente y hegemónico. La diferencia entre esa intencionalidad museográfica y la recepción del observador estriba en la siguiente pregunta: ¿y por qué no dijeron tal o cual cosa? ¿Por qué no hablaron de otra cosa? ¿Hay una sola historia o muchas historias? ¿Dónde están las opiniones de Octavio Paz, Daniel Cosío Villegas o José Revueltas? Obviamente, hay muchas historias, y de ahí el acierto de “poner en escena” (en pantalla) la diversidad de enfoques sobre un mismo suceso. Algo que un museo-texto tradicional no logra hacer. Por ejemplo, véase el Museo Nacional de Historia (MNH) en Chapultepec: inmerso en uno de los lugares cruciales de los “hechos” de la invasión norteamericana (el otro es el Museo Nacional de las Intervenciones –MNI–, ubicado en el ex convento de Churubusco), el museo no ofrece ninguna reflexión sobre el tema y sólo alude a ello de manera épica y sesgada: la tesis del fuerte contra el débil. Fuimos vencidos injustamente. Por ello, el MNI ilustra de modo más específico dicha posición. Desarrolla una narrativa trágica apegada a una fórmula nacionalista impuesta a posteriori, durante el siglo XX. El problema se profundiza cuando las visiones contemporáneas de un hecho determinado no están asumidas, o simplemente porque “la historia contemporánea” está fuera del museo histórico tradicional. Por ejemplo, el Museo Nacional de Colombia aborda de manera destacada el “bogotazo” de 1948. En cambio, en el MNH lo contemporáneo no existe, ni siquiera el revisionismo historiográfico sobre la Revolución mexicana, que arranca más o menos alrededor de 1968. Hay una versión institucional de la Revolución dispuesta básicamente en el mural espléndido de Jorge González Camarena, cuya imagen ha quedado congelada para la eternidad.
Por ello, insistimos: ¿qué es lo experimentable en un museo? Depende del género de representación museográfica (arte, historia antropología, etc.) y del lugar social del museo. Ese lugar está situado social e históricamente. El contexto del museo es producto de una recreación socialmente determinada de los referentes. La sensación de historia entonces no se opone a la exposición de objetos en sí mismos. Por el contrario, se complementan y hacen posible una cierta narratividad no exclusivamente hermenéutica pero, al fin y al cabo, inmersa en el mundo del sentido. Y “ese sentido” va acompañado de su “pragmática” cultural que, en el caso mexicano, representa la vigencia del nacionalismo revolucionario y el indigenismo museográficos.
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1 El objeto museográfico opera como dispositivo o soporte de transmisión comunicativa.
2 Régis Debray (1994) emprende el estudio de las mediaciones para comprender históricamente la mirada en Occidente.
3 Concebimos dos tipos de referencialidad del museo: 1) como género de representación (la épica histórica, la conciencia estética, la antropología simbólica) y 2) como fuente de información sobre los modos de escenificación científica. Ahora, para la distinción entre espacio habitado/espacio narrado, sigo la perspectiva de Michel de Certeau (1990) sobre las operaciones o prácticas de los usuarios.
4 Esta postura se debatió recientemente en el II Coloquio Internacional Experiencia, Comunicación y Goce, celebrado en Bogotá, Colombia, del 28 al 30 de octubre de 2008, organizado por la Asociación Mexicana de Profesionales de Museos y el Museo Nacional de Colombia-Red Nacional de Museos.
5 En su breve estudio de los enfoques semióticos sobre el espacio de la mirada, Zunzunegui (1990) se ocupa únicamente del sentido, pero no de la experiencia fenomenológica del espacio y la vivencia.
6 Entendemos el campo de “lo museal” sin circunscribirlo únicamente al ámbito del museo institucional, sino que está relacionado con diferentes campos de la memoria en cualquier lugar.
7 Vislumbramos esta discusión bajo el influjo del filólogo e historiador Hans Ulrich Gumbrecht en sus seminarios impartidos en el Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana durante los años 2001 y 2002. Gumbrecht (2005), sin embargo, no aborda específicamente la cuestión museal, como sí lo hace Bernard Deloche (2001).