Publicado 1996-03-15
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Resumen
Tomado de El País, sábado 14 de septiembre de 1996. Sabemos desde el siglo XVIII, gracias a la Ilustración y al empeño posterior de los historiadores críticos, que todas las historias nacionales y credos patrióticos se fundan en mitos: el prurito de magnificar lo pasado, establecer continuidades “a prueba de milenios”, forjarse genealogías fantásticas que se remontan a Roma, a Grecia o a la Biblia, obedece sin duda a una ley natural de orgullo y autoestima, pues los hallamos en mayor o menor grado en el conjunto abigarrado de estados y naciones que integran el continente europeo. No tengo nada contra los mitos y su fecunda prolongación artística y poética, a condición, claro está, de no olvidar su carácter ficticio, elaboración gradual e índole proteica, ya que estos mitos, manejados sin escrúpulo como un arma ofensiva para proscribir la razón y falsificar la historia, pueden favorecer y cohesionar la afirmación de “hechos diferenciales” insalvables, identidades “de calidad” agresivas y, a la postre, glorificaciones irracionales de lo propio y denigraciones sistemáticas de lo ajeno.