"Si Dios no existe, alguien debe otorgar los certificados" (Notas sobre la Academia de Letrán)
Abstract
A Bernardo de Balbuena le debemos ese gran inventario de jerarquías y creencias, Grandeza Mexicana. Allí, él imparte un consejo que le sirve a la vez al interesado en el saber, y a quien pretenda ser citadino: “si desea vivir y no ser mudo tratar con sabios que es tratar con gentes fuera del campo torpe y pueblo rudo”. Alabanza de corte y menosprecio de aldea en una de las primeras expresiones novohispanas de lo que Angel Rama llama la Ciudad Letrada, el grupo “restricta y drásticamente urbano”, encargado de preservar un conjunto de valores que va del catolicismo a la cultura greco-latina, y de hacer uso de la escritura en medios sojuzgados por el analfabetismo y el odio al conocimiento, que es también reverencia de lo que se ignora. Pese a las advertencias de la Biblia (“El mucho estudio aflicción es de la carne”), los letrados prefieren acatar a la máxima de Santo Tomás, patrón de las bibliotecas: “Desconfiad del hombre de un solo libro”. En el virreinato, la Ciudad Letrada es un compartimiento del poder eclesiástico, dedicado a la interpretación ortodoxa y verbosa de la ley y la doctrina. A servir a Dios, al rey, al virrey, al señor obispo y a cualquier representante de las jerarquías, se disponen, reservando tiempo para sus obsesiones, los eruditos y los sabios doctores, que preparan leyes, reglamentos, catecismos, proclamas, cédulas, vidas y milagros de santos, reminiscencias de la barbarie en que vivían asombrosamente los idólatras, propaganda inacabable de la fe, versiones delirantes y serviles del dogma. Durante dos siglos la capital de la Nueva España es el ámbito exacto de la Ciudad Letrada, y en conventos y templos y paseos destinados al esplendor del Santísimo y sociedad que reverente lo acompaña, los monopolistas de la lectura distribuyen el respeto a las autoridades civiles y terrenales. A ellos les es dado percibir lo que para los demás es profundo misterio: las distancias entre la letra ceremonial y la palabra hablada que hace, según Rama, “de la ciudad letrada una ciudad escriturada, reservada a una estricta minoría”.